Jesús María Vasco

relato

La razón de la montaña

 

 

Traspuesto en mi compartimento del tren de Valladolid hacia Bilbao, meditaba con inquietud mi obligado desplazamiento al norte. Había atravesado la vasta meseta castellana de la Bureba, cuando se abrió ante mí un desafiante desfiladero que rompía la monotonía de los campos de cereal. Un enorme cuello de útero nos introducía en el vientre de los montes Obarenes, preñado de elevados riscos que arrugan la piel de la España norte. El río Oroncillo, desconocido de nombre, pero de bravura harto conocida, ha horadado este paso de Castilla para entregar sus aguas al Ebro, orgulloso de tan esforzada proeza. Pancorbo fue mi primer contacto con la montaña, impresionante y cautivador al mismo tiempo. Fue un regalo maravilloso que se presentó ante mis ojos como aquel caballo de cartón que me trajeron los reyes cuando tenía tres años. Había pasado, en escasos minutos, del trigo y amapola a la exuberante vegetación de madroños, jaras, romeros, encinas y quejigos. Un hermoso contraste para quienes solamente conocíamos llanuras sin fin, salpicadas de pequeños oteros, desde los que divisábamos multitud de pueblos a nuestro alrededor. Aquel día fue una premonición de lo que significaría la montaña en un inmediato futuro.

Ya, en mi adolescencia, me interesaron aquellos rudimentarios reportajes fotográficos, en blanco y negro, de cuando Hillary y Norgay alcanzaron la cima del Everest unos pocos años antes de que yo naciera. Escuché, con inquietud, la trágica noticia de cómo unos escaladores se precipitaron desde el Urriellu o Naranjo de Bulnes. Leí, entusiasmado, la crónica del Correo de Zamora sobre el dificultoso rescate de Lastra y Arrabal en esa misma cima de los Picos de Europa. Pero fue César Pérez de Tudela quien me sumergió en la magia que envuelve las cimas y el esfuerzo que exige subirlas. Hoy, Iñurrategi, Juanjo San Sebastián, Edurne Pasaban, Alex Txikon…., son mis referentes.

El año 1975, cuando recalé en Barakaldo para reiniciar mi vida tras la muerte de mi madre, había una enorme afición a la montaña en todo el País Vasco, por lo que decidí federarme en un grupo de monte. Tenía ilusión, me faltaba equipamiento. Me pertreché de cuanto me recomendaron algunos montañeros avezados del club. Compré mis botas de cuero vacuno en calzados Urra, una pequeña y peculiar zapatería especializada en el muelle de Bilbao, regentada por un hombrecillo que vendía más ternura que alpargatas. Para que no se acartonaran, había que untarlas con abundante grasa de caballo, o de foca. Las suelas iban atornilladas para cambiarlas tras su desgaste. Adquirí, también, guantes, gorro, bufanda, jersey y calcetines, todo ello de lana. Y unos pantalones de pana marrón, un tabardo grueso e impermeable para detener el frío y la lluvia, y unas polainas para repeler el barro. El resto del material, como la tienda de campaña, crampones, piolet y raquetas de nieve, las alquilábamos en el “Alpino” de Barakaldo a un precio insignificante. Todo esto había que embutirlo en una enorme mochila que exigía enorme esfuerzo transportarla.

Recuerdo los viejos trenes, de vía estrecha, hacia Orduña, Urkiola o Santander, perezosos y de curso lento, repletos de cuadrillas de montañeros de todas las edades, con el aire denso y cargado por el humo del tabaco y del vaho que se condensaba en los cristales. La camaradería y el entusiasmo incitaban a compartir palabras y alegres canciones que, cantadas al unísono, contagiaban a todos los pasajeros, convirtiendo al tren en un altavoz rodante que despabilaba a las gentes por donde pasaba y nos saludaban con una sonrisa solidaria desde sus quehaceres. Era lo que yo necesitaba para compensar el desconcierto emocional de mis últimos años y lo que permitía relacionarme y convivir con personas de una especial sensibilidad y comportamiento ante el espléndido entorno que nos rodeaba. Por eso me aficioné y no lo he abandonado. Entendí que la montaña es un puente entre cielo y tierra, que nos espera, generosa y complaciente unas veces, caprichosa, violenta e imprevisible, como un ser vivo, otras. Tuve excelentes compañeros de monte con los que me inicié: Blas, Miranda, Yoli, Ruth, Josu…..etc. Además de gran parte de los montes vascos, hollamos innumerables cimas del Pirineo y de Picos de Europa, algunas significativas, como la Mesa de los Tres Reyes, Monte Perdido, Anayet, Bisaurín, Peña Vieja o Tesorero.

Pasado mi tiempo de estudiante, mis obligaciones me atemperaron y los objetivos montañeros se tornaron más amables, menos exigentes y de menor riesgo, limitándose mis escapadas a los fines de semana. Los puentes vacacionales nos reuníamos varios matrimonios con nuestros hijos, aún pequeños, para disfrutar de la montaña. Sin duda fue una experiencia de relación muy educativa que recordamos con satisfacción. Además de conocer parajes singulares de Pirineos, Picos de Europa o de Gredos, los chavales aprendieron a vivir en comunidad. En los albergues debían convivir con otras gentes, contribuir a la organización del grupo, respetar el sueño de los demás, compartir sus pertenencias, cumplir puntualmente los horarios para levantarse, sentarse a la mesa y avituallarse cada día. Aprendieron a soportar el frío, celliscas y calores sofocantes. Han temido a mastines que guardaban ganado en los altos pastizales. Han sufrido para atravesar enormes canchales, salvar grandes desniveles y se han acoquinado ante cumbres que les parecían inalcanzables, como los graníticos Barrerones, las Fuentes Carrionas, el Alto La Mira o el pico Jario.

Sin embargo, han disfrutado de hermosas cascadas y de ríos cantarines, en los que han chapoteado y entretenido atrapando renacuajos o alevines de truchas y barbos. Se han deleitado con la eclosión de las huevas gelatinosas de tritones, ranas bermejas o sapos parteros que llenaban de vida las charcas. Han correteado por campas de brezo y de matorral cargadas de setas, moras, frambuesas o arándanos, bajo cielos vigilados por el alimoche o el águila real. Han contemplado rebecos, increíblemente sostenidos, en laderas de pedriza inestable, y ciervos huidizos que se adentraban en la espesura, advertidos de nuestra presencia. Y se han podido fascinar ante vetustos y singulares árboles, acolchadas turberas humeantes, neveros inmaculados que se prestaban al juego compartido, o rocas escarpadas que les permitían iniciar sus primeras trepadas, imaginándose experimentados escaladores.

Hablar de montaña y espacios naturales, exige hacer una pequeña mención al Camino de Santiago, que me obligué a recorrer en el año 2000, junto a Miguel Ángel. Lloré, a moco tendido, al recibir la Compostela y compartir la misa del peregrino bajo los acompasados vaivenes del botafumeiro.

El camino significa esfuerzo, cultura y relación. Gentes de todas las razas y condiciones, se arman de mochila, bastón y vieira para recorrer, de través, la España recóndita de medievales cascos urbanos, de puertos de carreta y alpargata que comunican valles. De bosques de castaño, abedul y roble. De taberna de vino, plato y cuchara. De fuente de chorro sin fin en las plaza. De cementerios sembrados de cruces y cipreses enhiestos, al socaire de hermosos templos románicos o góticos. De gentes en faena y ganados desparramados por campos de hierba y grano.

Esa España nuestra, que cantara Cecilia. Esa España de albergue, monasterio y abadía, que nos ofrecía la paz y el reposo necesarios para compartir amigas palabras, miradas de aprobación y despedidas de abrazos húmedos, con gente que viene y va, de otros pueblos y de otras culturas.

En la actualidad, comprometo mis primeros días de vacaciones estivales con un puñado de buenos amigos que me ha regalado la montaña. Son entrañables compañeros de camino, bastón y mochila Carlos, Dani, Jose, Miguel Angel, Xerardo, Marga, Merchi, Josechu, Marisé…, con quienes me hermanan largas caminatas, recesos de tartera y trago, y silencios compartidos entre fragancias de espliego y brezo. Con ellos he recorrido la Galicia de monte, mantel y playa. Y esa otra Galicia de percebeiros, pecios naufragados, mejilloneras en la ría, albariños en arribes y cruceiros en la plaza. He conocido rincones singulares de otros lugares, yacimientos y dólmenes de memorias enterradas, brañas, teitos, pallozas, talameiros y alvarizas ancestrales, y corralizas, bordas y majadas para dar cobijo hoy a hombres y ganados.

Me decía mi suegra: “No sé a qué vais al monte. Volvéis molidos y hechos un cristo para no traer nada”. Es éste el pensamiento popular de quien no ha tenido la oportunidad de conocer el mundo natural que nos rodea. Quizás, lo entendió por el trabajo extenuante y poco rentable que exigía el campo en su época. No le dio tiempo a descubrir la cara amable de la naturaleza, la que nos acaricia con su belleza, nos excita los sentidos, nos entusiasma y nos crea dependencia.
La montaña siempre permanecerá. Debemos adentrarnos en ella pidiéndole permiso y prometiéndole respeto. Exige adecuadas condiciones físicas y mentales para disfrutarla. Hollar una cima puede resultar fácil, lo difícil es saber renunciar a ella. Es la naturaleza quien responde nuestras preguntas. Y quien paga, por otra parte, los desatinos de nuestras decisiones.

El paso del tiempo madura nuestros sentimientos, nos serena y nos enseña a contemplar cómo asoma el sol en Aigüestortes o se hunde en Finisterre, cómo las agujas de los Galayos arañan el cielo, cómo brotan, de inocentes manantiales, el Duero, el Ebro o el Tajo, sin saber que llegarán a ser los más grandes de España. O cómo la nieve pone sayo al Moncayo, cómo reflejan los ibones las cimas pirenaicas o, simplemente, cómo atempera el alma la sombra plácida y reconfortante del hayedo de Diustes, del robledal de Muniellos, del acebal de Garagüeta o de la Tejeda de Tosande.

La magia y el encanto de la montaña, el sosiego y la placidez de la meseta castellana, y la impetuosidad y luminosidad del Cantábrico, son los aditivos que conforman mi vida de ocio y me empujan a la reflexión y al disfrute. Alguien es feliz cuando la sonrisa y la emoción afloran en su mirada. Y es la montaña la que, con mayor frecuencia, me arranca esos momentos tan felices.

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, a 23 de Abril de 2021. Día del libro.

 

relato

Un perro de la calle

Vino hacia mí olisqueando el suelo. Rebuscando entre los coches aparcados algo que llevarse a la boca. Sabía que un alma cándida deja comida para los gatos sin nombre que merodean nuestra calle, repleta de gente y vacía de corazones. No tenía raza, ni color preciso. Era un armazón de esquinas, un muestrario de huesos del que sobresalían las orejas y el rabo. Podían enumerarse sus costillas con precisión. Me miró con la tristeza de un sudanés y con la cara de un perro, lo que era. No pude aguantar su mirada porque supe enseguida lo que me quería decir: Alguien, cansado de él, lo había condenado a recorrer sin rumbo las calles en busca de alimento y comprensión. Alguien, que un día, se encaprichó de él para que fuera juguete de sus deseos, complaciese sus caprichos, ocupara un tiempo que nadie quería dar, jugase cuando se le ordenara, acompañase aunque no quisiera y supliese los afectos que, cada vez más, escaseaban. Y debería ser gracioso, erigirse sobre sus patas traseras, ladrar cuando se lo dijeran, sentarse a la orden de “sit” y hacerse el muerto al oír “pum”. Además, no necesitaba pilas para funcionar.

Probablemente, sería por reyes cuando lo regalaron. Depositado al lado de los zapatos embetunados, junto al árbol de navidad, donde echó su primera meada como se lo pedía el cuerpo, consentida e incluso graciosa. Estaba contento porque fue bien recibido, pasando de mano en mano mirándole la carita y sus ojos tiernos recién estrenados. El ambiente era tan cálido y confortable que no echaba de menos a su madre. No eran tan malos estos humanos, contrariamente a lo que le habían advertido, pensaba. Jugueteaban con él y le hacían caricias. Lo llevaban a todas partes. Estaban orgullosos de aquel cachorrito juguetón que seguía a las personas y se entretenía correteando tras las bolas de papel que le tiraban.

Pero a ese cachorrito le dio por crecer. Y el pelo, que era sedoso y blando, se convirtió en un manto mutante que esparcía pelos por doquier, clavándose en la ropa, alfombras y sofás como alfileres. Además, tenía la mala costumbre de mear y cagar no solo todos los días, si no varias veces al día. Se despertaron las obsesiones domésticas por la limpieza de sus dueños, que se enervaban cuando hacía pis a destiempo o en lugar inadecuado. Había que sacarlo, al menos, un par de veces al día. Con el buen tiempo, daba gusto pasearlo por los parques, amistando con otros dueños de otros perros, jactándose de los progresos y las cosas que eran capaces de hacer sus respectivos perros. Pero había días fríos y de lluvia en los que no apetecía sacar al dichoso perro. Unos y otros ponían excusas y él los miraba, meneando el rabo, ante la duda de quien le acompañaría a la calle, sin saber que se lo estaban rifando.

Y los días iban pasando y los miembros de la casa acudían a sus obligaciones o a sus entretenimientos dejándolo cada vez más solo. Había días que, desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, no veía a nadie. Lo sacaban justo para sus necesidades, teniendo que aguantárselas a conveniencia de sus amos. De aquella ilusión inicial, había pasado a una obligación, para acabar siendo un problema. A pesar de que repartía cariño a diestro y siniestro y complacía a los dueños en todos sus deseos, percibía cada vez más la sensación de aislamiento y de soledad. Y lo que él era de juguetón, y hasta gracioso, se convirtió en indiferencia y tristeza. Sus dueños, siempre con prisas y malhumorados, lo sacaban de malas maneras, porque no les quedaba más remedio. Ya nadie le acariciaba ni le hacía carantoñas, no había tiempo para esas tonterías. Con un vete de aquí o aparta, se lo quitaban de en medio, a veces de un puntapié. Así eran los días. Se pasaba el día dormitando con la única esperanza de que acudiese una visita a casa que le prestase un mínimo de atención, aunque su contento durase el tiempo de la visita.
Cierto día, el hombre de la casa, el macho alfa del hogar, le trincó la correa, lo subió al maletero de su Mercedes último modelo, caminaron no sé cuánto rato y apareció, de pronto, liberado en medio de un bosque. Él sabía que esa libertad era falsa. Observó cómo arrancaba el coche, aceleraba, y se escapaba sin poder alcanzarlo. Corría con todas sus fuerzas hasta que el vehículo se desvaneció en una curva de la carretera para no verlo más.

Repasaba, para sí, su comportamiento. ¿Qué de malo había hecho él? Quizás, no había estado a la altura de las expectativas. A lo mejor, no era tan bueno y tan gracioso como le hicieron creer. Perdió su autoestima y comenzó a vagar. Del capricho de un hogar pasó a ser capricho de la calle. De la puta calle a la que tanto quería salir para correr y aliviarse. Ahora la tenía toda para él y, sin embargo, le resultaba hostil y no la quería.

Pasó varios días tumbado junto a unas jaras. Lamiendo su pelo que se estaba apelmazando y llenando de enredones. Conoció y compitió con otros animales callejeros para lograr alimento. Frecuentó los basureros. Poco a poco se fue acercando a la ciudad, rebuscando en los contenedores las sobras de comida de algún hogar semejante al que tuvo. Los excesos de antaño eran directamente proporcionales a las carencias de ahora. Adelgazó. Fue perdiendo el pelo. Las almohadillas de sus patas comenzaron a agrietarse del vagabundeo, produciéndole un dolor que le hacía cojear. Sus párpados se alargaban buscando el suelo. Hasta hace unos días, provocaba lástima, incluso le tiraban trozos de pan pero, ahora, pasaba desapercibido. Era un fantasma que vagaba de un lado a otro, asustado y expulsado de cualquier acercamiento humano. Y me encontró, mirándome para ver si despertaba en mí un mínimo de ternura y conmiseración. Yo no quería verlo, pero lo veía, e intentaba huir tanto de él como de mí mismo. Una llamada a la perrera, es lo que hice.

Cuando vinieron a por él, me seguía mirando, preguntándose por qué uno como yo lo metió en su casa, prometiéndole amor eterno. Y cuando se acostumbró a él, y lo empezó a amar como un perro, terminó vagando por un capricho incomprensible.

Como no era ni hermoso ni gracioso, a nadie llamó la atención para que le fuese concedida una segunda oportunidad. Él, que nació con instinto salvaje, comprendió que el salvaje no era él. Sabía a donde lo mandaban, sin importarle lo más mínimo que se deshicieran de él. Eso sí, antes de tomar esa inyección que lo catapultaría a los infiernos, miró fijamente a su verdugo para decirle con sus ojos que ojalá él fuese el último en complacer los deseos de los hombres y compartir sus miserias. Fue sacrificado porque era un perro sin raza y sin nombre. Murió plácidamente, con el deseo de que todo acabara cuanto antes.

Debo confesar, que yo he sido cruel con los animales, especialmente con los perros. De niño, me acostumbré a ver ahorcados galgos de las ramas de las encinas, o cómo los pateaban cuando no satisfacían al cazador. He visto cómo les metían huevos recién cocidos en sus bocas para abrasárselas y aprendiesen a respetar los nidales. Los he visto dormir al raso en las noches gélidas castellanas, ovillados en los portalones, y cómo eran abandonados en el pueblo de al lado siete veces seguidas, y descerrajarles un tiro porque las siete veces volvían junto a su amo.

En nuestras casas, los animales no deseados eran comunes. Había ratones, ratas, cucarachas, cochinillas, escolopendras, polillas, arañas…, de los que había que deshacerse como fuera. Aprendí a respetar solamente a los animales de casa, el resto servían para diversión o para decidir sobre sus vidas. Ave que vuela a la cazuela, me decían. Animal que se arrastra, pisotón. Si corre, a por él. Si no tiene dueño, libertad para el ensañamiento. Era la ley del pueblo, primaria y sin razón. Crecimos así, pensando que era lo normal.

Mi sensibilidad hacia los animales despertó gracias a “Fauna”, de Félix Rodríguez de la Fuente. También, gracias a otros naturalistas como Joaquín Araujo. La escuela y mis maestros me educaron para valorar y proteger a los animales, explicándome su función y necesidad en la cadena de la vida. Posteriormente, ADENA, SEO y otras organizaciones, afianzaron el giro y evolución de mis creencias. A día de hoy, soy su defensor, y me mueven encontrados sentimientos sobre la caza, los toros y las fiestas de los pueblos que incluyen maltrato animal. En lo que se refiere a los perros, he comprendido que las perrerías las hacemos nosotros, no ellos.

Luna es un bichón maltés que entró en la familia hace 9 años. Nos ha demostrado fidelidad y generosidad. Recorre con curiosidad la casa detrás del que se mueve. Completa su alegría teniéndonos a todos bajo su control. Se acerca con admiración al más pequeño para que juegue con ella. Su instinto detecta quién de nosotros tiene problemas y precisa de especial atención.

Cuando me trasplantaron de médula estuvo a mi lado hasta que remonté. Sabía que algo me pasaba y sentía la obligación de atenderme y defenderme. Cuando mi suegra entró en la recta final de su vida, Luna se subió a su cama y no se bajó hasta que se la llevaron.
Todos vemos cómo las ciudades se llenan de mascotas. Probablemente signifique que precisamos la atención y el afecto que no encontramos entre nosotros. Un niño que crece junto a un perro, aprende de él valores que nosotros no somos capaces de ofrecer. Es el perro quien guía a ciegos, rebusca escombros para encontrar vidas sepultadas, detecta drogas y explosivos, encuentra perdidos, auxilia montañeros, y es fiel a su dueño hasta la sepultura.

Cuando encontremos entre nosotros a una persona cuyo comportamiento asemeje al de un perro, a lo mejor, hemos encontrado al amigo que siempre hemos buscado.

 

© Jesús Vasco,  Barakaldo, 2 de Abril de 2021

 

relato

El pueblo que me acogió

Vivo en Barakaldo. Pueblo donde recalé buscando una oportunidad. La muerte de mi madre trastocó mis perspectivas y me obligó, afortunadamente, a venirme aquí. El de emigrante fue el primer título que conseguí en mi vida.

Barakaldo me ha ofrecido lo que mi humilde pueblo donde nací no me podía ofrecer. En él he depositado mis sueños de futuro, sin olvidar ni renunciar a mi pasado. He sumado un tercer pueblo a mis ilusiones: San Pedro Manrique. Los tres son complementarios y necesarios, como las capas del asfalto de cualquier carretera. Castronuevo me regaló la mejor niñez, el nido familiar del que volé y buenos amigos que me catapultaron a una adolescencia feliz. En Barakaldo logré mi profesión, mi sustento y los más importantes compañeros de viaje. San Pedro Manrique, es mi lugar de ensoñación, de recreo, y el objetivo al que encaminaré mi retiro. El denominador común de todos ellos es el extraordinario valor humano.

Barakaldo es un pueblo de raíces agrarias que en el siglo XVIII era un puñado de huertas y caseríos. Está asentado entre los montes mineros de La Arboleda y la ría del Nervión, ese gran torrente que mezcla las aguas saladas del mar con las dulces de la tierra para vertebrar la salida de Bilbao hacia el mar.

Dada su riqueza orográfica y estratégica, fue asiento de parte de la gran industria vasca. La necesidad de obtener mano de obra, abrió sus puertas a otras comunidades, llamando a voces a gallegos, andaluces, castellanos y extremeños, que acudieron al reclamo para juntar sus manos y ayudar a este país nuestro a salir de la posguerra. Estos movimientos humanos siempre conllevan fricciones de convivencia, a veces chirriantes, que exigen mucha tolerancia y no poca comprensión. Así ha sido. Todos, por obligación y por devoción, debemos ser agradecidos. Los que vinimos, por su acogimiento. Los que estaban, por el empuje que les ofrecimos. Este concepto debe de ser privilegio de una relación identitaria dual, complementaria, nunca excluyente.

Cuando deshice aquí mis maletas, solo portaba en ellas poca ropa y muchos recuerdos. Venían apretujados para no perderlos. Dejé en mi pueblo que me vio nacer la niñez y media adolescencia. Un hogar en el que fui feliz. Unos amigos que yo consideraba únicos. Unas niñas entre las que yo pensaba estaría mi mujer. Unas calles que conocía al dedillo de tanto correrlas. Y unos vecinos que orientaron el sendero de mi educación y corrigieron mis desatinos. De todo esto hice un atadijo precipitado y hube de guardarlo en el rincón más recóndito de mi memoria.

El recorrido desde allí al nuevo lugar lo hice en tren. Un tren lento que avanzaba sin ganas. Dejándome ver pasar, con la cadencia que da el dolor, los campos y los pueblos que me despedían con su silencio. Ese sol de castilla que no se acababa. Esos campos de trigo y amapola que se iban decolorando con la marcha del convoy. Y esos cielos repletos de estrellas que yo contemplaba tumbado en la portalada de mi casa.

Cuando llegué a Barakaldo, mis hermanas me prestaron su hogar, que pronto consideré mío. Me vistieron, me dieron de comer y me regalaron una cama al lado de la de mi sobrino, que consideré hermano. A pesar de todo, la ciudad me resultaba desconocida y agresiva. A mi alrededor una completa soledad a pesar de que las calles estaban repletas de gentes anónimas que iban y venían sin yo importarles, sin saber que yo estaba acostumbrado a collejas y carantoñas, a los besos y tirones de orejas de quienes me rodeaban en el pueblo, entre quienes me consideraba querido, como un eslabón necesario de la cadena de nuestra convivencia. Observaba un bullicio profundamente mudo e indiferente para mí.

Me matriculé en el Instituto, un espacio público que exige responsabilidad y organización. Yo venía de un colegio de curas en el que la responsabilidad y la organización no me pertenecían. De pronto, carecía de amigos. Tuve que desplegar todo mi repertorio de simpatía para atraer al primero de ellos. Me inscribí en un club de monte sin ser montañero. Me federé en natación sabiendo nadar lo poco que aprendí en mi río. Me apunté al centro de ocio Elejalde para tomar un trago, charlar y echar un baile. Me introduje en otros grupos juveniles atendiendo a mis ganas repentinas de cambiar ese mundo hostil al que me enfrentaba. Hice lo indecible por integrarme en un entorno en el que me sentía profundamente solo. Es la soledad el trago más amargo que me ha dado la vida. Y tengo motivos para hablar.

Y vinieron los vecinos, los amigos y las novias. Me dieron estudios, trabajo, un hogar propio y una nueva familia que restañó la que tenía. Y comencé de nuevo a ser feliz. A tener lo que soñaba y a soñar con lo que había dejado. Un contrasentido, pero era así.

Esta es la partitura que compuse para tocar de camino. Y este es el bagaje de un emigrante en su propia tierra. Imaginemos que a este emigrante añadimos un cambio de continente, de cultura, religión y pensamiento. Lo que venimos a llamar un profundo cambio idiosincrásico.

Pues bien, hace unos pocos días, paseaba con un amigo por las inmediaciones de El Regato, concretamente por Gorostiza. Esta es una zona de ocio y esparcimiento para los de Barakaldo por su entorno y belleza. Es un fondo de valle repleto de arbolado que acuna a un pequeño pantano. Me llamaron la atención los grupos de personas, sobre todo latinoamericanos, que regularmente se juntan para hacer sus barbacoas y para que sus niños correteen por las campas, ajenos a países y patrias. Y no pude por menos que reflexionar ante la creencia, cada vez más extendida, de considerarlos una amenaza para nuestro bienestar. No son pocos los que opinan que acaparan el trabajo y engendran delincuencia, abordándonos sentimientos de autoprotección y rechazo.

Todos sabemos, y la historia nos lo recuerda, que en la América del Norte del siglo XIX, los hogares poderosos y acomodados disponían de esclavos, por lo general negros o latinos, para su servicio. Sus papeles de pertenencia e identificación estaban en manos del patrón para disponer de sus vidas a capricho. Los campos de algodón, café, maíz o caña se nutrían de mano de obra negra, gratis o muy barata, que se hacinaba en barracones para mal descansar. Sus hijos nacían en esos campos sin otro objetivo que la mera subsistencia. El cansancio, la escasez y la desesperación les robaban los sueños.

Pues bien, en la España actual, por no hablar de otros lugares, tenemos inmensos invernaderos de plástico donde cocemos a los negros y los refrigeramos por la noche en barracones parecidos a los americanos, para garantizar su rendimiento. En nuestras casas hay latinos o rumanos, o de otros lugares, para hacernos el trabajo que necesitamos o no deseamos. Muchos de ellos siguen careciendo de aquellos papeles e identidades, y están a merced de nuestro capricho o de nuestra conmiseración. Esa es la manera que tiene un emigrante de robarnos el trabajo.

La pregunta es obligada: ¿Qué hemos aprendido en estos dos últimos siglos? Hemos conquistado la luna, tenemos móviles de no sé qué generación, internet que corre tanto como la luz, grandes almacenes que nos sirven con inmediatez, disponemos de las más avanzadas tecnologías y, sin embargo, conservamos las mismas miserias.

Quien está contra la migración es porque no ha sido obligado a hacerlo. Y si lo ha hecho, además de desagradecido, es desmemoriado. A un yate se sube por placer. A una patera por obligación. La emigración la hemos provocado los hombres y la hemos permitido distribuyendo desigualmente la riqueza. No hay excusas. La mayoría de las personas desearíamos morir en la misma cama en la que nacimos.

Y se habla mucho de la España despoblada. De esa España que hizo maletas buscando destinos. Maletas de madera, atadas con cuerda para no perder sueños y pertenencias. Mirando atrás cómo quedaba dormido su pueblo, tristes por despedirse, grabando su estela en caminos sin retorno. Ignorando que el extranjero empieza justo al otro lado del río.

Me cuesta mucho creer en el hombre. Es el hombre quien niega o concede el pan que da el sentido de pertenencia, no la patria ni la bandera. Nuestra esencia es la casa de los nuestros. Los pucheros en el hogar encendido. La mesa camilla en la que compartimos palabras y sentimientos. La escuela que nos enseña. El baile que nos azora. La iglesia que nos bautiza. El rio que nos encandila. La cama en la que soñamos. A todo esto renuncia quien marcha, quien escapa por ilusiones y deja sus lazos convertidos en recuerdos. En las paredes de su nuevo hogar colgará calendarios con fechas tachadas. En su mesilla guardará las cartas y fotos de cuando era niño. Y solo soñará con ser bien acogido. Nada más.

Estamos condenados a querer donde nacemos porque no podemos nacer donde queremos.

 

© Jesús Vasco, 2020, Barakaldo, 8 de marzo de 2021

 

Jesús Vasco 

SUMARIO

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