relato
En la soledad, tu
recuerdo
A pesar de que nuestros encuentros siempre han sido calculados,
precisos y breves, tú conoces lo suficiente sobre mí para saber que tengo propensión a
regodearme contemplando el pasado. Me has visto en más de una ocasión repasar las viejas
fotografías en las que las manchas ocres del tiempo aún permiten contemplar algunos
rostros, entre ellos el mío, evocar algunos lugares y revivir añejas experiencias. Para
ti, lo sé, una fotografía es sólo el recuerdo de algo que todavía no se ha alejado lo
suficiente como para constituirse en una vehemente insatisfacción porque todavía te
faltan algunos años para darte cuenta de que cada imagen retenida bajo el brillo de los
recuerdos es un fragmento de vida que se escapa irremisiblemente y cada instante que se
dedica a rememorar el pasado es una nueva punzada que nos hace ver que el tiempo es sólo
una vaga ilusión que se va desdibujando paulatinamente hasta desaparecer entre los dedos
de la conciencia.
Hoy, volviendo la mirada de nuevo a lo que he ido abandonando a mis espaldas he topado con
una de mis fotografías recientes. Todavía queda mucho para que empiece a dar muestras de
deterioro pero las vivencias que me ha evocado ya son parte de la herrumbre que tengo
incrustada en el alma. En ella aparece tu rostro, transido de cierta melancolía, con la
mirada desviada hacia un incierto punto de un infinito indefinido, con una vaga sonrisa a
caballo entre la calma y el cansancio. Has aparecido de improviso, sin que mediara por mi
parte intención de buscarte, has emergido entre tanta imagen y me he quedado
observándote con tristeza durante demasiado tiempo.
Pocas noticias he tenido de ti, salvo lo que pude observar en nuestro encuentro casual de
hace ya algunos meses. En mis manos, en esa ficticia eternidad, aún conservas tu anterior
aspecto, tu cabello aún es largo, tu expresión aún presenta la apariencia de inocencia
con la que te conocí, tus rasgos aún evocan en mí a esa actriz con la que tú nunca
llegaste a identificarte. Todo eso ha pasado y has cambiado lo suficiente como para
añorarte como a un fantasma del pasado, de esos que, en silencio, pululan por la
conciencia con sus cuerpos desvaídos, se detienen en silencio y con una extraña
indiferencia te miran en silencio. Pero tú todavía no perteneces a esa raza de
ensoñaciones porque en mi diario íntimo sigues estando dotada de una elocuencia de la
que carecen los demás seres a los que evoco.
Dicen que la primera impresión es la que permanece de un modo indeleble y pese a que
suelo ser bastante escéptico a la hora de creerme las aseveraciones manidas y desgastadas
que circulan impúdicas y de forma indiscriminada por este mundo de Dios, empiezo a pensar
que tal vez tengan razón las lenguas en esta ocasión porque si hay alguna imagen que
ronda de forma vívida mi cabeza es aquella que se me adhirió al alma en aquella ocasión
en la que, por vez primera, te observé mientras te encaminabas hacia tu lugar
correspondiente en la destartalada aula en la que me presenté creyendo que nada de lo que
pudiera suceder iba a impresionarme en exceso. Evidentemente, me equivoqué en mi
confianza. Eras muy joven, es cierto, pero tus contornos se hallaban ya perfectamente
definidos, tu belleza no precisaba de retoque alguno para aparentar madurez, tus
movimientos parecían calculados para atraer la atención de quienes estábamos aquella
mañana alrededor de ti.
Lo demás ya lo conoces de sobra, me refiero a los hechos sucesivos, a lo aparente. Para
ti, seguramente, sería tedioso recordar las tardes que pasaste frente a mi mesa repasando
todo cuanto te era costoso de aprender, o mis bromas que, seguramente, acabaron siendo una
parte más de la cansina rutina de nuestros encuentros, o mis consejos, demasiados
paternales para considerarlos adecuados a la relación estrictamente oficial y docente que
nos unía. Todo eso lo habrás enterrado bajo un manto de olvido mientras que, para mí
son los últimos jirones de ese incontrolable mundo que vamos fraguando a golpes de
sentimientos.
Quiero creer que jamás te diste cuenta de la zozobra interior que procuraba ocultar bajo
la apariencia de una severa pulcritud académica; quisiera pensar que jamás se me escapó
una mirada cargada de ternura sólo excusable si se disculpan los errores cometidos por un
exceso de afecto. Sólo cuando se escapó tiempo suficiente para permitirme ciertas
concesiones a la intimidad, te entreabrí un ápice esa puerta con la que solemos
salvaguardar la parte más vulnerable de nuestra existencia. Y lo hice porque en lo más
recóndito de mi ser deseaba que hubiese un momento en el que descubrieses que existían
otros motivos, además del estrictamente docente, para prestarte una atención especial.
De aquel tiempo es lo que recuerdo con mayor grado de estupor. Con la endeble excusa de
acercarte a la poesía, te entregaba cuanto escribía para ti y, con una ansiedad que, se
supone, debía haber abandonado con la adolescencia, observaba tu expresión mientras
leías cada poema con la esperanza de encontrar cualquier atisbo de sentimiento
recíproco, cualquier gesto que fuera una clara delación de una cierta inclinación, por
muy vaga que fuera, hacia mí. Soñaba despierto con que manifestases que el árido camino
en el que me encontraba no era de único sentido. Como supondrás, la creciente atracción
que fui sintiendo por ti fue adquiriendo matices y brillos de desilusión al no cumplirse
ninguno de mis ocultos deseos.
La situación se me hacía más costosa a medida que pasaban los días. El tiempo no
siempre calma las aguas sino que, en ocasiones, lejos de atemperar los ánimos, provoca
una desazón mayor de la que uno sospecha y quiere para sí. Cada momento era un nuevo
motivo de desaliento y, a la vez, de esperanza al pensar en el siguiente encuentro. Los
roces casuales de nuestras manos, los necesarios cruces de miradas, tu aliento paseándose
cálido y suave sobre mi rostro cuando las explicaciones exigían un grado mayor de
cercanía... todo eso que iba robándote cuando estábamos a solas reaparecía, inoportuna
e inconscientemente, con el fulgor intangible de lo etéreo, cuando volvía a verte
rodeada de tus compañeros en la clase.
En más de una ocasión estuve tentado, y aun decidido, a cogerte de la mano, a hablarte
con palabras agitadas, a descargar el lastre que se fue acumulando hasta casi impedirme
actuar con la corrección y la normalidad que eran precisas. Decirte que de cuando en
cuando pensaba en ti es prácticamente una mentira ya que la verdad tiene el raro don de
perder parte de sus virtudes cuando no se transmite completa sino de un modo sesgado o
tendencioso. Aún no logro entender cómo llegué a alimentar tanto cariño, tantas
ilusiones, tanta decepción, pero supongo que nadie es capaz de adueñarse por completo de
los sentimientos que aloja, máxime si son motivo de desazón y lucha.
Esta fotografía que tiembla en mis manos se hizo en tu último curso de instituto. Al
fondo se encuentra la fachada de la universidad de Salamanca, tan recargada, tan hermosa;
en el primer plano te encuentras tú, tan sencilla, tan bella; detrás de la cámara,
aunque en el papel satinado no aparezca, estoy yo transido de una especie de gozo infantil
por lograr una imagen tuya indeleble, casi eterna. Es el único modo de retenerte a mi
lado porque ya se acerca el momento en el que tendrás que alejarte para seguir tu camino
que, evidentemente, se aleja por completo del mío.
Esas promesas que me has hecho poco antes de fotografiarte de que me visitarás alguna
vez, de que tomaremos algo juntos, de que seguiremos en contacto tienen el mismo eco que
aquéllas que formulamos emocionados al despedirnos de quien conocemos superficialmente en
la brevedad de un viaje fortuito y de quien jamás volvemos a saber nada. Por ello
necesito atraparte, aunque sólo sea en un engaño de cartón que la pátina del tiempo
irá resquebrajando y retorciendo y del que procuraré, no sé si lo conseguiré, no
desprenderme jamás. Detrás de mi modesta cámara vuelvo a soñar sin cerrar los ojos y
te imagino inmutable como la construcción que nos sirve de decorado, te deseo
inquebrantable, resistiendo a los envites del tiempo sin que los años hagan mella alguna
en ti.
El tiempo apremia y ya es demasiado escaso para descuidar las acciones confiando en que el
mañana nos va a proporcionar una nueva oportunidad. Además de los motivos hay que contar
con la ocasión propicia y, sin dudarlo un instante, te explico uno de esos razonamientos
cursis con los que pretendo sobrevalorar mi inteligencia y te pido que poses ante el
edificio para que en la fotografía se pueda apreciar adecuadamente la proporción de la
construcción. Aunque el argumento pueda ser válido en algunas circunstancias te he
engañado en cierto modo ya que, para que mi intención fuese únicamente el reflejar la
medida exacta de las cosas tú tendrías que apostarte junto a la fachada y no en un
próximo primer plano. Convencida o no por mis razones, accedes a mi petición y dibujas
una leve sonrisa a caballo entre la calma y el cansancio.
Nunca percibimos el tiempo con una medida exacta y precisa. Por el contrario, la sucesión
de momentos anímicos aparece envilecida por esa amalgama interior que nos recorre y
recuerda que aún existimos. Pensamientos, proyectos y sentimientos suelen dotar de cierta
elasticidad a esos hipotéticos jalones que imponemos a los sucesos, por lo que un día
jamás es igual a otro ni las horas que lo componen pueden equipararse entre sí. Los
meses finales del curso se volvieron así escurridizos y breves empujándome a buscar tu
rostro de una forma constante y demencial.
Supongo que ahora es más comprensible la actitud que adopté en ese tiempo. No sería
raro que te extrañaras ante mis constantes llamadas e invitaciones a pasear, a charlar.
Quién sabe, es posible que pensaras que se trataba de la simple necesidad que padecía un
solitario de la compañía de quien fuera y, a falta de otra persona más próxima, a ti
te había tocado en suerte hacer el papel de desahogo. Para mí, aquellos paseos por la
ciudad entibiada por el sol después de la proverbial lluvia de abril, con las fachadas
rezumando agua y la atmósfera desprendiendo ese característico aroma fresco y renovado
que acompaña a la humedad, fueron mucho más que simples horas perdidas en un deambular
sin meta definida.
Acompasar mi paso, por lo general nervioso y celérico, al tuyo, más sosegado y calmo,
era como pretender, en cierto modo, aunar nuestros intereses. Tu mirada se perdía por los
recovecos y las alturas buscando descubrir algo nuevo, algo que hubiese quedado escondido
a los ojos de lo cotidiano; la mía se anegaba en tus rasgos dibujados con una sencillez y
una precisión fascinantes y, a veces, te hacía repetir cualquier cosa que hubiese dicho
sólo por el mero placer de volver a escuchar tu voz. Sin embargo, el lugar que más
apetecible se me antojaba para compartir contigo era la alameda. El verdor emergente que
rodeaba el estanque artificial, el silbo del aire sometiendo a la vegetación a un vaivén
gracioso y tierno, la calma con la que la luz se irisaba entre las hojas de los árboles
eran para mí el mejor lugar para permitir que mis ojos acariciaran tu blanca piel.
Al tiempo que te buscaba con cierta desesperación, se me hacía más difícil encontrar
una excusa convincente para pedirte un nuevo paseo fuera del ambiente de los estudios.
Pero necesitaba esos momentos de intimidad en los que dejaba que se me desprendiesen las
palabras como diminutos fragmentos de mi falta de cordura. En nuestras conversaciones fui
conociéndote poco a poco, supe de tus inquietudes, de tus devaneos amorosos que nunca
fueron perdurables. Cada nueva incursión tuya en el terreno de la pareja me producía una
nueva sensación hija bastarda de una irracional contradicción ya que, por un lado,
deseaba que conocieses a quien, de una forma definitiva, te diese cuanto yo no te podía
ofrecer y, por otro, anhelaba que nadie satisficiera tus deseos con la vana esperanza de
así poder manifestarte libremente mis sentimientos.
Te estaba perdiendo sin haberte tenido jamás y, en la soledad de mi casa, en la fría
ausencia de mi cama, soñaba con un abrazo, con un beso, con una mirada contenida hasta
perder la noción del tiempo. Te dibujaba una y otra vez tal vez con la intención de no
consentir que cada uno de tus contornos se perdiera en la indefinición de lo olvidado, te
imaginaba con la insistencia de quien se aferra a los últimos resquicios que la esperanza
concede, te añoraba de la forma más dolorosa que se pueda concebir porque no hay peor
nostalgia que la que nace de aquello que jamás se poseyó.
Nunca pensé que volvería a alojar semejantes sentimientos una vez que dejé atrás los
años que suelen ser propicios para ello. Pero contigo todo cuanto calculaba resultaba
equivocado. Me equivoqué al pensar que no habría nadie como tú en la destartalada aula,
al creer que sería capaz de someter al silencio mis sentimientos, al considerar que con
el paso del tiempo acabaría por olvidarte o, por lo menos, suavizar las contradicciones
que se sucedían en mi interior. Todo acabó siendo un error tras otro e, incluso, creo
que también me equivoqué la tarde en la que nos despedimos.
Se te veía radiante, nerviosa por la inminencia del final del curso y apenas prestabas
atención a nada de lo que había en mi despacho, incluyéndome a mí en ese inventario.
Sentada frente al desorden que puebla siempre mi mesa, desprendías ese destello que se le
escapa a la felicidad en ocasiones. Todo terminaba, yo era consciente de que, cuando
salieras de allí y, si nada lo remediaba, lo harías del mismo modo y al mismo tiempo de
mi vida. Aunque todavía me debatía en la indecisión de no saber si era conveniente o no
sincerarme contigo y, en el caso de hacerlo, cómo hablarte para no herirte, procuré
desenvolverme con cierta normalidad en una conversación banal que más sonaba a
formulismo desgastado que a una comprometida despedida:
-Bueno, ¿Entonces lo tienes todo claro?
-Creo que sí. Todo depende de lo que preguntes en el examen.
-¿Intentas que te diga lo que va a caer?
-Hombre... intentar, intentar... pero si algo se te escapa será bien recibido.
Tu sonrisa tenía algo de malicia que la hacía más atractiva que de
costumbre.
-Ya sabes que no se me escapa nada. De todos modos no creo que tengas
problemas con la asignatura pero si algo se te ocurre antes del examen no dudes en
llamarme.
-Gracias, ojalá todos los profesores se portaran como tú.
Instintivamente me asaltó la imagen del claustro en pleno suspirando por
tu belleza y sentí que algo se me quebraba por dentro. Entonces fue cuando me di cuenta
de lo ridícula que era mi actitud. Separados por más de diez años en la edad y por
intereses diametralmente opuestos en nuestras actitudes, resultaba patético que me
dedicase a perseguirte, aunque fuera con la imaginación, a dibujar mundos imposibles y
existencias inalcanzables, a escribirte poemas con la amarga esperanza incumplida de que
un día tú te acercases a mí y me dejaras el sabor a tierra dulce que tus besos
seguramente tendrían.
-Bueno, esto quiere decir que ya es hora de que levantes el vuelo.
-Pero sabes que seguiremos en contacto.
-¿Estás segura? Eso se dice siempre cuando llega la hora de la despedida pero jamás se
cumple. Prefiero pensar que las cosas han de ser así. Tú por tu camino y yo seguiré
aquí martirizando a nuevos alumnos.
-Sabes que no eres de los peores que andan por aquí.
-Tú que me miras con buenos ojos. En fin, ya sabes dónde me tienes si alguna vez
necesitas algo.
Todo se debatía en una frialdad que me provocaba náuseas. Nada sucedía
tal como lo había ensayado en mi exacerbada imaginación. Era una especie de traición a
mis ya de por sí resentidas esperanzas. Te levantaste sin abandonar la sonrisa de
satisfacción, te diste la vuelta y mientras te dirigías a la puerta un último resquicio
de desesperación se me desprendió de la garganta con la titubeante indecisión de quien
pisa terreno inseguro:
-Nerea...
-¿Sí?
-Esto... hazme el favor de cuidarte mucho.
Y por un momento creí ver que retrasabas tu paso con la intención de
dirigirme de nuevo la palabra y que me regalabas una mirada con un poso de comprensión y
cariño y que me concedías un nuevo pretexto para quererte un poco más. Seguramente
estaba soñando para no enfrentarme a lo irremediable porque tengo la costumbre de desviar
la atención cuando me encuentro enfrentado a algo que me resulta áspero y desabrido y
procuro suplantar con fantasías la realidad que se me presenta dolorosa e insoslayable.
Viéndote así, con tu gesto enigmático, transido de cierta melancolía, con la mirada
desviada hacia un incierto punto de un infinito indefinido, me veo abocado a recuerdos
que, en su dulzura, son amargos por lo que tienen de pretensión incumplida. Apenas sé
nada de ti ahora, sólo las vaguedades con las que me contestaste en el encuentro casual
en el que pude contemplar los cambios que habías experimentado. Quiero creer que ya nada
me importan tu vida, tus ilusiones, tus sueños, pero algo me impide devolver esta
fotografía al desorden de mis recuerdos, algo la retiene en mi mano con un ligero temblor
que emerge de la emoción, algo doblega mis deseos y me impide cerrar esa parte de mi
historia que compartí contigo.
Quién sabe qué podría haber pasado si me hubiese atrevido a arrojarme a la plena,
desnuda y desconocida sinceridad. Ya sabes que no me gusta juguetear con los futuribles,
hacer guiños a aquello que pudo ser pero no hicimos nada porque fuera. Tal vez sea mejor
que las cosas permanezcan donde las dejamos porque pretender ahora establecer cuantas
posibilidades se podían cumplir si yo te hubiese manifestado mis sentimientos, no es sino
adentrarnos en el terreno estéril de lo irremediable, pero sabiendo que acabaré
sintiendo la misma punzada de dolor que me hace ver que el tiempo es sólo una vaga
ilusión que se va desdibujando paulatinamente hasta desaparecer entre los dedos de la
conciencia.
Tú no verás las cosas del mismo modo, lo sé. Ni siquiera te pararás un instante a
recordarme porque, seguramente, tú no tienes nada que recordar de mí, salvo momentos
tediosos de libros y teorías incomprensibles. Pero yo no puedo devolver esta fotografía
a su lugar sin pensar que algo, en mi pasado, quedó incompleto por no saber decirte la
palabra exacta en el momento adecuado.
Es tarde ya, la noche indolente empieza a robar la luz para adueñarse del espacio una vez
más. Más allá de mi ventana, las fachadas rezuman agua y, más acá, mis divagaciones
impotencia. Tal vez, con el paso del tiempo, aprendas a mirar una fotografía del mismo
modo que lo hago yo, no como se observa un testimonio de un hecho que ya nada importa,
sino como un fragmento de un pasado que, en cierto modo, es el origen del presente que se
sufre y se siente, como el recuerdo de algo que ya se ha alejado lo suficiente como para
constituirse en una vehemente insatisfacción, como un jirón de la propia alma. Si un
día aprendes a buscar esa trascendencia en las imágenes contenidas en una fotografía
desgastada por la pátina del tiempo, sabrás que hay sentimientos que afloran
recurrentemente y de los que es imposible desprenderse, entenderás que la vida no se
repite porque sería insoportable sufrir el mismo dolor dos veces, descubrirás que mi
actitud de cariño velaba un sincero amor que jamás fui capaz de confesarte.
Una especie de sopor me invade y debilita mi mano. No quiero impedir que tu fotografía
caiga porque, si así lo hiciera, sería aferrarme de nuevo a ti; prefiero que se una al
resto de imágenes contenidas, hieráticas y perdidas. Sé que no es hoy el día en el que
he de lograr la paz que confiere el olvido pero, al menos, conseguiré un breve descanso,
una tregua, unas horas de inconsciencia para impedir que nuevas ensoñaciones se me
aferren al alma. Quien sabe si, la próxima vez que mire tu foto ya habrán florecido
manchas ocres que distorsionarán la escena, aunque permitiéndome todavía descubrir tu
rostro; quien sabe si volverán estos mismos recuerdos u otros semejantes; quien sabe si
te habré vuelto a ver y me habré dado cuenta de que ya, de un modo irreparable, has
dejado definitivamente de ser aquella niña que conocí, aquella muchacha que me cautivó,
aquella mujer que amé en silencio.
En la soledad, tu recuerdo
© José Reyes
2000 |