-Si siguiéramos juntos, acabarías haciéndome daño a conciencia,
acostándote con mi propia hermana para no hacerte débil frente a mí, para
no perderte en mí. Porque sería la única forma de que te siguieras
considerando enteramente tú y no una parte de otro...
... Y aunque sabía que no acertaba le daba lo mismo porque hacía mucho
tiempo ya que él le había roto el corazón, no queriendo ser el héroe de
cuento que ella esperaba. Desde que perdió el innato amor a la vida, había
deseado permanecer en un sueño y su única forma de entender al resto de los
hombres era otorgarles el rol de algún personaje maravilloso. Decidió huir
de la realidad y creer, firmemente, que la existencia estaba construida de
historias de brujas y príncipes, de malvados hechiceros acechando en el
lecho de los sueños de las princesas; de aventuras, de pasiones y de magia.
Si ella misma, dentro de este ensueño de verdad, no creía en el Amor
Todopoderoso ¿quién podría creer en él entonces? La fuerza de las cosas, la
fuerza de la historia de cada uno estaba sólo en el pensamiento del que la
vivía... "La magia está en el deseo - pensaba -... ¿Qué cartero podría venir
a robarme mis sueños? ¿Qué filósofo podría decirme que en lo que creo no
existe? ¿Qué cancerbero me negaría la entrada al aforo completo de este
viaje?, si soy yo quien lo construyo con cada minúsculo pensamiento".
-Pero no has pensado nunca que así es como te mueres
poco a poco. Vagas entre tinieblas, te niegas a mirar jamás directamente al
sol, y te empeñas en vivir en un sepulcro acondicionado para mantener tu
carne fresca, tus ojos brillantes y tus labios húmedos.
Y mientras él esperaba y miraba a través de los
cristales sucios, el silencio retumbaba por toda la habitación. Tras las
ventanas, una mujer pedía arrodillada, con las uñas sucias extendidas hacia
el firmamento, implorando, tal vez, siquiera que alguien la mirara. Dos
niños jugaban a su lado, y un perro ladraba. El olor de las perdices
cociéndose llegaba desde la cocina, y el café estaba a punto de acabarse. El
humo de las fábricas eclipsaba el sol...
-La vida no es un cuento - contestó él -. Deja la
belleza y el amor para los cuentos y dedícate a vivir dentro de este mundo,
que es el que nos toca.
Al volverse, ella descubrió que los cálidos ojos que la
habían arropado durante los últimos años se teñían de un incierto color
negruzco. Las cejas arqueadas hicieron sombra en su mirada, antes brillante,
que se acababa de quedar vacía, hueca, entre la espesura de unos párpados
agrietados como la madera de un tronco de árbol viejo. Las pestañas ya no
abanicaban la atmósfera porque se habían convertido en ramas que caían,
rugosas, a punto de morir sobre la árida tierra quemada de un desierto para
ella, hasta entonces, desconocido.
- El amor no existe - afirmó él con su tono monótono.
-No existe porque no lo quieres ver... ¿acaso te parece
demasiado bueno para ti ser feliz? Pues pásate toda la vida preguntándote
qué habría sucedido si hubieras jugado a ser lo que deseas. Ojalá no llegues
a los cincuenta y dejes caer cansadamente tus huesos sobre una silla
incómoda perdiéndote en el recuerdo, preguntándote dónde estaré, y sabiendo
que tu vida no se parece en nada a la que tendrías si hubieras creído en que
los sueños no se cumplen ellos solos, hay que hacer que se conviertan en
realidad. Nadie lo hará por ti.
Y cansada de la no-fe, se sentó en la butaca roja, de
espaldas a la puerta, sabiendo que él se marcharía ahora. Después de
anunciar el colorín colorado, debía abandonar el cuento porque ya no era el
Príncipe de un sueño a construir entre los dos. La historia se había roto;
él se negara a seguir creyendo en la Tierra de Nunca Jamás y ella no estaba
dispuesta a contaminarse de la indolencia de la realidad aunque fuera el
centro mismo del mapa del tesoro. Seguir creyendo que aguardaban aventuras
maravillosas era lo único que la ataba a la vida y renegar de ello era lo
mismo que morir, o tal vez sería la causa de su muerte.
Sin embargo, al escuchar la puerta de la entrada
cerrarse, con el chirrido de los goznes de un calabozo, sintió un tremendo
vacío, una enorme soledad en su butaca, y creyó que él se estaba
equivocando. No ya porque no quisiera vivir dentro del cuento, ni porque
hubiera optado por ponerse de nuevo su piel de Bestia y dejar a la
Bella plantada en el castillo... sino porque acababa de comprender que
lo amaba más que a nada en la vida, y que habría recorrido quince mil
leguas de viaje submarino, viajado al centro de la tierra o
vivido como un Robinson en una isla desierta con tal de hacer, de la
suya, una historia interminable. Sus zapatillas
rojas se hubieran encargado de seguirlo donde fuese, del mismo modo que
ahora, implacables, dirigían el ritmo de sus pies
camino de la alacena.
Arrodillada en el suelo, con el vaso de cristal rosado
apoyado en las baldosas de barro cocido, desenroscaba el tapón de la botella
con un cadencioso giro de muñeca. Contemplaba el líquido con el deseo con
que se contempla una manzana roja, brillante y fresca que esconde una pócima
de muerte, aunque en esta ocasión tuviese que hacer ella misma de bruja y
verter la mezcla directamente en su vaso. Se arriesgó a que el pedazo de
manzana no se quedara atorado en la garganta de la Princesa y, sin hielo,
ingirió de un trago la mezcla que abrasó su garganta y se le clavó en el
estómago como una estalactita caída de un techo inalcanzable, inalcanzado,
construido de plumas y convertido en losa de mármol de dientes blancos y
afilados que ahora se derrumbaban, poco a poco, haciendo sangrar la herida a
medida que el contenido de la botella menguaba.
Encima de la estantería azul estaba el paquete de
tabaco, el último que habían comprado a medias, una lluviosa tarde del mes
de abril... de dos años atrás. El encendedor rojo permanecía aún sobre los
muros acartonados de la cajetilla que protegían dieciocho cigarrillos en su
interior. Aquella tarde de abril, como casi todas las tardes de todos los
meses, el bar de la esquina estaba lleno de humo de farias, olor a gambas
fritas y gritos de órdagos y envidos; y ellos dos estaban calados y agotados
porque las botas de siete leguas no habían logrado esquivar del todo a la
tormenta. Los mechones cortos del enroscado pelo rojo de él formaban
cañerías de agua que dibujaban el contorno de sus ojos, tan oscuros y
brillantes, tan llenos de lo cotidiano. Juntando todas sus monedas sólo
tenían para un paquete de tabaco y un café a medias. Él dijo que le cedería
su parte del café si ella hacía lo mismo con el tabaco.
- No te lo crees ni tú, ¿por qué no lo hacemos al
revés?
- Vamos... el tabaco es malo para ti, acabará
destrozándote los pulmones y no quiero tener que verte así, escupiendo cosas
de colores, postrada en una cama, paliducha y endeble... ¡Badg! Seguro que
estás horrible.
Él se echó a reír y ella, indignada pero divertida, le
plantó un manotazo juguetón en la espalda.
- Pero qué bruto eres, ¡y a ti qué! ¿A ti te sienta de
puta madre fumar, no? Pues a mí tampoco me haría gracia durar más que tú,
eh...
- Vale, vale, vale... - Abrió el paquete de tabaco,
sacó un cigarrillo y se lo ofreció a ella -. El último ¿vale?
Encendieron, con el mismo mechero rojo que ahora ella
veía sobre la estantería, los dos últimos cigarros que se fumaron, los dos
únicos cigarros que faltaban de la cajetilla que aguantaba el paso del
tiempo en la balda azul. Y después no volvieron nunca a fumar porque ninguno
de los dos quería morir después que el otro para no tener que entender la
vida en soledad… Como lo hacía la mujer que pedía en la calle con las uñas
negras extendidas al sol. Su pelo enmarañado parecía ser parte del tejido de
sus harapos. La piel curtida y la mirada desorientada le daban un cierto
aire inofensivo que palidecía a medida que la luz dejaba de caer
perpendicularmente sobre ella. Se sentaba, se levantaba, volvía las palmas
hacia arriba cada vez que alguien pasaba a su lado, sonreía como las
azafatas de los programas de televisión y luego adormecía el gesto como si
estuviera escuchando la cálida voz de un padre leyendo un cuento. A veces,
incluso, parecía mirar también a través de esta ventana gélida, como si la
vida de detrás de los cristales fuese una telenovela prefabricada y lista
para consumir... Tal vez en eso fuese en lo que se había convertido la
convivencia después de haber tenido aquella oferta de trabajo en el
extranjero.
Ambos habían convenido, el mismo día en el que
decidieron dejar de fumar, que no se separarían nunca más de una semana. La
excusa para que él se marchara a hacer aquella campaña de publicidad a
Méjico era que "tú siempre estás en mi pensamiento". Y allí se aletargó la
memoria al tiempo que crecían la factura del teléfono, el insomnio y la
nariz de madera de él. De aquello, de ese recuerdo imperturbable que duraría
para siempre, de la distancia que acorta los sentimientos, sólo quedó el
muñequito barrigudo con bigote y con sombrero de ala ancha que le envió por
Navidad y la botella de tequila que trajo de recuerdo en marzo, cuando por
fin cambió, en la sintonía de su vida, las rancheras por el pasodoble.
De todos aquellos meses, sólo recordaba el rápido
recorrido del remolino de lana rayendo las agujas de hacer punto, cambiando
de color y de textura, pasando fugazmente entre sus dedos, intentando no
dejar el pensamiento libre. Tejió una manta, de esas de lana gorda que hacen
cuadros de colores, como las de las abuelas. Y la hizo sólo para entretener
su tiempo, para medir con nudos los días de su espera y no tenerse que casar
con los pretendientes que amenazaban su reino. Pero tal vez Ulises no estuvo
intentando volver a casa en esta ocasión porque, a su llegada, ella corrió a
abrazarlo en el aeropuerto buscándose el reflejo en su mirada… y no lo
encontró.
Al trasluz del cristal rosado del vaso, la tarde había
terminado de caer. Las agujas del reloj habían perdido el ritmo que ahora
sólo marcaba los latidos de su corazón, cada vez más hondos, como si
hubieran descendido a las catacumbas de su alma en busca del tesoro de sus
recuerdos. Pero la caja de Pandora estaba ya abierta, y esta vez la
Esperanza también se había ido, asustada por el corrosivo líquido que
ingería intermitente, como una medicina que se toma al compás de las
campanas que tocan a muerto.
Al abrir el grifo para rellenar con agua la cubitera
vacía, dejó caer el gélido chorro sobre las sartenes llenas de grasa y los
platos amontonados tras la última cena. Los vasos de Cola Cao reseco puede
que aún tuviesen el sabor de los labios de él... La primera vez que los
acercó a los suyos sabían a sangría, pero apenas pudo percibir el gusto de
la materia suave, húmeda y rosada de aquella boca desconocida porque al
soplo de la primera respiración cercana se le empezó a henchir el alma y
dejó de notar la realidad. El suave roce de ese aire inhalado cerca de su
cuello fue suficiente para despertar al genio de la lámpara que enseguida se
puso a zarandearle corazón.
Por aquellos tiempos, ella andaba tan perdida como
correspondía a sus diecisiete años. Era la primera de la clase, la más
popular de su grupo de amigos, la más deseada en el instituto... incluso
hacía unas semanas que el chico imposible, al que siempre había deseado
siquiera conocer, le había pedido que saliese con él. Y entonces, una vez
alcanzado el todo de sus anhelos, se volvió triste y huraña... Se quedó sin
alegría en cuanto se le terminaron los sueños. Arrastraba su vida por los
pasillos del instituto, los días que iba; o si no, encajaba los huesos en el
sillón de su casa, del que apenas se despegaba si no era para irse a dormir
o a llorar, que con frecuencia era lo mismo, porque ya no encontraba nada
dentro de sí cuando cerraba los ojos. Y llevada por la nada, como te lleva
la vida cada vez que quiere, como se va andando por esta existencia carente
de sentido, siguiendo, sin más, el camino de baldosas amarillas, llegó a una
ciudad extraña a pasar un par de días, sólo por probar si sería el aire del
mar el que le devolviera la sonrisa a la Princesa triste, o siquiera el que
le devolviera sus sueños, y si no otros, unos nuevos, que en primavera, con
las rebajas, están baratos, y entre más grande fuera la ciudad, más tendría
dónde elegir.
Paseó entre una multitud de la ancha calle notando cómo
admiraban todos la riqueza de sus ropajes, pero ella sentía que caminaba
desnuda. Observaba a los demás perdidos en el vacío, ajenos, distantes,
desfilando incomprensiblemente con escrupuloso orden por la cuerda floja de
la existencia, despreocupados de lo que pudiera venir o pasar, con el alma
sonando a cáscara de nuez sin fruto. Decidió entonces no dormir y no pensar
y no sentir y pasar, como los demás, agachando la cabeza pero sin mirar el
abismo que hay debajo de esa cuerda floja, porque intuía que no había red
que pudiera salvarla si ahora se caía... Pero se equivocó. Esa misma noche
encontró su red.
Siempre intuyó que el sendero que lleva a la Ciudad
Esmeralda dirige a su antojo los inconscientes pasos lanzados al aire, sin
rumbo. Ella tenía que estar en ese bar, esa noche, y él se escapó de otro
sitio para estar en ese bar, esa noche… Como si las tres Hadas buenas del
bosque hubiesen convenido esa cita desde antes de que comenzara el tiempo y
el espacio. Una de sus amigas desapareció con las últimas jarras de cerveza,
y ella se apoyó en un desconchón más o menos grande de la pared calina. Sacó
un encendedor rojo y prendió el extremo blanco del cigarrillo que se le
apoyaba indefectiblemente en los labios. Aspiró el humo todo lo
profundamente que pudo, deseando que se le clavara en los pulmones hasta
hacerle heridas que dejaran escapar, como un colador, en diminutos hilos su
vida. La niebla de nicotina quemada formó un halo a su alrededor que la
dejaba mirar, como a través del contenido de una marmita cociendo sapos, a
los huecos cráneos que se acodaban en la barra, a las vacías cabezas que
reían entre trago y baile, a los insulsos cuerpos que deambulaban por
aquella recóndita parcela de la noche. No sabía lo que buscaba, y menos lo
que quería encontrar, no sabía lo que le pasaba ni si tenía que llegar a
alguna conclusión con aquella actitud incontrolable que revolvía sus
entrañas de la misma manera que parecían revolverse todas las estrellas de
su carta astral. Y entonces su amiga llegó. Y en lugar de dos jarras más de
cerveza, lo traía a él en las manos, y cuando se giró para mirarla y la vio,
ella se dio cuenta de que era mirada. Su transparente cuerpo se tornó
bruscamente en opaca existencia al ser contemplada por los ojos más húmedos
que jamás vio. Unas pupilas tan profundas como el túnel del averno, con una
fuerza que era imposible no sentir vértigo al fijarse en ellas. Parecía que
esos ojos le estaban hablando, que esas pestañas largas se convertían en
lianas astutas que enredaban los vasos sanguíneos de su corazón obligándolo
a flotar sobre una nube, hipnotizándolo como a las ratas que sucumbieron en
la ciudad de Hamelin. Y entonces ella se giró hacia él y dejó de escuchar el
sonido del mundo. Estaba en casa, por primera vez en la vida. Y desde ese
momento, érase una vez.
Aquella madrugada no terminó a pesar de que estuvieron
diciendo buenas noches hasta el amanecer, a pesar de salir el sol
puntualmente a las siete de la mañana, a pesar de que los camiones de basura
se escondieran, como cucarachas, con la llegada de la luz, aunque los coches
comenzaran a pitar, como gallos madrugadores, aunque ella se montase en un
autobús camino de las frías tierras de la meseta, y él se quedase de pie,
encima de la acera, al lado de un contenedor de papel, aunque el tiempo y el
espacio comenzaran a ensancharse; su entendimiento acababa de condensarse en
la sola idea de esos ojos que la habían atrapado para siempre. Sólo fue una
noche, una noche en la que, en realidad no pasó nada, pero que no cambiaría
por las mil y una. Ambos estuvieron, sin más, sin besarse, sin rozarse, sin
quererse, sólo hablando y mirándose, y reconociéndose. Ella vio su reflejo
en él y él encontró su sueño en ella. Entendieron ambos que el mundo podía
estar lleno de mitades de un mismo yo esparcidas y condenadas a buscarse
eternamente... Y cuando se encuentran no hay que entender, porque no existe
nada más ajeno a ellas. Aunque se separaran en ese momento para siempre,
ella se iba feliz por haber encontrado a su otro yo.
Pero ahora, al otro lado de los cristales cuadrados de
la casa que habían compartido, degustaba el amargor de la despedida con una
sonrisa pétrea de medio lado. Los restos de la botella ya no olían tan
fuerte como al principio. Sería porque el olor de las perdices quemadas
había conseguido inmunizar su nariz. Ahora, con los ojos medio cerrados, la
memoria se le empezaba a retorcer y las pupilas se le quebraban en diminutos
cristales. No recordaba de qué hablaron en las miles de cartas que se
escribieron durante los meses siguientes a su primer encuentro, ni cómo
había conseguido el soplido de las letras de él derribar la casa de ladrillo
que guardaba su alma; sólo que poco a poco fue sabiendo que tendría que
estar con él para siempre porque se le había pegado al corazón. Ella decidió
que sería su amor la primera vez que la cogió de la mano y la ayudó a cruzar
entre los faros de los coches, por el medio de la carretera, cuando le dijo:
"espera a que estén más cerca, si no, no tiene emoción. El riesgo es lo
único que le da valor a las cosas".
Habría parado el mundo cuando notó su estómago
encogerse como las sombras al amanecer, pero sólo logró hacer la promesa de
nunca jamás dejar de quererle, porque él era su Caballero. Ni aún ahora,
sentada con las piernas cruzadas sobre las baldosas de barro cocido, con los
dedos en forma de vaso, con los ojos perdidos dentro de la memoria. Con una
estúpida lágrima osando desprenderse de su mirada y precipitarse, orgullosa,
en el anguloso contorno que la dejaría caer al vacío. Olvidada y abandonada,
sólo podía seguir queriéndole porque se lo había prometió un día, no a él,
sino a ella, y qué sentido tendría su vida si renunciaba a los motivos por
los que vivía.
Ahora lo tenía claro, pero es algo que sabía desde
antes de verlo por segunda vez, cuando él vino a salvarla. Después del
instituto, ella se fue a estudiar a una pequeña ciudad una carrera aburrida
pero con salidas profesionales. Sacaba buenas notas, era responsable, no
gastaba mucho dinero y no salía por las noches. Era una perfecta
Cenicienta sin madrastra ni hermanastras a quienes defraudar, pero
igualmente descalza, con sólo una mitad de su pareja preciosa de zapatos de
cristal. Había renunciado a una vida de verdad para poder cerrar los ojos y
estar cerca de su amor, en su pensamiento o a través del papel tintado de
deseos que intercambiaban cada vez con menos frecuencia. A veces se
preguntaba si lo que sentía era de verdad, si ese ser era en realidad su
imagen y semejanza o un mero producto de su imaginación, si no lo habría
vestido ella con sus necesidades y lo habría peinado con la esperanza de lo
que siempre se quiere tener, regalándole una vida como a un Frankestain
construido de pedazos de deseo. Adorarlo era fácil porque él siempre estaba
al otro lado del papel, y como el papel lo manipula la mente y no la
realidad, puede hacer que los sueños sean verdades y las verdades partes de
cuentos. Aunque no podía tocarlo, era capaz de sentir cómo le acariciaba el
alma y así alimentaba el pensamiento mientras deambulaba descalza, esperando
que él viniera pronto a devolverle la otra mitad de su vidrioso calzado.
La imagen inventada extraía cuidadosamente una lágrima
de vez en cuando, e incluso se permitía cambiar el brillo diáfano del llanto
por sonrisas francas, abiertas, sin mentiras, gracias a la ilusión de la
posible cercanía o simplemente a una llamada telefónica que demostrase que
ese otro ser tenía una voz propia… ¿Y qué si, a fin de cuentas, todo es una
enorme mentira real? ¿No podría hacer ella que, por el contrario, fuese ese
todo un inventado modo de vida? En las líneas azules de la tinta se
mezclaban cuerpo y deseo, el mundo dejó de tener sentido...
Y en la abundancia de estos pensamientos ella se
confundió y, al buscar la salida del bosque de sus dudas, no encontró el
camino de miguitas de pan que señalara cómo volver; y perdida como estaba,
se quedó pensando, mucho tiempo, enclaustrada entre los muros de papel cuché
de su habitación, intentando que la soledad le gritase si era real su vida o
era simplemente un sueño. Y un día llamaron a la puerta.
Ella tuvo que buscar algo para cubrirse porque hacía
días que se encontraba desnuda, y después tuvo que limpiarse las comisuras
de la boca de los restos del vómito de su silencio para poder preguntar
"quién es". Y al otro lado de la puerta, en lugar de alguien, estaba él.
¡Tenía cuerpo! ¡Estaba vivo! Y vino a verla… durante seis horas, pero cruzó
el país para verla… sólo seis horas. Y en seis horas pudieron volver a
mirarse a los ojos y comprender que, de nuevo, estaban ambos en casa.
Y se borraron las dudas de todo lo demás, con la misma
facilidad que ahora borraba ella las huellas de sus labios del vaso rosa,
debajo del grifo, haciendo círculos con el estropajo y acompañándolos con la
cabeza, como si no pudiera desprender un movimiento del otro. Giró la mirada
y contempló el sillón rojo. Se acercó a él y se recostó de nuevo. Tal vez si
cerraba los ojos él volvería… ¿Acaso no había estado siempre allí? Porque ya
no recordaba cómo era el tiempo antes de él… En los cuentos siempre hay un
Príncipe valiente… aunque, como éste, tardara siete años en decidirse a
vivir en la ciudad de la Princesa; aunque, como éste, no fuera nada ni nadie
interesante y todo su mérito consistiera en matar siete moscas de un solo
golpe. Aunque, como éste, le hubiese confesado, el día que cruzaron juntos
la puerta del castillo, que jamás le entregaría las llaves de la puerta
cerrada de Barbazul, que el deseo es incompatible con la convivencia,
que ella sólo podría ser su Princesa si no la conseguía nunca del todo… Pero
ella insistió porque sabía que lo querría de igual modo aunque lo viera
todos los días de su vida… “Me da miedo tocarte -le dijo él la primera
noche-… por si acaso te conviertes en rana”.
Pero ella no se convirtió en rana, sino en mortal y, al
cambiar por piernas su cola de pez, él no quiso seguir con el cuento. Se
cansó, igual que parecía haberse cansado la mujer harapienta de la calle de
mendigar una mirada, y se había dormido a la sombra de un farol que
arropaba, con su luz, los pies fríos y descalzos de una cerillera sin
cerillas y sin cuento de Navidad. Ojalá Campanilla no tardara en venir para
invitarla a conocer el País de Nunca Jamás... ¡Y quizá quisiera atravesar
los cristales cuadrados y gélidos de su casa para llevársela a ella
también!... ahora que ya no podía hablar, que ni siquiera podía abrir los
ojos del todo. Y poco a poco fue inclinando la cabeza sobre la botella de
bourbon vacía… y apoyó el codo en la mesa, junto a la caja de Valium que
siempre la había ayudado a destapar la cortina de los sueños… Y pensaba que
hoy también la ayudaría a dormir… Aunque tuvo la tentación de despertarse al
recordar los ojos de él antes de que se tornaran negros, huecos, vacíos y
rugosos, porque los encontró en un lugar oculto de la memoria mucho más
antiguo que su propia vida. Un cofre cerrado por el paso de los siglos, por
la biología misma, por los célebres asesinos, por los periódicos manifiesto
de una época, por las piedras que contemplan el andar de los hombres y por
las tuberías de latón que vierten el agua cálida de las letrinas en los
fríos abismos de los ríos... Recordaba esos ojos cuando ni tan siquiera
ellos dos se conocían aún... Recordaba que él la había mirado por primera
vez en otra vida, y supo que habría de vivir de nuevo para volverlo a
encontrar.
Y ahora, sola, triste, apagando poco a poco los últimos
candiles de su vida, aceptaba sumisamente que muchas veces los cuentos no
terminan bien... Sobre todo si el Príncipe deja a la Bella durmiendo por
miedo a que cuando abra los ojos ella no se enamore de él; o porque él sí se
enamore de ella, o porque al hablar tenga una voz horrible y unos oscuros
pensamientos que lo atrapen; por pánico a que, bajo la larga y rubia melena
se esconda el cerebro de una bruja... Y entre tanto la Princesa tiene que
seguir durmiendo, sabiendo por qué no viene ningún príncipe a despertarla. Y
ha de resignarse, y aún muerta, tiene que permanecer sonriendo, por lo menos
hasta que pueda volver a encontrar esos ojos en otra historia, en otro
siglo, en otro mundo, tal vez, también de cuento.