José Mari Carrascosa

relato

El Humilladero

RAE m. “Lugar devoto que suele haber a las entradas o salidas de los pueblos y junto a los caminos, con una cruz o imagen”

-Mañana será lunes y habrá que ir a San Pedro – así comenzaban muchas de las conversaciones que los mayores tenían, apoyados en el pilón de la fuente de Sarnago, cualquier domingo a la tarde.

Aunque ya iba avanzado el mes de octubre la tarde era agradable, pronto se pondría el sol y habría que volver al calor de la lumbre. Muchos de los jóvenes habían marchado a la Ribera de Navarra a la vendimia, algunos ya no volverían al pueblo hasta enero o febrero concatenando campañas de olivas y/o azucareras.

En casa del “tío” Ceferino no había sido un mal año de cosecha y la cochina había podido sacar adelante a diez de la docena que había parido. Era hora de retirar los mejores y dejar el resto un par de semanas más para que siguiesen mamando y que se pusiesen rollizos.

Los dos cochinos más espabilados de la lechigada ya estaban lo suficientemente grandes para llevarlos al mercado de San Pedro. Había llegado el momento de vender estos “marcelos” y poder emplear ese dinero en alguna necesidad de las muchas que había en la casa.

Sería un lunes especial para Milagros. Su padre, el tío Ceferino, le propuso que sería ella la que bajara al mercado con los dos animales. Se llevaría la mula torda, así podría cargar la docena de huevos que habían podido reunir durante la semana y los siete quesos que guardaban en el balde de zinc con agua con sal. Si todo iba bien la vuelta podría hacerla a lomos de la mula.

Esta vez serían de cuatro las casas que tenían “marcelos” para vender en San pedro. Quedaron en salir todos juntos. Había que emprender el camino antes que amaneciera, estos animales eran muy falsos para andar y siempre era mejor ir con compañía.

Ya había amanecido cuando desde La Carrera se veía el Humilladero. Un poco antes de llegar a esa entrada del pueblo era el lugar elegido donde se cambiaban el calzado, las viejas alpargatas por los zapatos de fiesta, no era cuestión de entrar a la Villa con un calzado no acorde con el lugar al que se acedía, aunque fuese un día más de trabajo, las formas y el atuendo eran muy importantes y no se podía dejar nada a la improvisación del momento.

El Humilladero era la frontera entre las aldeas y la Villa. Por el camino las composturas, las formas y los atuendos se podían relajar, pero al llegar a este lugar la cosa cambiaba “no había dar que hablar”. Aunque no lo buscaran, cada uno de los aldeanos y aldeanas representaba a todo el pueblo del que provenía por ello las formas de vestirse y comportarse eran muy importantes.

El Humilladero era un lugar de respeto, principalmente en el verano, porque todos sabían que en este emplazamiento estaba resguardada de los calores del estío la virgen de la Peña, patrona de Villa y Tierra, y como no podía ser de otra manera la sentían como algo suyo.

Antes de entrar a la Cosa ya les esperaban un par de tratantes de San Felices y Cigudosa con la intención de cerrar el trato lo antes posible. Buena señal- pensó Milagros- si estos tenían tanta prisa era porque seguramente este lunes había acudido el comprador de Talamantes. Así era, a lo lejos se divisaba el gran camión que colocaba en la parte superior del mercado. No se podía estar perdiendo el tiempo en regatear con los demás tratantes, había que cruzar todo el mercado lo antes posible y llegar hasta el camión rápidamente. Si el tratante veía que los animales que llevaban eran buenos los adquiría a un precio superior a los demás. Tenía prisa, cuando terminaba de cargar arrancaba y partía para otros lugares donde los vendería para que otras familias tuvieran el cochino de engorde del año. Hubo suerte, puesto que con estos ya casi había cerrado el día. Esa jornada los de Villarijo y Vea no podrían sacar un rendimiento adecuado a sus animales, cuando aparecieron por el Mercado el camión ya había desaparecido y tendrían que arreglarse con los de Cigudosa.

No tardó mucho tiempo en vender los quesos y los huevos a la “tía Reloja” de Arnedo que, como era habitual, en esta época, había subido con su camioneta hasta el mercado llena de pimientos morrones; los había extendido sobre unas mantas en su lugar de costumbre. Milagros aprovechó el canje para comprarle una docena de ese manjar tan apetecible en la sierra que asarían en la lumbre de la casa de Sarnago ese mismo día. Lo recaudado con estas tres operaciones le serviría para entrar a la tienda del “Periquillo” para comprar un par de botas de agua (katiuskas), y aunque su padre se enfadase, en esta ocasión serían de las de Tafalla, forradas de borreguillo que haría que en los días más duros del invierno pudiese mantener los pies relativamente calientes.

Ya era cerca de las doce cuando se acercó hasta “el teléfono”. Según lo acordado por carta con su prima Sara, unas semanas antes, esta era la hora indicada para ponerle una conferencia con la casa de Pamplona donde había ido a servir. Según se acercaba la hora los nervios iban en aumento, puesto que de las noticias que Sara le proporcionara le podría cambiar su pobre vida. La conversación fue muy breve, no hacía falta más, le había conseguido una casa en Pamplona donde podría ir a trabajar. Como Milagros quería, estaría interna, lo que hacía que no tuviera que buscarse una casa para ir de patrona. La semana siguiente comenzaría el trabajo. Sería su padre quien la llevaría a coger el coche a Cornago. Habría que estar de camino a las tres de la madrugada, cruzar toda la sierra de Alcarama para llegar al autobús de las seis de la mañana.

Subió todo el Mercado arriba dando saltos de alegría, cogió la mula, que había dejado en el herrero para que le colocase una de las herraduras que había perdido a la altura de Empudia, pagó y marchó de nuevo hasta el Humilladero. Esta sería la última vez que usaría este lugar emblemático para cambiarse de calzado. Esta frontera ficticia sería solo un recuerdo que no borraría jamás.

© José Mari Carrascosa, Sarnago 2023

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