Jesús María Vasco

relato

Es ésta una pequeña historia fantástica, pensada para contársela a los niños al amor de la lumbre. Recordando aquellas noches de cellisca en las que teníamos que llenar los ratos antes de ir a la cama.

 

Los habitantes de la espesura

 

Acicalaba Kati su pata delantera, embarrada de lodo tras cruzar el río. Estaba tranquila, recostada junto a su recental, Cervi, que la miraba con ternura. A su lado, Troko, un cachorro de no se sabe qué especie, jugueteaba con Cervi y emitía gruñidos a los que se habían acostumbrado, aunque no correspondían a su especie. Kati había aprendido a quererlos por igual, aun sabiendo que sus crías eran completamente diferentes. Mientras lamía su pata, recordaba cómo adoptó a Troko.

Era una mañana soleada y fría, allá por San José. La escarcha cubría de blanco la umbría, mientras, en la solana, el deshielo ofrecía un manto de fina hierba, húmeda y apetecible. Los pajarillos preparaban sus nidos y en las ramas de los chopos y de los arces aparecían los primeros brotes de una primavera esperada.

Kati había parido a Cervi, fruto de su relación con Leño, un imponente y apuesto ciervo que conoció en una barranquera de la Sierra de la Culebra. Habían pasado la noche en el encinar, junto al río Tera. Leño se desperezó y comenzó a cornear el tronco de una encina para desprenderse de sus enormes astas, ritual que realizaba todos los años por estas fechas. Consiguió deshacerse de una. La otra debería esperar a otro lance. Kati, que amamantaba plácidamente a su cría, percibió de pronto un olor nuevo, diferente, advirtiéndole el instinto que era muy peligroso. Alertó a Leño que miraba su imagen disforme en un remanso del agua. También él percibió ese olor y se puso en guardia. No era el mejor momento de iniciar pelea con un asta solo, pero sentía la obligación de defender a su familia. Entre unas jaras, un animal que jamás había visto, semejante a un perro, le amenazaba enseñando sus dientes y babeando espuma. Aquel ser extraño le atacó y mordió en el anca, obligándole a deshacerse de él con un repertorio de coces, una de las cuales le alcanzó de lleno y lo despidió violentamente contra un sauce. Siguiendo a su instinto, que le aconsejaba rematarlo, le corneó hasta hacerle escupir sangre, emitiendo un quejido sobrecogedor. Olfateó con prudencia aquel cuerpo quejumbroso pero inmóvil y lo grabó en su memoria. Retornó al lado de su aterrada compañera que le lamió la mordedura del anca y le instó a alejarse de aquel cuerpo moribundo. De pronto, escucharon el lloriqueo de un cachorrillo, de color pardusco y con el morrito negro, que tenía la misma forma del ya cadáver. Kati, en un ataque de ternura lo olfateó, reconociendo el mismo olor del animal que les había acosado. Reprendida por Leño, se dio media vuelta y se marcharon, presurosos, los tres.

Durante la noche, Kati no dejaba de pensar en aquel cuerpecillo lloriqueante y, en silencio, retornó al lugar de la pelea. Encontró al cachorro acurrucado en el vientre de su madre muerta. Se acercó con cautela y lamió el lomo del lobezno que, enseguida, se levantó y se dirigió hacia ella. Las repletas mamas de Kati rezumaban un reguero de leche que el cachorrillo comenzó a lamer. Kati entendió que tenía hambre y se recostó sobre la hierba para ofrecerle sus ubres, de las que mamó cuanto quiso y se durmió. Pero, al instante, se despertó de un berrido de Leño, que había acudido con su cría. Kati se incorporó y, con ella, el lobezno. Se marcharon los cuatro, atravesando la sierra hacia un robledal de Sanabria, lugar seguro de donde era originario Leño. Al cachorro diferente le llamaron Troko.

Troko y Cervi iban creciendo, cada cual, según su raza. Cervi iba desarrollando el olfato, la intuición, la prudencia y el mimetismo. Le encantaban los brotes tiernos de los arbustos y la hierba fresca. Troko, por el contrario, adquirió agresividad y destreza para capturar pequeños roedores que devoraba con fruición. La naturaleza les llamaba a la libertad, y desaparecían, cada uno por su lado, en busca de alimento y de nuevos territorios, volviendo con sus padres ante la necesidad de estar juntos.

Cervi, en uno de sus escarceos, conoció a un cervatillo de Rionegro y se marchó con él, bendecidos por Kati y Leño que entendieron que debía ser así. Troko hacía escapadas cada vez más prolongadas y el instinto le llevó hacia peña Trevinca donde conoció a una perra asilvestrada procedente de Porto.

Kati y Leño se unieron a su grupo para continuar su vida, como había sido siempre. Leño se hizo el dueño absoluto del rebaño imponiéndose al resto de los ciervos en la berrea de otoño. Kati continuó sumisa bajo su mando, pariendo consecutivas camadas de cervatillos, todos iguales, pero muy diferentes a Troko con quien soñaba en las largas noches de invierno.

Cervi y su nuevo compañero, fueron ampliando territorios buscando un lugar donde asentarse. Llegaron al término de Orense, cerca del puerto de Padornelo, donde amigaron con otros ciervos, estableciéndose allí definitivamente.

Cierto día, al amanecer, cuando se disponían a pastar, Cervi percibió un olor que, aunque le resultaba familiar, consideró peligroso. Alertó a sus compañeros, saliendo todos en estampida. Una manada de lobos atacaba por todos los lados, comandados por un jefe que los conducía hacia el más desvalido. Lo acosaron y arrinconaron junto a una acequia y se ensañaron con él hasta devorarlo.

Con los morros ensangrentados del festín, y aún no satisfechos, emprendieron de nuevo la cacería eligiendo a una cierva encinta que suponían más vulnerable. La cercaron también. El jefe, echando espumarajos por la boca y enseñando sus colmillos con risa aterradora, se abalanzó sobre ella de un gran salto, buscando atenazar su gorja. De pronto, un espasmo le paralizó el cuerpo al escuchar a la presa mencionar su nombre. Era Cervi, su hermana, a la que tanto había querido. No entendía cómo su propio instinto no le llevó a reconocerla.

Troko, sin dar explicaciones, se dio media vuelta, reunió a la manada y huyeron hacia Sanabria.

© Jesús Vasco, Barakaldo, 16 de Febrero de 2017

Ilustraciones (dibujadas a mano) de Saray Teijido.

 

 

Jesús Vasco 

SUMARIO

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