RAE m. “Lugar devoto que suele haber a las entradas o salidas de los
pueblos y junto a los caminos, con una cruz o imagen”
-Mañana será lunes y habrá que ir a San Pedro – así comenzaban muchas de
las conversaciones que los mayores tenían, apoyados en el pilón de la
fuente de Sarnago, cualquier domingo a la tarde.
Aunque ya iba avanzado el mes de octubre la tarde era agradable, pronto se
pondría el sol y habría que volver al calor de la lumbre. Muchos de los
jóvenes habían marchado a la Ribera de Navarra a la vendimia, algunos ya
no volverían al pueblo hasta enero o febrero concatenando campañas de
olivas y/o azucareras.
En casa del “tío” Ceferino no había sido un mal año de cosecha y la
cochina había podido sacar adelante a diez de la docena que había
parido. Era hora de retirar los mejores y dejar el resto un par de
semanas más para que siguiesen mamando y que se pusiesen rollizos.
Los dos cochinos más espabilados de la lechigada ya estaban lo
suficientemente grandes para llevarlos al mercado de San Pedro. Había
llegado el momento de vender estos “marcelos” y poder emplear ese dinero
en alguna necesidad de las muchas que había en la casa.
Sería un lunes especial para Milagros. Su padre, el tío Ceferino, le
propuso que sería ella la que bajara al mercado con los dos animales. Se
llevaría la mula torda, así podría cargar la docena de huevos que habían
podido reunir durante la semana y los siete quesos que guardaban en el
balde de zinc con agua con sal. Si todo iba bien la vuelta podría
hacerla a lomos de la mula.
Esta vez serían de cuatro las casas que tenían “marcelos” para vender en
San pedro. Quedaron en salir todos juntos. Había que emprender el camino
antes que amaneciera, estos animales eran muy falsos para andar y
siempre era mejor ir con compañía.
Ya había amanecido cuando desde La Carrera se veía el Humilladero.
Un poco antes de llegar a esa entrada del pueblo era el lugar elegido
donde se cambiaban el calzado, las viejas alpargatas por los zapatos de
fiesta, no era cuestión de entrar a la Villa con un calzado no acorde
con el lugar al que se acedía, aunque fuese un día más de trabajo, las
formas y el atuendo eran muy importantes y no se podía dejar nada a la
improvisación del momento.
El Humilladero era la frontera entre las aldeas y la Villa. Por el
camino las composturas, las formas y los atuendos se podían relajar,
pero al llegar a este lugar la cosa cambiaba “no había dar que hablar”.
Aunque no lo buscaran, cada uno de los aldeanos y aldeanas representaba
a todo el pueblo del que provenía por ello las formas de vestirse y
comportarse eran muy importantes.
El Humilladero era un lugar de respeto, principalmente en el
verano, porque todos sabían que en este emplazamiento estaba resguardada
de los calores del estío la virgen de la Peña, patrona de Villa y
Tierra, y como no podía ser de otra manera la sentían como algo suyo.
Antes de entrar a la Cosa ya les esperaban un par de tratantes de San
Felices y Cigudosa con la intención de cerrar el trato lo antes posible.
Buena señal- pensó Milagros- si estos tenían tanta prisa era porque
seguramente este lunes había acudido el comprador de Talamantes. Así
era, a lo lejos se divisaba el gran camión que colocaba en la parte
superior del mercado. No se podía estar perdiendo el tiempo en regatear
con los demás tratantes, había que cruzar todo el mercado lo antes
posible y llegar hasta el camión rápidamente. Si el tratante veía que
los animales que llevaban eran buenos los adquiría a un precio superior
a los demás. Tenía prisa, cuando terminaba de cargar arrancaba y partía
para otros lugares donde los vendería para que otras familias tuvieran
el cochino de engorde del año. Hubo suerte, puesto que con estos ya casi
había cerrado el día. Esa jornada los de Villarijo y Vea no podrían
sacar un rendimiento adecuado a sus animales, cuando aparecieron por el
Mercado el camión ya había desaparecido y tendrían que arreglarse con
los de Cigudosa.
No tardó mucho tiempo en vender los quesos y los huevos a la “tía Reloja”
de Arnedo que, como era habitual, en esta época, había subido con su
camioneta hasta el mercado llena de pimientos morrones; los había
extendido sobre unas mantas en su lugar de costumbre. Milagros aprovechó
el canje para comprarle una docena de ese manjar tan apetecible en la
sierra que asarían en la lumbre de la casa de Sarnago ese mismo día. Lo
recaudado con estas tres operaciones le serviría para entrar a la tienda
del “Periquillo” para comprar un par de botas de agua (katiuskas), y
aunque su padre se enfadase, en esta ocasión serían de las de Tafalla,
forradas de borreguillo que haría que en los días más duros del invierno
pudiese mantener los pies relativamente calientes.
Ya era cerca de las doce cuando se acercó hasta “el teléfono”. Según lo
acordado por carta con su prima Sara, unas semanas antes, esta era la
hora indicada para ponerle una conferencia con la casa de Pamplona donde
había ido a servir. Según se acercaba la hora los nervios iban en
aumento, puesto que de las noticias que Sara le proporcionara le podría
cambiar su pobre vida. La conversación fue muy breve, no hacía falta
más, le había conseguido una casa en Pamplona donde podría ir a
trabajar. Como Milagros quería, estaría interna, lo que hacía que no
tuviera que buscarse una casa para ir de patrona. La semana siguiente
comenzaría el trabajo. Sería su padre quien la llevaría a coger el coche
a Cornago. Habría que estar de camino a las tres de la madrugada, cruzar
toda la sierra de Alcarama para llegar al autobús de las seis de la
mañana.
Subió todo el Mercado arriba dando saltos de alegría, cogió la mula, que
había dejado en el herrero para que le colocase una de las herraduras
que había perdido a la altura de Empudia, pagó y marchó de nuevo hasta
el Humilladero. Esta sería la última vez que usaría este lugar
emblemático para cambiarse de calzado. Esta frontera ficticia sería solo
un recuerdo que no borraría jamás.