El último cántaro
Casi todos se habían ido
ya... El pueblo agonizaba día a día a medida que la hierba crecía en las
calles y los cardos en los huertos.
Era otoño, una cálida
tarde de octubre y por primera vez en su vida sintió que no tenía nada que
hacer. Otros años estaría afanándose en la leña, en el huerto, en el
temprano, en los animales... Hoy todo daba igual.
Mañana se iría...
Le abrumaba la impresión
de que su vida caía por un precipicio del que no veía el final y de que todo
aquello en lo que siempre creyó se derrumbaba, haciéndole sentirse confuso,
triste, cansado y viejo.
Mañana se iría...
Recorrió por última vez
las eras, su huerto, la dehesa, el lavadero, la fragua... todo abandonado...
todo frío... y llegó al alfar. Allá se amontonaban en geométrico orden sus
cacharros, como recuerdo de la agonía de los últimos meses, como testigos
mudos de un mundo que cambia más rápido que las personas.
Mañana se iría...
Antes se fueron las
mozas a servir, los niños a estudiar, el Macario a la fábrica, el Leoncio de
peón, la Inés y el Martín no sé dónde... todos, allí no quedó nadie, sólo él
guardaba las noches y alguno con tierras iba a trabajar por el día.
Mañana, él también se
iría...
Cuando todos se iban él
se quedó, pensando que la tierra era la tierra, que la gente de las ciudades
siempre necesitaría comer, y cacharros para guisar y botijos y cántaros para
el agua... y que esos cacharros de plástico nadie los usaría porque eran
poco sanos.
Se quedó pensando que lo
que él sabía era lo realmente importante, que cultivar la tierra y modelar
con ella los cacharros para comer y beber era algo realmente hermoso.
Sin embargo, mañana se
iría, porque de repente nada de lo que él sabía parecía tener valor. No
importaban los cultivos, ni los inviernos, ni la matanza, ni la leña, ni el
trigo, ni la miel... ni por supuesto los cacharros que él fabricaba.
Mañana se iría de una
vez...
En el alfar, por la
ventana de poniente entraban los últimos rayos de sol de la tarde iluminando
directamente el cabezal del torno, de su torno... se sentó en él casi sin
pensarlo, buscando el calor del sol y de sus recuerdos.
Instintivamente levantó
el trapo húmedo que tapaba el barro para comprobar su estado... le agradó y
le tranquilizó el tacto suave y fresco de la masa, por un momento todo era
como antes, comenzó a amasar y su mente se despejó. Su cuerpo se
desentumeció y recuperó fuerzas al impulsar la rueda hasta alcanzar la
velocidad precisa para el centrado. Al abrir la masa ya no tenía
pensamientos negros. El torno giraba con brío, con pasión, con furia
contenida, con rabia.
Se creció al crecer la
pieza, y cuando el cilindro era más alto que su codo y su mano juntos, el
mundo dejó de existir, sólo estaban los tres: él, su torno y el barro
girando rítmica e hipnóticamente... fuera nada.
Utilizando la caña
adelgazó y estiró la pared con mimo y le dio forma hasta lograr formar
culo-talle-panza-hombro-cuello y boca, para entonces el tiempo estaba parado
y el mundo había dejado de girar.
Al pasar la badana a la
boca el sol se ponía y con una punzada le recordó que todo seguía ahí, vio
los cántaros apilados frente a él, dorados por la luz del atardecer, con
sombras duras, hermosos...
Todavía exprimió el
momento un poco más y retocó y pulió la pieza fresca con cariño, más de lo
habitual, tenía que ser perfecta, aunque no se cociera, aunque nunca se
usara, tenía que ser perfecta, porque ese sería su último cántaro.
Mañana se iría...
©
Miguel Ángel Rodríguez
(alfarero) |