La historia del colibrí (un relato casi navideño)
Jesús era un chaval muy habilidoso haciendo pajaritas de papel. Había llegado a tal perfección que cuando les pintaba las plumas con vivos colores, dibujaba los ojillos y ponía el pico de color amarillo parecían pajaritas de verdad. Aprovechaba toda clase de papeles para hacerlas: si una cartulina, le salía una pajarita enorme que más bien parecía una garza; de un folio sacaba una paloma; de las hojas de su libreta salían gorriones y así sucesivamente; incluso las hacía minúsculas aprovechando los sellos de correos... Sobre su mesa siempre había alguna pajarita revoloteando y montones de hojas de revistas viejas. Un día de diciembre que la gripe le impidió ir a la escuela y tuvo que guardar cama, Jesús se dedicó a hacer pajaritas con todos los papeles sueltos que encontró por casa, y construyó una bandada enorme en las que se podían leer titulares de periódicos, anuncios de detergentes, facturas del teléfono, folios usados con problemas de mates, propaganda varia, etc. Cuando tuvo la mesa llena, el niño miró aquel montón de papel plegado con ojos febriles abrió la ventana y les dijo: «¡Hala, a volar!» Parecerá mentira lo que os voy a decir, pero aquellos trozos de papel empezaron a moverse, a batir alas y poco a poco fueron saliendo en desbandada hacia el cielo azul. En pocos segundos la mesa quedó limpia de pajaritas; Jesús se llevó las manos a la cabeza y muy asustado se dijo: «¡Puedo hacer pájaros de verdad!» Como no se encontraba muy bien, pensó que aquello era por culpa de la fiebre, porque él no se creía capaz de hacer milagros...; se metió en la cama y trató de dormir un poco. Nada más cerrar los ojos sintió un levísimo aleteo sobre su cabeza: la más pequeña de las pajaritas creada con el prospecto de las aspirinas había vuelto a la habitación. Jesús se despertó sobresaltado. —¿Qué haces tú aquí? —le preguntó como si ella pudiera entenderle—. ¿Por qué no vas con las demás? La pajarita se posó sobre la mesa y le respondió con una voz dulcísima:
—Me has hecho tan pequeña que no puedo volar... La pajarita tenía razón: sus alas eran tan cortas que no le permitían volar durante mucho tiempo. Jesús se quedó pensativo y al cabo de un rato le dijo: —Es cierto, pero tengo la solución: si mueves las alas muy deprisa podrás volar como las demás... La pajarita se lanzó al aire, aleteó con una velocidad extraordinaria y comprobó que, efectivamente, podía moverse igual que el resto de los pájaros. —¡Gracias! —le dijo ella; dio media vuelta y salió por la ventana. Jesús se quedó sorprendido por el descubrimiento: «Esto sí que es maravilloso: además de volar, mis pajaritas hablan...», y se volvió a la cama un poco preocupado porque empezó a pensar que a lo mejor podría crear animales como si fuera Dios... Cerró los ojos y cuando estaba a punto de dormirse por segunda vez, volvió a sentir el zumbido en la habitación: era la pajarita de las aspirinas que andaba dando vueltas como un abejorro. —¿Y ahora qué te pasa? —le dijo un poco enfadado el niño Jesús. La pajarita se quedó flotando en el aire con un aleteo muy vivo: —¡Que soy muy fea! Iba a responderle que no dijera tonterías, que ella no era fea; pero al ver su plumaje gris lleno de letras y esas mayúsculas que le cruzaban las alas de lado a lado el niño Jesús comprendió que aquello más bien parecía un disfraz de Carnaval que un vestido de pájaro. —Está bien, ¿y cómo quieres que te pinte? —Como una mariposa —le dijo, coqueta. Jesús tomó los rotuladores y se dedicó a colorear a aquella pajarita de papel que hasta ahora no tenía más que tinta negra y letras por el cuerpo. La cabeza y el cuello se los pintó de un rojo intenso; el pecho, blanco con unas manchitas azules; las plumas de las alas de un verde chillón y en el rabo le puso el arco iris. Ahora estaba preciosa. Cuando hubo acabado le preguntó: —¿Te gusta? La pajarita desplegó la cola, extendió las alas y le dijo: —¡Perfecto! —Dio una vuelta de exhibición por el cuarto y al salir le repitió—: ¡Muchas gracias! ¡Adiós! El niño Jesús pensó que ahora ya podía dormir tranquilamente hasta que volviera María, su madre, y se metió en la cama. Su madre, que había salido a comprar, le tenía dicho: «Descansa y no cojas frío para que mañana puedas ir al cole», pero no le estaba obedeciendo porque seguía con la ventana abierta. Se acurrucó contra la almohada y ya empezaba a soñar cuando... —¡Que no puedo comer! —oyó a la pajarita que le llamaba—: ¡Jesús, despierta, que no puedo comer! El niño abrió los ojos contrariado: —¿Otra vez? A ver: ¿qué tripa se te ha roto? —Que con este piquito tan pequeño que me has hecho no puedo comer los granos como hacen mis hermanos los pájaros. Jesús la observó detenidamente y comprobó que de nuevo tenía razón: el pico que le había hecho no le servía para nada, era demasiado pequeño; no ocupaba ni media “A” de “ASPIRINA”; eso tenía que arreglárselo. —Está bien. ¿Cómo lo quieres? —Como el de las mariposas. Y Jesús empezó a trabajar para hacerle un pico fino y largo, con una lengua fina y larga como tienen las mariposas. Cuando hubo acabado, le preguntó la pajarita: —¿Y ahora qué comeré? —Pues lo mismo que ellas: el néctar de las flores. —¡Ah, claro! —y se fue volando, esta vez definitivamente. Volvió a la cama y enseguida Jesús empezó a soñar con que estaba en el país de los pájaros, que hablaba y se entendía con ellos, que volaba...; estaba posado en la rama de un magnolio cuando se le acercó otro pajarito y le dijo: —Jesús, ¿no me conoces? Recuerda: soy el que tiene las alas más veloces del mundo, un pico para beber néctar y los colores más maravillosos del universo... —¡Claro que sí! —respondió él—: tú eres la pajarita que hice con el papel de las aspirinas. ¿Cómo te llamas? El pajarito se quedó mudo: «¡Anda, resulta que yo no tengo nombre!», pensó. —¡No sé cómo me llamo! El niño Jesús comprendió que debía bautizarlo rápidamente. Se puso a pensar y encontró un nombre que le sonaba distinto a todos los que ya existían en el reino animal: —Te llamarás COLIBRÍ —le dijo—, el pájaro que se parece a las mariposas, ¿te gusta? —!Mucho! Y desde entonces estos pájaros existen en el mundo.
© Pedro Sanz |