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relato

Carta a mi abuelo Pedro

14 de septiembre de 1995

Querido abuelo Pedro:

Espero que al recibo de esta carta te encuentres bien. Nosotros bien, gracias a Dios. 

Hace mucho tiempo que quería escribirte, pero, como ya debes saber, hasta ahora no se han puesto en funcionamiento los medios de comunicación con el más allá. Desde ayer podemos ponernos en contacto con vosotros vía satélite y voy a aprovechar esta ocasión para darte algunas noticias.

Abuelo, este año...

—Anda, déjate de vías satélite y dime lo que quieras, que aquí estoy.

—¡Pero, abuelo!. ¿Eres tú, abuelo Pedro?. Pero... ¿qué haces aquí?

—Pues qué he de hacer: escuchar lo que tengas que decirme.

—Y, ¿cómo has venido?. Abuelo, abuelo Pedro...

Vaya, creo que hoy se están produciendo también algunos fallos en los métodos tradicionales de aparición. Y eso de la vía satélite no sé por qué, pero me da a la nariz que no acaba de funcionar para estos menesteres. Así que, volveré a coger la pluma y el papel y continuaré escribiéndote.
Abuelo, este año hemos estado muy ocupados y nos hemos acordado mucho de ti, y también de la abuela Atilana. Ha venido mucha gente a Alcozar. Nos hemos juntado tantos como antaño y...

—¡Vaya un susto que me has pegado, abuelo!. ¿Otra vez estás aquí?

—Sí, es que me llamaba la abuela para que fuera a hacer un mandado, pero tú no te preocupes, que puedo subir y bajar en un periquete. A ver, sigue con eso que me estabas contando; eso que decías que os habíais juntado más gente que en Valdegrulla.

—Ahora continúo, pero antes dime, ¿cómo está la abuela?

—Bien, como siempre. Sigue igual de gruñona. Y... los achaques de la edad, ya ves, que justo el mes que viene cumplirá los cien.

—Bueno, abuelo, yo creo que exageras un poco, porque la abuela nunca fue gruñona. Abuelo, Abuelo Pedro...

¡Vuelta a la pluma! Lo que pasa es que tú, abuelo, siempre fuiste un poco a tu manera; y no hiciste nunca caso a las recomendaciones de la abuela. Te sentabas a la sombra cuando llegabas acalorado del Soto; no te abrigabas cuando hacía frío y...

—¡Qué falta hace!. Ahora sigo lo mismo. Mira, el otro día, sin ir más lejos, me cayó una algarada tremenda porque se resulta que era domingo y yo no me había mudado.

—¿Te riñó mucho la abuela Atilana por no cambiarte de ropa?

—Algo me regañó, pero yo, como quien oye llover. Estoy acostumbrado. ¡Mia, con la porción de años que llevamos juntos!. Ya ni tan siquiera retruco. Cuando se pone a dar voces, cojo el macho y las alforjas y... me voy para el Soto arreando.

—¿Allí también tienes plantados pepinos, pimientos...?

—¡Qué hacer no!, menuda la de cosas que tengo plantadas. ¡Si viera tu padre qué hortaliza!. Y, luego, que es muy buena tierra aquélla; igual puedes sembrar alubias que remolacha, vamos, cualquier cosa, porque todo pinta bien. El año pasado hasta planté una veintena de cepas, y éste, si el tiempo no lo impide, pienso...

¡Vaya por Dios!, con tanta interrupción, me parece que ni yo me enteraré de cómo va tu cosecha, ni tú de qué es lo que ha ocurrido en Alcozar. Te decía que este año hemos trabajado mucho. Hemos conmemorado el milenio de la batalla de Piedra Sillada. Ya sabes, aquella en la que dieron para el pelo a Garci Fernández, por entonces II Conde de Castilla.

—Por allá arriba anda también el señor Conde. Por cierto, que, como se pasó la vida guerreando, ahora ni tan siquiera sabe cómo plantar unos cebollinos. Allí es uno más; nadie hace distingos, y... no te creas, a veces se molesta porque le tratamos tú por tú, como al calderero. Pero nosotros estamos muy bien, hija. Yo, mismamente, si no fuera por el Valerio...

—Pero abuelo, ¿es que os vais a llevar como el perro y el gato toda la vida?

—Y toda la muerte. No me lo mientes siquiera. Seguimos igual: el uno so y el otro arre; si el uno blanco, el otro negro. Con decirte que ahora, cuando he subido por segunda vez, he agarrado un pico y le he deshecho una pared que hizo ayer y le quedó toda torcida.

—Entonces, ¿te pasas el día discutiendo con la abuela y con el tio Valerio?.

—Con el Valerio sí; no nos podemos ver ni en pintura. Es que, todo lo hace deprisa y corriendo, al buen tuntún; luego, claro, si no se lo deshago, pues queda tente mientras cobro. Con la abuela... según y conforme. Renegar, lo que se dice renegar de verdad... Ahora que raro es el día que no hay alguna algarazada. Mira, ayer hizo una docena de huevos cocidos y no me dejó comerme más que seis. Ahora que yo estuve al tanto y, en cuanto que cogió el sillete y se salió a la calle a hacer ganchillo, me metí en la despensa y me merendé los que habían sobrado.

—Pero abuelo, si no te pueden sentar bien. Tantos huevos de una sentada...

—Y otros tantos me hubiera comido, ya ves tú. Que lo único que mata de verdad es el hambre. Y, además, si yo hace años que me morí.

—Yo creo, abuelo, que tú no te morirás nunca; aunque te comas tres docenas de huevos de una vez. Porque nosotros...

(¡Vaya!, de nuevo la pluma en ristre) nos acordamos mucho de ti. Yo, por ejemplo, te confieso que no he vuelto a probar aquel jamón y chorizo que tú me traías por la tarde y que, aun siendo parte de la merienda a la que tú habías renunciado, me decías que te lo había dado la abuela del Soto. Y yo creí durante muchos años que esa abuela existía realmente. Y la Mari también se lo creyó; y se pegó un buen berrinche y se llevó una gran desilusión cuando una compañera de escuela aseguró que eso era imposible, porque nadie, ni tan siquiera la hija del panadero, podía tener tres abuelas. Y ninguna maestra  nos explicaba las Matemáticas como tú, abuelo: las reglas de tres, los repartos proporcionales...

—¡Si eso era muy fácil!. Lo único que tu madre también me echaba buenos recristos cuando hacíamos las cuentas en la pared con un tizón.

—Y llevaba toda la razón. Podíamos haber escrito en cualquier papel, o en un cuaderno.

—No había necesidad de hacer gasto. Sobre todo en la parte de invierno, siempre teníamos más a mano el tizón que el lapicero.

—Sí, pero las paredes...

—Las echábamos a perder, eso es la pura verdad.

—Vaya, menos mal que reconoces..

—No, si yo ya lo reconocía por aquellos entonces. Y también que ahora la abuela tiene toda la razón del mundo cuando dice que salgo a la calle sin tabardo y agarro unos catarros muy morrocotudos. Pero yo... con el tapabocas y una chaqueta de pana tengo más que suficiente.

—Por eso, porque tenías más que suficiente, cogiste aquella pulmonía...

—Sí, aquella fue de aquí no te menees. Pero se me curó. Y... ¡anda que no comí huevos!. Era hartarme todos los días. Por mí, fíjate, si no llega a ser por las tierras del Soto, que, claro, estaban desatendidas, hubiera sido capaz de estar malo toda la vida.

—Pero, abuelo, si...

(Agarremos el lápiz de nuevo) tú eres un culo de mal asiento. Si no has sido capaz de estarte quieto ni un segundo. El día que caía una helada y no podías ir a trabajar al campo, pasabas un martirio. Durante el invierno, cuando las calles y caminos estaban intransitables, cogías la lesna, sacabas todo el arsenal que guardabas en los bolsillos: cuerdas, clavos, alambre... y a reparar la collera del macho, o a inventar artefactos, artilugios...

—Sí, pero algunas veces malhadaba cualquier cosa sólo por ver lo que tenía por dentro. Desmontaba el despertador, le sacaba las tripas, y luego siempre me sobraban piezas. ¡Menudos apuros pasaba! Y, claro, después, llegaba Paco con la rebaja; no veas la bulla que metían la abuela o tu madre.

—Pues mira, abuelo, hay quien ha heredado tus manías —o tu arte e ingenio, eso, según se mire— y a tus nietos les ha dado por meterse a ingenieros.

—Y ¿han inventado algo?

—¿Quién, tus nietos, los ingenieros?. No, que va. Ésos no tienen mérito alguno; se han pasado media vida en la universidad. El que sí que lo tiene es tu hijo, mi padre, que sigue tus pasos a pies juntillas: lo mismo construye una devanadora con cuatro listones, que aprovecha un jergón viejo para hacer una verja.

—Vaya, pues, si quieres que te diga la verdad, me alegro. Pero... también destrozará algo, digo yo.

—Ni te lo puedes llegar a imaginar. Tiene un cajón lleno de relojes desmontados.

—Y, ¿qué dice tu madre?

—¡Qué va a decir!. Como la abuela: mucho ruido y pocas nueces. Da voces, pero... mi padre, como si callarás. ¡Abuelooo!. ¿Dónde vas, abuelo?. ¿Es que no puedes esperar cinco minutos más?

Creo, abuelo, que me tendré que leer las instrucciones detalladamente, porque estamos en la era de las comunicaciones, pero no hay quien se aclara con tantos botones y tantas máquinas. Te prometo que me aprenderé bien la lección para futuras ocasiones, pero, si esto me lleva algún tiempo, no te olvides de bajar de vez en cuando para echar una parrafada.

Recibe un abrazo muy fuerte y da otro a la abuela de mi parte. ¡Ah!, y deja de discutir con el tio Valerio de una puñetera vez, que el que nace chapuzas, muere chapuzas; y el que es un perfeccionista, lo sigue siendo hasta en el otro mundo.

© Divina Aparicio 1995

 

poemas

Versos infantiles

A Desirée Casado
1980

EL PUEBLO DE MI MAMÁ

Yo tengo un pueblo pequeño

con las casitas de adobe

rodeando su castillo.

 

En este pueblo chiquito

nació un día mi mamá

mientras mi abuelo amasaba

hogazas de blanco pan.

 

Tiene tres fuentes y un olmo,

una derruida ermita

y unas calles estrechitas

donde se puede jugar.

 

¿Quieres venir a mi pueblo?

Verás un trillo en las eras,

muchos gorriones cantando

y niños burla, burlando,

divertiéndose de veras.

 

Podrás ver un carro viejo

y un burro con aguaderas;

una tartana rodando

y mil cosas más te esperan.

A Katherina Casado
1980

¡NO TE VAYAS, LUNA!

¡No te vayas, Luna!,

que quiero mirarte

mientras juego al corro

en la Plaza Grande.

Con mis dos hermanas,

al caer la tarde,

yo canto canciones

que escucha mi madre,

mientras tú te pones

tu traje de jade,

y altiva paseas

tu redondo talle

por el cielo oscuro,

donde los luceros

un violín tañen.

¡No te vayas, Luna!,

que quiero mirarte.

© Divina Aparicio 1980

web de Divina Aparicio

SUMARIO

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