María Triste y el cuentacuentos
Esta es la historia de una mujer que tenía muchos dolores por
dentro, pero no podía llorar porque tenía obturado el conducto que lleva las lágrimas a
los ojos, y se fueron todas a los pechos que se hicieron grandes y puntiagudos como
globos. Caminaba por las calles suspirando, mordisqueando trozos de pan duro que guardaba
en los bolsillos de un delantal azul cielo que le colgaba de la cintura. Las gentes de las
tiendas cuando la veían a través de los escaparates hacían un silencio siguiéndola con
los ojos, y cuando acababa de pasar decían:
-¡Ay, pobre! Tan joven y tan desgraciada
A lo que asentían las clientas:
-Sí, es una pena.
Y la mujercita tan desgraciada seguía arrastrando su pena y sus pechos
tristes por los empedrados del barrio. Cuando en la acera se cruzaba con alguien apenas
levantaba la vista para saludar, y las vecinas, terribles en cuestiones de urbanidad, a
ella le perdonaban por aquello de su tristeza.
-Pobrecita, cómo va a estar para hacer vida social, con la pena tan
grande que tiene.
Hasta los animales la respetaban. A unos mendigos de una plaza cercana se
les acercaban todos los perros, gatos y palomas de los alrededores por ver si les caía
algo de lo que rapiñaban entre los restos de basura, y cuando se movían parecían tener
comitiva, como los reyes, pero sin banda de música. A ella, en cambio, aun su dejadez y
su andar vagabundo no la seguían por discreción, era como si hasta los mismos bichos
olisquearan su soledad y no quisieran estorbarla, así que sólo se le acercaban cuando se
le caía una hoja de lechuga o unas migas de pan.
Los niños, con tanta ingenuidad como los perros, pero con mucha más malicia, le habían
intentado hacer algunas bromas. Primero le buscaron mote: "María Triste",
"la Desgraciada" o "la Calladita" fueron algunos de los intentos, pero
vieron que ninguno de los apodos cumplía el requisito fundamental, que era hacer reír,
pues el que pronunciaba estas palabras iba bajando el tono en cada sílaba y se le iba
truncando la sonrisa pícara en mueca de desilusión. Testarudos como ellos solos buscaban
todavía alguna forma de burlarse de ella. Pensaron en soltarle un ratón, en dedicarle
una de sus canciones más mordaces
pero acabaron por dejarlo correr, pues cada vez
que se disponían a realizar alguna de sus fechorías, no sabían por qué, se les iban
las ganas y la dejaban pasar.
El buen tiempo no se anunciaba en el barrio con el florecimiento de parques y jardines,
pues los pocos espacios abiertos eran plazas empedradas con monumentos a señores con
bigote y en uniforme. A lo sumo asomaban hierbecillas entre los adoquines de la calzada, o
los balcones de los pisos altos, que recibían algo de luz, ofrecían un paisaje de
geranios abiertos. Los niños, al poco de alejarse el frío, hallaban en el puerto su
patio de recreo más concurrido. A la salida del colegio acudían a los muelles para ver a
los hombres que descargaban enormes paquetes de mercancías. Se entretenían leyendo los
nombres de los barcos que atracaban y jugaban a adivinar sus países de procedencia por el
color de las banderas. A la noche, los más mayores se escondían detrás de los almacenes
y espiaban a los marineros que bajaban a tierra después de haberse afeitado y puesto ropa
limpia. Les fascinaban las lenguas extrañas que hablaban, el porte robusto, los tatuajes
que dejaban ver sus brazos desnudos
y se les embriagaba la imaginación haciéndoles
ver la profesión de marino como la más fascinante del mundo. Unido a todo esto, a los
muchachos se les removía algo por dentro a lo que no sabían dar nombre, pero todos
callaban cuando las espaldas altas y robustas de esos héroes del mar se perdían por una
de aquellas calles prohibidas donde abundaban los faroles rojos y las mujeres con los ojos
y los labios pintados. Las escaramuzas nocturnas a inicios de verano solían acabar allí,
ante el umbral de aquella calle que era también el de la pubertad, y volvían a casa,
aunque en sueños ninguno recordase el tatuaje, sino los rostros de las mujeres pintadas.
Pero el verdadero verano no llegaba con el solsticio o con las vacaciones de los niños,
lo marcaba un acontecimiento inesperado: el circo. De hecho venía cada año en el mes de
junio, pero jamás en una fecha determinada. Llegaba un día con sus caravanas y sus
animales para aposentarse en la playa sin hacer ruido. Una vez instalados asaltaban la
ciudad con sus desfiles y fanfarria, pero eso ocurría en las avenidas, donde cabía todo
ese tráfico de música y colores. A las calles del barrio sólo llegaban rumores del
estruendo y nadie parecía percatarse. Era después, cuando un día cualquiera uno de los
coches de la compañía recorría las calles del barrio como buscando la salida a un
laberinto: apareciendo aquí, desapareciendo allá, reapareciendo en una esquina,
perdiéndose por otra
pero siempre con la musiquilla y el animado discurso que
salía por el megáfono del vehículo anunciando la llegada del Gran Circo Feriluche, con
osos rusos, leones del Senegal, el hombre más feo del mundo y la mujer de los tres brazos
y dos cabezas. Entre anuncio y anuncio la música de trompetas y tambores asustaba a los
pájaros de las ventanas, despertaba a los viejos y arrastraba a los niños como
encantados tras una flauta mágica. Desde ese mismo día los padres eran acosados por sus
hijos, y ante la primera negativa los niños reaccionaban con morros y pataleos. Soñando
con convencerles acudían a la playa donde habían montado las carpas y donde se extendía
todo un campamento de tiendas, jaulas y caravanas. Todos esperaban la inauguración con la
certeza de que sus padres, como cada año, acabarían accediendo a llevarles.
Aquel verano, ella, la muchacha de la pena, acudió también al circo con sus manos
temblorosas y su rostro compungido. Parecía que le atraía la música de la gramola que
se escurría por la feria montada alrededor de las carpas.
Una vez dentro se las ingenió para colocarse hacia un rincón de las primeras filas, y de
la pista cogió un puñado de serrín que fue amasando, a la espera de que diera comienzo
la función. La gente fue ocupando sus asientos, llenando una fila tras otra. Era el
último día del circo y todos querían ver sus proezas. Aquella noche los trapecistas
rozaron lo imposible, el todavía más difícil; al forzudo le caían gotas de sudor por
la calva y los de la cama elástica parecía que fueran a salir disparados, rompiendo la
tela del techo; al mago se le escapaban las palomas del sombrero y los niños se quedaban
boquiabiertos con los rugidos de los leones. Las expectativas estaban cumplidas y llegó
el momento de relajarse. Se apagaron las luces y la banda enmudeció. La pista estaba
ahora iluminada por una luz tenue, como de velas anaranjadas que bañaban la arena, y el
silencio fue abriéndose con la melodía de una flauta que parecía la de un encantador de
serpientes. De las sombras avanzó un muchacho vestido con una túnica y tocado por un
turbante, los pies los llevaba descalzos y entre las manos iba sonando una flauta. Al
llegar al centro de la pista, donde un foco le iluminaba, dejó de tocar y se presentó:
-Buenas noches, amado público. Mi nombre es Abú-Kasán, hijo de
Delim-Kasán y miembro de una estirpe de cuentacuentos que se remonta a varios siglos
antes de nuestra era, cuando mis antepasados amenizaban las duras jornadas de las
caravanas que cruzaban el desierto. Por entonces, el arte de explicar historias no era un
espectáculo, sino un entretenimiento de las gentes que perduraba por la costumbre de ir
pasándolas de generación en generación, y así es como me llegaron estos relatos que
les voy a contar, pues a mí me los explicó mi padre, que a su vez los había escuchado
en boca del suyo, y así hasta el último de los antepasados del que se tiene memoria, un
viejo ciego del reino de Granada, que aun la noche anterior a que cayera la ciudad se
dedicaba a explicar historias:
La ceremonia del miedo
El invierno
cerca la aldea cada año, cubre los campos y los tejados haciéndolos formar parte de un
mismo paisaje blanco. Parece que se detenga la vida. El sol sólo alumbra, no da calor, y
los labradores apenas pueden arrancarle más provecho a la tierra, así que se encierran
en sus hogares dilapidando las semillas que reunieron en el último verano. Desprovistos
de sus azadones y guarecidos en sus casas de piedra parecen pajarillos atemorizados,
siempre preocupados por el clima, por la comida... Casi no salen de sus moradas, son las
mujeres las que rompen cada mañana la cáscara helada del río para sacarle el agua.
Ellas y los niños que juegan con la nieve son los únicos seres vivos que se mueven por
las callejas. No entiendo ese continuo temor al cielo que tienen los campesinos: siempre
orando en murmullos, ofreciendo pequeños sacrificios y oficiando ceremonias en demanda de
agua o de sol. Yo no trabajo la tierra, por lo que es normal que no sienta la importancia
de según qué expresiones del tiempo. Yo sólo me agito ante la proximidad de un combate,
y no por temor, sino de pura excitación, pero los labriegos no hacen más que temblar, ya
sea ante una tormenta que arrasará sus campos, como ante un ataque al que ellos no deben
hacer frente. De todos modos, del miedo que nunca tuve no puedo hablar.
El día se contrae, pero las horas parecen dilatarse en la ociosidad del invierno. Los
animales han huido a otros lugares más cálidos, y los que quedan se esconden en sus
guaridas para invernar. Las cacerías se anulan, las expediciones no pueden ir más allá
de nuestro propio valle, hasta los combates con nuestros enemigos se posponen. El arte de
la guerra para el que estamos adiestrados se limita en esta época a vigilar desde las
torres envueltos en mantas o acurrucados en pequeños corros alrededor de un fuego. El
resto del tiempo pasa en la taberna, fanfarroneando de las victorias y brindando por los
compañeros muertos. Pero la paz y el invierno dan mucho más tiempo del que se puede
gastar en la holgazanería, y a alguien que está acostumbrado a vivir de la fuerza de su
brazo le es difícil llenar sus días con sólo palabras. Por eso los sacerdotes nos hacen
levantar hogueras cada vez que la luna se hincha y se convierte en diosa, y acudimos en
procesión a la llanura, a los pies del pueblo. Los aldeanos forman un gran círculo
alrededor del fuego, apretándose para poder soportar el frío, contemplando las llamas
que se elevan y desaparecen aspiradas por el dios Lugh en su forma de luna llena. En la
aldea se han apagado todas las antorchas, de modo que la llanura y las montañas que
rodean el valle sólo son iluminadas por la luna y la hoguera. El silencio ritual se rompe
con las ramas que crepitan en el fuego, y el eco repite las notas de los tambores. Los
druidas han ido calentando una marmita con la sangre de la uva, y justo antes de que
comience a hervir vierten cazos con miel y algunas hierbas para convertirlo en orumi, el
río cálido del que bebemos para aventar el corazón. El líquido se enturbia y los
vapores se levantan con el fuego. Los guerreros hemos dejado las armas en el suelo y cada
uno piensa en sus miedos. Los hay que recuerdan la cara de un viejo leproso que les
asustó cuando niño, otros ven las fauces rojas de un oso que se abren hacia ellos, pasan
frente a todos los rostros de los enemigos que han caído bajo nuestra espada. Cada cual
busca sus fantasmas...
Mi miedo no es el fuego, pues sé domarlo en la antorcha y en la hoguera; ni la sangre,
pues la llevo dentro y la que se derrama es de otros. Mi miedo no son las alimañas o el
frío; ni la muerte me ha sujetado jamás el brazo al verla de cerca, pues con el peligro
mis ojos se tornan ciegos y los sentidos sólo vuelven a mí con el reposo, cuando el
corazón retoma el ritmo y se siente la fatiga. Pero si se llega a este punto es que se
está vivo, y entonces ya no hay motivo para el miedo, en todo caso para el dolor. Pero
aun así no puedo decir que no conozco el miedo. Mi miedo es un grito que viene de dentro
algunas noches. Es una herida de puñal con una hoja de hielo que se debió de romper
dentro de mis carnes. Quedó olvidada entre las vísceras, y la brecha se fue cerrando en
una cicatriz fea y oculta. A veces, como a los viejos a los que les duelen los huesos con
la lluvia, la hoja quebrada se remueve en mis entrañas apuntando al corazón, entonces
noto un frío que no me quitan las más gruesas pieles. Algunas noches me he visto
saliendo de mi cabaña despertado por un sueño extraño. Incapaz de recordar el sueño,
husmeo el aire desde el umbral buscando ese recuerdo que me inquieta. Escucho el búho,
los grillos, la respiración pacífica de la mujer que descansa a mis espaldas, y la
tensión se relaja, pero continúa la sensación de encontrarme en una emboscada, en una
cacería de jabalíes, pero sintiendo que la presa soy yo. A veces, ese miedo extraño lo
veo en los ojos de mis hijos las noches de tempestad, y trato de que entiendan lo absurdo
que es preocuparse por la lluvia o el trueno; otras veces lo veo en los gatos que encorvan
la espalda ante una sombra, y se les eriza el pelo como espinas, y dejan escapar un
silbido entre los colmillos; o en los perros, que comienzan a ladrar en la noche sin
motivo aparente... y entonces veo a mi miedo como algo más lejano que mi niñez o que la
simpleza de un animal, sino como algo más vital y nublado, como escondido detrás de mi
inteligencia, respondiendo a preguntas que soy incapaz de formular, golpeándome con
violencia en el saco donde llevo las cosas incompletas que he ido dejando atrás. Anulada
la conciencia, la búsqueda de respuesta, me quedo con lo básico, con el recuerdo de ese
sentir, y la memoria reproduce en mi piel las mismas sensaciones de esas noches negras que
se me abren como agujeros. Y el miedo, irracional como el deseo, me empuja a huir, me
sacude hasta temblar...
Y el sacerdote alza el tazón.
- ¡Lugh! ¡Dios Lugh! ¡Alabada sea tu fuerza! ¡Nos has dado la paz en
este invierno, pero sabemos que el enemigo acecha tras las cumbres! ¡Somos tus vasallos y
te pedimos que aceptes nuestras ofrendas a través del valor de nuestros guerreros!
¡Danos la fuerza de tu luz para ser siempre fuertes, oh Lugh!
Y los guerreros tomamos el tazón de barro entre las manos y lo llevamos a
los labios bebiendo el orumi, y el fuego llama al fuego. Los tazones vuelan y ruedan por
el suelo, y de todas partes del círculo los guerreros corren bramando, tapando el eco de
los tambores y los gritos de la madera que arde, y unos y otros saltan a las llamas
atravesando las cortinas encendidas de sus miedos. Y me ato al rito, me sumerjo en la
ceremonia creyendo al sacerdote, creciéndome con el orumi. Y brindo mi ofrenda al dios
que me dará valor, al dios que me calmará como un padre. Y desato mi cuerpo y mi
garganta, y desafío con mi cuerpo y mis gritos al fuego de mis temores.
© Oscar Sotillos
1999
El relato llamado "La Ceremonia del miedo" nació un plenilunio
de abril, hace tres años, a la vera del yacimiento arqueológico de Tiermes. La
población primigenia de la que se tiene noticia se remonta a la Edad de Bronce, pero los
restos más destacables son los que dejaron los romanos tras tomar la ciudad a los
arévacos, pueblo celtíbero de la península. Más tarde, en la Edad Media, encontramos
una ermita románica como último vestigio de lo que debió ser un monasterio.
En los últimos años, paralelamente al interés por el yacimiento arqueológico (campos
de verano, museo
) y la explotación turística, se ha construido un hotel
restaurante que todavía es conocido por los del lugar como "el chiringuito",
apelando a sus modestos inicios. Una de sus caracterísitcas es la de preservar las
tradiciones, desde las referentes a la gastronomía popular, hasta organizando excursiones
a caballo por entre las ruinas -tal y como lo debían hacer sus antiguos moradores-, o
reviviendo alguno de sus ritos, como el de las noches de plenilunio.
Esta celebración se da entrada la noche, con la luna ya bien alta. Se calienta a fuego de
leña y a cielo abierto una marmita llena de vino(1) sobre la que se vierte, una vez
caliente, miel y hierbas de la Sierra Pela que es la que circunda la región. Alrededor de
la hoguera y tras las palabras del oficiante la gente con las manos unidas en un corro
formula un deseo a la luna(2) y bebe para que se cumpla. La ceremonia finaliza cuando los
más osados saltan a través de las llamas de la hoguera. El ambiente desenfadado y
festivo que he vivido en las dos ocasiones en que he participado de la fiesta contrasta
con lo que debió suponer para sus participantes en tiempos difíciles como el invierno en
que sitúo la historia, cuando el frío detiene no sólo el agua congelada del río, sino
el mismo curso de la vida y hasta el de la guerra. En tiempos de paz no debe ser fácil
para lo guerreros aceptar la inactividad y menos aún la sumisión al estamento religioso,
que hallaría en estos ritos la fórmula ideal para mantener el miedo a lo desconocido en
unos corazones supersticiosos, haciendo de ellos, como todavía hoy se utiliza, temerosos
de dios, y por tanto manejables.
1) El nombre de esta bebida es meliclaton,
y no orumi como se menciona en el relato, que sería orujo, miel y hierbas.
2) "Varios dioses celtas están atestiguados en un ámbito más amplio que el de la
península, y nosotros podemos documentarlos en inscripciones donde son mencionados.
Según César, el mayor de los dioses célticos es el que denomina Mercurio, como
dios de todas las artes, y que es identificado con Lugus, el irlandés Lugh,
como diestro en muchas artes. Parece que para la mayoría de los expertos, Lugus
significa brillante,y se adoraba al sol como dador de vida y protector de la fertilidad y
la curación, con la rueda como símbolo. Así Lug es documentado en una
inscripción rupestre de Peñalba de Villatar (Teruel) como Luguei; en Uxama otra
deidad a Lugoves (plural de Lug), etc."
Rojas Martín, Roque Los Arévacos. Madrid, 199?
También en Tiermes vemos esta deidad como Lugh, pero derivado de luz (lugus)
lunar, y no del sol, pues este rito es claramente lunar al darse cada plenilunio.
© Oscar
Sotillos 1999
Estos relatos corresponden al libro María Triste y el cuentacuentos,
a partir de aquí el narrador explica el Cuento Nazarí de la luna y el sol, De moros
y cristianos y el Hijo del sultán, enredando la historia de María Triste con
los relatos y con la vida del propio cuentacuentos.
(Los relatos aquí
publicados son © del autor y con permiso de la editorial)
Comentario de
María Triste y el Cuentacuentos
|