relato
El río
“El
Valderaduey lleva la fama y el Sequillo lleva el agua”. Con este dicho, en
Castronuevo, hemos visto correr el agua, sin importarnos su procedencia. El
Sequillo, remate final del Canal de Castilla, vomita sus aguas al
Valderaduey, mi rio.
Su curso por el pueblo, describe un arco de ballesta,
como le cantaría Machado al Duero a su paso por Soria, duplicando el regadío
en ambos márgenes. No es caudaloso, pero sí suficiente para abastecer las
necesidades hortícolas. Hace más de 50 años se encauzó para sujetar las
riadas que acaecían cada pocos años, y para ganar terreno de cultivo.
Recuerdo una de aquellas riadas. Desde lo alto de “La
Villa”, la parte más elevada del pueblo, donde se asentó una pequeña
fortaleza de cal y canto, que dicen morisca, y que hoy son ruinas,
observábamos cómo las aguas, en desbandada, engullían los sembrados,
empequeñecían los árboles e igualaban las tierras, como un inmenso mar en lo
más íntimo de Castilla. Solo se veía la mitad superior de “La casa de las
Vegas”, una hacienda en la que vivía una familia humilde, que debía
desplazarse al pueblo mediante una barca guardada, a propósito, para estas
inesperadas situaciones.
Aquel día sentí un miedo atroz. Miedo de ser devorados
por los remolinos de aquella imponente masa de agua embarrada que se movía,
al contrario que la del mar, en una sola dirección, implacable y
poderosamente destructora. Los ánades reales buscaban desesperadamente sus
nidos, y las pollas de agua no encontraban la espadaña que habitualmente las
cobijaba. No era aquel el río de diversión que yo conocía. Era un monstruo
hambriento y brutal que engullía todo cuanto se ponía a su paso, emitiendo
un ruido sobrecogedor que envolvía la vega.
El encauzamiento del río fue una ingente obra acometida
en los años 60. Unas máquinas amarillas, enormes para mis ojos de niño,
arañaban una y otra vez el río para ahondarlo. Emergían abundantes barbos,
muchos de ellos partidos a la mitad por las cazoletas de las excavadoras,
mientras otros quedaban aislados en pequeñas pozas, boqueando y coleteando
nerviosos al verse atrapados. Aprovechábamos para pescarlos y llevárselos a
nuestras madres que, de contentas, olvidaban nuestro día de novillos.
Reconducir el rio, conllevó la desafortunada decisión del
ayuntamiento de derruir el viejo puente romano, de 7 ojos, para elevar otro,
de hormigón, que permitiese el paso de la maquinaría agrícola del momento.
El Valderaduey era un río atiborrado de barbos, carpas,
tanto comunes como royales, y de cangrejos, que alimentó a numerosas
familias. Pablito, un hombre curtido por la escasez y estimulado por la
necesidad, con su barquita a remo, daba cuenta de ellos para su venta, casa
por casa, para ganarse un jornal. Mi padre, en no pocas ocasiones, cuando
terminaba su jornada de trabajo, bajaba al río con el fin de agenciar un par
de kilos de peces o un par de docenas de cangrejos y solucionar el rancho,
que no venía mal. Recuerdo que rebuscaba en las orillas y sacaba tantos
peces y cangrejos a la vez, que yo no daba abasto para recogerlos. Él fue
quien me enseñó que los barbos se dejan acariciar bajo el agua, que a las
carpas royales hay que sujetarlas con firmeza de las agallas porque sus
coletazos son vigorosos ante la falta de oxígeno, que meter las manos en las
huras significaba exponerte a una mordedura de rata de agua, y cómo
distinguir al tacto una culebra de una espadaña.
Pero el río era nuestro, de los chavales de mi edad. Me
cuesta entender un pueblo sin río. Era para nosotros como el estanco para el
fumador. Sofocaba nuestros ardores y ocupaba la mayor parte de las
abrasadoras tardes de verano.
Aprendíamos a nadar observando a los chicos mayores,
arriesgándonos a las corrientes y a las turbulencias, tragando no poca agua
y superando no pocos embates, no solo de las aguas, si no de la mano de la
madre cuando se enteraba.
Elegíamos dos zonas de baño: “El Salinar”, próximo al
pueblo, donde las aguas poco caudalosas nos permitían zambullirnos sin
grandes riesgos. Y “La Presa”, más alejada, donde la contención del Sequillo
permitía mayor profundidad para los más atrevidos. Aún recuerdo cómo Asun,
siendo una niña, fue succionada por las aguas y se coló por debajo de la
compuerta llevando, tras de sí, a su tío José, en un intento de retenerla.
Milagrosamente, no les pasó nada, pero a todos se nos hizo un nudo tan
grande en el estómago que estuvimos varios días sin tocar el agua.
Pero lo bueno era cuando nos bañábamos con las chicas.
Una auténtica algarabía con premeditada intencionalidad. Los chicos, que
habitualmente nos bañábamos a “culo pajarero”, nos poníamos el bañador de
todos los años, o el mejor calzoncillo. La ocasión exigía pudor y reserva.
Estábamos atentos a las chicas que estrenaban bañador, de amplias tallas
para que durasen, por si se les escapaba algún seno con los chapoteos. Nos
dábamos con el codo y ladeábamos la cabeza, con la mirada señalando el
objetivo. El resultado era por este orden: grito de sorpresa, protección
automática, sonrisa cómplice y tortazo reparador.
Nos pavoneábamos tirándonos de cabeza o intentando hacer
algún tirabuzón, siendo el resultado, casi siempre, una tremenda costalada
que disimulábamos como podíamos ante las risas sardónicas de las chicas que,
como siempre, estaban al acecho. Exponíamos, con chulería, nuestro
particular estilo de nadar, disimulando las bocanadas de agua que ello
conllevaba. Para compensar, realizábamos ahogadillas a los más chicos
demostrando destreza en el agua y capacidad para dominar.
¡La de tontadas que hacíamos para hacernos notar!, pero
ellas se reían. No sé bien, si de nosotros, o con nosotros, pero nos íbamos
a casa aún más acalorados. Así, día tras día. Un sinvivir. De habernos
tomado el pulso el médico, habríamos acabado con medicación.
Pero el mayor placer era compartir toalla con la chica
que nos atraía. Yo nunca he sido de tumbarme al sol pero, junto a ella, me
habría ulcerado, como anciano en hospital. Observábamos sus pieles tersas,
enrojecidas por las ceras depilatorias. Con las uñas pintadas de rojo vivo
para no pasar desapercibidas, y con aquellos cabellos recogidos que
permitían contemplar sus nucas sensuales y cálidas. En esta situación,
debíamos acudir al agua para bajar la inflamación y el celo, y volver junto
a ellas logrado el sosiego.
Construíamos balsas con los bayones y juncos de las
orillas. Rebuscábamos entre la espadaña buscando nidos de azulones o de
“gallinicas ciegas” y tirárnoslos en liza unos a otros. Pescábamos a mano,
mientras otros vigilaban a los forestales. A veces, vendíamos la pesca con
el fin de conseguir unas “perras” para nuestras diversiones. De esta manera,
compramos el primer tocadiscos para nuestra peña, que nos duró poco más de
una semana. No conseguimos escuchar los 13 “singuels” que habíamos comprado.
No debo olvidarme de nuestras meriendas. Nos encantaba ir
a merendar a la orilla del río, bajo los chopos de la ribera, apartando a
las procesionarias y acondicionando la hojarasca que sirviera de mullido.
Además de lo que llevábamos de casa, hurtábamos unos racimos de uvas de
algún bacillar cercano o un par de sandías del melonar que encontrábamos de
paso. No faltaba algún girasol para comer sus pipas mientras charlábamos.
El verano era para nosotros el período más feliz del año.
Suponía el premio al internado durante el curso escolar. Era el período
vacacional más largo, un clima incitador y los días sin fin. El sol de
Castilla curtía mi blanca piel de colegio, doraba mi pelo rubio y realzaba
mis ojos, medio azules. Hasta me veía casi guapo, como diría Narciso. Sin
embargo, el baile de la fiesta me ponía en mi sitio y me devolvía a la cruda
realidad de chupar banquillo y jugar en la segunda liga ante tantos noes.
Aquel dicho de: “Ahora la juventud no se sabe divertir”,
se lo oí a mi abuelo, a mi padre y ahora se lo digo a mis hijos. No era
feliz el tiempo que vivimos, era feliz nuestra juventud.
Bendito río. Bendito flujo de emociones. Para todo
concluir, en Septiembre, con la vuelta al internado. Tocaba, ahora, tener
que confesar a mi tutor mis arremetidas contra el sexto, mis pensamientos
impuros y mi lectura del Decamerón de Bocaccio cuando se interesó por mis
lecturas estivales. Ese día, me sacó de la oreja del confesionario,
humillándome a la vista de todos, sin absolución, ni nada. ¡Para que dijera
mi padre que había que contar siempre la verdad!.
Pero nadie pudo robarme la ilusión de soñar con mi
pueblo, con mi río, con mis amigos y con aquellas mozas que me encabritaban
el corazón coceándome el pecho.
Hoy, día de San Martín, el del veranillo
©
Jesús Vasco, Barakaldo, a 11 de Noviembre de 2020 |