Jesús María Vasco

 

Otoño

El calendario solidario que ha elaborado el grupo “Amigos de San Pedro Manrique” a favor de las personas que tenemos cáncer, ha sido uno de los actos más emotivos y brillantes de este doloroso año 2020.

Sus fotografías son 12 hermosas ventanas a las que nos podemos asomar, y sus meses marcan los días que faltan para darnos el abrazo que se nos ha negado, y olvidarnos de esta pesadilla que nos ha marcado los tiempos y nos ha puesto distancias.

Tengo la firme convicción de que todo esto pasará, porque la naturaleza y la humanidad han sabido solucionar los grandes retos que históricamente se nos han planteado. Y tengo la esperanza de que hayamos aprendido que la salud y la educación son pilares básicos de nuestra sociedad que estamos obligados a defender.

Me mandaron poner cuatro letras al otoño en el reverso del calendario y, como pude, pero con cariño y emoción, escribí esto:

 

Otoño de remembranzas, de aguas remozadas,
de campos a punto de preñar sus sementeras,
de prematuras anochecidas en los hogares,
de viejos a la solana y de niños en la escuela.

Otoño de uva en la parra y de roble en la leñera,
de berrea en las urces de ciervos enamorados,
de adioses afligidos a pastores y rehalas,
de primeras nieves mecidas en los ribazos.

Halagan al Linares y a sus escorrentías
tus nieblas densas, abrazadas a los sauces,
y tus lluvias ansiadas de cielos encapotados,
mientras, se acicalan de ocre los verdegales.

Recordando aquellos otoños de Machado,
yo, con un vaso de vino en la taberna,
con la calma que me otorga el tiempo pasado,
brindo, esperanzado, por esta tierra nuestra”.

 

© Jesús Vasco, 2020

 

Contra todas las guerras

El hijo de Melchor

Estaba sentado en el poyo de mi puerta y vi pasar al viejo Juan, apesadumbrado por el tañido triste de las campanas llamando a Iglesia por el hijo de su buen amigo Melchor. Él lo había criado, y lo conocía bien.

Cuando lo trajeron de la guerra, venía con el pelo mal rapado, su cara pálida en eterna sonrisa y su corazón de mármol. Sí, de mármol. Se lo habían endurecido para que pudiera disparar. Los hombres no pueden tener corazón de arcilla porque se calienta demasiado y se reblandece con las lágrimas. Venía vestido de camuflaje para pasar desapercibido y llegar de sorpresa como llega la muerte. Tenía horadada la mano izquierda de una bala que trató de detener cuando fusilaban a un compañero. La bala suya la detuvo con su pecho. Su ancho pecho siempre abierto al sol. No entendía, ni entendió, que tuviera que luchar contra la razón y contra sí mismo. Le fusilaron por traidor, porque era incapaz de disparar con los ojos abiertos, por el temor a reconocer a su víctima. Fue un inadaptado. Un incompetente para la guerra. Un cobarde.

El viejo le había enseñado a querer, tarea difícil porque los viejos van cambiando el querer por el necesitar. Le enseñó a acariciar a  su perro lanoso y a mirar con los ojos húmedos cuando sentía dolor, pero sin llorar. Él le ofreció un sitio en su casa cuando su padre, desesperado, no aguantó la vida. Y lo crió con sus manos de pobre acostumbradas a pedir.

Pero se le olvidó enseñarle a pelear. No se dio cuenta de que en la vida hay que saber de todo, incluso odiar. Quizás, si se lo hubiera enseñado, no habría muerto, habría sido un héroe y habría vuelto al pueblo con una condecoración, como el hijo de Julián. ¡Ése sí que es un valiente!. Volvió de permiso ufano de su certero cetme. Cuenta, que vació su cargador contra un desconocido que le llamó cabrón. Y cómo abandonó una aldea después de violar a cuatro niñas medio desnudas que casi se lo pedían. Allí no se puede ser un flojo, decía. Los que no valen para disparar es mejor aterrorizarlos, o eliminarlos. No se puede llevar a la guerra soldados que razonen, o que sientan, porque ponen en peligro a los demás. Los niños le miraban embelesados y le escuchaban boquiabiertos, imaginándose ellos en su lugar. El alcalde, orgulloso de él, le ofreció un puesto en el ayuntamiento para las siguientes elecciones.

Cuando vinieron a por el muerto para darle sepultura, hubieron de dilucidar dónde lo enterraban, porque Juan no tenía tierra para cubrirle. Al final, después de una larga deliberación, determinaron enterrarlo junto a la tapia del cementerio, donde yacían otros inadaptados de otras tantas guerras.

Juan volvió a casa solo, dolido por su hijo adoptivo, preguntándose, una y otra vez, por qué se lo llevaron a la guerra.

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, a 23 de septiembre de 2020

 

relato

El río

El Valderaduey lleva la fama y el Sequillo lleva el agua”. Con este dicho, en Castronuevo, hemos visto correr el agua, sin importarnos su procedencia. El Sequillo, remate final del Canal de Castilla, vomita sus aguas al Valderaduey, mi rio.

Su curso por el pueblo, describe un arco de ballesta, como le cantaría Machado al Duero a su paso por Soria, duplicando el regadío en ambos márgenes. No es caudaloso, pero sí suficiente para abastecer las necesidades hortícolas. Hace más de 50 años se encauzó para sujetar las riadas que acaecían cada pocos años, y para ganar terreno de cultivo.

Recuerdo una de aquellas riadas. Desde lo alto de “La Villa”, la parte más elevada del pueblo, donde se asentó una pequeña fortaleza de cal y canto, que dicen morisca, y que hoy son ruinas, observábamos cómo las aguas, en desbandada, engullían los sembrados, empequeñecían los árboles e igualaban las tierras, como un inmenso mar en lo más íntimo de Castilla. Solo se veía la mitad superior de “La casa de las Vegas”, una hacienda en la que vivía una familia humilde, que debía desplazarse al pueblo mediante una barca guardada, a propósito, para estas inesperadas situaciones.

Aquel día sentí un miedo atroz. Miedo de ser devorados por los remolinos de aquella imponente masa de agua embarrada que se movía, al contrario que la del mar, en una sola dirección, implacable y poderosamente destructora. Los ánades reales buscaban desesperadamente sus nidos, y las pollas de agua no encontraban la espadaña que habitualmente las cobijaba. No era aquel el río de diversión que yo conocía. Era un monstruo hambriento y brutal que engullía todo cuanto se ponía a su paso, emitiendo un ruido sobrecogedor que envolvía la vega.

El encauzamiento del río fue una ingente obra acometida en los años 60. Unas máquinas amarillas, enormes para mis ojos de niño, arañaban una y otra vez el río para ahondarlo. Emergían abundantes barbos, muchos de ellos partidos a la mitad por las cazoletas de las excavadoras, mientras otros quedaban aislados en pequeñas pozas, boqueando y coleteando nerviosos al verse atrapados. Aprovechábamos para pescarlos y llevárselos a nuestras madres que, de contentas, olvidaban nuestro día de novillos.

Reconducir el rio, conllevó la desafortunada decisión del ayuntamiento de derruir el viejo puente romano, de 7 ojos, para elevar otro, de hormigón, que permitiese el paso de la maquinaría agrícola del momento.

El Valderaduey era un río atiborrado de barbos, carpas, tanto comunes como royales, y de cangrejos, que alimentó a numerosas familias. Pablito, un hombre curtido por la escasez y estimulado por la necesidad, con su barquita a remo, daba cuenta de ellos para su venta, casa por casa, para ganarse un jornal. Mi padre, en no pocas ocasiones, cuando terminaba su jornada de trabajo, bajaba al río con el fin de agenciar un par de kilos de peces o un par de docenas de cangrejos y solucionar el rancho, que no venía mal. Recuerdo que rebuscaba en las orillas y sacaba tantos peces y cangrejos a la vez, que yo no daba abasto para recogerlos. Él fue quien me enseñó que los barbos se dejan acariciar bajo el agua, que a las carpas royales hay que sujetarlas con firmeza de las agallas porque sus coletazos son vigorosos ante la falta de oxígeno, que meter las manos en las huras significaba exponerte a una mordedura de rata de agua, y cómo distinguir al tacto una culebra de una espadaña.

Pero el río era nuestro, de los chavales de mi edad. Me cuesta entender un pueblo sin río. Era para nosotros como el estanco para el fumador. Sofocaba nuestros ardores y ocupaba la mayor parte de las abrasadoras tardes de verano.

Aprendíamos a nadar observando a los chicos mayores, arriesgándonos a las corrientes y a las turbulencias, tragando no poca agua y superando no pocos embates, no solo de las aguas, si no de la mano de la madre cuando se enteraba.

Elegíamos dos zonas de baño: “El Salinar”, próximo al pueblo, donde las aguas poco caudalosas nos permitían zambullirnos sin grandes riesgos. Y “La Presa”, más alejada, donde la contención del Sequillo permitía mayor profundidad para los más atrevidos. Aún recuerdo cómo Asun, siendo una niña, fue succionada por las aguas y se coló por debajo de la compuerta llevando, tras de sí, a su tío José, en un intento de retenerla. Milagrosamente, no les pasó nada, pero a todos se nos hizo un nudo tan grande en el estómago que estuvimos varios días sin tocar el agua.

Pero lo bueno era cuando nos bañábamos con las chicas. Una auténtica algarabía con premeditada intencionalidad. Los chicos, que habitualmente nos bañábamos a “culo pajarero”, nos poníamos el bañador de todos los años, o el mejor calzoncillo. La ocasión exigía pudor y reserva. Estábamos atentos a las chicas que estrenaban bañador, de amplias tallas para que durasen, por si se les escapaba algún seno con los chapoteos. Nos dábamos con el codo y ladeábamos la cabeza, con la mirada señalando el objetivo. El resultado era por este orden: grito de sorpresa, protección automática, sonrisa cómplice y tortazo reparador.

Nos pavoneábamos tirándonos de cabeza o intentando hacer algún tirabuzón, siendo el resultado, casi siempre, una tremenda costalada que disimulábamos como podíamos ante las risas sardónicas de las chicas que, como siempre, estaban al acecho. Exponíamos, con chulería, nuestro particular estilo de nadar, disimulando las bocanadas de agua que ello conllevaba. Para compensar, realizábamos ahogadillas a los más chicos demostrando destreza en el agua y capacidad para dominar.

¡La de tontadas que hacíamos para hacernos notar!, pero ellas se reían. No sé bien, si de nosotros, o con nosotros, pero nos íbamos a casa aún más acalorados. Así, día tras día. Un sinvivir. De habernos tomado el pulso el médico, habríamos acabado con medicación.

Pero el mayor placer era compartir toalla con la chica que nos atraía. Yo nunca he sido de tumbarme al sol pero, junto a ella, me habría ulcerado, como anciano en hospital. Observábamos sus pieles tersas, enrojecidas por las ceras depilatorias. Con las uñas pintadas de rojo vivo para no pasar desapercibidas, y con aquellos cabellos recogidos que permitían contemplar sus nucas sensuales y cálidas. En esta situación, debíamos acudir al agua para bajar la inflamación y el celo, y volver junto a ellas logrado el sosiego.

Construíamos balsas con los bayones y juncos de las orillas. Rebuscábamos entre la espadaña buscando nidos de azulones o de “gallinicas ciegas” y tirárnoslos en liza unos a otros. Pescábamos a mano, mientras otros vigilaban a los forestales. A veces, vendíamos la pesca con el fin de conseguir unas “perras” para nuestras diversiones. De esta manera, compramos el primer tocadiscos para nuestra peña, que nos duró poco más de una semana. No conseguimos escuchar los 13 “singuels” que habíamos comprado.

No debo olvidarme de nuestras meriendas. Nos encantaba ir a merendar a la orilla del río, bajo los chopos de la ribera, apartando a las procesionarias y acondicionando la hojarasca que sirviera de mullido. Además de lo que llevábamos de casa, hurtábamos unos racimos de uvas de algún bacillar cercano o un par de sandías del melonar que encontrábamos de paso. No faltaba algún girasol para comer sus pipas mientras charlábamos.

El verano era para nosotros el período más feliz del año. Suponía el premio al internado durante el curso escolar. Era el período vacacional más largo, un clima incitador y los días sin fin. El sol de Castilla curtía mi blanca piel de colegio, doraba mi pelo rubio y realzaba mis ojos, medio azules. Hasta me veía casi guapo, como diría Narciso. Sin embargo, el baile de la fiesta me ponía en mi sitio y me devolvía a la cruda realidad de chupar banquillo y jugar en la segunda liga ante tantos noes.

Aquel dicho de: “Ahora la juventud no se sabe divertir”, se lo oí a mi abuelo, a mi padre y ahora se lo digo a mis hijos. No era feliz el tiempo que vivimos, era feliz nuestra juventud.

Bendito río. Bendito flujo de emociones. Para todo concluir, en Septiembre, con la vuelta al internado. Tocaba, ahora, tener que confesar a mi tutor mis arremetidas contra el sexto, mis pensamientos impuros y mi lectura del Decamerón de Bocaccio cuando se interesó por mis lecturas estivales. Ese día, me sacó de la oreja del confesionario, humillándome a la vista de todos, sin absolución, ni nada. ¡Para que dijera mi padre que había que contar siempre la verdad!.

Pero nadie pudo robarme la ilusión de soñar con mi pueblo, con mi río, con mis amigos y con aquellas mozas que me encabritaban el corazón coceándome el pecho.

 

Hoy, día de San Martín, el del veranillo
© Jesús Vasco, Barakaldo, a 11 de Noviembre de 2020

 

Jesús Vasco 

SUMARIO

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