Jesús María Vasco

 

... y conocí el mar

Para aquellos que nos hemos criado en la meseta castellana, el mar significa un agente extraño, inmenso, que contrasta con el mar nuestro de campos de espigas salpicados de amapolas y lechetreznas. Siendo mares diferentes, transmiten la misma serenidad e inquietud. Un mar de espigas se mueve acompasado por el capricho del mismo viento que mece las olas y las estampa contra las rocas.Aún recuerdo la primera vez que conocí el mar. Fue en una de aquellas excursiones que D. Félix, mi querido maestro, organizaba en la escuela de mi pueblo. No recuerdo si era Covadonga, Oviedo o Gijón el destino del viaje, el caso es que nos asomamos al mar desde alguna ciudad de costa, y entendí que había otros mundos, otra forma de mirar la vida, como si en el pueblo hubiese una trastienda mágica a la que sólo personas afortunadas se podían asomar. Con mis ojos de niño no entendía cómo podía haber tanta agua en un recipiente sin límites, yo que solo conocía el río de mi pueblo y la laguna junto a la carpintería del señor Alejandro, ignorando qué podría haber más allá de la fina línea que separaba el cielo de la tierra. Suponía que era en esa dirección donde se encontraba el fin del mundo, del que tanto nos hablaba D. Alfonso, el cura, el lugar donde se salvan las almas o se condenan, o el confín de tierras de las que me hablaba el maestro, de los inmensos desiertos y de las grandes montañas, habitadas por seres de otras razas y colores. No hay nada cómo no entender las cosas para atribuir su pertenencia a un ser superior.

Contemplaba las olas que iban y venían, secuenciadas por impulsos acompasados, como latidos de un enorme corazón en las entrañas abisales. Cada ola era diferente a las demás. Cada una de ellas lamía la arena dejando sus espumarajos para desaparecer, por arte de birlibirloque, por el empuje de otra ola de mayor magnitud. No sé cuánto rato permanecí embelesado en este vaivén.

Nos llevaron a un puerto, no sé cuál. Recuerdo los diferentes colores de las barquichuelas, de los pesqueros y de algún que otro carguero. No podía entender que esos armatostes pudieran flotar. Como no podía entender que los aviones volaran. Acababa pensando que habían sido creados por el mismo dios al que mi madre atribuía todo aquello que no comprendía, dudando de que los hombres fueran capaces de realizar semejante tipo de magia. Observaba los movimientos de las grúas que extraían las pesadas cargas de los pesqueros para depositarlas en el muelle. Acudían hombres ataviados de katiuskas y chubasqueros amarillos o verdes, que distribuían la pesca en cajas de madera, en función de su especie y tamaño. A su lado una hilera de mujeres, acomodadas en los muelles y pantalanes de la dársena, desenredaban y reparaban las redes con la misma habilidad y destreza con la que mi madre remendaba mis pantalones. Los mástiles de los barcos estaban repletos de charranes y gaviotas que esperaban la oportunidad para hacerse con algún pez extraviado o los desperdicios de los pescados echados al mar.

Tenía el corazón acelerado de tanta emoción y de tantas cosas que veía al mismo tiempo. Pensaba que estaba en otro mundo del que solo había oído hablar y del que no imaginaba que fuera tan hermoso. Supe, desde ese momento, que no desperdiciaría jamás la oportunidad de volver al mar, a ese mar de Alberti al que dedicó uno de sus más conocidos poemas: “El mar. La mar. El mar. ¡Sólo la mar! ...”

La muerte de mi madre hizo que me asentara definitivamente en la costa, en contra de mi voluntad entonces, pero orgulloso y satisfecho ahora. Mi vida es un rio que fluye entre Castronuevo, Barakaldo, Noja y Soria, compartiendo con el mismo afecto esos mares de agua y de espigas en los que desemboca, disfrutando de la tierra que me vio nacer, de la que me dio la oportunidad de vivir, de la que me regala acantilados y finas arenas y de la que elegí para ser hamaca de mi senectud, que ya está en puertas.​​

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, 28 de septiembre de 2023

Las fotos son de Marisa Martínez

 

Cuando estudié en la Universidad de Milán, en 1988, conocí a unos compañeros médicos que esperaban un hijo. Desde la primera ecografía supieron que se trataba de un Síndrome de Down. Fui testigo de su sufrimiento y sus desvelos. Sin embargo, con coraje, determinación y ciertas dosis de cristianismo, decidieron seguir adelante con el embarazo, conocedores de antemano de que el aborto era legal en Italia desde hacía 10 años. Desde el primer momento, contaron con mi compresión y respeto. El niño nació tras un parto sin complicaciones y comenzó su andadura sorteando obstáculos desde su primer día. Una cardiopatía congénita le impedía mamar con normalidad y su llanto de recién nacido semejaba más un lamento que una llamada de atención.

Toda esta situación me trajo a cuento este relato, con fondo real y adornos de ficción, basado en los sentimientos que aprecié en ellos.

 

El Síndrome de Down

 

El niño esgrimió un chillido que acabó en un llanto de rabia por haberlo extraído prematuramente del regazo de su madre en el que se sentía a gusto. Fue correspondido por unos brazos cálidos que lo apretujaron contra unos senos turgentes de los que manaba un líquido delicioso que le tranquilizó. Se acurrucó en el regazo de su madre y sintió el latido de su corazón acompasado con el suyo. Un latido que llevaba sintiendo desde hacía unos meses y que le informaba del estado físico y anímico de su madre. Si todo seguía así, sería uno de los niños más felices del mundo.

Cuando le subieron a la habitación, el ruido le molestaba y el olor se le hacía insoportable. Sabía que para manifestar su disconformidad solo tendría que llorar. Y lloró desconsoladamente hasta que aquellos brazos que le recibieron nada más nacer le envolvieron de nuevo deseando que no le soltasen jamás. Volvía a oír el compás de esos latidos que reconocía como suyos y que le transferían seguridad y sosiego. Hociqueaba entre los pechos de su madre hasta que encontró el manadero del calostro que le devolvía la felicidad.

El padre encendió la luz y todos los allí presentes enmudecieron. Se miraban unos a otros esperando una explicación que nadie se atrevía a dar. Habían mantenido el secreto para que nadie interfiriera en su decisión. Solamente los padres y el médico sabían quién era Marco y cómo iba a nacer, y el parto solo sirvió para confirmar que las pruebas que se le habían realizado durante el embarazo a la madre eran desafortunadamente acertadas. Las lágrimas que habían sido de sufrimiento se tornaron en una inmensa felicidad, revestida de la consiguiente dosis de responsabilidad y de compromiso.

Cuando, por primera vez, lo llevaron a la guardería, observaba a los otros niños sabedor de que él era diferente. Le acariciaban sus ojos rasgados y le daban besos de complacencia que agradecía de corazón. Un corazón delicado que, a pesar de tener una comunicación interventricular como malformación vinculada, era un corazón tierno y sensible que se ablandaba ante la mirada y la curiosidad de cuantos le rodeaban. Quienes hemos nacido “normales” tenemos el corazón tan duro que se inmuta poco ante guerras, hambrunas o desgracias ajenas.

Hacer las cosas que los otros niños hacían le exigía mayor tiempo y dedicación, y la destreza para el uso de las cosas no era la misma, pero se esforzaba en estar a la par de los demás. Era torpe para el deporte, se fatigaba al menor esfuerzo, carecía de la habilidad de sus compañeros para saltar un charco, para atrapar una rana o para esconderse a tiempo. Su inocencia atraía las burlas de los demás niños, que abusaban de su bondad para gastarle bromas en ocasiones despiadadas.

Los años fueron pasando, perdiendo compañeros que avanzaban de curso mientras él se rezagaba, para tomar otros que no acababan de acostumbrarse a su disformidad. Pero, poco a poco, con extraordinario esfuerzo y no pocas intervenciones quirúrgicas, fue avanzando en su educación y formación, con la ayuda incondicional de sus padres y de algunos profesionales tan sensibles como comprometidos. Su falta de intrepidez lo catapultaba hacia los brazos de su madre que siempre encontraba como un salvavidas en medio de un mar turbulento.

De la niñez pasó, sin apenas darse cuenta, a una adolescencia que no entendía. El cuerpo le bullía y le pedía relaciones que no eran correspondidas, desprendiendo el amor y la ternura de un perrillo. Hasta que encontró a Daniela, una mocetona atrevida que conoció en la Asociación y que le cogió la mano para que la invitara al bar, como hacían los otros, aun sabiendo que sus rasgos los delataban allá donde fueran. Y así comenzó una relación de la que se sentían orgullosos, proponiéndose vivir sin límites, atraídos por la pasión de sus cuerpos inmaculados, limpios de roñas hipócritas, soñando sueños que les habían sido robados, tejiendo futuros de amistad y comprensión que nadie más que sus padres les habían otorgado. Eran felices, y no entendían las riñas y disputas de parejas convencionales a las que creían afortunadas por no estar estigmatizadas como ellos. Sus miradas, aunque rasgadas, eran limpias y francas, creyendo y deseando no vivir el uno sin el otro. A través de la Asociación, les concedieron un piso tutelado en el que se acomodaron ilusionados, adquiriendo pequeños objetos que colocaban en las paredes para recordarles su compromiso: corazones entrelazados, fotografías en el parque o en los toboganes de las ferias cogidos de la mano, como cualquier enamorado, comiendo manzanas de caramelo o algodones azucarados. Solicitaban a sus tutores la comida que deseaban y la ropa que les gustaría comprar. Tejían una vida simbiótica enmarañada de besos y caricias, sin prisas ni tiempos. Animados por sus respectivos padres adoptaron una perrita, desafortunada como ellos en lograr determinados afectos sociales, pero generosa en besuqueos y lametazos que compensaban el desdén que apreciaban de puertas afuera.

Eran una burbuja de amor en medio de la indiferencia y de la incomprensión. Ajenos a guerras y mentideros, a programas televisivos de gentes encantadoras y triunfantes, a políticos que olvidaban en sus escaños lo prometido en sus campañas, a niños crueles que menospreciaban sus caricias y explicitaban sus diferencias.

Después de varios años, mis colegas me confesaron emocionados que sus hijos eran una permanente fuente de cariño y de ternura. Su único temor era qué sucedería cuando ellos faltaran.

Esta es la vida que nos toca vivir. No me gustan los estereotipos, y menos las intolerancias. Precisamos de un manto que proteja nuestros sueños para que no se escapen de golpe y vivirlos, uno a uno, con la intensidad que la “normalidad” de cada cual se lo permita.

Si el denominador común del S. de Down es la bondad, aún estamos por determinar cuál es el de los demás.

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, 15 de septiembre de 2023

 

 

Buimanco, el pueblo más hermoso de Tierras Altas

Buimanco es un hermoso pueblo, ya abandonado, recostadito a la solana de la sierra del Ayedo, que separa Soria de La Rioja. Mi primo Jesús y yo, accedimos al pueblo por el camino antiguo, camino de uña por el que transitaban las gentes cuando querían comunicarse con San Pedro Manrique. Es un camino que iniciamos acompañando al rio Linares hasta el barranco de San Fructuoso, por el que continuamos en el sentido opuesto al de sus aguas hasta que encontramos la senda llamada “El Calvario”, que va serpenteando monte arriba. Es una subida prolongada y empinada que da acceso a la cumbre de un bosquete de pinos y rebollos desde donde se divisa en lontananza el pueblo. Son unos 8 km en el que se invierten un par de horas. La mañana era limpia y muy fría (-2ºC). Cuando llegamos a Buimanco encontramos el pueblo vallado para apriscar las vacas de un ganadero de San Pedro. Me decepcionó ver el casco urbano lleno de bostas. Un verdadero vergel para escarabajos y garrapatas. Además, se trata de un pueblo cuyo dueño es una empresa privada que, hace unos cuantos años, compró las casas y la iglesia, no sé para qué. Si al dueño le importa un carajo el pueblo por el que ha pagado, ¿a quién más le puede importar?

Sinceramente, no sentí rabia, ni indignación, solo dolor. Un pueblo abandonado duele. Y si es hermoso, más. Nos sentamos en unas lastras mientras contemplábamos las barranqueras hacia el Linares. Frondosos bosques mixtos cubren el horizonte, mientras son los chopos y las mimbreras los encargados de escoltar al río. La hierba alpina de los pastizales circunda el pueblo realzando el color de la piedra parda para hacerlo aún más hermoso. Momentos de meditación y recogimiento para evocar las gentes que lo poblaron, los niños que corretearon por las calles y los viejos sesteando en las solanas. Duele ver luxados los quicios de las puertas, abiertas al desamparo y a la profanación de las zarzas y escaramujos. Solo la iglesia se mantiene en pie. Su espadaña conserva altiva la dignidad de varios siglos escuchando plegarias al dios que también huyó. Carece de campanas porque solo a las vacas puede llamar. El altar mayor no tiene ara, ni sagrario, ni patrón encaramado en su pedestal. Solo algunas palomas entran y salen a su antojo como espíritus santos que han olvidado que fueron un día parte de una trinidad. Curiosamente, el suelo estaba limpio y preparado para alojar a los miembros de la Asociación de Amigos de Buimanco a quienes les gusta celebrar una comida de hermandad todos los años. Y ¿qué espacio más fresco y apropiado que la iglesia para protegerse del sol o de algún nublado de verano?

Las golondrinas revoloteaban enfebrecidas sabedoras de que no había cristo a quien quitar sus espinas. Ni había lirios en los floreros, rotos y descalabrados entre los escombros del ábside. Solo el silencio estaba alojado bajo las nervaturas de las bóvedas iluminadas por tenues rayos de sol que se colaban a través de las ventanas sin marcos ni cristal. Me acerqué a lo que un día fue altar y, entre los escombros, encontré el pliego de firmas de una boda realizada en julio del año 1954 entre dos jóvenes que deseaban, ilusionados, hacer pueblo, desconociendo que esa misma iglesia que dio fe de su compromiso sería vendida por un representante de dios a un comerciante de aceitunas.

Salimos a las eras y nos sentamos sobre una roca que asomaba entre la hierba. Almorzamos acariciados por un sol radiante que se estampaba contra la hierba jugueteando con la sombra de los narcisos y margaritas que pintarrajeaban los prados. Una gran telaraña sellaba una madriguera abandonada con las gotas irisadas del rocío discurriendo por sus hilos desafiando la gravedad. Algodonosos nidos de procesionarias se descolgaban de las ramas de los pinos esperando el milagro de convertir sus crisálidas en hermosas mariposas. Y, a nuestra vera, un atrevido petirrojo entonaba sus notas de amor a una hembra escondida tras los matojos. Toda una explosión de vida para acompañar a un pueblo muerto.

Deshicimos lo andado por el camino viejo, el del “Calvario”, para volver a San Fructuoso contentos de cuanto habíamos visto y disfrutado, removido el recuerdo de aquellas gentes dignas que habitaron Buimanco. Volveremos a él con la esperanza de que las vacas, también, hayan emigrado.

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, 20 de abril de 2023

 

 

Despedida de Lander Sollano Duro

 

Hoy ha sido uno de los días más tristes y emotivos que he vivido. Hemos despedido a Lander, de 21 años, hijo de unos buenos amigos, quien falleció de un ataque de juventud, cuando se encaminaba a casa de madrugada, como tantas veces, oyendo su música preferida y satisfecho de su velada con los amigos. Jamás pudo imaginar que le cogería de esa forma su último tren. Hizo lo que muchos hemos hecho infinidad de veces y la suerte nos acompañó. Desgraciadamente, a él no.

El encuentro para su despedida se ha realizado en un tanatorio de Barakaldo, a escasos metros del pueblo donde Lander vivía. Una espontánea e ingente multitud de todas las edades se ha movilizado para darle un último adiós. Todos con el pecho aprisionado, con el corazón desbocado empujando desde las entrañas, con la respiración entrecortada y los ojos borboteando espesas lágrimas de rabia y de dolor.

Al estrado de la capilla subieron sus amigos de San Pedro Manrique, con palabras de escalofriante sensatez que solo la gente joven es capaz de proferir en situaciones límites. Con la entereza de saberse amigos en la vida y haberlo jurarlo para siempre, recordaron los veranos de torrezno y calimocho, de san juanes y trasladaciones, de rosquillos y hogueras de barrio, de partidos de futbito y verbenas interminables de pueblo en pueblo.

Tras ellos, un numeroso grupo invadió el altar saliendo de entre la gente. Eran todos también jóvenes, los del día a día, la cuadrilla de chavales agrupados por la edad, el deporte, el colegio, el barrio…. Hicieron una melé para leerle palabras hermosas, de juventud, de ratos disfrutados en el estadio, en el bar o en los bancos del barrio. Atragantados de las lágrimas que les corrían por dentro, agarrados entre ellos haciendo piña para soportar el dolor. Me sentí orgulloso de entregar mi futuro a estos grandes muchachos.

Y, después, su novia, compañera o amiga, me da igual el epíteto. La persona que eligió para compartir su vida. A la que ha dejado huérfana de abrazos, besos y caricias. Emotivas palabras de amor compensadas por un pasado de ilusión y un futuro de agradecimiento. Qué pequeño se nos hace el cuerpo cuando afloran grandes sentimientos.

Y, por fin, sus primos. Las palabras de Zihara y de Iker solo podían decirlas ellos, y se nos clavaron en el alma como saetas de ternura y de recuerdos gratos. A pesar del dolor, qué agradable es oír la grandeza de las personas en los labios de la juventud.

Me gustó el colofón con el que el oficiante de la ceremonia concluyó: “Dos personas acudieron a la tumba de un recién fallecido muy querido. Uno de ellos exclamó: ¡qué tristeza y qué dolor nos ha dejado! A lo que el otro respondió: ¡no! ¡Todo lo contrario! ¡Qué suerte haberle tenido y disfrutarle!”

Pero todo esto que he vivido desde el dolor y el desconsuelo puedo compensarlo con su enorme generosidad. Yo, que no creo en la transmigración de las almas, sí creo en la transmigración de los cuerpos. Porque habrá otras personas, en otros lugares, que, a través de los órganos de Lander podrán seguir viviendo. Para ello hubieron de guardar sus padres dos días su cuerpo sin futuro para él para asegurar el futuro de otros cuerpos que, probablemente, jamás conocerán, y que seguirán con vida gracias a su bondad.

¡Qué grandes lecciones de vida nos da, a veces, la muerte!

 

© Jesús Vasco, Barakaldo, 23 de marzo de 2023

 

Jesús Vasco 

SUMARIO

SENDEROS IMAGINADOS

Hola, soy Icni, anímate y escríbenosColabora y contacta con nosotros

Los textos  están publicados con permiso expreso de sus autores,  siendo ellos los únicos responsables del contenido. Las fotografías y los textos son  © de los autores. Las direcciones  electrónicas se hacen públicas con permiso de sus autores. No facilitamos ningún dato a terceros.

SENDEROS IMAGINADOS
Páginas creadas y mantenidas por © maruska 2001/Actualizadas el 13 noviembre 2023