LOS ÁRBOLES |
El bosque de los robles encantados Isabel Goig |
El pueblo de la abuela estaba enclavado en mitad del bosque. Desde la cumbre del monte más alto se veían los robles mezclados con los pinos y, en otoño e invierno, se distinguían unos de otros por los colores verde y marrón. Era un espectáculo, sobre todo cuando, entre tantos árboles, aparecía el blanco de la nieve. Abuela aseguraba que sus conocimientos de las hierbas le venía del poder mágico del robledal, donde había pasado buena parte de su infancia. Veréis, cuando yo era muy pequeña, apenas cuatro años, me perdí una tarde en el bosque. Se hacía de noche, pero yo no sentía miedo, ya que buena parte de mis cortos años los había pasado entre esos robles, o mejor, subida a ellos, en busca del muérdago, que mi madre, vuestra bisabuela, me hacía cortar como yo lo corto ahora, con pequeñas piedras, para hacer las pociones de sanalotodo. Yo siempre había oído contar que el robledal estaba encantado y en él vivían unos magos cuidadores de los robles, y de ellos adquirían la fuerza y la sabiduría. Soñaba con conocerles y pensé que había llegado ese momento cuando me encontré perdida. Así que me subí al más alto de todos y esperé. Me quedé dormida con la cabeza apoyada en un nido de pájaros que picoteaban suavemente mi cabeza para ayudarme a perder el miedo. Un resplandor me despertó. Mamá pájara redobló sus esfuerzos a fin de que yo siguiera durmiendo; lo que sucedía en el robledal no debía presenciarlo un ser humano, aunque fuera pequeño como yo. Supuse llegado el momento de ver lo que soñaba tántas veces. La luna se había encendido iluminando todo el paraje. Una gran hoguera estaba encendida en el suelo y alrededor de ella danzaban unos extraños personajes, todos distintos entre sí. Unos eran muy altos y otros tan pequeños como yo. Unos muy viejos y otros jóvenes. Algunos llevaban puestos unos gorros de pico, otros túnicas, y varios vestían con cortezas de los árboles. Muy cerca de la hoguera hervía una gran marmita de la que ascendía, hasta las copas de los robles, un olor muy parecido a la de las hierbas de mi abuela. Nadie bebía, pero todos se acercaban de vez en cuando para aspirar el vapor. Danzaban al son de unos instrumentos de sólo tres cuerdas, tocados por unos pequeños duendes sentados en las ramas. De vez en cuando, uno de aquellos personajes hacía parar la música y recitaba, en una lengua muy extraña, larguísimas poesías que los otros escuchaban con gran respeto. Cuando la hoguera se fue apagando, de entre todos aquellos personajes salió el más magnífico que nunca podáis imaginar; se trataba del Gran Mago. Le acercaron un asiento hecho con ramas secas, bastante alto, y delante de él, en semicírculo, fueron sentándose todos. Los que tocaban callaron dispuestos a escuchar. Y aunque yo era muy pequeña, mientras les escuchaba, fui sabiendo que los que allí estaba reunidos eran, ni más ni menos, que los que hacían las leyes, pero no los políticos, ni mucho menos, si no esas otras leyes no escritas. Ellos decidían lo que los humanos nos íbamos mereciendo en cada momento. Nos premiaban y nos castigaban. Por aquel entonces no existían tantos depredadores como ahora, por eso sólo mandaban una buena tormenta aquí, unos cuantos desbordamientos de ríos por allí... En esa asamblea, que supe se celebraba todos los años, en el solsticio de verano, se daba permiso a los volcanes para que vomitaran un poco de lava sobrante; se permitía a las nubes determinadas descargas, sólo las suficientes para no atentar contra sus vecinas; si los humanos se habían atrevido a pescar en exceso en los ríos, se autorizaba a los cangrejos a vivir en los ríos subterráneos a fin de proporcionar escarmientos; se presentaban quejas contra colectivos humanos que habían quemado bosques por negligencia, y, entonces, enviaban a ese colectivo una mala cosecha, o hacían que las ovejas se quedaran estériles durante un año entero. Cuando comenzó a amanecer, todo desapareció como por encanto. Nada quedó que me permitiera justificar ante mis padres que lo que había visto era cierto y no un sueño. Mi madre me aconsejó que nunca contara eso que había visto, aunque yo todavía pienso que ella no me creyó". "¿Fue verdad, abuela?". Preguntó Leonor. "Sí, cariño, yo lo ví". "¿Y si me llevas una noche podré yo verlo también". "Pues creo que ya no existen. La estupidez humana ha llegado a sobrepasar el poder de la magia. Ya no encontrarían suficientes castigos para todo el mal que estamos haciendo a la naturaleza". "¿Y todas esas inundaciones que hay ahora, y tifones, las mandan los magos?". "Creo que se trata del último esfuerzo de algún mago escondido en algún lugar, intentando lanzar los últimos avisos". © Isabel Goig |
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