MEDINACELI, VEINTICINCO AÑOS, Enrique Andrés Ruiz

Madre mía, veinticinco años. Medinaceli por entonces tenía su leyenda. Una leyenda de sitio lejos de Soria, lo lejos que puede abarcar, de puro oírlo, un niño curioso, espoleado por noticias bastante extravagantes, de artistas y gente así, que además eran artistas extranjeros. Lo de Soria, a mediados de unos años setenta muy oscuros, no tenía mucho que ver con aquello, porque lo de Medinaceli venía a ser cosa más bien de verano, de excursión de verano. Para entonces, el arte moderno que se había dado en Soria ya languidecía, si no había desaparecido del todo, pese a su propia leyenda también, que era, resumiendo, la del Grupo SAAS, fundado y alentado por Antonio Ruiz a su vuelta de Ibiza en los primeros años sesenta. Antonio Ruiz era la personalidad moderna más con más que se había dado en Soria hasta entonces, y de su boca, en el chiscón de su librería-galería, los pintores casi niños recibían el hechizo de los nombres de Alberti, de Pancho Cossío, de Cirlot, de Tristán Tzara, de Will Faber, a los que el misterioso artista soriano había conocido. Luego, ya en los primeros años ochenta, el arte en Soria o de Soria comenzó a ser otra cosa, y sobre todo comenzó a ser lo que pintaban artistas que ya estaban, quizá para siempre, fuera de Soria. Y visto eso, de lo que uno se da cuenta es que, una vez disipado lo de Antonio Ruiz, la única galería artística en Soria que se puede llamar así, y el único lugar al que han llegado artistas significados de muy otros lugares y en ocasiones pintores determinantes de la pintura española actual, ha sido Medinaceli, que es otra cosa que Soria. Y ese lugar no es la Medinaceli de hace todos esos veinticinco años, sino un sitio más concreto: la Galería Arco Romano de Pepe Arense, sobre todo a partir de la última década del siglo que ha terminado.

Hace veinticinco años, soñábamos desde Soria con pensar que Medinaceli era una especie de colonia de artistas alemanes, o norteamericanos, o quién sabe. Y en cierto modo, eso era verdad. Allí tenían una tienda con su taller los Sanders, él negro y fuerte y ella creo que se llamaba Jili, que era la artista, con sus niños negros pero no del todo. Al entrar en la tienda sonaban unas campanillitas de esas que cuelgan sobre las puertas y por allí había muchas cosas de bronce, animalillos, figuras, pero sobre todo un bronce enorme que representaba a Juan XXIII, que no deja de ser un Papa de los artistas. Y también, en otra casa con estudio, estaba Berryl, no sé si lo digo bien porque nunca lo vi escrito; y un pintor que se llamaba Jerome de Rollin, ahí es nada la Caballería, muy con pinta de americano grande y bebedor, que tenía una casa con dintel labrado de colores. A algunos de ellos nos los encontrábamos en verano en el concurso de pintura rápida que llevaba organizando no sé si trescientos años Francisco Cacho Dalda, un periodista del diario Arriba, soriano, que se afincaba en Medinaceli los veranos con su bigote y su bastón, y que, ya de noche y acabado el concurso con sus lotes de premios para casi todos, transmitía por teléfono el resultado a Madrid, creo que sería a Madrid, con la puerta abierta y una bombilla muy tenue que se veía brillar en lo alto de las escaleras de su casona. El concurso duró luego lo que duró Cacho y lo que duró la espita gubernamental, ya oxidada, que era la de las instituciones en franco renuevo que pagaban aquellas copas como de campeonato de tiro al pichón para los premiados. Los pintores del concurso comían a veces en el restaurante Arco Romano.

Yo recuerdo haber recalado por Medinaceli en un atardecer quizá otoñal y medio frío, entre luces, y haber estado -es de esas cosas que parecen sueños- en una, no sé, como subasta de pinturas o algo así. Las pinturas que se subastaban en la galería, una vez hecho sitio desmontando la impedimenta del restaurante, creo que no tenían, claro, nada que ver con el tipo de pinturas que empezaron a llegar allí en los años noventa. Debían ser acuarelas de acuarelistas, óleos con caras de viejos y cosas por el estilo, aunque es posible que hubiera algún lienzo abstracto de Frank Carmelitano, otro norteamericano que vio en su país los espacios tan graves de Rothko, que a él le salían más cantarines. Pero en los últimos años ochenta y primeros noventa, Pepe Arense creyó que una galería es otra cosa y a su convocatoria empezaron a acudir pintores de Soria o de paso, pero que ya se llamaban Dis Berlin, Jesús Alonso, José Manuel Calzada, José María Herrero... Luego seguirían muchos más, Damián Flores, Pelayo Ortega, Lola del Castillo, Juan Manuel Fernández Pera, el escultor Mariano Lafora, José Bellosillo.... hasta que hoy la galería de Pepe es lo que es, una galería en paragone a las galerías que muestran el arte español más interesante, en especial por lo que concierne al lado figurativo o neometafísico, como lo llama Juan Manuel Bonet, que también ha escrito para Arco Romano, como Quico Rivas, Santos Amestoy, Fernando Huici y muchos otros. Así que la galería de Pepe es el único sitio de Soria que, siendo otra cosa como es Medinaceli, todavía hace parecer a Medinaceli más otra cosa, porque los que se debieran encargar de pasear por Soria a tantos artistas sorianos o amigos de Soria, de quiénes son y de todo esto apenas si se enteran.

Cuando eso sucedía, a Medinaceli ya había llegado gente muy distinta. Unos se quedaron y otros no. Ignacio Gómez de Liaño, que tiene o tuvo allí casa abierta, fue quien me dijo un día que esta ciudad de los pájaros a lo que recuerda es a aquella ciudad que inventó Alfred Kubin en un relato que se titula La ciudad perla. Y es verdad que, como en el relato de Kubin, parece aquí mentira que en un palmo cerrero puedan reunirse un palacio renaciente, una alhóndiga, una muralla árabe, un arco romano, una colegiata gótica, conventos barrocos.... que parece que, como en ese cuento, todo lo haya juntado aquí un millonario enloquecido. (Hoy Medinaceli tiene un algo de millonario que no tenía antes, pero de millones institucionales, porque lo que antes era si se quiere ruina pero de verdad, calleja de tierra, muro enfoscado, hoy es sólo piedra, piedra pura y dura, y parece una ciudad con camisa de piedra como lo son las falsas ciudades que se hacen para los decorados, de tanto interés como ha habido en recuperar, que suele ser inventar despiadadamente). Y además de Ignacio, también llegó a Medinaceli Juan Giralt, por decir sólo de artistas buenos. Y Rómulo Macció, uno de los mejores pintores de la Argentina de Jorge Romero Brest y del Instituto Di Tella, gran pintor de brazo y de expresión. Y Reiner Schiestel, un estupendo dibujante y grabador austríaco.

Ahora, veinticinco años después de los concursos de pintura rápida (¿dónde estarán los cuadros de entonces?; yo llegué a ver, por las ruinas de la alhóndiga, algunas ceras y pinturas combadas no sé si de Molinero Cardenal y Ulises Blanco, que acudían allí cuando el SAAS), veinticinco años, digo, después de las subastas de acuarelas y de los americanos, la galería Arco Romano lo celebra con una serie de exposiciones de los suyos. A mí me ha tocado escribir esto para ésta, que se inaugurará poco antes del otro gran día, además de los del verano, que tiene Medinaceli, el del Toro Jubilo, un festejo nocturno y maravillosamente solanesco con toro de fuego y pavesas en la oscuridad y mucho frío, de los pocos que quedan de la antigua Ceitiberia. Así que en la noche de Ánimas ya estarán colgados los cuadros de los que toca ahora, entre ellos Calzada, Pera, Rómulo, Reiner.... junto a las esculturas de Mazariegos y las acuarelas de Luis Sauce, un veterano de los tiempos de la subasta que desalojaba el restaurante en mi memoria, mi memoria de no sé si veinticinco años, pero por ahí debe andar. Mi memoria y mi melancolía de ese sitio sin par y de lo que ha sido y es -y sobre todo, no es- el arte por aquellas tierras mías y frías y azules, de gentes tan frías y mías.

Enrique Andrés Ruiz
XXV Aniversario Galería Arco Romano 2002

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