relato
Donde ya nadie espera
En homenaje a todos
los pueblos abandonados de Soria.
Por entonces apenas llovía, el tiempo era
plano como los campos sin cosechas. Un polvo terco, de color mostaza, rodeaba las casas,
los campos, la curiosidad del horizonte...
Habíamos olvidado el perfil de las montañas, la cercanía de lo que antes fueron viñas,
la severa quietud de los enebros, el sonido del ganado en los establos. Y nuestras madres,
dejaron de ir a misa en cuanto creyeron inútil alzar la vista al cielo. No sirven las
súplicas con un azul tan triste, nos decían.
Allá arriba no quedaban nubes ni esperanzas y si hubo una vez Dios estaba viejo. Un día
las calles, vacías tanto tiempo, empezaron a estrecharse; ya nadie recordaba su jolgorio.
El silencio no tuvo más que abrir sus brazos para rozar con los dedos las fachadas.
Un viento cálido y enfermo agrietaba la tierra palmo a palmo. Los más viejos habían
olvidado sus nombres y los frutales perdieron su jugo; estériles ya dentro de su corteza
endurecida.
Las navajas y cubiertos seguían en los cajones, afiladas y en orden porque sí. Y los
niños, ajenos al colegio y los amigos, cancelados ya las risas y los juegos, vivíamos en
el balanceo insulso de una existencia sin canciones.
Estábamos solos y no queríamos creerlo. A la estación nunca llegaba nadie que trajese
nada y los únicos viajeros de aquel tren que respetaba la rutina bajaban a toda prisa las
cortinas antes de pasar a nuestro lado. Tal vez desconfiaran de la luz picante que remueve
los raíles y enciende calenturas en el alma.
Nadie oía los pájaros. Ya no venían a posarse sobre los alambres ni encontraban
acogedores los tejados. En invierno la luna se hacía de plomo, gris y vacía como una
palangana sin uso ni sueños que pudieran verse en ella, y los amaneceres se elevaban
lentos, ásperos como un reencuentro en carne viva, frágiles como el hilo que sujeta la
esperanza.
Yo solía madrugar más que ninguno; disfrutaba de una libertad cómica y callada mientras
hablaba solo e iba de un lado para otro a mi capricho. A veces me sentaba en una piedra y
añoraba el futuro que nunca tuvimos, ese del que tanto nos hablaron los que mandan.
Me atraía aquel tren, su pasillo de persianas echadas cruzaba nuestros campos con el
mismo aire inocente que usan los que no quieren vernos.
Un día llegó un viajero y nada más verlo en el andén supe quién era. Aunque no lo
conocía, él se fue de casa cuando yo ni siquiera había nacido, bastaba mirarlo un breve
instante para imaginarle nuestra sangre y saber que nos buscaba. Era el mayor de mis
hermanos y lo traían sus recuerdos.
Acababa enero y la luz atravesaba la mañana con la fuerza que inunda los finales de
junio. Lo imaginé confuso, asustado por aquel espejismo. El polvo bailaba molesto ante
sus ojos cuando se quitó los guantes y el abrigo.
Tenía la boca seca, no sabía que ahora vivíamos sin contrastes, y el peso del sol sobre
la nuca agrandaba su espanto. La puerta de la cantina estaba abierta pero no había
nadie.Asomado a una de las ventanas, vio su memoria cubierta por una capa de tierra
caliente.
Nos tenía delante y no nos veía. El sudor le empapaba la frente y un dolor agudo
apretaba su estómago. Sentí pena y no pude más que tropezar con algunas cosas que
escuché de él.
Bajó del tren sin equipaje y se hizo viejo en tres pisadas. Pronto tuvo barba y el pelo
se le volvió cano antes de la primera esquina.
Al llegar al cruce donde estuvo la tienda de Benítez, él trabajó allí antes de subir a
ese sueño que nunca contó a nadie, su espalda se arqueó y el ojo izquierdo se le
reviró en un escorzo. Tuerto, abrasado por la sed, miró hacia los lados y maldijo en voz
baja. Le costaba rendirse, no aceptaba saber a qué venía.
En la plaza inició una leve cojera y se detuvo ante el reloj con una sola aguja. Por
gusto y casi llorando recreó otra edad, un tiempo oculto tras los juegos de infancia, las
salidas en tropel de la escuela, los atardeceres malvas, las ranas en el río, la escarcha
de enero, los aromas de primaveras que jamás volverían.
Apoyado en la corteza de un árbol encontró el nombre de una muchacha que lo quiso. Su
olor le llevó a las noches en el parque y a fiestas que anunciaban la llegada del verano.
Los vecinos encendían una hoguera en cada calle y los cohetes se cruzaban en el cielo
acompañando el pasodoble.
En el reposo de las siestas encontró su cuerpo adolescente, la penumbra de un verano
viejo donde palpó las ganas de ser hombre e irse lejos.
Abrió los ojos dolorido por las lágrimas; volvió a verse rodeado de amigos trepando a
una cabaña o jugando partidos eternos tras un balón mal remendado. Sin quererlo se coló
en otro año, cuando la prima Elenita fue reina de las fiestas, y tuvo que sentarse en el
único banco de la plaza al notar el temblor helado que bajaba por sus piernas.
La frente se le llenó de arrugas y sangró sudores fríos nada más llegar a la que fuera
nuestra calle. Frente a la casa donde nacimos todos, las puertas y ventanas cerradas para
siempre, se le alargó la cara y un hilillo de espuma cayó desde su boca.
Perdió el habla al asomarse al escaparate roto del ultramarinos de Paquillo y se quedó
sin dientes al esquivar la fachada donde vivió su única novia.
En la fuente de los tres caños, ahora sin agua, recordó la única carta que recibió de
casa y encontró sentido a aquellas frases que mi madre le escribiera:
"Hijo mío, no vuelvas. Aquí la tierra ya sólo es amarilla, las muchachas se
arrugan demasiado pronto y los hombres como tú desmenuzan a tientas su torpeza mientras
su fantasma huye a caballo por el horizonte".
En la casa de los abuelos sólo había escombros, matorrales aplastados por el polvo. El
corral era ahora un trozo de tierra reseca, con la parra sin hojas y el suelo sembrado de
cardos.
No quedaba ni rastro del lugar donde estuvo la carpintería. El viento se había llevado
los restos de serrín y las virutas. Ningún martillo rompía la mañana.
Bajo las ruinas, entre las vigas y un montón de tejas rotas, asomaba la cama donde él
había nacido. A su lado, vacía, estaba la maleta donde el abuelo guardaba sus recuerdos.
Quiso cojerla pero se le escapó un lamento.
Pasó de largo y ya casi cadáver llegó a la claridad del cementerio. Traía el corazón
debilitado, la quijada temblorosa y la voluntad perdida.
Cuando halló las cruces de madera donde estaban nuestros nombres se tapó la cara y cayó
al suelo despacito. Sentado entre las tumbas comprendió: había venido a buscarnos cuando
ya no lo esperábamos.
Yo estaba a su lado, deseando contarle tantas cosas... pero él no podía oírme. Tenía
los ojos cerrados, lágrimas secas encima del labio y la piel arrugada. Me entretuve en
besarlo cuando ya estaba muerto.
Poco después se levantaron todos y empecé a contarles. Por entonces apenas llovía y yo
pasaba mucho tiempo solo.
©
Manuel Francisco
Rodríguez García,
(relato
ganador del II Premio de Narrativa Soriana "Gervasio Manrique") |