A día de hoy, renuevo mis votos a quien me
sostiene, al mimbre que repara la cesta de mi vida, a quien sigue a mi
lado aferrada a responsabilidades y afectos, sorteando los obstáculos de
nuestra carrera de fondo. Renuevo aquella carta escrita el 7 de mayo de
2015, ocho meses después de renacer de mis células madre con la
incertidumbre de si mi vida me correspondía. La fuerza de Eugenia abrió
las puertas de mi esperanza y alejó mis credos y miedos de perdedor.
Compañera
"Difícil año éste que ha
transcurrido. Difícil porque mi cuerpo maltrecho ha sido sometido a una
guerra sin cuartel. He tenido dudas de si volvería a ver florecer los prados
o a las cigüeñas crotorar en sus nidos o a discurrir las aguas nerviosas de
Noja, del Valderaduey, del Linares o del Castaños. Un viento solano me heló
el aliento y me retrotrajo a mis primeros orígenes, como si el permiso para
renacer de nuevo dependiera, exclusivamente, de un capricho de la
naturaleza. Puedo decir, por el contrario, que ésta se ha portado bien
conmigo, que me ha dado una oportunidad de seguir aferrado a este mundo con
sus alegrías y sus miserias. Un trasplante de médula es el más claro ejemplo
de una travesía cruel, excesivamente cruel, entre la muerte y la vida.
Por fin, he vuelto a ver el
Buciero, el teso de La Villa, el Moncayo y el Gorbea, y las alondras
revolotear entre los matorrales. Por fin, he podido contemplar las miríadas
de pinos ribeteando los montes y los frutos de las frondosas alimentar a
corzos y ciervos. Por fin, he visto bañar de luz las cárcavas y brillar el
sol jugueteando con las sombras que tanto me han hecho dudar. Por fin, estoy
aquí, entre vosotros, venido de un mundo no tan lejano de incertidumbre y
sufrimiento.
Y aquí, a mi lado, mi querida
compañera. Temerosa, aún, de si la tregua es duradera o sólo es un pequeño
oasis en medio de dunas interminables y arenas sin fin. Aquí descansa con
los ojos aún húmedos de contemplar amaneceres sombríos. Cuando me debatía
entre la vida y lo contrario, abría mis ojos y estaba ella allí, mirando el
horizonte a través de mis niñas y boqueando aliento con mis pulmones. Supe
entonces que éramos uno, que hemos vivido las mismas vidas y soñado los
mismos sueños. Que hemos mecido las mismas cunas y hemos compartido la misma
mesa. Ahora he entendido esa voz interior que tantas veces me ha llamado sin
ser plenamente consciente de que era ella quien ordenaba mi vida y le daba
sentido.
Pido la oportunidad de acabar los
atardeceres juntos, de ver cómo el sol se esconde en el horizonte
sucediéndole la noche y sus sombras. Deseo vivir este trozo de vida que me
ha sido regalada asidos de la mano como cuando nos conocimos, renovando
proyectos que nos ayuden a vivir juntos.
Gracias, Eugenia, por tu
generosidad, tu paciencia y por tu enorme inteligencia para llevarme con
tino. Acaricia mis sueños para que sean felices, entrégame tu mano firme
para que me agarre sin miedo, ilumina mis noches y comparte conmigo tus
sueños. No me dejes nunca a merced del viento. No me entregues a un rumbo
sin destino. Dirige mi proa hacia acantilados vírgenes donde revoloteen
gaviotas inmaculadas y rompan olas de espuma blanca. Como aquellas que en
Noja vienen y van. Vienen y van. Las mismas que tanto te gustan y te
envuelven y que en silencio contemplas embelesada, soñando, quizás,
portarlas allá, a La Alcarama que, en su día, también fue mar".
©
Jesús Vasco, Barakaldo 28 de Julio de 2021 |
relato
El niño judío
En los
brazos de la matrona no era un niño más. Era el único varón de los seis
hijos del matrimonio. Sus ojos se estrenaban ante la luz mortecina de
aquella habitación en la que habían nacido sus cinco hermanas. Se asustó de
su primer llanto, preguntándose por qué la vida hay que comenzarla llorando.
Unas manos cálidas lo trasportaron al regazo que conocía bien, cuyos latidos
llevaba oyendo los últimos meses y le daban tranquilidad. Unas palabras
aterciopeladas le hablaban de cosas hermosas y de sueños por cumplir. Se
quedó dormido olvidando el nerviosismo que le produjo el estrujamiento de su
cráneo al atravesar aquel angosto túnel por el que apenas cabía. El calor de
la madre le trasportaba al mismo calor del útero, al nido en el que, cada
día, comprobaba cómo crecían sus manos, sus pies y sus orejitas,
columpiándose y volteándose en aquel magma líquido que lo bañaba y
acariciaba. Percibió el dolor de la primera herida cuando le seccionaron
violentamente el cordón que le unía a la madre, ese nexo por donde fluía el
maná que alimentaba su cuerpecito, a golpe de tambor acompasado que le daba
seguridad, a pesar de oírlo tan lejano. ¡Qué placidez bajo el primer abrazo
y los primeros besos! Instintivamente rebuscaba cada rincón de su madre
hasta encontrar la fuente de leche cálida que sació su primera sensación de
hambre y le sumió en un sopor placentero, entre cariñosas palabras y
canciones de cuna que la madre ensayaba a modo de sonajero.
Pasaron
los días, y los meses. Aquel niño devolvía miradas y sonrisas a las caricias
de los de casa. Era un juguete de carne y hueso que lengüeteaba cuanto le
ofrecían y lloraba al menor apretón. Pasó de la teta a la cuchara, y de
andar a gatas a erguirse en unos pocos meses. Se veía poderoso para recorrer
su niñez a paso acelerado.
Su
familia era una de las más acomodadas de la ciudad. Su padre era abogado del
Estado y su madre regentaba una elegante boutique en la Gran Vía. Una mujer
latina se ocupaba de la limpieza de la casa y de las ropas. Un cocinero
hindú atendía los cuidados culinarios. Atendían también la casa un jardinero
rumano y un chófer portugués.
En la
temprana escuela conoció a sus primeros adversarios. Sentía ser dueño de
todo cuanto le rodeaba. Se apropiaba de lo ajeno sin desprenderse de lo
propio, defendiendo sus conquistas con ardor guerrero, iniciándose en el
campo de la codicia y de la ambición. Fue su primer juego con la vida de
relación en la que él definía los límites. Pronto anidó en él la necesidad
de abrir horizontes, de conocer otras personas y otros lugares. Los chicos
de barrios marginales ejercían de poderoso imán que no podía evitar.
Creció
fuerte y sano, plantándose en la adolescencia pasando de puntillas sobre su
primera escolarización y sus primeros desengaños. Entendió que la vida era
un juego de competidores en el que no debía bajar la guardia. Su fuerza y su
valor le reportaron admiración, asumiendo un liderazgo arrogante y
caprichoso. Conoció el sexo tempranamente, se acostumbró al consumo de
substancias prohibidas que le catapultaban a un paraíso de sensaciones
placenteras que incrementaban su audacia y autoafirmación. Tenía todo el
mundo para él. Se sentía el epicentro de los mozos del barrio y marcó
límites en la relación con otros mozos de otros barrios. No toleraba
intrusos en su cuartel, especialmente si eran latinos o magrebíes. Disponía
de un grupo de chavales incondicionales que ejecutaban sus órdenes como si
de un caudillo se tratara. Hacían redadas de perros peligrosos para
someterlos a nocturnas peleas clandestinas, azuzándolos hasta la muerte. Se
encaprichó, particularmente, de un feroz rottweiler, cuyo origen desconocía,
que había ganado cuantas peleas había disputado, y que mostraba numerosas
cicatrices por todo el cuerpo que le conferían un aspecto aún más fiero y
agresivo.
Se
escapaba de casa aprovechando las ausencias de sus padres y evitando el
control de sus hermanas y empleados del hogar, que no eran de su agrado. A
los dieciséis años era intrépido y valiente, capaz de descolgarse de
balcones y saltar alambradas tras cometer los primeros hurtos, que pasaron a
robos y a delitos con violencia en corto espacio de tiempo. Se hizo dueño de
la calle imponiendo su ley. Huir de la policía se convirtió en un arte
mientras eludía la cárcel gracias a la influencia y la connivencia de su
padre.
Fueron
expresidiarios quienes lo pusieron en contacto con una organización
semiclandestina, que flirteaba con el poder establecido pretendiendo limpiar
la ciudad de negros, putas, latinos y musulmanes. Pronto conoció a sus
líderes que valoraron su intrepidez y su pasado y le ofrecieron un puesto de
responsabilidad en su organización Creía firmemente que había sido llamado
para acaudillar su causa y someter a los infieles a sus convicciones y
pensamiento. Se hablaba de hermandad, de pureza de sangre, de valores
católicos y de conservar viejas costumbres y tradiciones. ¿Qué había mejor
que aquello? Él se entregaría a ese mundo que le generaba amistades y
profundas convicciones. Solo había que luchar por ellas e imponerlas al
resto de la sociedad para lograr un mundo mejor en nombre de la patria, de
dios y del rey de turno. Varios años militó y se convirtió en un ferviente
defensor y difusor de aquellas ideas que había tardado en descubrir pero que
le abrieron un futuro apasionante.
Cierto
día notó que su cuerpo le abandonaba sin haber consumido nada. Su frente
ardía y un sudor espeso le recorría la nuca, las nalgas y los sobacos.
Sintió una extraña debilidad en sus extremidades y sus sienes le latían al
compás de su corazón encabritado. Cuando despertó, se encontraba rodeado de
cables y tubos, y una mascarilla de oxígeno le amordazaba, como bozal a
sabueso. Una máquina a su lado controlaba sus constantes y alertaba a la
enfermera de cualquier contratiempo. Así pasó dos semanas hasta que recuperó
fuerza y entendimiento.
Un médico
se sentó junto a él y le vomitó lo que no quería oír. Una leucemia le estaba
devorando y debía someterse a un trasplante alógeno de médula. Su ignorancia
y atrevimiento le llevó a solicitar al médico un elenco de posibles donantes
para decidir cuál le convenía, como si se tratara de elegir plato ante un
surtido menú. Ante tal impertinencia, el médico, enojado, salió de la
habitación dando un portazo.
Presurosamente, se levantó de la cama, buscó su indumentaria en el armario,
se vistió y se dirigió al mostrador de enfermería para solicitar el alta
voluntaria. Pensaba que su familia disponía de suficiente dinero como para
irse a Houston y solucionar su problema. No quería ponerse en manos de
medicuchos de tres al cuarto.
Su padre,
atendiendo los caprichos de su hijo favorito, le acompañó a América para
visitar al Dr. Hoggins, eminencia mundial en el tratamiento de leucemias.
Tras las pruebas analíticas y exploratorias del paciente, tomaron la
decisión de preparar a Juan para el trasplante. El Dr. Hoggins se
comprometió a buscar el mejor donante que fuese compatible de médula, raza y
pensamiento. No lejos de su domicilio encontraron una médula, supuestamente
anónima, amparada por la protección de datos y custodiada por el propio
Hoggins. Éste juraba y perjuraba que el donante era afín a las exigencias de
Juan, según le constaba. Se le practicó el trasplante y todo salió como se
esperaba. Pronto se recuperó y, en el plazo de un mes, ya estaba sentado a
la mesa de su casa, rodeado de toda su familia.
Sin
embargo, no se tranquilizó. Comenzó a anidar en su cabeza la obsesión de
saber a quién pertenecía aquella médula que le había devuelto la vida.
Sobornando a profesionales sobornables del hospital, supo que procedía de
Rumanía. Esto le inquietó porque de allí provienen, además de razas arias
antiquísimas cuya sangre es limpia como el cristal, una gran cantidad de
gitanos.
Como el
dinero lo que persigue casi siempre lo consigue, logró llegar al punto de
donación. Provenía de una aldea situada al sur. Todas las pesquisas
apuntaban a una casuca en el monte en el que vivía un matrimonio con sus dos
hijas. Al dirigirse a ella, unos perrillos careas le salieron al encuentro,
alertando a los dueños de su presencia. Una de las hijas se asomó al portal
y vio apearse de un lujoso automóvil al que sería, sin aún saberlo, su
hermano de médula. Llamó al patriarca que salió a su encuentro con su
característica cachaba adornada de una cinta de cuero flecado, su sombrero
negro de ala amplia y un colgante de plata repujada en el pecho que
reflejaba los rayos de sol con el vaivén de los gestos.
Un
escalofrío le recorrió el cuerpo pensando acabar siendo uno de ellos. No
podía tolerar que su sangre se viera impregnada de raza tan odiosa. La mayor
de las hijas se apercibió de sus siniestros pensamientos, alargándole la
mano como saludo que no supo rechazar. Reparó en sus ojos verdes y su
cabello intensamente negro, recogido en un moño atravesado por dos agujas de
hacer punto haciendo un aspa. Un delantal estampado cubría sus prominentes
pechos que se adivinaban tersos y turgentes.
El
patriarca le instó a pasar para ofrecerle una taza de café con achicoria.
Juan se sentía incómodo y nervioso, no pudiendo disimular su desagrado y
preocupación por la grave contaminación de su sangre. Rechazó la oferta
lanzando improperios y ordenó al chofer regresar a casa lo más rápidamente
posible, maldiciendo su mala suerte al sentirse engañado por el Dr. Hoggins,
con quien habló para prometerle represalia tan grande como la frustración
que sentía.
Sumido en
una depresión que le devoraba, decidió sumarse a los disturbios que, desde
hacía meses, tenían en vilo a la ciudad. La llegada en masa de pateras, la
arribada de gentes del Magreb y la invasión de la frontera de desarrapados
de los Balcanes, alertaron a los nativos que vieron amenazado su bienestar y
sus costumbres centenarias.
Incendiaron poblados de acogida, contaminaron los pozos de agua de los que
se surtían, violaban a las emigrantes indefensas en los aledaños de sus
poblados, secuestraban a los niños más pequeños para comerciar con las
mafias en el mercado negro. Envalentonados, se acomodaban ufanos en la mesa
de un bar de su barrio, orgullosos de su actitud exigida por el dios que
veneraban y por los caciques que gobernaban.
Cierta
noche, decidieron dar una batida por los barrios marginales y por las
chabolas que rodeaban la ciudad. Montó en un coche acompañado de otros tres
compañeros. La luz de los focos rompía la oscuridad de una noche cerrada,
sin luna ni testigos. Los acompañaba su rottweiler negro que se confundía
con la noche, con sus ojos inquietos rebuscando los alrededores con una
agresividad desmedida y sus poderosas fauces babeando espuma. Incitaban al
perro para que se adentrase en los hogares sumidos en el sueño de los que
salían despavoridos sus moradores como conejos de sus madrigueras, buscando
el monte y los arbustos para zafarse de aquella bestia desenfrenada. Tan
metidos en faena estaban que, tras recorrer muchos kilómetros, y sin apenas
darse cuenta, se toparon con la choza del gitano patriarca. El perro husmeó
las estancias en busca de presa fácil. Pero, contrariamente a lo que se le
había ordenado, entró en la cocina buscando el plato del que aprendió a
comer. La hija mayor, en cuanto lo vio, lo llamó por su nombre de cachorro,
instándole a tumbarse a sus pies, a lo que el perro accedió rindiéndole una
pleitesía que Juan, desconcertado, no alcanzaba a entender. Inesperadamente,
dando un quiebro, se abalanzó sobre éste, atenazándole la garganta en el
forcejeo, hasta que oyó el ¡basta! de la hija mayor que lo apartó de un
manotazo. Juan, lívido como un cadáver, y con la entrepierna orinada del
pavor, se llevó la mano al cuello para contener la sangre que manaba a
borbotones. La hija mayor lo curó y lo vendó diciéndole: “¿Es ésta tu
dignidad de hombre? ¿Acaso ese odio y esa sinrazón que albergas te hacen
merecer una vida por tercera vez? ¡Vete a casa con los tuyos! ¡No vuelvas a
pisar esta casa pobre pero decente! ¡Desagradecido! Somos pobres por
obligación, mientras tú eres cruel por devoción. Vendí mi médula por
necesidad, por el mismo motivo que te la inyectaron. De haber sabido que
eras tan imbécil no lo habría hecho. La sangre no hace a los hombres, ni el
color de los ojos ni del pelo. Un hombre es grande cuando sabe ganar y
generar el respeto, el mismo con el que ha sido criado este perro que nos
fue arrebatado. Su comportamiento ha demostrado que no habéis sido capaces
de inculcarle estos valores. Lo habéis utilizado para colmar vuestros
caprichos. Lo habéis maltratado en contra de sus principios de fidelidad y
de bondad. Habéis trasgredido las leyes de la naturaleza que os reclama su
orden y ley. Ojalá que esa misma naturaleza os niegue los hijos que
malcriéis, para que no se extienda el odio y la miseria de vuestras
convicciones y de vuestros antojos. La vida no la da dios, la dan los
hombres. Y debemos ser merecedores de asumirla con dignidad y decencia,
siendo preferible no nacer a ser malnacidos”.
Juan,
consciente de que su sangre era diferente e incluso no le pertenecía, se
sumió en la tristeza y desconsuelo. No merecía a sus padres. No podía
regresar a la organización con su sangre infectada y no podía pensar que
aquella hermosa gitana le dio lecciones de vida y de dignidad. Se encerró en
su cuarto y escribió a sus padres una carta en la que explicaba por qué no
aguantaba la vida que le había sido regalada y cómo no volvería a contemplar
un nuevo amanecer.
Asomado a
la ventana observó, por vez primera, cómo las estrellas le hacían guiños
para que se reuniera con ellas.
Se fue
sin saber que sus padres tenían la sangre que tanto odiaba. Nunca lo
preguntó. Nunca se lo dijeron. De haberlo sabido, probablemente, seguiría
sin conocer las estrellas.
©
Jesús Vasco, Barakaldo, 5 de octubre de 2021
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relato
Pantalones rotos
El traqueteo del vagón del metro de Barakaldo a Bilbao mecía a los viajeros
que peleaban por mantenerse despiertos, a esas horas tempranas de la mañana,
encandilados por sus móviles y perezosos a la hora de afrontar con
determinación la nueva jornada laboral que se les venía encima. Me acomodé
en mi asiento, dispuesto a echar una cabezadita. Un guardajurado recorría
andenes y vagones comprobando que todo estaba en orden. Solo el altavoz que
anunciaba la estación próxima rompía el silencio y movilizaba a los
pasajeros que debían apearse. Suelo, y me encanta, viajar en el metro por lo
variopinto que resulta. Me gusta ver a gentes tan diversas mezcladas,
ensimismadas en sus cosas y, por lo general, amables cuando son estimuladas.
Frente a mí, se sentó un chaval de unos 16 ó 17 años. Portaba una gorra de
marca vuelta hacia atrás, una sudadera con choto y unos vaqueros
intencionadamente rotos, que dejaban entrever las rodillas y algunas partes
de los muslos a través de las aberturas.
Inmediatamente, recordé cuántos sopapos me habría ahorrado de estar vigente
esta moda cuando yo era niño. A mi madre le habría faltado tiempo para darme
un repaso de ida y vuelta con su zapatilla al verme entrar en casa con
semejantes jirones en las perneras.
En aquellos años de mucha calle y de poca casa, las exigencias de los juegos
conllevaban no pocos desperfectos en la ropa y en el cuerpo. No era
infrecuente llegar a casa con las rodillas ensangrentadas, con alguna brecha
en la cabeza o con un siete en la camisa. A pesar de nuestra habilidad para
ocultar los desconchones, la habilidad de nuestras madres para descubrirlos
era aún mayor, lo que suponía, con toda probabilidad, algún castigo
sobrevenido. Yo lo asumía con naturalidad, como si todo ello fuese en el
mismo paquete. A veces, mi madre, adivinando las ideas que me bullían en la
cabeza, me daba un moquete preventivo que yugulaba eficazmente la ejecución
de lo que yo estaba pensando.
- ¡Anda!, ¿y por qué me das? -, le preguntaba.
- Porque te veo venir-, me respondía.
Este era el tira y afloja diario. Un sinvivir para mí como parte actora y
para mi madre como sufridora y correctora.
Ese chico del metro, sin embargo, no solo no debía rendir cuentas a nadie,
ni tan siquiera a quien le vendió esos pantalones viejos de nacimiento.
Probablemente, lo que él buscaba era originalidad y exclusividad cuando los
compró. Sentirse diferente, sin ser consciente de que es un clon más entre
centenares de jóvenes que portan igual indumentaria.
Imagino la réplica de mi madre ante esta situación. Ella, que miraba y
remiraba la ropa que me compraba buscando el más mínimo desperfecto que
justificara su devolución inmediata o, cuanto menos, una rebajilla en el
precio si veía que podía subsanar la tara con sus hábiles manos. Ella que
pasó su vida cosiendo, remendando o planchando, no entendería que se
pusieran de moda unos pantalones rotos de fábrica, o que un modisto de turno
le viniera a decir que la arruga es bella. Lo habría considerado del género
tonto - “Les cruzaba yo la cara a esos sinvergüenzas para que no nos vengan
con pamplinas”, habría dicho.
Nos dejamos influenciar por las modas que crean unos pocos para que las
sigamos el resto a pie juntillas. De aquellos pantalones de tergal a raya de
los años 50 y 60, pasamos a los vaqueros envejecidos con reguerones de lejía
de los años 70. De los de pata normal a los de campana, para pasar a los de
pata estrecha, pitillos, o ceñidos, como los toreros. De ajustarlos con
tirantes a sujetarlos con cinturón para, luego, llevarse caídos, o “cagaos”,
como los que llevábamos de niños cuando nos daba un apretón y no nos daba
tiempo a salir de la escuela. Lo único que no ha cambiado es la bragueta –
sagrado, parece, dejar una puerta fácil a necesidades de primer orden-.
Con el calzado pasaba otro tanto. Se compraban unos zapatos en el año 62 y
se tiraban en el 80, después de haberlos remendado, echado no sé cuántos
filis o medias suelas, o cosido y recosido con aquel hilo bramante, untado
de pez, que el Sr. Marcial, mi vecino zapatero, usaba con destreza y
maestría. Recuerdo que, para que durasen las punteras de los zapatos contra
los tropezones, colocaba unas herraduritas, minúsculas y graciosas, que
emitían un ruido escandaloso en la tarima de la iglesia y delataban, en
ocasiones pretendidamente, a quienes iban a comulgar los días de fiesta.
Cuando yo era muy niño, todo lo que había en casa, todo cuanto teníamos y
todo cuanto nos poníamos, estaba gravado con el impuesto de la durabilidad.
Absolutamente todo. Bien sabe el pueblo que mi familia era muy humilde. De
las más humildes. De mi padre, que era albañil, dependíamos todos los de
casa: Mi madre, a la que siempre conocí enferma; mi tía “La Muda”, muy
trabajadora, que jamás pudo contribuir con salario o estipendio alguno; mi
abuelo materno, que permanecía con nosotros a temporadas, a quien jamás mi
padre aceptó dinero alguno de su exigua pensión; mis dos hermanas, que
permanecieron en nuestro hogar hasta los dieciocho años; y, por último, yo,
hasta los 15 años. Todos ordeñábamos la misma vaca y la vaca daba la leche
justita. Los gastos eran fijos y los ingresos variaban en función de cuándo
le podían pagar a mi padre su salario. Así era nuestra vida.
Ante esta situación, a nadie se le escapa que mi madre debía saber álgebra y
hacer cábalas para que el dinero alcanzara. Los pantalones se remendaban,
una y otra vez, pretendiendo hacerlos eternos. De un vestido se hacía una
blusa. De un pantalón largo, uno corto. De una chaqueta salía un chaleco.
Los jerséis de lana se hacían y deshacían en función de las necesidades y
tan pronto lo portaba mi padre como yo, rehecho, unos años más tarde. A las
camisas se les volvían los cuellos. A las medias se les “cogían las
carreras”, un verdadero arte que solo precisaba un vaso y una aguja
especial. A los calzoncillos se le cambiaban las jaretas, dadas de si por el
uso. Los botones migraban de prenda en prenda, en función de aquella que los
necesitara. Tan pronto abrochaban una camisa como una bata o una camisola de
una muñeca de trapo.
Con los utensilios de casa, sucedía lo mismo. El estañador nos reparaba las
sartenes, cazos, perolas, palanganas o zafras. El “Zazo”, un afilador
orensano, nos afilaba los cuchillos, que mermaban de tamaño y de utilidad
con su desgaste, pasando de cortar carnes a pelar patatas o remolacha.
Alfredo, peluquero y colchonero a la vez, vareaba la lana de nuestros
colchones para ahuecarla y reutilizarla. Las paredes del interior de la casa
se encalaban para lucirlas y sanearlas. Las del exterior se revestían, una y
otra vez, con barro y paja para hacerlas duraderas. Las tejas, las vigas y
los cabrios se reutilizaban para gallineros, caedizos, o paneras. Eran
verdaderos tiempos de un reciclaje tan útil como necesario.
Alimentos como melones, peras, manzanas…etc., se echaban sobre el grano de
mies para que durasen. Las uvas y las ciruelas se envolvían en papel de
estraza para comerlas pasas en Navidad.
No se tiraba nada. Cualquier alimento cocinado que sobraba, o se hacía
sobrar, lo reutilizaba mi madre. -Con estos garbanzos y un “puñico” de arroz
hacemos potaje-, solía decir. Con los menudos de los pollos o gallinas se
hacía paella. El pan sobrante se aprovechaba para rellenos, sopas de ajo o
migas. Las sobras de la carne o del pescado acababan en croquetas o
empanadillas.
En la actualidad, tiramos a la basura cantidad de alimentos y enseres que
son útiles e indispensables para otras personas. Vivimos tiempos de
abundancia en el primer mundo y de pobreza en el tercero. No reciclamos por
necesidad, sino por educación.
Vuelvo de nuevo en mí, y aquel jovencillo del metro se había ido. Y yo,
también. Con las cavilaciones me pasé de estación y tuve que retroceder. No
me importó, porque me sirvió para reflexionar sobre las grandes diferencias
sociales. Cuando yo era niño, en nuestro país, casi todos vivíamos mal.
Ahora, casi todos vivimos bien. Sin embargo, las desigualdades que se están
originando con las insuficientes políticas sociales, hacen que haya gente
clavada en la necesidad, con escasos recursos, que precisa de nuestra
solidaridad y comprensión, y de la imprescindible ayuda institucional para
seguir adelante. Abundan, cada vez más, los comedores sociales, ayudas
voluntarias e intervenciones de Cáritas para intentar paliar estas
situaciones. Suelo observar cómo, cada noche, una señora de unos 70 años
rebusca los contenedores de la basura para rescatar algún útil o alimento
que le venga bien. Siento verdadera vergüenza observar que haya gente que
tenga que recurrir a ello. Deberíamos pensar qué estamos haciendo mal.
Quizás, llevar unos pantalones rotos pretenda caricaturizar la pobreza y no
nos importe. Lo que sí nos debe importar es que pasar penuria y verdadera
necesidad no se convierta en una moda, riesgo más que probable de suceder.
©
Jesús Vasco, Barakaldo, 21 de octubre de 2021 |
relato
El cuidador cuidado
Una
de esas tardes desapacibles de lluvia que nos recluyen en casa buscando
actividades que vamos relegando para ocasiones como ésta, me senté en mi pequeño
estudio que mira a la calle contemplando, a través de los cristales, cómo las
gaviotas pasaban de largo buscando un posadero protegido de la intemperie.
Me
hice un café y comencé a hojear los álbumes de fotografías que vamos guardando
como oro en paño. Acudieron inmediatamente un sinfín de emociones difíciles de
sujetar. Estampas hieráticas de mis padres recién casados, de mis hermanas niñas
y adolescentes, de mi abuelo con la boina ladeada, de tíos que nunca conocí y de
amigos de la infancia, con ropajes de otro tiempo y con la mirada atenta a la
cámara que los iba a inmortalizar. Alguna de ellas, me arrancaba un beso, una
lágrima o una sonrisa, como aquella mía sujetándome con fruición el chupete, con
apenas cuatro meses, o aquella otra con la gata gris entre mis brazos, o la de
mi primera comunión vestido de marinero sin haber conocido el mar, o la que me
hicieron sentado en el pupitre de mi escuela, con el flequillo engominado, un
plumín en la mano, la mirada pasmada y un mapamundi como telón de fondo.
Estas fotos siempre están a mano, y recurrimos periódicamente a ellas como un
ritual. Muy distinto a las que guardamos en nuestros móviles, o en la “nube”,
que no aparecen cuando las buscamos o desaparecen como jilgueros desbandados por
el estampido de un disparo.
La
fotografía de papel esconde una magia especial para arrancarnos emociones y
añoranzas. Su piel envejece, se acartona, pierde lustre y se arruga, como la
nuestra.
Continuaba yo, entretenido y emocionado, contemplando las fotos, cuando apareció
una que me llamó especialmente la atención. Posaba Eugenia sentada en el regazo
de su padre, feliz y sabedora de que él cuidaba su cuerpecito y desvanecía sus
miedos.
A la
mente me vino realizar una fotografía actual en la que posaran ambos, tras 60
años de recorrido. Ahora, los términos se han invertido. Es ella quien cuida el
cuerpo maltrecho y desgastado de su padre, intentando disipar los miedos que a
él acechan, como ley de una vida que acaba y ensombrece.
¡Qué
honor más grande poder viajar juntos en el tren de la memoria apoyándose en la
barandilla de la vida, sujetando sus titubeos y corrigiendo sus desvíos! Ahora
es él quien concentra todas sus emociones en la hija de la que depende. Él, que
la portaba de chiquita en un cochecito minúsculo, orlado de lazos blancos, con
sabanitas rematadas con puntillas hechas a mano y una inmaculada funda de satén.
Él, que recorría las calles de Barakaldo con paso pausado, deteniéndose con
amigos y conocidos para enseñarles su tesoro con orgullo y complacencia.
Cuando esa niña creció y tuvo descendencia, fue él, con más años y experiencia,
quien desempolvó el viejo cochecito, lo engrasó, lo puso a punto y lo pertrechó
de todos sus atuendos para pasear a sus nietos con la misma ilusión de antaño.
Caminaron juntos muchos años, tantos como se necesitaron. Y, ahora, inclinado
ante la tierra por el peso de la vida, con sus remos desgastados y sus ojos
velados, trata de disipar la niebla que borra su camino para seguir anclado a la
familia que contribuyó a formar.
Ahora es su hija quien lo lleva de la mano. Caminan lentamente, al paso que le
permiten sus caderas y pies, deformados por el uso y los tropiezos de la vida.
Con su mente reconcentrada en la memoria remota, la que ha esculpido el tiempo a
martillo y cincel. Se siente orgulloso del cuidado que ha dado a su hija y del
cuidado que ésta le da, completando el ciclo de mutua dedicación y dependencia.
Y a su lado caminan sus nietos, incluso su pequeña biznieta con sus piernecitas
recién estrenadas, extrañada de cuán grande es la torpeza del bisabuelo.
Desgraciadamente, yo no he tenido la oportunidad de devolver a mis padres el
cuidado que ellos me prestaron. Su prematuro fallecimiento no me permitió
corresponder con ellos como merecieron. Sí la tuvieron mis hermanas y sus
respectivas familias, que la ejercieron con dedicación y ternura, colmándolos de
besos y abrazos antes de que se entregaran a la tierra que los reclamó. Esta
lección de mi familia la llevo escrita a sangre y fuego en mi memoria.
Volviendo a esa última fotografía, observo cómo las enseñanzas morales de
comportamiento han dado el fruto deseado. Toda una vida de trabajo, de atención,
de esfuerzo físico y económico, es correspondido de manera espontánea, natural y
sin contrapartida. El mismo cuidado, exquisito y esmerado, que ambos ofrecieron
a quien fue gran esposa y madre, respectivamente, quien ya no puede hacerse un
hueco en esa foto desde hace un par de años.
La
abnegación para el cuidado mutuo debemos transmitirlo a nuestras generaciones
venideras para que cada hogar sea una escuela de valores nobles como el
altruismo, el respeto, el aprecio y la generosidad y un lugar cálido y amable de
caricias y mimos que facilite el encuentro. De no ser así, perderemos la
cualidad humana para convertirnos en meros transeúntes.
Este
intercambio afectivo es ajeno a etnias y culturas. Todos los pueblos de la
tierra amasan los mismos desvelos, ofrecen la misma protección al desamparo,
cuidan de sus proles siguiendo las reglas de la vida, besan los labios sin
aprendizaje, unen los abrazos por la inercia del apego, consuelan las lágrimas
sin adiestramiento, respiran el mismo aire y se acuestan bajo el mismo cielo.
Retorno a ambas fotografías y llego a una sencilla conclusión: es obligación
moral custodiar el bagaje y senectud de aquellos que custodiaron nuestra
infancia.
©
Jesús Vasco,
Barakaldo, 12 de noviembre de
2021 |
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