relato
Es ésta una pequeña
historia fantástica, pensada para contársela a los niños al amor de la
lumbre. Recordando aquellas noches de cellisca en las que teníamos que
llenar los ratos antes de ir a la cama.
Los habitantes de la
espesura
Acicalaba
Kati su pata delantera, embarrada de lodo tras cruzar el río.
Estaba tranquila, recostada junto a su recental, Cervi, que la
miraba con ternura. A su lado, Troko, un cachorro de no se
sabe qué especie, jugueteaba con Cervi y emitía gruñidos a los
que se habían acostumbrado, aunque no correspondían a su especie. Kati
había aprendido a quererlos por igual, aun sabiendo que sus crías eran
completamente diferentes. Mientras lamía su pata, recordaba cómo adoptó a
Troko.
Era una
mañana soleada y fría, allá por San José. La escarcha cubría de blanco la
umbría, mientras, en la solana, el deshielo ofrecía un manto de fina hierba,
húmeda y apetecible. Los pajarillos preparaban sus nidos y en las ramas de
los chopos y de los arces aparecían los primeros brotes de una primavera
esperada.
Kati había parido a Cervi, fruto de su relación con
Leño, un imponente y apuesto ciervo que conoció en una
barranquera de la Sierra de la Culebra. Habían pasado la noche en el
encinar, junto al río Tera. Leño se desperezó y comenzó a
cornear el tronco de una encina para desprenderse de sus enormes astas,
ritual que realizaba todos los años por estas fechas. Consiguió deshacerse
de una. La otra debería esperar a otro lance. Kati, que
amamantaba plácidamente a su cría, percibió de pronto un olor nuevo,
diferente, advirtiéndole el instinto que era muy peligroso. Alertó a
Leño que miraba su imagen disforme en un remanso del agua. También
él percibió ese olor y se puso en guardia. No era el mejor momento de
iniciar pelea con un asta solo, pero sentía la obligación de defender a su
familia. Entre unas jaras, un animal que jamás había visto, semejante a un
perro, le amenazaba enseñando sus dientes y babeando espuma. Aquel ser
extraño le atacó y mordió en el anca, obligándole a deshacerse de él con un
repertorio de coces, una de las cuales le alcanzó de lleno y lo despidió
violentamente contra un sauce. Siguiendo a su instinto, que le aconsejaba
rematarlo, le corneó hasta hacerle escupir sangre, emitiendo un quejido
sobrecogedor. Olfateó con prudencia aquel cuerpo quejumbroso pero inmóvil y
lo grabó en su memoria. Retornó al lado de su aterrada compañera que le
lamió la mordedura del anca y le instó a alejarse de aquel cuerpo moribundo.
De pronto, escucharon el lloriqueo de un cachorrillo, de color pardusco y
con el morrito negro, que tenía la misma forma del ya cadáver. Kati,
en un ataque de ternura lo olfateó, reconociendo el mismo olor del animal
que les había acosado. Reprendida por Leño, se dio media
vuelta y se marcharon, presurosos, los tres.
Durante
la noche, Kati no dejaba de pensar en aquel cuerpecillo
lloriqueante y, en silencio, retornó al lugar de la pelea. Encontró al
cachorro acurrucado en el vientre de su madre muerta. Se acercó con cautela
y lamió el lomo del lobezno que, enseguida, se levantó y se dirigió hacia
ella. Las repletas mamas de Kati rezumaban un reguero de leche
que el cachorrillo comenzó a lamer. Kati entendió que tenía
hambre y se recostó sobre la hierba para ofrecerle sus ubres, de las que
mamó cuanto quiso y se durmió. Pero, al instante, se despertó de un berrido
de Leño, que había acudido con su cría. Kati se
incorporó y, con ella, el lobezno. Se marcharon los cuatro, atravesando la
sierra hacia un robledal de Sanabria, lugar seguro de donde era originario
Leño. Al cachorro diferente le llamaron Troko.
Troko y Cervi iban creciendo, cada cual, según su
raza. Cervi iba desarrollando el olfato, la intuición, la
prudencia y el mimetismo. Le encantaban los brotes tiernos de los arbustos y
la hierba fresca. Troko, por el contrario, adquirió
agresividad y destreza para capturar pequeños roedores que devoraba con
fruición. La naturaleza les llamaba a la libertad, y desaparecían, cada uno
por su lado, en busca de alimento y de nuevos territorios, volviendo con sus
padres ante la necesidad de estar juntos.
Cervi, en uno de sus escarceos, conoció a un cervatillo de Rionegro
y se marchó con él, bendecidos por Kati y Leño
que entendieron que debía ser así. Troko hacía escapadas cada
vez más prolongadas y el instinto le llevó hacia peña Trevinca donde conoció
a una perra asilvestrada procedente de Porto.
Kati y Leño se unieron a su grupo para continuar su
vida, como había sido siempre. Leño se hizo el dueño absoluto
del rebaño imponiéndose al resto de los ciervos en la berrea de otoño.
Kati continuó sumisa bajo su mando, pariendo consecutivas camadas
de cervatillos, todos iguales, pero muy diferentes a Troko con
quien soñaba en las largas noches de invierno.
Cervi y su nuevo compañero, fueron ampliando territorios buscando un
lugar donde asentarse. Llegaron al término de Orense, cerca del puerto de
Padornelo, donde amigaron con otros ciervos, estableciéndose allí
definitivamente.
Cierto
día, al amanecer, cuando se disponían a pastar, Cervi percibió
un olor que, aunque le resultaba familiar, consideró peligroso. Alertó a sus
compañeros, saliendo todos en estampida. Una manada de lobos atacaba por
todos los lados, comandados por un jefe que los conducía hacia el más
desvalido. Lo acosaron y arrinconaron junto a una acequia y se ensañaron con
él hasta devorarlo.
Con los
morros ensangrentados del festín, y aún no satisfechos, emprendieron de
nuevo la cacería eligiendo a una cierva encinta que suponían más vulnerable.
La cercaron también. El jefe, echando espumarajos por la boca y enseñando
sus colmillos con risa aterradora, se abalanzó sobre ella de un gran salto,
buscando atenazar su gorja. De pronto, un espasmo le paralizó el cuerpo al
escuchar a la presa mencionar su nombre. Era Cervi, su
hermana, a la que tanto había querido. No entendía cómo su propio instinto
no le llevó a reconocerla.
Troko, sin dar explicaciones, se dio media vuelta, reunió a la
manada y huyeron hacia Sanabria.
©
Jesús Vasco, Barakaldo, 16 de Febrero de 2017
Ilustraciones (dibujadas a mano)
de Saray Teijido.
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