relato
Maddiale
Una
tarde de la primavera de 2012, cuando el telón de la noche ocultaba un bello
atardecer, conocí a Madiale, un senegalés negro como un tizón, cuyo rostro
me recordó, inmediatamente, el de aquella cabecita del domund que reposaba
en la mesa del maestro cuando yo era un niño, y que tenía una ranura en la
cabeza para echar monedas con las que justificar nuestra conmiseración. Me
imaginaba que era él, que se había transfigurado para venirme a agradecer
aquellas monedas de dos reales que, de vez en cuando, le regalaba.
Tenía
los ojos enrojecidos, no de llorar, si no de buscar futuro en horizontes sin
fin. De querer mirar más allá de esa línea que separa el cielo de la tierra,
o del mar, donde tiene su gente, su cultura y su mundo que, paradójicamente,
no le permitía vivir. Era menudo y su lengua intentaba pronunciar con enorme
esfuerzo lo que su mente le dictaba. Nos sentamos en la escalera del pórtico
de una iglesia, de espaldas a la mirada de Dios. Me fue relatando con su
lengua de estropajo su increíble e intensa vida, cuyo bagaje correspondía a
una persona del doble de su edad. A los dieciséis años, pasando de puntillas
la adolescencia, montó en una patera hacinada de negros, que se confundían
con la noche, huyendo de su propio destino y de un futuro maldito. El pánico
se apoderó de él durante los cinco días que duró el trayecto hasta costa
española sin tener un hombro cálido sobre el que llorar. Por el camino,
perdió a su primo, un año menos que él, con quien compartía juegos e
ilusiones. Una enorme ola engulló la barquichuela y la vomitó con la mitad
de los pasajeros, entre los que faltaba él. Allí entendió por qué las
lágrimas son saladas como el agua del mar.
De
España, como pudo, llegó a Francia, pensando que su conocimiento del francés
facilitaría su vida. Mas los franceses que gobernaban expresaban sus filias
para los suyos y sus fobias para los otros, y no se lo pusieron fácil.
Cuando estaba a punto de pasar idéntico hambre que le obligó a dejar su
tierra, se vino a España. Aquí vagó de un lado a otro y recaló en Euskadi,
una tierra abierta acostumbrada a acoger, aunque no falte algún
desaprensivo, como aquél para quien trabajó diez meses sin contrato ni
Seguridad Social.
El
juego de la vida le llevó a vender en la calle. Extendía un trapo en el
suelo con sus esquinas preparadas para plegarlas inmediatamente ante el
acoso de la guardia urbana y echar a correr. Bolsos, carteras, cinturones,
calzoncillos….etc. Artículos de temporada a precios tan bajos que a veces no
llegaba a satisfacer su propia inversión. Las fiestas de los pueblos se
convertían en escenario propicio para la venta que no siempre era rentable.
Noches a la intemperie agarrado a sus pobres pertenencias para no perderlas
y, de paso, espantar el frío de la madrugada, ese frío que conoce tan bien y
que no es distinto al de la soledad.
Una
mañana, recibo una llamada en mi trabajo de una persona que apenas podía
hablar. Reconocí, a duras penas, la voz de Madiale, tremendamente asustado
creyéndose morir por segunda vez. Un cáncer de laringe lo había postrado en
una cama de hospital donde yacía con su cuello abrasado de la radioterapia,
con dificultad no solo para deglutir, si no para respirar. Acudí a él
avergonzado de contemplar una piltrafa humana que, en medio de su dolor,
tuvo aún coraje de sonreírme.
Hola,
Jesús. Estoy muy mal, me dijo. Cuando un negro dice estoy muy mal, un
blanco, como yo, está ya muerto. Le cogí su mano descarnada pero firme. Le
acerqué un pañuelo para enjugarse la saliva que no podía tragar y con su voz
distorsionada por la ronquera me transmitió su miedo a morir. Me vinieron a
la cabeza múltiples imágenes de negros víctimas de la hambruna que tantas
veces he visto, indolente, en reportajes televisivos. Cuerpecillos
entregados a la muerte con los ojos resignados al dolor y a la indiferencia.
Su semblante era el mismo. De repente, me invadió un sentimiento no sé decir
muy bien, si de culpa o compasión, o ambas, y, desde ese momento, Madiale es
una sombra que me acompaña de manera obsesiva.
Estando conmigo de vacaciones de Semana Santa en Toro, le propuse visitar la
hermosa colegiata. Él, jamás, había estado en un templo cristiano. Practica
honradamente la religión musulmana pero es tolerante con el resto de
creencias. Admiraba los capiteles, los arcos, las bóvedas, la imaginería,
los retablos, asombrado de que todo giraba en torno a un dios que,
probablemente, era muy semejante al suyo. Lo que no acababa de entender es
cómo ese dios permite vidas como la suya. Y en qué estaría pensando cuando
fabricó esa piel con la que lo forró y que le ha supuesto tanto sufrimiento.
Pero
Madiale también tiene sueños. Piensa en su familia que está lejos, allá en
el tercer mundo, decimos los que pertenecemos al primero. En una familia que
comparte sangre roja, no diferente de la nuestra. Que lucha por sobrevivir y
que, de vez en cuando, también sueña con hadas, en su caso negras, que
colmen deseos de liberar su pueblo de la explotación, la esclavitud y la
miseria.
En
estos momentos, Madiale comparte mi mesa y me está enseñando a vivir. Me ha
inoculado el virus de la amistad y la ternura y, a través de sus ojos veo el
África negra de Javier Reverte y de Joseph Conrad, consciente de mi
impotencia para hacerle reír teniendo ante nuestros ojos este mundo injusto.
Desgraciadamente, esta historia no solo es real, sino que pone en evidencia
los dos mundos en los que vivimos. Solamente hay que dejar que la suerte te
coloque en el primero.
©
Jesús Vasco, Barakaldo 18 de Octubre de 2013 |
relato
Primera vez que pisé San Pedro Manrique
Era un día cualquiera,
de un mes cualquiera de 1981. Residía yo en casa de mi hermana, cuando sonó
el teléfono. Había muerto la abuela María, justo después de comer, porque
nadie, en su sano juicio, decide morirse antes de comer.
La abuela María era
abuela de la que más tarde sería mi mujer. Yo la conocí poco, pero lo poco
que la conocí me demostró ser una mujer grande en todo, en cuerpo, espíritu
y sentimientos. Mujer enérgica donde las hubiera. Con reaños suficientes
para sacar a su familia adelante con sus propias manos. “Marucha”, la
llamaban. “El Tuto” besaba su mano con veneración sabiendo que era una mano
que daba de comer. Orgullosa siempre de su prole, estaba convencida de que
tenía los mejores hijos y los mejores nietos de todo el contorno. La abuela
María disfrutaba tanto de su familia que la apiñó en torno a ella y aún hoy,
sin vivir ella, buscamos su regazo. A pesar de que a todos trató por igual,
tuvo un nieto especial, quizás por ser el primero: Alberto. La vida le
dispensó una polio en una de sus piernas que le granjeó la protección de
toda la familia. Este hecho lo hizo diferente y, por ello, más querido.
Se casó con el abuelo
Alberto. De carácter sumiso y bonachón, se refugiaba en el porroncillo de
vino para desviar problemas y en su cigarrillo para quemar la vida sin
sobresaltos. Hombre que, con su tamboril, hizo felices a los chiquillos
anunciando los Reyes y a los mayores acompañando a las móndidas el día de
San Juan.
Cuando me dio mi
hermana la noticia, yo me disponía a comer. Dejé el plato y corrí a casa de
Eugenia para ver qué había sucedido. Nada más llegar, encontré a un vecino,
recién licenciado en Medicina, que había intentado reanimarla sin
conseguirlo. Murió, sin haberse cansado aún de vivir y sin servirle de nada
las pastillas multicolores que portaba en el bolso de su bata y que tomaba a
capricho, en función de cómo tenía el día.
Mi futuro suegro,
hombre cabal y de pensar mucho las cosas, decidió contratar una ambulancia
para trasladar el cadáver al pueblo, como si tuviese vida, con el fin de
evitar autopsia y funeraria. Todos sabíamos que la abuela murió de vieja, y
a los viejos hay que dejarlos morir en paz. Y, si están muertos, muertos
están.
Yo era, entonces,
estudiante de 5º o 6º de medicina, no recuerdo bien. Y el hecho de estar
familiarizado con la enfermedad y algo con la muerte, hizo que Facundo
decidiese que fuera yo quien acompañase a la abuela en la ambulancia. Pero
no sentado al lado del conductor, que allí se acomodó él a la primera, sino
detrás, junto al cadáver, con la idea de acompañarlo y velarlo con el
respeto y el rigor que merecía. De esa forma, si nos parase la policía,
podríamos argumentar que el medio médico la acompañaba por si, la pobre, se
ponía peor.
Se puso en marcha la
ambulancia. El cuerpo de la abuela, sobresalía por ambos lados de la
camilla, que no era muy ancha. La abuela, sí. Me acomodé, como pude, en un
asiento de servicio que había junto a la camilla. Este tipo de asientos se
caracterizan por su incomodidad y por no permitir cruzar las piernas. Por
fin, cogí postura, convencido de que el viaje no duraría.
Tomamos la carretera
de Barazar, pues no funcionaba la autovía para ir a Vitoria. Al comenzar las
curvas del puerto, el cadáver basculaba hacia el lado opuesto teniendo yo
que sujetarlo para que no se cayese. En la contracurva, sucedía lo
contrario, teniendo que sujetar el cuerpo para que no se me viniera encima.
Decidí aferrarme a su regazo hasta acabar el puerto, tratando de mantener
estable su cuerpo que estaba a merced del bamboleo. Dudo que haya tenido
nietos que la abrazaran tanto como yo lo hice en este viaje.
No podía ver el
exterior porque una serie de franjas blancas alternantes decoraban la
ambulancia para evitar ver a quien trasportaban. Por tanto, para mí era casi
imposible ver la calle, salvo si meneaba la cabeza de arriba abajo repetidas
veces.
El viaje fue un
verdadero calvario para mí, que no para la abuela. Mantenía el rictus de la
muerte con una permanente sonrisa como si le hiciese gracia la situación.
Pasamos el puerto de
Azaceta, después, el pueblo de Santa Cruz de Campezo, y dejamos Álava para
adentrarnos en Navarra cuyas carreteras eran de mejor firme y trazado. Me
tranquilicé al estarse quieta la abuela.
Pero todas mis
ilusiones se vinieron abajo cuando entramos en la provincia de La Rioja, por
una de las carreteras más sinuosas y atormentadas que puedan conocerse y que
seguía, literalmente, el curso del río Cidacos, el de las icnitas, con sus
vueltas y revueltas que a mí me traían loco dentro de aquella jaula que se
balanceaba continuamente. Decidí abrazarme con fuerza a la abuela como si
tuviese temor a perder la mía.
Delante de mí,
escuchaba la conversación de mi suegro con el conductor, hablando de cómo
estaba el campo, qué verdes las cañadas, cuantos pinos habían plantado en la
sierra y cuánta agua bajaba por el río. ¡Bastante me importaba a mi todo
eso! Yo pensaba, para mí, si aquello no sería un castigo merecido por algo
aún pendiente.
Con este ajetreo, cogí
confianza con la abuela y hasta cierto cariño. Su vientre me resultaba
familiar, como si me hubiera parido, de tanto agarrarme a él. Decidí
hablarle y preguntarle por qué habiendo nacido en Sestao se iba a enterrar
en el otro lado del mundo, si en todas partes hay tierra para enterrar con
dignidad, y más aún, habiendo muerto tan cerca de La Arboleda a donde su
marido, el abuelo Alberto, emigró en varias ocasiones a trabajar en las
minas de hierro.
La abuela no
contestaba, pero su mirada fija me hacía dudar si no estaría yo perdiendo la
razón, sobre todo cuando mis devaneos los seguía el conductor a través del
retrovisor. De repente, me invadió un ataque de cordura y me pregunté qué
hacía yo allí, si no sería una prueba de amor a Eugenia o el saldo de alguna
apuesta que, de todas, todas, había perdido. Pellizcaba alternativamente la
mano de la abuela y la mía, y solo me dolía a mí. No sabía bien quien era el
muerto. -Bueno, abuela, se acabó! Le voy a decir a Facundo que cambiamos de
puesto. Al fin y al cabo, yo solo estoy prometido, y tengo dudas de que lo
siga estando.
Como si el conductor
hubiera adivinado mis pensamientos, frenó la ambulancia y aparcó en la
cuneta. Pero no era para atenderme a mí, sino a su vejiga que exigía alivio.
Orinó contra un arbusto y yo aparté, en acto reflejo, la cara a la abuela,
por si acaso, no le diera por mirar.
Recobré nuevamente la
razón, que me iba y me venía, como las curvas, y decidí no quejarme. Me
entregué al destino como el torero a su suerte. Aproveché para abrir el
portón trasero y salir a desentumecer mis huesos y a preguntar dónde
estábamos, dudando si continuábamos en España. Mi suegro me aseguraba que
faltaba poco, pero yo no me fiaba. Además, tenía hambre, recordad que no
había comido.
Retornó el conductor a
la ambulancia, abotonándose la bragueta y esbozando una sonrisa de
satisfacción. Yo volví a mi sitio junto a la abuela, que ya la echaba de
menos. Me seguía mirando fijamente y me vi obligado a decirle que ya faltaba
poco, que no se preocupara, que echase una cabezadita y enseguida
llegaríamos. En otra escapada de mi cabeza, la pregunté si se mareaba,
porque yo estaba como un trompo, a lo que me respondió dando un vaivén que,
si no la sujeto con fuerza, se me va para el Cidacos.
Por fin oí un ¡ya
estamos!, y me cambió el semblante. Efectivamente, llegamos a lo que parecía
un pueblo. Atravesamos unas callejuelas por las que apenas cabía la
ambulancia, deteniéndonos en La Plazuela. Dejó de rezongar el motor y un
silencio aterrador se apoderó de la escena que venía a continuación.
Abrieron el portón como quien abría un chiquero. Hice amago de descender
pero la muchedumbre hierática que rodeaba expectante la plaza, me hizo
retroceder, como a un toro al que acobarda el peligro, y no me atreví a
bajarme hasta que mi suegro me lo ordenó. La escena era de Berlanga.
Descendí mirando a los lados a todos aquellos hombres de gorra calada y
mujeres con luto de 90 días. No sabía bien en qué mundo me encontraba. La
gente se dirigió a mi suegro para darle el pésame, cuando me lo deberían
haber dado a mí. Sin embargo, me ignoraron de tal forma que me encaminé,
vacilante, hacia el portalón de la única casa que permanecía abierta y que
era a donde se dirigía la comitiva. Me atusé el cabello y me ajusté los
pantalones pretendiendo mejorar mi imagen.
Pasamos el portalón, y
un pasillo nos condujo a una gran estancia en la que había dispuestas toda
clase de viandas para recomponer el ánimo que, la verdad, era bien poco. Me
olvidé de la abuela y me acordé de que no había comido. Me situé
estratégicamente, intentando pasar desapercibido. Nadie me presentó, pero
todo el mundo sabía que era el novio de “La Marijé”. Comí careta asada, lomo
adobado, chorizo frito, un torrezno y un trozo de tortilla y, cuando me
disponía a echar un trago de vino de Nunilo, un hombre grande, de pelo cano,
que estaba a mi izquierda, me dio un leve codazo dándome muestras de
confianza y me soltó: “Qué, chiquito, ¿ has venido a matar el hambre?”. Se
me atragantó el vino. Avergonzado del espectáculo que estaba dando, se me
quitó el hambre de golpe.
Salí como pude de
aquel trance, hasta que me rescató La Vitoriana, la tía de Eugenia de la que
tanto había oído hablar. Le pregunté quién era aquel hombre grande que me
había acobardado con su insolencia.
¡Pero si es el tío
José, el padrino de tu novia!, me respondió. Olvidé si lo que tenía era
novia, abuela o ninguna de las dos. Si en ese momento hubiera tenido que
decidir, habría elegido ser soltero de por vida y a mil kilómetros de donde
me encontraba.
Me presentaron a la
gente con la que me cruzaba, y no parecía caerles tan mal. Poco a poco se me
iba pasando el mal trago, intentando recordar momentos más gratos.
Prepararon el
velatorio, acudió el cura a recibir a la abuela, y, cada cual, se fue a su
casa, charlando entre sí, y haciendo alabanzas de cuán buena era la abuela,
de cuánto trabajó y cómo sacó a su prole bajo cánones de honradez y
dignidad. La verdad es que conmigo se portó bien. No quiero ni pensar si, en
una de aquellas curvas, le da por tirarse al suelo.
Me enseñó mi suegro el
pueblo, así, por encima: esa es La Iglesia, esa La Cosa, ese el bar de El
Motores, ese el Frente de Juventudes, ese el frontón…etc.
Llegamos a la casa en
la que pasaba los veranos, herencia de la otra abuela que aún quedaba y que
no tuvo una muerte tan ajetreada. Me asignaron la sala para dormir. La
presidía una alacena de doble cuerpo. En la parte superior se disputaban el
espacio las copas, tazas, platos y mil figurillas, tras unas portezuelas
acristaladas. En la parte inferior, se escondía una cama, ingeniosamente
plegada, que, supuse, era la mía. Algunas fotografías de color sepia
colgaban de la pared, de personas que no conocía y que parecían pertenecer a
varias generaciones atrás. Allí me encontré con Eugenia, que no sé con quién
había venido. También estaba Leo, una vecina de mis suegros, de Barakaldo.
Después de charlar un
rato, decidimos descansar. Me abrieron la cama y me dieron una manta. Mi
suegro dormiría al lado, en un sofá, junto a la alacena. Nos dimos las
buenas noches y nos deseamos buenos sueños. Fue más un deseo que una
realidad. Si me daba la vuelta en la cama, tintineaban las copas, tazas,
platos y demás útiles de la alacena. Tenía que hacerlo con sumo cuidado para
no disturbar a la cacharrería. Comenzada así la noche; miedo me daba qué
podría ya suceder. Al primer ronquido de mi suegro le sucedieron otros de
tonos diferentes según la postura adoptada. Entre las copas, los platos, los
vasos, los ronquidos y el frío, que no era poco, a pesar de que hice dos
dobleces a la manta, entré en un estado de, qué se yo, como de ansiedad,
deseando que llegase la mañana para acabar con aquel suplicio. ¡Cómo me
acordaba de la abuela, lo a gusto que viajó y qué tranquila estaba en estos
momentos!
De repente, una
carcajada provino de la habitación de al lado. No sé qué pasaba, pero la que
es ahora mi mujer y Leo, que dormían en la misma cama, no podían moverse sin
echarse a reír. El momento no era para hacer gracias, pero, por un instante,
me parecía estar fuera de la realidad. Por las risas y comentarios,
comprendí que se les habían enganchado los sujetadores por la espalda y no
podían moverse sin llevarse consigo una a la otra. Creo que Kafka debió
escribir “La Metamorfosis” en una noche como ésta. Por fin, amaneció. Acudió
mi suegra para hacernos café. Inocentemente, preguntó qué tal habíamos
dormido, a lo que contesté: Bueno…... respondiéndome con un me alegro hijo,
que vaya día tuviste ayer.
Aún no sé por qué me
gustó el pueblo, por qué quise tanto a la abuela y por qué decidí seguir
para adelante con el noviazgo. Los años que pasé interno me vacunaron
también contra los malos ratos.
¡Un mal día, lo tiene
cualquiera!
©
Jesús Vasco, Barakaldo, a 1 de Mayo de 2016
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relato
El río Linares
Eres,
pequeño Linares, hijo natural de los ríos Mayor y Oncala y nieto de las
nieves de las sorianas sierras de Alba, Cayo y Utero.
Acunado con mimo en Montaves, Palacio, La Ventosa y Oncala por balidos de
merinas y ladridos de mastines, partes ilusionado hacia San Pedro, pasando
bajo el pequeño y gracioso puente de Rabanera.
Entre nieve y cantos, atraviesas la sierra buscando, desesperadamente, el
mar. Escoltado por hileras de verdes chopos que el otoño tornará amarillos,
jalonas las barranqueras ajetreando, cantarín, tus aguas nerviosas,
aprovechando los remansos para descansar y, luego, volver a emprender una
marcha decidida, echando espumarajos que orlan tus orillas, como un rosario
de orujo.
Hecho ya un mozo llegas al espinar, donde te reciben petirrojos, mirlos,
zorzales, alcaudones y lavanderas, al ritmo acompasado del canto del
ruiseñor. Pasas con tiento, muy quedo, junto a Los Casares, para no
interrumpir el letargo de otros pueblos, que allí yacen, de quienes
heredamos genes y sangre.
No lejos de allí, desde una apuesta atalaya, te observa impertérrito San
Pedro “El Viejo”, residencia medieval de monjes guerreros que blandían su
espada templaria contra quien osara ofender al dios que ellos proponían.
Justo enfrente, dominando el pueblo, los restos de cal y canto de las
saeteras y almenas de un castillo medieval, evidencian el poderío feudal
para salvaguardar tus aguas.
Mientras tanto, tú, ajeno a disputas y batallas, recuerdas cuándo detenías
tu curso en el Puente de la Dehesa, sorprendido de la algarabía de mozos y
mozas, adolescentes como tú, que exhibían sus cuerpos mojados en un tanteo
pretencioso propio de la juventud. Roces y besos, miradas y risas cómplices,
eran ingredientes necesarios para un futuro de ilusión.
Linares, querido Linares. Estéril desde hace años, como útero sin embrión,
pasas, una y otra vez, por el mismo sitio, intentando olvidar el continuo
maltrato al que te sometemos, y tratas de horadar la roca que te sirve de
cuna, ignorando, apenado, a tantos molinos a los que removiste sus tripas,
incluida la Central de Don Gervasio que alumbró los hogares sampedranos.
Río Linares, de aguas sorianas y nombre andaluz, te observo desde el Balcón
de Pilatos serpenteando entre arces, chopos y mimbreras, bajo la mirada
siempre maternal de Peña Isasa, testigo impenitente de tus amores con esta
tierra nuestra a la que riegas y bañas.
Río Linares, que recibes contento las aguas de barrancos como los de San
Fructuoso, del Horcajo (Virgen del Monte) y del Pedroso para sumar fuerzas,
y transformarte en río, harto de ser arroyo. De ti beben el ciervo, el
jabalí y el corzo; en tu espejo se acicalan tórtolas, zuritas y pinzones y
tu superficie besan, en vertiginosas piruetas, aviones y golondrinas.
En la Media Legua te despistas buscando el puente que, desmayado ya de
viejo, antaño te cruzaba, y caminas decidido a llevar tus aguas frescas,
ahora limpias, a Vea y detenerte en su lavadero donde, hace ya muchos años,
enjuagabas aquellas sábanas de franela portuguesa que cubrieron tantos
sueños.
Te despide con nostalgia Vea, desde su castillo. Observas, contrariado, el
desolado pueblo de Peñazcurna al que no te puedes encaramar. Bordeas la
imponente Peña del Espejo, contemplando cómo los buitres, en lo más alto de
los riscos, extienden sus alas al sol para secarlas del rocío de la
madrugada.
A Villarijo llegas, orgulloso de regar tanto olivar, confesado de pecados
que no cometiste, acompañado de las voces, otrora infantiles, que cantaban
la tabla de multiplicar bajo la mirada de su buen y recordado maestro D.
Ezequiel Solana.
En Cornago, exhausto y rendido ya de tanto correr, te escondes bajo el
pedregal, avergonzado ante su castillo de empadronarte riojano. Te rehaces
en Igea para regar sus almendros, olivos y melocotoneros. Y, por fin,
encuentras el Alhama, el regazo que tanto buscabas y le entregas tus sueños
y recuerdos para que los lleve al mar, a ese inmenso cementerio donde mueren
todos los ríos, como decía nuestro bien querido Machado.
Linares, río Linares. Si todos te quisiéramos más, quizás atraerías cigüeñas
a nuestros campanarios. Recuerda a las gentes de Tierras Altas que aún ríes,
que aún corres, que tienes tus aguas dispuestas, de nuevo, para remover
molinos y batanes, y diles, callandito, que prefieres más ser mozo soriano
que viejo riojano, que para eso Soria te dio la vida y Rioja te la ha
quitado.
©
Jesús Vasco, Barakaldo, a uno de mayo de 2013 |
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