relato
La
sombra del enebro
Por
fin he encontrado un momento de reposo, y un lugar discreto desde donde
mirar cada uno de los lienzos que se exhiben, orgullos, sobre la
insultante blancura de las paredes, enmarcados tal y como yo lo he
querido, como los imaginé mientras los pintaba: con un sencillo listón
de pino, un dedo de distancia entre éste y la tela para que se asome el
vacío; sobrios, libres, sobre todo libres. Es un recorrido lento porque
retraso, intencionadamente, el instante en que mis ojos se detengan en mi
preferido. Cielo, aridez, soledad, y la retorcida e increíble figura de
un enebro que me grita en la lejanía la fuerza que siempre tuvo: siento
una íntima satisfacción y un legítimo orgullo. Sentimientos que no
serían distintos aunque jamás hubiera sido objeto de los elogios de la
crítica y del público. Aunque no hubiera sorprendido a todo aquel que lo
contemplara.
El sordo barullo de voces, risas y
saludos, se apaga dejando que mi pensamiento se llene de imágenes
antiguas, de voces que ya no existen, y del recuerdo de un boceto, a
lápiz, de aquel enebro, que ha dejado de serlo para gritar claramente lo
que es a la mujer que ya soy, que me recuerda que no es mérito mío sino
de una Águeda aún niña. De aquella niña que se alejaba de la casa para
alcanzar los límites del pequeño pueblo. La Indecisión debería
haberse llamado, porque eso era: la pura imagen de la indecisión entre el
ser o no ser, entre vivir el presente o continuar anclado en el pasado,
como lo era yo, aún niña. Una cría que caminaba solitaria y
triste, tras unas palabras de disculpa.
-- Sí, claro que sí, tengo cosas mucho
mejores que hacer que mirar la calle. Perdona, no quería molestarte. –mientras,
se apartaba de la ventana, al tiempo que tía Marisa, con movimientos
nerviosos, trataba de soslayar unos ojos infantiles íntimamente
convencida de que eran capaces de ver el interior de las cosas y de las
personas, y aceleraba el paso justo cuando llegaba a su altura.
Águeda tuvo que esquivarla con un
rápido movimiento hacia atrás, para que aquel cuerpo, que traslucía
pensamientos siempre irritados, no acabara sentando al suyo sobre el
suelo. Tratando de olvidarlo salió cerrando tras de sí, suavemente, la
puerta principal. Y aún escuchaba aquella continua letanía de su tía:
-- Oh, vamos, vamos, Águeda, ¡que
torpe, pero que torpe eres!, date prisa mujer. Siempre tarde, siempre
lenta.
-- Vaya galbana tienes, Águeda. ¿No te
sabes ya la calle de memoria, o acaso crees que la cambian de un día para
otro ?
-- Claro que no la cambian, y además,
¿quién ha dicho que miro la calle?
Yo lo digo. Y
-- ¡Cállate ya! A lo tuyo, ¿o es que
no tienes otra cosa mejor para hacer que mirar por la ventana?
Pero Águeda ya no se sorprendía del
tono siempre desabrido y amargado de su tía, se daba prisa, tratando de
no provocar sus airadas palabras; toda la que podía. Aunque nunca fuera
suficiente. Cierto que algunas veces tenía dificultades en bajar las
empinadas escaleras que conducían a una especie de buhardilla en la que
pasaba muchas horas, incluso cuando se agarraba al pasamanos. Cierto que
siempre tenían que esperarla, y cierto que ella se daba prisa. Las tres
cosas eran ciertas. Tan ciertas como la debilidad que se adueñaba de su
cuerpo, de cuando en cuando, más o menos desde los doce años. Hasta
entonces había sido una niña como todas: más rubia quizá, más
sonriente quizá, más feliz quizá. Desde que los había cumplido, la
vida se lo estaba cobrando con creces.
Junto a la ventana, antes de que su tía
le indicara que hiciera algo más útil, había apartado cuidadosamente
los visillos que cubrían los ocho cristales, con sus molduras dadas de
blanco por la cara interna, lo justo para ver pasar a la mujer que,
indefectiblemente, lo hacía siempre a la misma hora, con una puntualidad
británica como decía Don Gonzalo cuando se hablaba de alguien puntual.
No como en la capital, con tanto tráfico y esas distancias,
continuaba explicando el farmacéutico que, cuando no estaba de guardia,
pasaba los fines de semana en este pueblo de sus ancestros.
-Británica. Una puntualidad
británica la de aquel hombre -decía, repanchingado frente a la copa
de vino, antes del almuerzo, cada primer domingo de mes, que, pensaba
Águeda, eran como los primeros viernes dedicados al Sagrado Corazón de
Jesús, o los primeros sábados dedicados al Sagrado Corazón de María.
No podían faltar. Y sonreía al recordar a Don Gonzalo, y alguna de sus
frases: Trae mujer, deja, deja que lo vea, mientras destapaba
cualquier medicamento que se le enseñara, para luego, en lugar de mirar,
olfatearlo y terminar con aquella frase tan divertida: Ná,
ná, fulanita, puedes tomártelo tranquilamente, que no ha perdido la
virtud.
Y caminaba bajo un cielo primaveral que
reverdecía los trigales protegidos por formaciones de Saúcos, Endrinos y
Majuelos que hacían de cortavientos a esos mismos trigales, y a los
campos de cebada, y daban albergue a infinidad de diferentes familias de
aves. ¡Cuánto le gustaban los petirrojos! El piar de los polluelos,
pasada ya la época en la que emergían bajo un manto de plumas, llamando
a sus progenitores, la ardua tarea de éstos para protegerlos de los
depredadores: las águilas reales y los gavilanes, que los vigilaban
sobrevolando un cielo desparramado por todas partes. A veces, aquella
sensación de que sobraba cielo le hacía pensar que, sobre La
Indecisión, como ella lo denominaba, había pedazos, que, seguro,
faltarían en alguna otra parte del mundo. Trozos de cielo que se iban a
vivir a Soria donde disfrutaban de mares verdes cuando el viento agitaba
las espigas, o dorados cuando removían las que ya estaban maduras; y de
soledades como no se daban en ninguna otra parte, además de una
inmensidad de pinares, sabinares, calvijares y enebros.
Amaba aquel paisaje, hasta tal punto que
tuvieron que enviarla de nuevo a vivir allí, con la esperanza de que se
recuperara un poco su deteriorada salud. Dos años de estancia en Madrid
produjeron en su ánimo una inmensa tristeza, y en su cuerpo una anemia
difícil de solucionar, incluso para unos padres que se habían desvivido
en cuidarla. Y a pesar de que su tía Marisa parecía odiarla, como
parecía odiar a otras muchas personas y cosas, trataba de olvidarlo, y de
recuperar la salud, paseando y dibujando en su cuaderno arbolares o
superficies que se tornaba abruptas y áridas. Más tarde, ilusionada, se
los mostraba a Juan Ondiria, pintor y músico que vivía en una pequeña
casa, lindando casi con la dehesa.
No le importaba la soledad, al
contrario, le hacía feliz. La saboreaba alejada de aquella ruidosa ciudad
que incluso le quitaba el sueño cuando no lo llenaba de terribles
pesadillas. Las horas pasaban rápidas cuando dibujaba. A veces se
imaginaba, ya pintora como Juan, con su caballete de campo, la caja de
óleos colocados con cuidado y mimo, y la paleta y los pinceles como
únicos compañeros, mientras traducía aquellos sentimientos y profundas
vivencias sobre un lienzo. Y disfrutaba dibujando enebros que por alguna
razón que no alcanzaba a comprender, se habían quedado en simples
arbustos en lugar de llegar a ser árboles.
Lápices en mano, con el cuaderno
apoyado sobre las rodillas, aspiró ansiosa un aire tan limpio que todo lo
mostraba más auténtico y verdadero. Atentamente observa un enebro tras
otro, anotando mentalmente sus dimensiones, sus formas, en busca del que
aquella tarde, fuera más adecuado para ocupar la última hoja aún
incólume, de su cuaderno. Un poco perpleja, observaba uno de ellos,
cuando se vio sorprendida por la presencia de la mujer que pasaba cada
día, a la misma hora, frente a la ventana de la casa.
-Buenas tardes. -Dijo ésta sonriendo
ampliamente.
Águeda correspondió con otra sonrisa
mucho más tímida y menos amplia. Se sentía un poco sobrecogida.
-Te he visto muchas tardes paseando o
sentada por aquí, o cerca de la cruz de "las Haceruelas". Y
siempre dibujando.
-Vengo muy a menudo, pero yo nunca te he
visto a ti por esta zona.
-¿Por esta zona ? ¿Quieres decir
que me has visto en otra?
-Te veo cuando pasas por delante de la
ventana de mi casa. Bueno la casa no es mía, era de mis abuelos y ahora
es de mi tía.
La mujer sonrió, mientras parecía
entretenerse en escuchar el paso del aire.
-¿Dibujas árboles? -Preguntó,
cambiando la conversación.
-Sí, me gustan -Águeda sonreía, era
muy cierto, le encantaban-. Me gustan sus formas y sus colores. -
Continuó, mientras pasaba despacio las hojas del cuaderno, permitiendo
que la mujer viera sus dibujos.
-Es cierto. Sí, ¡vaya! todo tu
cuaderno está lleno de enebros, y todos parecen diferentes.
-No quisiera ... verás, si me perdonas,
en un momento hago un boceto de ése -dijo señalando aquel que había
estado mirando largo rato-. Me acabo de dar cuenta de una cosa muy
curiosa.
Los ojos de Águeda miraban a la mujer,
esperaba su respuesta. No quería volver a casa sin dejar plasmado en el
cuaderno lo que había visto, y tampoco parecer una cría mal
educada.
-- ¿Qué tiene de especial ?-
respondió la mujer sin decir ni sí ni no.
-- Lo dibujo y luego te lo digo, o se me
escapará lo que estoy viendo, y quiero enseñárselo a Juan.
¿Sabes ?, él también ama esta tierra y los enebros.
-- Dibuja, no te preocupes. ¿Te importa
que mire mientras lo haces ?
Águeda negó con la cabeza, y sonrió
al tiempo que tomaba un lapicero bien afilado para ir trazando, con
seguridad, líneas y más líneas. Durante varios minutos sus ojos iban
del enebro al cuaderno y del cuaderno al enebro, o soltaba el lápiz sobre
su regazo y, usando el dedo corazón como difumino, estiraba los trazos
hasta convertirlos en un sombreado. Finalmente lo alejó para observar
atentamente su dibujo, y respiró con satisfacción.
Sólo entonces recogió lápices,
cuaderno y el resto de sus cosas cuidadosamente, para inmediatamente
después preguntarle a la mujer:
-- ¿Eres Amaya ?
-- No -respondió ésta-. ¿Quien
es Amaya?
-- Yo no la he visto nunca, pero mi tía
la odia. Dice que es la amante de Juan, y para ella eso es un escándalo.
Bueno, mi tía odia a muchas personas, vive amargada, encerrada en este
pueblo como ella dice, atendiendo a cuatro piedras que no sirven para
nada.
-- Los adultos casi nunca están
contentos con la vida que les toca en suerte. -Respondió la mujer-, pero
no le hagas mucho caso, son cosas que se dicen.
Águeda estuvo a punto de echarse a
llorar, qué fácil era decir : no le hagas mucho caso, pero
se mordió los labios y continuó preguntando.
- Y si no lo eres, ¿a dónde te diriges
cuando pasas por delante de mi casa? La carretera termina, no lleva a
ninguna parte.
La mujer sonreía como si lo que la
niña había dicho le divirtiera
- Ahora no es el momento para hablar de
ello, pero te lo diré algún día.
- Entonces yo te diré ese mismo día
qué tiene de especial ese enebro –contestó, al tiempo que cerraba el
cuaderno y se decía que era conveniente encaminarse hacia su casa si
quería llegar a la hora de la cena.- Adiós. Hasta otro momento -dijo
agitando la mano en señal de despedida, acelerando el paso y esquivando
ya las piedras del camino.
-Vamos, vamos, Águeda, date prisa
mujer. Siempre tarde, siempre lenta. -Rezongaba ya Marisa, cuando la niña
se adentraba, en la sala-. Por Dios qué lentitud. Vamos, acelera y
prepara la mesa. Y pon un plato más, Juan viene a cenar.
-¿Viene Juan ? -respondió Águeda
muy contenta- ¿Viene ?
-Dios, ¡qué lerda eres! A ver, ¿qué
parte de la frase es la que no has entendido: el pon, el la,
el mesa, el Juan, el viene, el a, o el cenar?
-La he entendido, tía. Iré a poner la
mesa.
Noto un escalofrío, y es que aún me
sorprende que, habiendo pasado el tiempo, incluso frente a mis cuadros,
conseguido ya lo que tanto he deseado, puedo sentirme tan infeliz como lo
fui en aquellos momentos. Puedo sentir mi cansancio; verme colocando
platos, vasos, cubiertos, mientras la debilidad aumenta hasta alcanzar un
grado intolerable. Puedo sentir mis esfuerzos para vencerlo, y verme
tratando de lograr que todo esté perfecto para que tía Marisa no tenga
queja. Puedo porque es como si la escena se volviera a desarrollar entre
los enebros que me observan dentro de los marcos y la columna cerca de la
cual trato de pasar desapercibida. Y me observo afanada en colocar las
flores que había recogido a mi vuelta. Me veo saliendo del comedor y
volviendo a entrar, contemplando, satisfecha, la mesa. Está como debe
estar, igual que la coloca ella, salvo el detalle de las flores. Puedo
oír mis pensamientos: Le gustarán, sí, esta
vez sí; estoy segura.
Otro escalofrío me sacude de arriba
abajo, y me digo que debo regresar con mis invitados, que no debo permitir
que me asalten estos recuerdos que se presentan siempre en el momento más
inoportuno.
Pero estoy paralizada y sé que ya nada
puedo hacer por evitar volver a ver, envueltas en un tremendo vértigo,
imágenes que se suceden y nacen unas de las otras: la llegada de Juan, mi
insistencia infantil y terca, en que vea el último de mis dibujos. La
orden de la tía para que retire de inmediato el cuaderno, y no moleste
aún más de lo que acostumbro. Los gritos en la cocina porque la cena se
retrasa. ¿Quién puede tener la culpa de ello? Yo no, pero presiento,
como si fuera algo material, el mal humor de mi tía aumentando cada
segundo. Y la escucho, sarcástica, ridiculizándome con motivo o sin él.
Como una sacudida vuelvo a oír sus carcajadas al ver el búcaro con las
flores, y sus frases, similares unas a otras que se repiten y se repiten: ¡esta
sí que es buena ! ¡Vaya con la mosquita muerta! ¡Estúpida!, ni
siquiera sabes colocar unas flores en la mesa, ¿no ves que esta
porquería dejará un cerco sobre el mantel? Y tengo que hacer ahora,
como entonces, un esfuerzo para no llorar, mientras contemplo, de nuevo,
el golpe con el que flores, jarrón, agua, hojas, son lanzada contra el
suelo. Los cristales saltan en todas direcciones, y con ellos palabras y
más palabras, hasta que se produce la intervención de Juan. Y aquella
caricia de Juan en mi mejilla. El grito de la tía y su frase:
-¡No la toques, cerdo, no la
toques !
Aquel grito que se reproducía una y
otra vez, y otra, en cada rincón.
-Estás loca, Marisa –respondió Juan,
tristísimo y tierno.
Un loca se reproducía en cada
rincón.
Puedo sentir el terror de aquel momento:
sólo pienso en correr, en esconderme en la buhardilla, en alcanzar mi
cuaderno, trepando con dificultad sobre los empinados escalones que llevan
hasta él. Pero la escasa distancia no me aísla de los gritos, de las
voces. Entre mis dos adultos ha surgido un recuerdo, desconocido para mí,
de amor imposible, masticado durante años hasta convertirlo en un odio
real, oscuro, que de pronto parecía salir de la hosquedad de mi tía para
devorarlo todo. Ella no odiaba ni a tanta gente, ni a tantos lugares.
Odiaba a Juan. Y este sentimiento la había desbordado, como el cielo a
las montañas, hasta cubrir todo aquello que, quizá, un día ella fue y
pudo haber sido.
En medio de la escalera, sin saber si
avanzar o retroceder, agarrada a mi cuaderno, trataba de recordar una
canción, una oración, algo, lo que fuese, que me ayudara mientras
terminaban de soplar los malos vientos de un odio que se multiplicaba
aumentando mi cansancio hasta hacerlo inmenso, amenazando con desplomarme
bajo él. Un odio que, como su dolor, parecía no tener fin. No, no. No
quiero imaginar qué más puede ocurrir. Necesito aire. Me falta el aire
que se respira junto a los enebros. Y ya sólo hay un deseo: huir. Huir.
Pero su odio, su rencor, su soledad, mi soledad, como gigantes ocultos en
las sombras, extienden sus manos para impedirme llegar al final de la
escalera.
Como si ocurriera ahora mismo, veo a la
mujer que pasaba frente a la ventana, aquella que pocas horas antes
asistiera, en silencio, al nacimiento del boceto.
-Vamos, vamos Águeda, dame la mano. No
tengas miedo, dame la mano, no te va a ocurrir nada.
-¡Águeda!, mírame a mí, a mí.
Mírame y dame la mano.
Le tiendo el cuaderno, mi cuaderno.
Cierro los ojos. Estoy intentado apartar
de mí aquellas sensaciones que se repiten en mis sueños. Intento
regresar a la realidad. Busco mi serenidad, perdida por unos segundos, en
un enebro que, enmarcado entre sobrios listones de pino soriano, extiende
sus ramas hacia el cielo azul, iluminadas por un intenso sol primaveral.
Busco mi serenidad allí, en el fondo del cuadro. Allí, en el sitio en el
que debería encontrarse su sombra: radiante, luminosa, como saliendo de
un mar de llamas, se extiende la figura de una mujer, que ya tiene rostro,
y a la que no he vuelto a ver.
Sobresaltada por el casi imperceptible
contacto de una mano en mi hombro, y casi agradecida por que alguien me
salve de los recuerdos, despacio, muy despacio, me vuelvo.
-- Pasaba por delante de tu casa porque
sólo tú podías pintar mi sombra. Gracias.
Por la sala se extiende un intenso aroma
a enebro; a sabinares, a calvijares, mientras la mujer se aleja despacio
entre los invitados que parecen ajenos a su presencia.
Sin pestañear observo su figura:
blanca, nívea, a la que los focos que iluminan la sala y los distintos
cuadros, arrancan sombras que se proyectan en todas direcciones.
Y sonrío.
©
Carmen del Aedo 2002
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