Nota biobibliográfica
Artículo Cuando
Soria ya no sea Soria
Reflexión ¿Qué
nombre tenía el nombre de Numancia?
artículo
Cuando Soria ya no sea Soria
Garray es una pequeña localidad vecina a Numancia. Viajando desde la capital
soriana hasta el cerro de la leyenda, uno ve los carteles indicadores, e
incluso, aunque sea perdiéndose, llega a entrar en el pueblo. Una gasolinera
próxima, en la carretera nacional, con sus luces en la noche, me hizo
presagiar brillos más agudos en el valle: esa ciudad en cuya entraña, tantos
escritores, han encontrado un latido de Castilla más insondable aún que la
misma Castilla.
En algún otro texto, ya he hablado de mis vínculos sentimentales y
familiares con diversas localidades de Soria (en particular, con la capital
de la provincia y con la noble Almazán; allí vivieron muchos años mis
abuelos y mi madre). Los publicó el escritor y amigo Antonio Ruiz Vega en su
web Soria Libre, desaparecida al igual que tantas revistas y
colecciones de libros donde se dejaba constancia de un mundo (curanderos y
ensalmos, relatos populares, vínculos primigenios, religiosidad arcana…) en
vía de extinción, o de cuya memoria pocos, más bien pocos, guardarán
recuerdo en breve. Volúmenes y artículos imprescindibles, aquellos de
los Cuadernos de Etnología Soriana, para recrear Soria; también para
crearla.
Soria es un lugar a donde deseo ir, es decir, cada vez que se plantea un
viaje a sus tierras, esa ida la vivo con anhelo: por el recorrido, cruzando
Aragón, yendo a las raíces de mi carne; por la gente con la que suelo estar
en el alto llano numantino (el mismo Antonio, Isidro-Juan, Javier,
Fernando…); y por volver a experimentar el silencio de Soria, uno de los
lugares donde Europa sigue siendo Europa, y aún se escucha, junto al ladrido
nocturno de los perros, cómo galopan los jinetes del ensueño y el fuego
crepita en la noche mística de las piedras. Será un tópico hablar de la
morosidad que impone el frío, o del sosiego en el que te sumerges mientras
escribes un poema, cruje la madera y los árboles tienen nombre. Será un
tópico… pero las cosas en Soria tienen la hechura de lo verdadero, el ademán
de lo perdurable. O de tal modo las siento, cruzando una calle o mirando al
cielo desde una madrugada en vela.
Toda Soria es un abismo de Castilla, es decir, el punto de fuga donde
convergen las líneas más pretéritas de su pasado, el territorio donde la
historia castellana se convierte en mito allende los siglos. Al igual que
Burgos, aflora de ella la ruina. Pero a diferencia de los lugares que nos
retrotraen al medievo, Soria nos aboca a nuestra gota de sangre más antigua.
Soria es el primer vagido de Hispania, el centro metafísico de una patria
celtíbera, las cuevas que dejan manar el murmullo de las diosas...
Por eso el día que junto al espacio sagrado de Numancia te encuentres
remedos de edificios urbanitas, que donde antes anidaban las cigüeñas
aparquen los vehículos y las motos, que la hierba sea arrancada y los
insectos ya no existan, que los árboles nacidos libres sean confinados al
reducto de las vallas, que la mentira artificial se anteponga a la verdad
purísima, que los chopos del Duero sean la postal de un anuncio televisivo…
el día que Soria ya no sea Soria, quizá nosotros tampoco seamos ya nosotros:
ni los sorianos, ni quienes tantas veces nos sentimos sorianos, y estos días
más que nunca. El atentado natural que desea perpetrarse en Garray, esa
patria contigua a lo legendario, es la noticia que perturba las tierras que
custodian el espíritu.
Los cambios pueden ser imperceptibles y no darte cuenta. La sorpresa se
produce cuando la destrucción de un paraje natural se anuncia, se festeja y
encima se proclama con el cinismo de nombrarla con el antónimo de cuanto
significa. La “Ciudad del Medio Ambiente de Soria” es, así, una aberración.
Mejor dicho, una abominación de políticos irracionales y de arquitectos sin
escrúpulos, cuya vanidad sobrepasa su conciencia. No persiguen otro objetivo
que el material, el más ruin, y desean acabar con la naturaleza al creerse
dueños de la tierra, amos de los días que podrían aquí vivirse.
Ecocidio es una palabra harto molesta, pero es oportunísima. Ecocidio es el
ansia incomprensible de construir cualquier cosa en no importa qué lugar.
Como si hicieran alguna falta nuevos pisos, casas de fin de semana, la
creación de puestos de trabajo cuando el paro es el mismo y no hay nadie que
trabaje. Ecocidas son quienes mienten para extraer un provecho del ladrillo,
aunque sólo sea el de la pompa. Ecocidas aquellos que los secundan. Y
ecocidas quienes no proclaman la ignominia.
Hasta ahora quedaban espacios, si no sagrados, sacralizados. En el momento
en que éstos se violan con impunidad y regocijo, penetrando hasta el tuétano
de nuestra esencia, hemos de comenzar a pensar en el final. Al menos en dar
testimonio del ocaso de nuestra civilización, en ser los últimos que den un
grito, porque el día que Soria ya no sea Soria, Europa misma estará
muriendo.
© Josep Carles Laínez
Heraldo de Soria, 22 de marzo de 2007, pág. 16. |
reflexión
¿Qué
nombre tenía el nombre de Numancia?
La
primera vez que visité Numancia fue en un verano; tal vez en 1985, o en 1986
a más tardar. Está ligada tal fecha a mis tiempos de bachillerato, lejos de
uno entonces por el anhelo del porvenir o, décadas después, por la nostalgia
de lo inexorablemente acaecido. En aquellos años, andaba yo al rastro de esa
literatura con mayúsculas que tan poco iba a tardar en aparecérseme, y
muchos de cuyos nombres aún no habían caído en ese descrédito que sólo la
edad otorga. Dos de esos autores situaban en Castilla un centro, quiérase
mítico quiérase errático, de sentires. Huelga mencionarlos a pesar de que
ahora, y aquí, los transcriba: Gustavo Adolfo Bécquer y Antonio Machado.
Estos dos poetas, para quienes tenemos el español como una de nuestras
lenguas maternas (y aun más para quien ha sido fecundado por un aprendizaje
sentimental en este idioma) son, en un cierto momento del trayecto
iniciático de la adolescencia, la literatura sin más, es decir, la
Literatura. El viaje a Soria, pues, de ese año 85 u 86, en las postrimerías
de siglo, fue el primer recuerdo que conservo de una búsqueda mía, aunque de
unas pesquisas no concretadas en lugares, sino en esa tierra media entre lo
que la tradición nos da y nosotros le añadimos. Aprovechando una estancia en
La Pola de Gordón, localidad leonesa situada casi a los pies del puerto de
Payares, donde la luna nos encontraba cantando en la amistad y los prados,
trazamos las curvas necesarias para llegar (hablo de mi familia y de mí en
ella) a ese punto inexacto de Soria cuya mención se aunaba a lo agreste del
paraje. Entré en Numancia, de ser ello posible, antes de entrar en Soria. Y
antes de entrar también en Almazán, un poco después, al día siguiente. Era,
como he escrito, verano. Estábamos en el mediodía, y el cielo, todavía lo
siento, traslucía un clarísimo azul más allá de su azul cotidiano. Entre la
montaña donde las piedras aún rugían y el horizonte vertical donde
barruntaba mis ojos, sólo luz. Así recuerdo Numancia esa mañana declinante
del estío. Jamás viera el cielo más cercano de lo que lo vi en el monte del
sacrificio, mis pies penetrando en el osario de la tierra, mis manos
escarbando el cuerpo asosegado de la derrota. Porque nunca se vuelve a
sentir más hondamente el fracaso como en esos años de formación y quereres
imposibles, cuando aún somos jóvenes y no lo sabremos tan a tiempo.
Pero
Numancia existía en mí antes de mi paso a través de ella. Y existió más
tarde. Quizá aquellos espacios poblados con el ansia, previamente a
posesionarme de ellos con el cuerpo, son una recurrencia a la que no afectan
datos ni fechas específicos. Lo digo porque dos años después de aquella
primera visita, escribí un breve poema en aragonés (mi lengua madre
reencontrada) que dice así traducido:
Numancia entre olivos y
gritos desgarrados
parece un absorto proyecto
de desamor,
una vida, una locura del
abandono más peregrino,
de la melena más vestida
de oraciones entre los ríos.
Lo
publiqué dentro del conjunto, con título que ahora se me antoja cursi, “Como
rosada de a nuei” (“Como rocío de la noche”), en el número 7-8
(perteneciente a 1991) de la revista Ruxiada de Teruel. Numancia era
para mí, en ese poema, una hermosa muchacha, un cuerpo de placer arrojado a
las fauces de la corrompición y el olvido. Es decir, era más, aunque tal vez
también menos, de la Numancia sola. Todavía me pregunto (o posiblemente ya
no) por qué aparecen los olivos como uno de los hitos del alto valle: de una
parte, los chillidos; de la otra, un árbol procedente del Mediterráneo, a
pesar de crecer también en Soria, como bien me hizo saber Fernando Sánchez
Dragó mostrándome el que flanquea el jardín de entrada a su casa. Numancia
no existe, pues. O no existía ya en mí cuando tal poema fue escrito. O se
hizo presente, quién lo sabe, en forma de nada ya, de un mero recuerdo –una
remembranza transida, así y todo–, flotando entre el tiempo y las oliveras
del lugar. ¿No es así el desamor que prende en el segundo de los versos
como, rezando de modo literal, un absorto proyecto? El grito, el desamor, el
abandono, una cabellera acarreando el tiempo junto a un río... ¿el Duero?
¿No será ese río el Turia, o el Palancia, o el Huerva diminuto al menos como
guardo su memoria?
Todo lo
mítico –y con ello lo épico– nos trasciende. No existieron las gestas, sino
los cantos emanados de las mismas. No existió la escritura del poema, sino
meramente mi recuerdo en sus palabras. Pongamos así una fecha para aquel
sitio de Numancia y no nos servirá. Numancia, como he dicho –aunque también
Numantia–, era un nombre, pero yo quería escribir el nombre antiguo de
Numancia, las sílabas exactas que pronunciaron aquellos hombres cuando
perecieron al calor de la victoria que impone toda lealtad. ¿Cuáles fueron
sus sonidos? ¿Cuáles sus cánticos? Entrecierro los ojos brevemente y me veo
en aquel cerro donde el aire, en algún requiebro, aún deja oír las voces
antiguas de la noche (porque fue en la noche, ¿no?, aquel ocaso). Vuelvo a
abrirlos y me contemplo en esta segunda visita a Numancia. Es invierno,
también mediado el día, y sopla un cierzo vigilante. Doblo ahora la edad de
aquel que fui sobre estas ruinas, pero no se da la falsa melancolía de lo no
vivido, sino la demorada conciencia del imposible. Paseo con Rosa María por
el sendero trazado sobre el suelo y busco aquel azul, aquella altura,
aquella perspectiva de lo ignoto. ¿Numancia sigue en mí? ¿Alguna vez dejó de
estarlo?
A la
madrugada, presintiendo estas palabras en Castilfrío, emborrono con tinta
unas páginas de libreta. Será que siempre perseguimos la voz añeja, la más
prístina, donde instaurar nuestro imperio. ¿Quién me ayudará a ascender la
colina si nunca la he descendido? ¿Con quién pronunciaré el nombre de
Numancia antes de arder con ella, o en ella, o entre esa oración de la vida
y un peregrinaje incierto? Los perros de la estepa soriana hablan con sus
ladridos en este instante exacto de la noche. No logro descifrar el arcano
que ocultan en la distancia, pero me pregunto, al despertarme varias veces,
si las ruinas de Numancia no tendrán el pulso de lo humano en sus entrañas y
habrán trascendido así toda existencia. Pues cuando todos nos hayamos
convertido en piedra, ¿seremos otra cosa que Numancia?
© Josep Carles Laínez
Soria Libre, enero de 2003, página web
www.sorialibre.com, ya desaparecida. |
Nota biobibliográfica:
Josep
Carles Laínez (Valencia,
España, 1970) es autor de una variada obra literaria y de investigación,
para lo cual se ha servido cronológicamente de diversas lenguas hispánicas
ligadas a sus raíces familiares y sentimentales.
Desde 1989 hasta
1999, desarrolló una enorme producción en lengua aragonesa, fruto de la cual
fueron diversos galardones y publicaciones: Onso d’Oro del Ayuntamiento de
Echo, accésit en el premio “Ana Abarca de Bolea” por Peruigilium Veneris
(1992) y Bel diya (1998), accésit en el Premio Internacional de
Novela Corta por A besita de l’ánchel (1993)… A estos libros, se
habría de añadir el poemario En o gudrón espígol xuto (1991).
Colaboró en revistas como Ruxiada (de la que fue cofundador),
Fuellas, L’Albada, Rechitos…, con poemas y traducciones al
aragonés. En 1999, apareció su libro Deseyos batalers, que recogía
los artículos publicados en el periódico Siete de Aragón durante los
años anteriores. Es miembro de pleno derecho del Consello d’a Fabla
Aragonesa, y fue miembro fundador de la Colla de Fablans d’o Sur
d’Aragón en 1989.
En lengua asturiana,
llevó a cabo hasta 2010 una intensa labor de creación literaria, habiendo
obtenido en dos ocasiones el Premiu de Teatru de l’Academia de la Llingua
Asturiana, por las obras Elsa metálico (1998) y Thule (2009).
Además de ello, cabe destacar sus poemarios Lenta lletanía del cuerpo nel
hedreru (2007) y La piedra ente la ñeve (2010), publicado en
alfabeto latino y deseret simultáneamente. Fue colaborador semanal del
periódico en asturiano Les Noticies durante cuatro años (2000-2003),
y una selección de sus columnas fue editada en traducción española con el
título Ene marginalia (2003). Ha traducido al asturiano, entre otros,
a Sandro Penna y a Vicent Andrés Estellés, y ha realizado la edición y
traducción de la Poesía asturiana completa del filósofo y académico
Lluis X. Álvarez, amén de ser coautor, junto con Vicente Haya, de una
versión de haiku japoneses al asturiano: Caballinos del diañu,
lluciérnagues y caparines (2004).
Paralelamente, se
ocupó de sus dos lenguas familiares: el español y el valenciano. Así, en
1995, publicó el poemario Dionysíaka, al que habría de unirse el
conjunto de su poesía completa en valenciano, con el título de Anxia
(2001), que obtuvo el premio “Roís de Corella” de los Premios “Ciudad de
Valencia” del Ayuntamiento de Valencia el año 2000. Igualmente, se ha de
señalar su obra de teatro Berlín (2001). El año 1998, acometió la
traducción de los Cuentos de adolescencia de Vicente Blasco Ibáñez
desde su probable lengua inicial de escritura: el valenciano; y en 2000, vio
la luz su versión en lengua española del libro Extranjero en su patria y
otros poemas políticos del occitano Joan Larzac. Es miembro del consejo
de redacción de la revista Paraula d’Òc y de la asociación Òc-València,
que trata de unir con iniciativas culturales todo el territorio panoccitano.
En un ámbito más
artístico, ha publicado los libros de autor El naixement de la platja
(2001) y Trànsits (2002), y dos plaquettes de poesía
experimental en inglés, Shipwreck (1999) y Archangel’s Appeal
(2000), lengua en la que publicó diversas piezas experimentales durante
comienzos de los 90 del siglo XX tanto en Canadá cuanto en los EEUU.
Asimismo, ha realizado varias performances: Memorial (2001),
Umbrae (2002), Lux (2003), Sacra (2003) o Iter
(2009), todas con el trasfondo del paganismo. Al mismo tiempo, ha teorizado
sobre este género artístico en el libro colectivo Cartografías del cuerpo
(2004) y en la revista italiana Aut Aut (2004).
En un terreno más
académico, Josep Carles Laínez es licenciado con grado en Filología
Española, así como licenciado en Filología Valenciana, en Comunicación
Audiovisual, y diplomado en Lenguajes Audiovisuales, por la Universitat de
València; ha realizado estudios de Teología en el Seminario Evangélico Unido
de Teología y en la Escuela Feminista de Teología de Andalucía. Ha sido
profesor visitante en la Universidad Nacional Autónoma de México, habiendo
impartido cursos y conferencias en lugares como la Hofstra University de
Nueva York, la Komazawa University de Tokio, la Universidad de Lund, la
Universidad de Tirana, la Universidad de Puerto Rico, la Universidad de
Castilla-La Mancha, la Universitat de València, la Universitat Jaume I, la
Universitat Catalana d’Estiu, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo,
el Instituto Castellano-Leonés de la Lengua, el Club de Roma, el Daedalos
Institute of Geopolitics de Chipre…
En el ámbito
institucional, fue documentalista y posteriormente adjunto a dirección de la
Fundación Valencia Tercer Milenio-UNESCO (1997-2003), bajo la égida de la
cual participó en la realización de proyectos como la Declaración de
Responsabilidades y Deberes Humanos (1998), en el cincuentenario de la
DUDH, con más de un centenar de participantes de todos los continentes del
planeta. Igualmente, coorganizó más de una decena de congresos de ámbito
internacional.
En la actualidad, y
desde 1998, es jefe de redacción de la revista Debats, editada por la
Institució Alfons el Magnànim.
*
Su vinculación con Castilla le viene a
través de su rama paterna: la histórica ciudad de Cuenca y la villa de
Millana (Guadalajara), en concreto la casa de los Astudillo, de la cual
procede. El vínculo con Soria, sin embargo, es más reciente en el tiempo,
hundiéndose en la España de la primera mitad del siglo XX, cuando a su
abuelo, ferroviario, lo destinaron a Almazán, adonde se dirigió con su
esposa e hija. Durante toda su infancia, Josep Carles Laínez vivió oyendo
los recuerdos de su madre y de su abuela sobre la ciudad de Soria y de
Almazán. Después, la visita adolescente a la ciudad del Duero y a Numancia,
y la amistad con buenos sorianos como Antonio Ruiz Vega y Fernando Sánchez
Dragó, le hicieron amar las tierras de Soria, encontrar en ellas un latido
antiguo y familiar, y querer unirse a su historia, tradiciones y cultura.
El
paganismo explicado a los niños
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