El tiempo pasa irremediablemente, y pasa entre sórdidos
cigarrillos encendidos por enésima vez, copas que derriten tu pasión a la
misma velocidad que los hielos, y música que no soportaría ni el más
pintado habitante de Atapuerca.
La noche pasa para dejar desvelar otro amanecer, al
compás de resacas compartidas, besos semirobados y de cafés con leche con
dos de azúcar y croissant.
Las diez de la mañana no es ningún misterio para mi. Al
compás de "Rayando el sol" un día o de "Calle
Melancolía" otro, suena de fondo la banda sonora de un amor o del
principio de un desamor.
Despejados hombres de rutina nos contemplan con su mirada
triste, provocada por la sesión nocturna de televisión y la falta de ardor
de unas sábanas que sólo conocen el roce de una piel. Y ahí estamos
nosotros, riendo y al mismo tiempo sollozando, intentando alargar la noche,
que ha sido sorprendida casi de repente por la firme luz del astro rey.
Sesión de besos, café, sesión de caricias.
La realidad que desgraciadamente es mesurable por el
tiempo, nos vuelve a transportar a la cruel luz, amaneciendo de repente en
nuestras almas.
Diez de la mañana. Reflexión compartida: "un, dos,
tres". Vuelta a empezar, anochece otra vez. Sesión intensa de caricias
y complicidades acarameladas, envueltas por una espesa cortina de ternura.
Otro rayo de sol. Otra reflexión; "un, dos, tres" y ahora si.
Monto en mi maltrecho automóvil. Arranco dejando tras de
mi una nueva mañana de complicidad donde hemos logrado casi detener el
tiempo, alimentando nuestra alma de besos y caricias, difícilmente
recuperables de no haberse producido en aquel momento.
Abro la puerta de casa, enciendo un cigarrillo, apurando
las últimas sensaciones de la mañana. Me desnudo. Noto el roce de las
sábanas semifrías. Me estremezco y me identifico con el frío hombre que
nos miró. Pienso y me consuela que de esa noche si que podré hacer
inventario de tiempo, y como no de sensaciones. Hasta el próximo roce de
sus labios, y de nuevo...inventario.