relato
La trastienda
Fernando odiaba a Roberto. No
siempre había sido así, incluso durante algún tiempo fueron amigos y
compartieron alguna que otra correría nocturna.
Roberto era el dueño de un
establecimiento llamado La Favorita, dedicado a la venta de lencería y ropa
de cama, el cual atendía junto a Rosario, su mujer, y dos empleadas, Marga y
Susana. Cuando el negocio empezó a prosperar, su propietario, que nunca fue
muy amigo de ataduras, contrató a Fernando para que atendiese la oficina y
llevase la contabilidad de la empresa. De esa forma él tendría más tiempo
para dedicarlo a aquellas cuestiones que exigían su atención fuera de la
tienda, como las gestiones bancarias y las visitas a proveedores y
clientes. Esa era la excusa, porque lo que de verdad mantenía ocupado a
Roberto era su afición al juego y las mujeres. Jugador y mujeriego
empedernido, gran parte de los beneficios del negocio los dilapidaba en
satisfacer esos vicios.
El comerciante, además de poner al
día a su nuevo empleado en lo que eran sus obligaciones laborales, lo inició
en sus libidinosas costumbres, llevándole a casas de citas y otros antros
que él frecuentaba.
Fernando recordaba, como un mal
sueño, la primera vez que tuvo relaciones con una de aquellas mujeres. Los
dos amigos habían bebido bastante y el contable, como siempre, aceptaba la
voluntad de su jefe y le seguía la corriente. Roberto decidió que había
llegado el momento de que su pupilo perdiese la virginidad y le escogió la
pareja que consideró más adecuada. Se trataba de una mujer voluptuosa,
veterana en el oficio, con la que el comerciante decía haber pasado ratos
maravillosos. No sería así en el caso del debutante; éste, quizás por los
efectos de la bebida o amilanado por su inexperiencia y la sordidez del
lugar, apenas pudo conseguir mantener erguido el pabellón unos minutos.
Toda la experiencia de aquella profesional fue insuficiente para que su
cliente recuperase el estado de gracia. La manera entre compasiva y burlona
con que la mujer le despidió y las chanzas de Roberto, hicieron que el
escaso afecto que Fernando sentía por aquel depravado se convirtiese en
odio. Aunque la razón más poderosa para ese odio era Rosario.
Su patrona era una mujer de una
belleza espléndida. Rubia, de largos cabellos recogidos habitualmente en
una cola. Cuando caminaba, esa cola, contagiada del balanceo de sus caderas,
poderosas y bien torneadas, se movía con un garbo y una gracia inigualable.
A Fernando (salvando las diferencias) le recordaba una de esas yeguas
jerezanas, que había visto en la Real Escuela Ecuestre y que lo habían
maravillado por su plasticidad y belleza. Él, soñaba con ser el caballero
que montase aquella jaca a la que colmaría de mimos y cuidados. No
comprendía porque Roberto, teniendo una esposa como Rosario, vivía entregado
a la lujuria, buscando placer en profesionales del sexo, a las que tenía que
pagar y compartir con otros hombres tan degenerados como él. “Si yo tuviese
una mujer como ella -se decía el administrativo- jamás miraría a otra”.
Desde que era un mozalbete imberbe
sentía admiración por la que primero fue su vecina y luego su jefa. Cuando
lo contrataron para atender la oficina y tuvo la oportunidad de estar cerca
de ella, su fascinación fue en aumento. Pero sería después, cuando por
casualidad pudo contemplar su cuerpo semidesnudo, que la atracción que
sentía por Rosario, se convertiría en auténtica pasión. Una tarde, Fernando,
se quedó más tiempo del habitual en la oficina. Quería revisar unas facturas
que no estaban claras. Al salir y pasar por delante del vestuario de las
mujeres, observó que la puerta estaba abierta. En el interior, Rosario,
acababa de quitarse la bata que usaba en la tienda y lucía un bonito
conjunto de braguitas y sostén, tan minúsculos que, más que ocultar nada,
resaltaban toda su feminidad. Sus hermosos pechos parecían querer escapar de
aquella prenda que los oprimía y Fernando quedó paralizado ante aquella
visión. No fue capaz de articular palabra alguna. Pensó que oía música
cuando escuchó la voz de Rosario, quien, dedicándole una sonrisa, no le
permitió seguir gozando de aquel maravilloso espectáculo. Con un -“Hasta
mañana, Fernando”- le cerró la puerta.
A partir de aquella fecha su pasión
fue en aumento. Durante el día la voz de Rosario lo envolvía y era como una
caricia; en la penumbra de su habitación, por las noches, era su sonrisa y
aquella imagen del vestuario la que lo acompañaba.
Fernando temía que su obsesión por Rosario se notase tanto que el marido de
ésta, Roberto, se diese cuenta. No es que temiese por su integridad física,
pues era más joven y fuerte que su patrón. De hecho, en más de una ocasión
había tenido que hacer grandes esfuerzos para contenerse y no abofetearlo.
Roberto, como si de una de aquellas rameras a las que solía frecuentar se
tratase, acostumbraba a manosear a su esposa delante del muchacho. La ira lo
consumía cuando veía a aquel libertino levantar la bata de la mujer y
acariciar sus nalgas, o bien meter la mano por el escote y tocar sus pechos.
Rosario, a quien no le gustaban nada aquellas caricias públicas, se
enfadaba, pero su marido reía y, mirando a su empleado, le guiñaba el ojo.
Éste disimulaba su rabia porque de ninguna manera deseaba abandonar aquel
trabajo y con ello dejar de estar cerca de la que consideraba su musa.
Fernando había intentado curarse de aquella devoción, casi enfermiza, que
sentía por Rosario, relacionándose con otras mujeres. Una de ellas fue
Susana, su compañera de trabajo, con la que mantuvo una pequeña aventura. La
impulsora de este corto romance había sido Marga, la otra dependienta, quien
en funciones de alcahueta hizo todo lo que pudo para unir a los dos jóvenes.
Marga era una mujer casada, ya madura, que no tenía hijos. Ésta falta de
descendencia no era debida a ningún problema que se lo impidiese, sino a su
afán por disfrutar la vida sin ataduras. A ella y a su marido les encantaba
viajar y aprovechaban, para ello, todo el tiempo que sus respectivos
trabajos les dejaba libre. También les gustaba, con cualquier excusa,
organizar fiestas en su casa. En una de ellas fue donde Susana y Fernando,
ayudados por los buenos oficios de Marga, empezaron a intimar. Su
anfitriona, con el pretexto de enseñarles unas raras plantas, que había
traído de uno de sus viajes, se llevó a la pareja hasta un pequeño patio.
Éste quedaba apartado de la terraza donde estaban el resto de invitados. A
los pocos minutos se excusó para volver con los demás, dejándolos solos.
En el
patio, además de las “curiosas” plantas, había un mullido sofá, tipo
balancín, en el que se sentaron. Fernando no perdió el tiempo y empezó a
besar a Susana. Ella, que hacía mucho que deseaba aquellos besos,
correspondió a los mismos con ardor. Su respiración se convirtió en jadeo
cuando, él, metiendo la mano bajo su falda empezó a acariciar sus muslos y
llegó hasta su sexo. La muchacha que, hasta entonces, no había tenido
contacto con ningún hombre, disfrutaba de ese momento deseando que no
terminase. Estaba enamorada de Fernando desde que se conocieron, pero él, a
pesar de que Susana era una mujer preciosa, parecía ignorarla. Gracias a la
ayuda de Marga, quien desde la ventana de la cocina procuraba no perderse
detalle, la joven empezaba a ver cumplidos sus sueños.
Las
citas entre los dos se sucedían pero las cosas no eran como Susana las había
imaginado. Fernando hablaba poco y nunca lo hacía del futuro ni de sus
sentimientos. Si bien se prodigaban todo tipo de caricias, tampoco en ese
terreno se sentía satisfecha. Susana ardía en deseos de hacer el amor con su
pareja. Él, lejos del celo que mostraba su enamorada, actuaba de una forma
mucho más fría y parecía no tener prisa por llegar a eso. Marga, a quien su
amiga contaba todos los detalles de su idilio, decidió poner su granito de
arena para derribar las barreras que se oponían a que la felicidad de Susana
fuese completa.
Aquel
fin de semana tendría un día más de lo habitual. Se trataba de uno de esos
puentes que tanto gustaban a Marga. Lo aprovecharía para irse con Pedro, su
marido, a algún hotel de la costa. Consideró, también, que era una
oportunidad para dar un empujoncito a la relación de sus dos compañeros de
trabajo. Habló con ellos y les dijo que necesitaba alguien que atendiese sus
queridas plantas y cuidase la casa mientras ella y su marido se bronceaban
en la playa.
Marga, se cuidó de que en la casa no faltase ningún detalle que obligase a
los tortolitos a abandonar el nido. La nevera y la bodega estaban bien
surtidas y estaba segura de que, sobre todo Susana, pondría de su parte lo
necesario para que todos los apetitos quedasen saciados. Así que se despidió
de sus amigos con un- “Hasta el lunes”- y los dejó solos.
Aquellos días que la joven enamorada había esperado con ilusión serían, sin
embargo, de los más amargos de su vida. La venda que el amor había puesto en
sus ojos caería, mostrándole a un Fernando que no conocía.
Susana estaba radiante. No necesitaba demasiados complementos para que
cualquier hombre perdiese la cabeza por ella pero, aún así, se puso su mejor
perfume y buscó, en su vestuario, la ropa que mejor destacase su bien
moldeado cuerpo.
Estaban en aquel patio donde Fernando la había besado por primera vez. Él,
sentado en el balancín, miraba como su pareja regaba las plantas. Realmente
estaba maravillosa y por unos momentos olvidó que Susana no era la mujer
que le tenía secuestrado el corazón. Le pidió que se acercase y ella se
sentó sobre sus piernas. En está ocasión no dejó que él tomase la
iniciativa, fue ella la que buscó sus labios y después de unos apasionados
besos se despojó del suéter ofreciéndole sus pechos para que, Fernando, los
acariciase y mordisquease sus pezones. Éste, como hipnotizado por la
hermosura de su compañera, dejo aparcadas sus reticencias y la llevó hasta
la alcoba donde, esta vez sí, consumaron la relación. Fernando tuvo en
cuenta que para ella era la primera vez y la trató con delicadeza. Mientras
la besaba en la boca y el cuello, sus manos acariciaban sus senos y sus
nalgas. La excitación de su pareja iba en aumento y él empezó a estimular su
parte más íntima. Le hizo el amor con mimo y ella gimió, primero ligeramente
dolorida y después con un inmenso placer. Susana estaba feliz y convencida
de que, aunque no se lo hubiese dicho nunca, Fernando la quería. Él, la sacó
de su error confesándole que estaba enamorado de otra y diciéndole que, si
ella así lo deseaba, lo único que podía ofrecerle era aquella relación de
amantes.
En la
Favorita se habían producido algunos cambios. Susana se casó con uno de los
viajantes que regularmente pasaban por la tienda y había abandonado el
trabajo. Los números empezaban a ser difíciles de cuadrar, pues Roberto
dedicaba a sus turbios caprichos más dinero de lo que los ingresos del
comercio permitían. Rosario, tratando de dar un nuevo aire al negocio que
lo revitalizase, decidió hacer una liquidación de todo el género que se
había quedado anticuado y modificar su oferta. Escogió el fin de semana
para hacer un inventario del material situado en la trastienda, para lo cual
pidió ayuda a Fernando. Su marido estaba de viaje de “negocios” (así llamaba
Roberto a sus escapadas) y no podía contar con él.
Fernando estaba tomando anotaciones cuando oyó la voz de Rosario que lo
llamaba. La mujer estaba subida en una pequeña escalera y le pidió que le
diese una caja. Al acercarse vio que el último botón de su bata estaba
desabrochado lo que permitía contemplar una inmejorable panorámica de sus
magníficas piernas. Se sintió presa del vértigo como si fuese el quien
estuviese en las alturas. En un impulso irrefrenable acarició aquellas
piernas. Temía que ella lo rechazase y lo despidiese pero no pasó nada de
eso. Como aquel día en el vestuario, le dedicó su mejor sonrisa. En este
caso no había puerta que cerrar y mientras él la seguía acariciando, ella
se quitó la bata. Curiosamente llevaba puesta la misma ropa interior con la
que la había sorprendido Fernando en la otra ocasión.
En
la trastienda había una pequeña habitación con una cama. Rosario llevó hasta
ella al que en unos momentos sería su amante y entre beso y beso lo ayudó a
desnudarse. El muchacho estaba excitadísimo y su amada supo que no iba
aguantar mucho, por lo que sin más preámbulos dejó que él le hiciera el
amor. Éste lo hizo con fuerza, casi con brusquedad, pero ella no se lo tuvo
en cuenta. Hacía mucho tiempo que sabía lo que él sentía por ella y cuanto
deseo contenido había en aquel momento.
Se
quedaron tendidos el uno junto al otro y Rosario se sorprendió al ver que de
los ojos de Fernando salían unas lágrimas -¿De verdad él la quería tanto,
pensó? Ella misma se contestó la pregunta; aquellas lágrimas sólo podían ser
de felicidad. Llena de ternura besó sus ojos y mejillas hasta dejarlos
secos.
Se
ducharon juntos y, mientras se enjabonaban mutuamente, iban explorando sus
cuerpos. Fernando no había podido olvidar el de ella desde que lo contempló,
con aquellas sugerentes prendas. Rosario descubría por primera la desnudez
de él y estaba totalmente seducida por aquel cuerpo fuerte, pero no
excesivamente musculoso. Ella sentía cierto rechazo por los culturistas en
quienes encontraba más deformidad que atractivo.
Volvieron a la cama y esta vez hicieron el amor sin prisas y disfrutando de
cada momento. Se entregaban el uno al otro sin dejar ninguna parte se sus
cuerpos libres de caricias. Los pechos de Rosario, no exageradamente
grandes, se ofrecían como fuentes, dispuestos a calmar con su elixir la sed
del deseo. El bello de su pubis, de rizos ensortijados, brillaba como un
tesoro que Fernando acarició. Después, como si buscase saborear el néctar
de la pasión libó la flor de su vulva. Rosario, encendida de gozo, se situó
encima de su amante controlando el ritmo de la acción. Sus senos, que se
balanceaban al ritmo de sus movimientos, semejaban hermosas campanas que
tañían anunciando un momento mágico. Cuando los dos amantes notaron que
sus cuerpos estallaban de placer se unieron en un largo abrazo, tan juntos,
tan pegados, que parecían estar en la misma piel.
La
trastienda de aquel negocio pasó a ser la parte más importante del mismo.
Los encuentros de la pareja, que había instalado allí su nido de amor, se
sucedían cada vez con más frecuencia. En la vida de Fernando, cada día más
cautivado, sólo había una sombra: que Rosario no se atreviese a dejar a su
marido y decirles a todos que estaba loca por él.
Los
dos enamorados estaban en su refugio entregados a una de aquellas refriegas
amorosas. Buscaban las frases más cariñosas, intentaban descubrir las
caricias más placenteras y alimentaban su amor bebiendo, uno en los labios
del otro. Preocupados solamente de escuchar el latir de sus corazones, y
arrullados en las más tiernas confidencias, no oyeron los pasos en el
almacén. De pronto, alguien abrió la puerta de la habitación. Roberto
contempló a la pareja, primero sorprendido y después preso de la ira. Él,
que hacía del adulterio una práctica cotidiana, jamás pensó que Rosario
pudiese pagarle con la misma moneda. Ciego por el rencor sacó un pequeño
revolver, que siempre llevaba consigo, y disparó.
En el
lugar que durante años ocupara La Favorita era ahora un moderno edificio en
el que la planta baja estaba ocupada por una sala de cine. En la fachada,
los rótulos luminosos, anunciaban dramas de ficción sin saber, seguramente,
que aquel sito había sido el escenario de una triste historia de amor y
sangre. Dicen que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen pero en este
caso, en el hombre parado en la acera, se daba la circunstancia de ser
asesino y victima a la vez.
Fernando había abandonado la prisión en la que pasó los últimos cinco años,
pena que le fue impuesta por la muerte de su rival. Por su aspecto, se diría
que era mucho más el tiempo que había estado preso. Caminaba con cierta
dificultad debido a que una de las balas, disparadas por Roberto, le había
destrozado el fémur dejándole una cojera crónica. Rosario tuvo menos suerte
y murió a consecuencia de las heridas recibidas. Poco pudo disfrutar su
marido de la venganza pues, el malherido amante, consiguió arrebatarle el
arma dándole muerte.
Permaneció horas delante de aquel cine pensando, quizás, que éste podía
desaparecer y retornarle la imagen del antiguo comercio y traer con él a
Rosario, pero nada de eso sucedió. Justo cuando Fernando empezaba a caminar,
desde uno de aquellos rótulos luminosos, una esplendida mujer rubia de larga
melena unió sus labios lanzándole un calido beso, mientras que, en sus
hermosos ojos, aparecían dos gruesas lágrimas que resbalando por sus
mejillas se confundieron con la tenue lluvia que empezaba a caer.
©
Matías Ortega Carmona |