relato
Crónicas de La Media Legua
El viejo tren de madera está
llegando a nuestro destino. Desde hace algunos minutos, mi familia y yo
estamos preparados en el balconcillo de uno de los coches para apearnos
del mismo. Los frenos chirrían y el convoy detiene su andar cansino
delante de la estación. Mientras los viajeros bajan y suben, la
locomotora resopla, soltando humo, como queriendo coger fuerza para
iniciar el trayecto hasta el próximo pueblo, donde acabará su viaje.
En el andén nos esperan varios
familiares a los que no vemos desde el año anterior, lo que hace que la
alegría del reencuentro sea muy grande. Entre abrazo y abrazo empiezo a
preocuparme al notar la falta de mi abuelo, pero mi inquietud desaparece
rápidamente cuando, por fin, le veo. Está junto al edificio de viajeros y mi
emoción se desborda al ver que a su lado está Estrella. Corro hacia ellos y
mi abuelo, después de besos y abrazos, atendiendo a los rebuznos –yo creo
que de alegría- de Estrella, me deposita en su lomo. Estrella es, como de
sus rebuznos se desprende, una burra grande que, además de ayudar en las
tareas del campo, es capaz de transportar las más pesadas y diversas cargas
entre el pueblo y la casa de La Media Legua donde viven mis abuelos. Pero
para mi es algo más; una amiga, cómplice de alguna de las aventuras que me
hace vivir mi fantasía.
Mis progenitores se han quedado en
el pueblo, en casa de una hermana de mi padre. Como siempre, se impone la
voluntad de él y mi madre, a pesar de que hace mucho que no disfruta de la
compañía de mis abuelos y sus hermanos, no tiene más remedio que ceder a los
deseos de su marido. Durante las vacaciones será poco el tiempo que comparta
con su familia. Afortunadamente yo y en esta ocasión Paco, mi hermano
pequeño, tenemos permiso para irnos a la casa de la huerta.
Mi abuela, la madre Juana, es una
mujer menuda, de aspecto frágil, que contrasta con la figura de mi abuelo,
alto y corpulento. También su carácter es distinto; él, el padre Matías, mas
serio y reservado, aunque yo estoy convencido que su seriedad es tan sólo un
truco, una manera de esconder que tiene un corazón enorme y tierno como la
mantequilla; ella, alegre y cariñosa en cada gesto, en cada frase. Los dos
juntos son, para mí, el refugio más seguro y lleno de amor que jamás tendré.
Los piratas habían aprovechado mi
ausencia para campar a sus anchas y hacerse dueños de aquel mar tan
singular. Sus “aguas” de color ocre eran surcadas, en perfecta formación,
por flotas de albaricoqueros, perales, manzanos, melocotoneros y aquella
especie autóctona cuyo fruto no es ni pera ni manzana, sino pero. Armado
con mi tirachinas y guijarros del río, subido en aquella enorme y cuidada
higuera, que pasaba por ser mi nave capitana, me dispuse a expulsar a
aquella gente de mal vivir de mi océano particular. Ejercía de grumete Paco,
que se había sumado a la aventura. Empezada la batalla fui abatiendo, uno a
uno, a aquellos facinerosos. Primero fue el pirata tuerto, después el de la
pata de palo; casi se me escapa el pelirrojo desdentado pero le vi;
intentaba esconderse detrás de un melocotonero y mi tirachinas, infalible,
dio buena cuenta de él. Mis enemigos eran escurridizos y eso me obligaba a
trepar de un extremo a otro de la nave para tratar de tenerles a tiro. Yo
iba avisando al grumete de los lugares donde se escondían, pero este era
incapaz de verles. Me estaba quedando sin munición cuando oí la voz de mi
abuela gritándole a mi hermano. Este, cansado de no ver pirata alguno, había
escogido como blanco unos objetivos más cercanos: las gallinas que
picoteaban por la huerta y los gatos a los que nunca dejaba tranquilos por
lo que, estos, le tenían autentico pavor.
Mi tía Águeda es la mujer de
Alfonso, uno de los hermanos de mi madre que vive en la huerta, en una casa
cercana a la de mis abuelos. El primer jueves de cada mes acostumbra a ir al
pueblo a vender huevos y otros productos de la huerta, comprar alimentos y
traer pienso para los animales. Lo que para ella es algo rutinario para mí
se convierte en otra de mis aventuras, esta vez con el concurso de Estrella:
A lomos de mi amiga recorro el
camino hasta la población. Mi tía, que sabe de mis fantasías, va caminando
junto a nosotros y, aunque vigilante, procura no distraerme de mis
“obligaciones”. Siempre me ha parecido que el paisaje que atravesamos es de
lo más propicio para hacer películas del oeste por lo cual, al igual que me
he procurado mis propios piratas, también he inventado un grupo de feroces
indios dispuestos a arrebatarnos la carga que Estrella y yo transportamos.
Ayudado por mi inseparable tirachinas y cabalgando en mi brioso corcel
consigo llegar hasta el pueblo con la mercancía intacta; por el camino
algunos de aquellos osados indios han pagado caro el atrevimiento de
intentar detenernos. Mi tía premia mi valor comprándome mi bocadillo
especial en el Mercado de Abastos. Maruja, la vendedora de la carnicería
que me conoce de cada año, hace un picadillo de distintas clases de
embutido y rellena la barra de pan que Águeda ha comprado en la panadería.
En el camino de regreso, la sufrida Estrella, carga con los sacos de pienso
y ¿Cómo no? con un ufano jinete que da buena cuenta de su bocadillo.
Es domingo y decido acompañar a mi
abuelo a la iglesia, en esta ocasión Estrella queda en casa y hacemos el
recorrido a pie, en lugar de ir por la carretera caminamos por la vía del
tren por donde la distancia es más corta. Después de atravesar un túnel, que
salva una montaña cuyo perfil me ha parecido siempre la grupa de un caballo,
empezamos a divisar el pueblo. Molesto, quizás, por la poca afluencia de
feligreses, el cura nos castiga con un largo oficio donde el pregón ocupa la
mayor parte. Diserta sobre los pecados de la carne y se extiende de tal
manera que yo empiezo a dormirme; la verdad es que no entiendo muy bien, o
nada, lo que quiere decir pero, a partir de ese día, cada vez que mi abuela
me hace las morcillas o el tocino que tanto me gusta no puedo comer sin
pensar que estoy pecando. Definitivamente creo que dejaré la misa para
cuando acaben las vacaciones.
Esta tarde he planeado hacer una
incursión por mi jungla particular y no volver hasta haber conseguido mi
propio alimento para la cena. Se lo digo a la madre Juana y ésta, sonriendo,
aprueba mis planes pero por si desfallezco me da un trozo de pan y algo duro
y terroso que el fabricante se atreve a llamar chocolate. En principio me
ofendo pero después pienso que hacer caso de la experiencia de los mayores
nunca está de más y que no seré peor aventurero por ir bien alimentado:
Los bancales de maíz y panizo están
en su apogeo, mi diminuta figura se pierde entre las grandes plantas. Pasado
lo que a mi me parece mucho tiempo y tras haber sorteado grandes peligros,
acosado por las más terribles fieras, regreso orgulloso. En el zurrón llevo
media docena de panochas que después de haberlas asado serán un apetitoso
manjar. Mientras doy buena cuenta de la cena, a la luz del carburo, mi
abuelo me cuenta historias y con el estómago lleno, poco a poco me voy
quedando dormido.
Hoy me toca hacer de pastor, he ido
con uno de mis primos a vigilar las ovejas mientras daban buena cuenta de la
hierba fresca. Como me parece aburrido estar sentado mirándolas decido
emular a esos héroes populares que son los toreros; me quito la camisa e
intento que los lanudos animales hagan de improvisados novillos. Mi éxito es
escaso y como no tengo banderillas negras para castigarlos decido que si
no quieren ser toros serán caballos. Infructuosamente intento mantenerme
sobre sus lomos y los revolcones son continuos. Cuando regresamos voy hecho
unos zorros y el padre Matías me “castiga” a bañarme en la acequia que hay
junto a la casa. Mi fantasía no tiene límites y transformo aquella pequeña
corriente de agua en un gran río; por si acaso aparece algún temible caimán
he dejado a mano mi tirachinas.
El día ha sido redondo, cuando mi
abuelo cree que no nos hemos portado bien, como hoy, nos hace regar unas
cañas que hay cerca de la casa y ¡curioso castigo!, al poco rato de haberlas
regado de las mismas brotan sabrosas bolitas de anís.
Ha venido mi padre a buscarme para
llevarme al pueblo, le acompaña mi hermano Paco. Como dice mi abuela –“Este
zagal no tiene una idea buena”-por eso mis padres procuran no tenerlo mucho
tiempo lejos de su control. Hoy dará una prueba más de ello:
Paco, al igual que yo, prefiere
estar en la huerta donde las posibilidades de llevar a cabo sus travesuras
son mayores. Aprovechando un descuido de mi padre desaparece y cuando yo ya
estoy arreglado para irnos no hay forma de encontrarlo. Buscamos por los
alrededores de la casa sin dar con él. Mi abuelo mira en los bancales por
si se ha escondido entre las matas de panizo pero tampoco. Entretanto a mí
se me ha ocurrido mirar debajo de las camas, uno de nuestros refugios
secretos, y lo encuentro en la de mis abuelos. Por una vez, me parece que mi
hermano ha tenido una buena idea y me escondo yo también, sin pensar que,
por muy secreto que sea nuestro escondite, mi abuela nos conoce muy bien y
es capaz de encontrarnos. La reacción de mi abuelo, seguramente, habría
sido hacernos regar las cañas pero nuestro padre, más práctico, nos da una
tunda que hace que vayamos con el culo caliente desde la huerta hasta el
pueblo.
Mi padre ha querido que Paco hiciese
la Primera Comunión durante las vacaciones. Así tendremos la ocasión de
reunirnos las dos familias, materna y paterna, y celebrar juntos ese evento.
Lo que seguramente no ha pensado es que con mi hermano no hay tiempo para
aburrirse y, como no podía ser de otra manera, la ceremonia resulta de lo
más entretenido:
Se ha puesto el traje de marinero,
el mismo que antes habíamos utilizado los dos hermanos mayores. Con el libro
de tapas de nácar y su rosario en las manos parece, según dicen mis tías, un
angelito. A mí, que todavía me duele el trasero del día anterior, me da la
impresión de que por mucho que cambie el envoltorio lo que va dentro sigue
siendo lo mismo.
Camino del Convento, donde tendrá
lugar la misa, Paco se queja de que los zapatos le hacen daño, mi madre dice
que es porque son nuevos.
Han puesto a los niños y niñas,
protagonistas la ceremonia, en unos bancos cerca del altar. Los familiares,
sobre todo las madres, los miran embobados y ellos, con cara de no haber
roto nunca un plato, miran al cura que les cuenta las bondades que supone
recibir al Señor por primera vez. Pero no todos están pendientes, hay uno
que se entretiene en hurgar en los zapatos. Poco a poco los demás niños
dejan de hacer caso al cura y lo van mirando a él, también algunos
feligreses se han dado cuenta y asisten divertidos al espectáculo. Paco ha
decidido coger el camino más directo y se quita los zapatos para encontrar
la causa de sus males. Hay quien no puede aguantar más y suelta una
carcajada cuando mi hermano saca de sus zapatos los cartones que los
fabricantes suelen poner para aguantar la forma. Él, imperturbable, vuelve
a calzarse mientras el cura por un lado y mi padre por otro le lanzan
furibundas miradas.
Acabado el festejo he vuelto a la
huerta pero cambiando de alojamiento; los últimos días de las vacaciones
dormiré en casa de mi tía Águeda, sin que ello suponga dejar de ver a mis
abuelos ya que la distancia que nos separa es muy poca.
No sólo Paco tiene la patente de las
travesuras, esta tarde hemos ido a hacer gamberradas a los vecinos.
Visitamos a Pedro “el de los cupones” (le llaman así porque compró unos
cupones que resultaron premiados y los perdió antes de cobrarlos), a alguien
se le ha ocurrido abrir el corral y las ovejas se han escapado. La trastada
no tiene consecuencias graves porque, afortunadamente, “el de los cupones”
anda cerca y nos sorprende en plena faena obligándonos a recoger el rebaño.
Una vez las ovejas están en el redil, su dueño pregunta quien ha sido el que
ha tenido la ocurrencia de soltarlas y uno de mis primos responde señalando
a Jesús, un zagal de risa fácil, -“El Risico Puta ha sio”-. En una tierra
donde la gente acostumbra a llamar y conocer a sus paisanos más por el apodo
que por su verdadero nombre, flaco favor le ha hecho mi primo a su amigo; a
partir de entonces Jesús será ya para siempre el Risico Puta.
Los días han ido pasando y las
vacaciones llegan a su fin. En la estación se repite la escena de besos y
abrazos de hace unas semanas pero, en esta ocasión, las caras no reflejan la
misma alegría. Estrella lanza unos rebuznos lastimeros cuando la acaricio
despidiéndome de ella y a mi abuelo, como cada año, se le ha metido algo en
ojo que no consigue sacar con el pañuelo.
Se oye el silbato de la locomotora y
esta suelta vapor iniciando la marcha, desde el balconcillo del coche de
madera contemplo como todo aquello que tanto quiero va quedando cada vez más
lejos, sin poder evitar que mis ojos se llenen de lágrimas.
©
Matías Ortega Carmona |