Jesús María Vasco

relato

Mi hogar en Castronuevo

A medida que pasan los años, el presente se hace fugaz y nos retroalimentamos del pasado. Cualquier viejecito es capaz de estar sentado en un poyo, horas y horas, inmóvil, mirando sin ver, abstraído y disfrutando de aquellos momentos que le han hecho feliz. Olvida cuánto ha trabajado y los malos tragos que le ha dado la vida. Posiblemente, ha vivido alguna guerra, o ha tenido que dejar su casa buscando un horizonte mejor.

De niño se ejercita el juego, de joven la ilusión y de mayor el recuerdo. El tiempo nos arruga y nos anestesia para sobrellevar con dignidad nuestro deterioro. Los sueños se hacen cortos, la memoria cercana frágil y nos vamos sumiendo en ese mundo que nos ha servido para crecer como personas, que nos ha hecho felices y que hemos querido.

Quiero a mi pueblo. Me gustaría volver a él habiendo detenido el tiempo, para encontrarlo según lo dejé, con mis amigos, con mis vecinos, con toda aquella gente que me vio crecer, con sus casas en pie, con las gallinas correteando por los muladares y los perros olfateando cada rincón y orinando cada esquina. Temo retornar a él y constatar que todo aquello se ha ido, como en los sueños. Que mis vecinos han muerto. Que mis amigos han envejecido. Que las casas derrumbadas exponen sus vigas entre los escombros de sus tejados desmayados. Temor a no conocer a nadie y por nadie ser reconocido. En definitiva, sentirme forastero en mi propio pueblo.

No hace mucho, caminando desde mi casa a la iglesia, contemplé los solares cuyas casas ahora son cardos y los gorriones sus inquilinos. Recuerdo bien cómo eran. Con sus corrales y sus cuadras para los animales, tan necesarios para vivir. Los nombres de sus moradores clavados en el adobe enyesado de aquellos dormitorios que guardaban sueños, iluminados por palmatorias de aceite rancio que descansaban en mesillas toscas, de encimera de mármol y cajones secretos que acumulaban fotos hieráticas, en sepia, de los seres más queridos. Alcobas de ilusión, con los camastros que tantas veces parieron y cortinas que ocultaban sus momentos íntimos, y visillos que fisgaban el exterior ocultando sus ojos curiosos.

Cuántas historias al amor de la lumbre de esas chimeneas, siempre encendidas, y cuántos rosarios a la Virgen del Carmen ante las inclemencias del tiempo y las carencias de todos los días.

La vida es un teatro de múltiples actos. Desde la cuna estamos actuando y cada papel que interpretamos exige su correspondiente escenario, como la escuela, la iglesia, el café, el río, el comercio, las fiestas y, sobre todo, la casa. Se han convertido en recuerdos entrañables a los que volvemos por necesidad. Desde el momento que emigré, he tenido sueños grandes del pueblo, a pesar de su pequeñez.

Mi casa, como la mayoría de las casas humildes, era de adobe y barro, acondicionada para compartirla con los animales, que eran de la familia. Con los cabritillos intercambiaba ternura. Los conejillos comían de mi mano tiernas lechetreznas que les traía del campo. Las gallinas nos regalaban sus huevos recién puestos, algunos de dos yemas. A los cochinillos esmirriados les daba el biberón para ayudarlos a medrar.

Especial recuerdo para mi gata gris y blanca, inmortalizada entre mis brazos en una de mis fotos de niño, que adaptaba su humor al mío. Si yo estaba triste, se ovillaba a mis pies protegiendo mi desamparo. Si reía, me pasaba el lomo por la pierna ronroneando para arrancarme una caricia. Y si estaba enfermo, se hacía un hueco en mi lecho lamiendo mis mejillas febriles.

Antes, mi casa era diferente. Se accedía a un gran portalón, con suelo de canto rodado, cuyas juntas de barro se fijaban con estiércol fresco de vaca, como hacen en Namibia. La puerta de la calle era de dos hojas sobrepuestas. La superior, siempre abierta, solo se entornaba para guardar la noche. La inferior, trancada, sujetaba a los intrusos. Solo una pequeña gatera permitía el paso de mi gata cuando era acosada por algún perro. Del portalón, a la izquierda, una puertecilla de cuarterones acristalados, daba paso al “Cuarto de coser”, una pequeña habitación muy soleada y alegre, donde mi hermana Agea cosía, junto a María, Chonita, Luisa, Candelas y Pilar. Aquel cuarto me trae siempre agradables recuerdos por ser un lugar donde, además de charlar, se reía. Yo servía de juguete a aquellas mozas, más que adolescentes, que se divertían pícaramente de mis desnudeces.

Había una habitación para Las Mudas, que eran hermanas de mi abuelo paterno. Criaron a mi padre, huérfano desde los tres años. La mayor de ellas falleció antes de que yo la conociera. Su cama la heredé yo.

Esta habitación, tenía dos camas de hierro, separadas por un sólido y macizo arcón de castaño que, al abrirlo, exhalaba un intenso olor a alcanfor para ahuyentar la polilla. Apilaba en su interior sábanas de hilo y de franela portuguesa que jamás se usaron, y pesadísimas mantas maragatas a las que recurríamos cuando el frío nos perseguía en las gélidas e interminables noches de invierno.

Mi tía “La Muda”, cada mañana me untaba el pan con manteca y azúcar antes de levantarme para ir a la escuela. Era un cariñoso ritual que estrechaba nuestros lazos afectivos. Vigilaba mis enfermedades infantiles para que no me devorara la fiebre o una convulsión a destiempo. Se tomó la responsabilidad de criarme junto a mi madre. Me defendía incondicionalmente, disimulaba mis rebeldías, se inculpaba de mis travesuras y siempre la tuve de mi parte. En casa, nos entendíamos a través de un particular código de señas.

La habitación de mis padres, tenía una vieja cama, también de hierro, con numerosos prismas de latón pulido y reluciente que decoraban el cabecero y tintineaban al menor movimiento. La cubría una colcha de hilo amarillo. Una mesilla de noche sobre la que descansaba una palmatoria tenía una puerta inferior que guardaba un orinal de cerámica, escantillado de tantos testarazos. En la pared de enfrente, una caja de madera labrada de olivo contenía un despertador de esfera nacarada y números romanos. Todas las noches precisaba darle cuerda y ajustar la hora para que el sueño no domeñase al trabajo.

A esta habitación siempre le he tenido un profundo respeto. No me atrevía a entrar sin permiso expreso de mis padres. Quizás, esa falta de contacto ha justificado nuestra aridez en demostraciones de afecto. Tocarnos era casi pecado y pecado es ahora no haberlo cometido. Era un pudor labrado a golpe de Iglesia. Estos tabúes son como los malos sueños, que vuelven y vuelven a atormentarnos cuando no los queremos.

Así como yo heredé la cama de mis padres, mis hijos han heredado la mía. El pequeño se acurrucaba en ella como hacía yo, esperando, cada noche, el beso de la madre contra el desamparo. Era una cama cálida cuyos sueños maduraron mi niñez.

La sala-cocina era el único lugar caliente de la casa. Había un gran escaño de nogal, una mesa camilla con manteos que escondía un brasero, y una chimenea de lumbre, siempre encendida, en la que descansaba el pote para el agua caliente y un puchero con la sopa de ajo o la legumbre de turno. Aquí se comía, se rezaba y, al atardecer, mi padre, sin otro interés que la amistad, reunía un grupo de mocetes a los que el trabajo no les permitía acudir a la escuela, enseñándoles a leer y a escribir, a hacer cuentas y reglas de tres y a defenderse en la vida con un mínimo de dignidad. Acudían “Remi”, Fernando, “Carbonilla”, Asterio, Elías, Olegario, y otros que ya no recuerdo. Eran momentos gratos. Me traían bellotas de encina, caramelos, bolas de anís y me hacían cosquillas, tan necesarias en aquellos tiempos donde reír era un privilegio. Muchas veces, mi madre les preparaba una fuente de exquisitos cangrejos picantes, o barbos fritos a la sartén, que pescaba mi padre a mano. Cuando se iban, sintonizábamos Radio París en una vieja radio de válvulas para escuchar lo que decía la otra España.

El ático o “sobrado”, constaba de dos cuartos. En uno de ellos, dormía mi abuelo. En el otro, almacenábamos trastos viejos, baúles eternamente cerrados, arcones que semejaban toscos ataúdes, catres de hierro que habían sido sustituidos por otros niquelados, jergones metálicos, libros y revistas, y otras cosas que tuvieron su momento, como aquella máquina de coser “Sigma”, con la que mi madre remendaba las camisas y pantalones pretendiendo hacerlos eternos. Allí estaba la cunita de madera en la que me mecieron, sencilla e insignificante, como yo. Y aquellas ollas de barro, repletas de manteca, en las que conservábamos costillas, lomo o chorizo cular para los días festivos, o para agasajar a quienes nos trataban bien.

En la cocina vieja, había una gran tinaja de agua para beber nosotros y los animales. Del techo colgaban media docena de varales donde se secaban los chorizos, salchichones y los lomos de la matanza. También, una pequeña estancia que llamábamos panera, con enormes serones tejidos con paja de centeno y rematados con hilo bramante, que almacenaban el pienso para los animales. Y una fresquera, de alambrera, para evitar que la mosca picara los alimentos.

Mi hogar formaba parte del barrio de “Triana”, un barrio entrañable de alegría y solidaridad. En el portalón de mi casa eran frecuentes las tertulias al sereno, en las que se hablaba de lo que había que hablar y se reían de mi desparpajo. La necesidad de cada uno exigía la solidaridad de los demás. Los vecinos nos ayudábamos para la matanza, tareas del campo, labores de casa, incendios o tormentas devastadoras. Los niños quedábamos bajo tutela de los vecinos cuando nuestros padres se ausentaban. Orgullosa me recordaba la Sra. Leonisa cómo rompí a andar en su casa mientras me cuidaba.

En mi casa, como en las demás del pueblo, convivíamos niños, jóvenes y viejos, haciendo de asilo y de guardería a la vez. Eché mucho de menos a mis hermanas que, muy jóvenes, tuvieron que emigrar al País Vasco en busca del futuro que les negaba su propia tierra. Guardo hermosos recuerdos de aquella vida de relación y solidaridad en casa, en el barrio y en el propio pueblo. Cada uno de los vecinos sentía la obligación de participar, con caricias o reprimendas, en nuestra educación y comportamiento.

Una casa se convierte en hogar a través del cariño y del respeto, valores imprescindibles para una vida de relación con los demás.

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, a 5 de Enero de 2021

 

relato

El baile del pueblo

Todos sabemos que las parejas de novios se moldean en la escuela, en el café, en la misma calle o, no pocas veces, por conveniencia de las familias. Sin embargo, pocas son las que han llegado al altar sin haber sellado su compromiso en algún salón de baile. En Castronuevo, la bula necesaria para el “sí te quiero” lo expedían el Sr. Salvador, Maquelina o la luna en la plaza, bajo las estrellas. No hay fuego que más queme que el que arde en el baile. Pocas ilusiones tan intensas y tan emotivas ofrece la vida como las que allí acontecen.

La berrea del ciervo en los campos de las Tierras Altas de Soria, a la que acudo algún que otro otoño, me recuerda a nuestro comportamiento pubescente. Solo que nosotros no disponíamos de harén. Con la sola mirada de la chica que nos encandilaba, encendíamos velas a todos los santos.

Cuando yo era niño, admiraba las parejas formadas por generación espontánea. Acuden a mi memoria la de Andrés y “Cobita”, “Jesusín” e Isabel, “Tolín” y Mari Sol, “Segis” y Pili, “Ovidín” y Maribel, Jesús y Candelas, “Ucho” y “Tasita”, “Fito” y “Geli”, Benjamín y “Adita”, “Juanín” y Carmina, Luis Miguel y Manolita, y otras tantas que podría citar. Ellos tenían todo hecho. Parecían haber nacido el uno para el otro y no entendía por qué esa fuerza natural que había promovido su encuentro no había propiciado el mío. Envidiaba la suerte de disponer de una novia que me profesara amor eterno y no tuviera que vagar, como un nómada, de baile en baile.

Debía, por el contrario, librar sucesivas batallas en busca del amor correspondido. Era agotador el esfuerzo que suponían la estrategia, los preparativos y el avituallamiento para cada fiesta. Me contentaba saber que mis amigos estaban en mi misma liza. José Isaac tenia especial desparpajo, Eduardo disponía de buena palabra, Carlos se vanagloriaba de sus habilidades, Vicente ofrecía su bondad, Alfonso mataba en silencio y yo hacía lo que me dejaban.

La concesión de baile, a la vista de todos, era el mayor logro que un adolescente podía obtener. Y la adolescencia entra cuando entra. En mi caso, creo que la inicié a los 8 años. Me pasé varios meses con los calzoncillos a media asta esperando el advenimiento del vello púbico para enseñárselo a medio barrio. Cuentan mis amigos que, a esa edad, ofrecí una peseta a cierta niña para arrancarle un beso, y que clavaba su nombre en las paredes como primer ensayo de una lucha que acababa de comenzar. Se ríen al recordármelo.

Era muy niño cuando el Sr. Serapio y el Sr. Salvador habilitaban el salón de baile en “El Café” para que los mozos y mozas intercambiaran su complicidad. Después, pasó a casa de Maquelina, donde debíamos negociar con su hijo “Ursi” la entrada. Cuando éste se despistaba, aprovechábamos su inocencia para colarnos en el recinto al menor descuido.

Hasta que comprendimos el significado del baile, era para nosotros un mero juego que nos entretenía haciendo trastadas. Cuando acudían conjuntos de música noveles con las canciones del momento, nos ocultábamos bajo el escenario y mirábamos entre las rendijas de las tarimas para verle las bragas a la cantante de turno, si lucía minifalda. O les tocábamos el culo a las mozas y echábamos a correr, disimulándonos entre la gente. O tirábamos petardos en el “plantío” a las parejas que buscaban la noche para amarse entre las sombras de los árboles. Todo ello terminaba por hartar a “Ursi”, que nos mandaba a la calle sin contemplaciones.

Pero el crecimiento y la madurez nos exigían abandonar esas pícaras chiquilladas. Tocaba, ahora, cuidar nuestra apariencia, desechar la indumentaria de niños para enfundarnos aquellos primeros Lois y nikis de cocodrilo, y pagar la entrada, como dios manda, para mostrarnos adultos. Nuestro cuerpo manifestaba sensaciones que jamás habíamos sentido cuando alguna moza nos clavaba la mirada. Nuestro corazón se encabritaba, sudábamos sin calor, nos temblaban las palabras y nuestras mejillas se volvían amapolas, sin saber bien qué estaba sucediendo. Desconocíamos qué jugos se desataban en el cuerpo que nos introducían en un mundo de ensoñación que, pasado el trance, nos avergonzaba recordarlo. Ellas, por el contrario, aparentaban un control que nada tenía que ver con nuestras zozobras y titubeos.

El baile era el momento cumbre de nuestra relación social, en el que materializábamos nuestros deseos. Disponer de una pareja para bailar era un reto difícil y, si era la chica que te gustaba, para qué decir más.

Observábamos a los mozos de más edad y tratábamos de emular sus estrategias. Envidiábamos la suerte de los mejores. Yo era de mucho intentar y de poco conseguir, pero conseguía. Si la suerte estaba de nuestro lado, nos pavoneábamos ufanos como si no hubiera más mundo. A una mirada de ellas, se nos caían los párpados y el mentón, se desencadenaba en nosotros toda la parafernalia del enamoramiento y quedábamos al antojo de ellas como pollos sin cabeza.

Las paredes del local, revestidas de cemento, rezumaban un espeso vaho, testigo de roces intencionados, convenientemente disculpados. Eran nuestros primeros pecados contra el sexto, redimidos a golpe de confesión y cumplida penitencia. Yo tuve suerte en los lances, nunca me faltó una cintura que rodear ni una mejilla en la que soñar, aunque fuera flor de mayo.

Los chicos entrábamos a capear con todas las armas a nuestra disposición. Nos poníamos la ropa reservada para el momento, nos perfumábamos profusamente y ensayábamos los gestos ante el espejo antes de salir de casa, mirándonos y remirándonos para colocar el flequillo en su sitio y exponer el perfil más seductor. El corazón se aceleraba y nos sumíamos en el estado bobalicón de un pavo en el corral. A sabiendas de que la ventaja siempre era de ellas, apuntábamos a nuestro objetivo decididos a recobrar presa. Ante la negativa, buscábamos otro más asequible. Si seguíamos fallando, que solía ocurrir, acabábamos por disparar a todo lo que se movía. Teníamos que conseguir algún trofeo, como fuera, para no hundirnos en la miseria. Al final, asumíamos la cruda realidad de que habíamos ido a faisán y volvíamos con gorrión. Solo quedaba esperar que el futuro nos deparase mejores lances.

Ahora bien, había tardes memorables, de vuelta al ruedo y salida a hombros. Nos brillaban los ojos con el entusiasmo de lo que éramos, niños. Apretábamos con disimulo la cintura de la chica esperando la respuesta. Ellas, más espabiladas y sabedoras de tenernos a su merced, parapetaban sus manos en nuestras solapas haciendo de contención, dibujando una sonrisa de aquí te tengo, o poniendo cara de fingido asombro o, directamente, soltando un cachete flojo para aclararnos su decencia a la vista de todos. Intentábamos reponernos exprimiendo el poco aguante que nos quedaba. Cuando ellas querían, destensaban el torniquete, colocaban sus manos sobre los hombros y emitían una mirada de aprobación, señal indiscutible de que habían bajado la guardia. Ese era el calvario que teníamos que pasar, debiendo hacer alto en todas las estaciones.

Había final feliz si encajaba nuestra audacia con su consentimiento, pero eran ellas quienes decidían el resultado de la contienda, si nos mandaban al banquillo a seguir probando suerte, o las acompañábamos al bar para invitarlas a un mosto o, en el mejor de los casos, dar un paseo por la carretera, charlando como papagayos, hasta encontrar un recoveco que deparara alguna carantoña. Hasta ahí llegaba todo. Y a seguir soñando con la próxima fiesta y con el próximo baile. Había veranos que perdía un par de kilos con este sinvivir.

Y luego, estaban los espectadores. En el baile de mi pueblo, llegaba a haber más gente en las gradas que matadores en el coso. Unos acudían para entretenerse. Otros, por su incapacidad o torpeza para seguir los ritmos, y otros para husmear y controlar a sus vástagos e ir sacando conclusiones.

Yo pertenecía a una cuadrilla alegre y divertida. Nuestras madres, católicas, apostólicas y romanas, casi todas, nos aconsejaban bailar con todas las chicas para no hacer de menos a ninguna y la participación fuera general. Esto no quitaba que cada uno hiciera lo que tenía que hacer, en el momento oportuno y en el lugar adecuado, con la pareja correspondida.

Nuestra entrada en el baile de la plaza no pasaba desapercibida. Me recuerdan mis mayores que se llenaban de alegría cuando bajábamos en tropel a echar unos bailes, después de habernos tomado unos tragos de limonada en la peña. Nuestro ariete era José Isaac, con quien estaba asegurado el espectáculo. Disponía de amplio repertorio y lo mismo le daba una rumba, que un tango o un pasodoble. Los demás éramos más torpes, pero cada cual disponía de sus propias armas. ¡Qué buenos recuerdos de aquella amplia cuadrilla con Paloma, Mari Sol, Julián, Emilia, Alicia, Justi, Sarito, Mari Luz,…!

Quienes lean este pequeño relato habrán vivido escenas y sensaciones semejantes echando un baile. Es difícil volver a vivir aquellos momentos que nos marcaba la juventud, efímera como el tiempo si no lo apresamos en un reloj. Nos queda el grato recuerdo de nuestra inocencia y nuestra ilusión.

He tenido la suerte de tener buenos amigos en el pueblo, envidiables por sus conductas y trayectorias, a la vista de todos está. Fueron nuestras familias las que marcaron nuestra forma de ser y de comportarnos. Con pequeñas dosis de honradez y de humildad, una pizca de iglesia y unas cuantas advertencias, nos pusieron en escena como sus meras prolongaciones. De nuestras madres, en particular, aprendimos el respeto y la equidad con la que debíamos tratar a cuantos conformábamos el pueblo. Pueblo que solo él sabe, si fuimos capaces de satisfacerlas.

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, 10 de Enero de 2021

 

poema

Mi escuela

La escuela fue el gran escenario en el que aprendí, no solo los primeros conocimientos sobre el mundo que me rodeaba, si no a ampliar los lazos con otras personas que no eran de la familia. Nuestras edades abarcaban desde los 4 a los 16 años.

La escuela era un edificio rectangular, enjalbegado, dividido en dos espacios simétricos, uno para las chicas y el otro para los chicos.

La pared sur, la más soleada, daba al patio, con grandes ventanales adornados de geranios, coleos y alegrías. La pared principal la presidía un crucifijo de madera, escoltado, a cada lado, por Franco y José Antonio Primo de Rivera. Bajo ellos se colocaba el maestro, en una mesa camilla con manteos que colgaban hasta el suelo y que escondían un cajetín de madera para el brasero. Sobre la mesa, además de los útiles de enseñanza, había una cabeza de un negro, con gruesos labios pintados de carmín, y que, en su parte superior, tenía una ranura para echar monedas para los misioneros del “Domund”. A la derecha, un gran encerado de pizarra era el dramático escenario por el que debíamos pasar diariamente. Sobre todo, cuando no nos sabíamos la lección, o no habíamos hecho los deberes.

En la pared de frente al ventanal, colgaban, superpuestos, varios mapas de España, físicos y políticos, y un mapamundi. También, había un enorme armario de madera de tres cuerpos. El primero de ellos almacenaba libros para todas las edades, y una Biblia y un Quijote encuadernados en cuero. En el segundo cuerpo se guardaban una báscula con sus diferentes pesas y las medidas de capacidad. También, figuras geométricas poliédricas y esféricas, reglas de distintas longitudes y escuadras y cartabones, todos ellos de madera. Por último, en el tercer cuerpo, había diferentes tarros de cristal con anfibios y reptiles en formol, una colección de mariposas, otra de insectos y un águila y una lechuza disecadas con las alas extendidas. Sobre el armario, en el centro, había un gran globo terráqueo donde aprendíamos los continentes, y los países con sus antípodas.

Nos colocábamos en pupitres de madera, de asiento abatible. La parte delantera hacía de mesa, ligeramente inclinada hacia nosotros, con una canaleta en el borde superior para depositar el plumín, y un pequeño agujero donde encajaba un tintero de porcelana para la tinta china que nos elaboraba el maestro, con una mezcla de agua y de polvos, azules o negros, según el color deseado. La raspábamos con una cuchilla de afeitar para eliminar los manchones de tinta o la grasa del bocadillo.

El patio estaba dividido por una media pared, para que no nos mezclásemos con las niñas. En los últimos años de mi escolarización, esa pared se derribó y jugábamos todos juntos. Los primeros amoríos surgieron aquí, en los recreos. Cuando nos gustaba una niña, coqueteábamos con sus amigas para encelarla. Hacíamos copartícipes a nuestros amigos como el secreto más sagrado que podíamos confiar. Eran los primeros pasos en las relaciones de pareja. Tuve la suerte de contar con buenos amigos que me ayudaron a respetar al mismo tiempo de amar. Provocábamos los primeros roces, incluso algunos besos furtivos y fugaces que nos sonrojaban la inocencia y que escondíamos en nuestro interior para alimentarnos de ellos con el recuerdo. Nuestras manos eran cómplices de deseos compartidos, sueños que se intercambiaban deseando otros encuentros, ilusiones generadas por las miradas sencillas, inocentes, chispeantes. Paseos interminables, palabras de fidelidad ablandadas por la emoción y revestidas de ternura. Para luego ir a casa, cada tarde, con el corazón encabritado buscando las estrellas que traía la noche para taparnos con su manto de plata para soñar la vida y para vivir los sueños. Hasta que el beso de nuestra madre nos hacía darnos cuenta de que había otras formas de amar. Y dormía bien, plácido, buscando el amanecer que me devolviera a la vida para volver a empezar. Y de nuevo a la escuela, a aprender, a intercambiar y a renovar esperanzas que nos permitieran vivir.

Juegos como la “pídola”, el “banderín”, la “peonza”, el “chorro, morro, pico, tallo, qué..”, el “burro”, el “hinque”, los “cromos”, las “canicas”, “te la quedas”, el “tío maragato”, la “pica”, la “gallinica ciega”, la “rayuela”, la “comba”, las “chapas”, la “soga”, la “goma”, las “tabas”, el “escondite”, el “gua”, la “cadena”, …….etc., hicieron de nuestra niñez un continuo pasarlo bien. Había, también, juegos individuales, como el tirachinas o el aro. El tirachinas lo elaborábamos con gomas recortadas de un neumático de tractor atadas a una horquilla de una rama de árbol en forma de Y. El aro era la llanta de una rueda de bicicleta sin radios, accionada por una horquilla de metal. Cada niño creía tener el mejor tirachinas y el mejor aro del mundo. Pertenecían a nuestras vidas como pertenecían nuestros dientes. Eran baratos y asequibles. Además, haberlos confeccionado nosotros les daba un especial valor.

Íbamos a la escuela con nuestro cabás de madera en el que introducíamos la pizarra, los pizarrines blancos o grises, el palillero, la plumilla, el plumier, el cuaderno de “Rubio”, otro cuaderno a rayas, el catecismo y, según la edad, El Parvulito o la Enciclopedia Álvarez, de primer, segundo y tercer grado que, recién comprada, exhalaba un olor inconfundible a tinta y papel.

Cada niño portábamos una latilla de cisco, a modo de brasero, que nos preparaba la madre para ahuyentar el frío, ese frío atroz que nos paralizaba en el pupitre y nos hacía tiritar mientras cantábamos la tabla de multiplicar.

También, portábamos un vaso de plástico con una cucharadita de cola-cao y azúcar, en el que nos vertían leche para combatir el raquitismo.

Mis maestros fueron D. Victorio en la preescolar y D. Félix en la adulta. Les tuve un gran cariño, admiración y, sobre todo, respeto. Eran personas buenas que hacían con nosotros lo que podían en aquellos años grises en los que era muy difícil enseñar con ilusión. El primero nos pegaba con la regla de madera en la cabeza, con cierto cuidado, más para despertar las ideas que para infligirnos daño. El segundo nos pegaba en la palma de la mano con una de las varas de avellano que le suministraba el alumno más pelota y zalamero de la clase.

Era costumbre en la zona, antes de entrar a la escuela, cantar el “Cara el Sol”, himno de la Falange cuya música era del vasco Tellería y la letra de varios escritores, también vascos. Yo no recuerdo haber tenido que cantarlo jamás, quizás porque nuestros maestros no eran demasiado de la cuerda oficial.

Eran años duros en los que había que compaginar el saber con el trabajo. Por regla general, fuimos los más pobres y humildes los que más espabilamos para huir de la miseria. La escuela fue el escenario donde vivimos las emociones más tempranas. Esa escuela diseñada por las autoridades para formarnos a golpes, a meternos las letras a base de repetirlas, a manifestar el mismo respeto a tu madre, o al cura, o a Franco, a todos por igual. Menos mal, que cada maestro hacía de su capa un sayo y yo tuve la suerte de tener buenos sastres.

Envidio la profesión del maestro porque son verdaderos catalizadores de las emociones, además del aprendizaje. Cuando nacemos, el instinto de conservación y prevalencia nos lleva a ser egoístas y tiranos. Son los padres y los educadores quienes nos van introduciendo pautas de comportamiento sociales. Ya lo decía Alejandro Magno: “…Y si a mis padres les debo la vida, a mis maestros les debo el triunfo….”.

En la escuela viví las emociones más intensas. Disfrutaba de entender por qué sucedían las cosas sin estar un dios por medio. Aprendí a discernir quien era capaz de ayudarte y quien de traicionarte. A valorar el compañerismo, la lealtad, a compartir lo poco que poseía, a respetar a los mayores, a competir sin pisar y, en definitiva, a amar.

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, 2021

 

Jesús Vasco 

SUMARIO

SENDEROS IMAGINADOS

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