LOS ÁRBOLES

Isabel Goig

En el principio fue el agua, los árboles, la vegetación, las rocas, de esos elementos venimos todos. Nada tiene de extraño que todavía sigamos rindiendo culto a ellos y que con ellos nos sigamos curando. El setenta por ciento de nosotros es agua, nuestro organismo tiene minerales y, la carencia de ellos, nos enferma. Antes de ser humanos fuimos algas, vegetación, por eso necesitamos más de ello que de los animales para sobrevivir.

Nuestros antepasados vivieron en el bosque, rodeados de árboles que hunden sus raíces en la tierra metros y metros, por lo tanto conocían muy bien las propiedades de esos seres, de esos troncos y esas hojas alimentadas de minerales, sol y agua. Se curaban con ellos y, puesto que les sanaban, les rendían culto. De aquel largo pasado ha quedado en el acervo popular, inconsciente unas veces y consciente y bien presente otras, una serie de ritos que iremos viendo conforme vayamos escribiendo de los árboles y la fauna del espacio natural conocido como “Soto de Garray”.

Además de los ritos, el mundo vegetal fue, hace siglos, incorporado por la Ciencia al mundo de la Medicina de forma tal, que nos olvidamos o ignoramos que la base de la Farmacopea es los minerales, los árboles, la vegetación, el agua, eso que nos ha acompañado siempre, parte de nosotros en definitiva.

Entre los ritos destacaremos que en algunas partes de Europa se pedía perdón con fórmulas rituales antes de cortar árboles en el bosque. Cuando algún leñador moría aplastado por uno de esos troncos que durante años habían vivido arraigados a la madre tierra, se achacaba a la falta de ese perdón. También cuando se vendía un bosque se aconsejaba realizar alguna ceremonia propiciatoria.

En la Navidad, considerada la fecha de nacimiento de Jesucristo y también de Mitra, se han practicado desde antiguo unos ritos bien distintos de los actuales, donde los belenes y cabalgatas de Reyes dan una imagen festiva y plástica, pero que nada tiene que ver con la esencia de lo que se celebra. Las otras ceremonias, que se conservan en el entorno rural y que, junto con este mundo autosuficiente se van perdiendo, derivan de la tradición centroeuropea de colocar en las cocinas de leña, con la llegada del invierno, un tronco enorme que llaman trasfuego para que, con lentitud, se vaya consumiendo. Llegado el tiempo de calor, esas cenizas todavía con forma de tronco, que al tocarlas se desmoronan como castillo de arena, serán esparcidas sobre las tierras de cultivo con el fin de que el fruto sea abundante.

De otra forma está presente el tronco de árbol en muchos pueblos de Tarragona con el nombre de Fer cagar el tió. En Nochebuena se coloca un tronco junto a la pared y se tapa con una manta; el tronco ha de tener huecos suficientes para esconder en su interior turrones, frutas confitadas, frutos secos de esa tierra catalana, barquillos, juguetes y todo aquello que haga feliz a la chiquillería. Llegado el momento, los chavales, garrotes en ristre, apalean al tió de Nadal y los frutos escondidos en su interior van cayendo, con el alborozo lógico de los niños. En el Alto Aragonés a este rito se le lama “tronca”, “rabassa” o “toza de Navidad”. El mayor de la casa –casi siempre el abuelo- hace de oficiante, presenciando este culto a la naturaleza, pues en esta comarca las cenizas de la tronca se esparcirán por los sembrados llegado el momento. Sabemos que esta costumbre vuelve a practicarse en algunas zonas de Tarragona desde la más tierna infancia, es decir, desde la guardería, lo que celebramos.

El padre Barandiarán recogió una curiosa tradición en Kortezubi (Vizcaya), en la que se decía que antiguamente los árboles iban por su propia voluntad a los caseríos para que los quemaran, o los cortaran. Una mujer se enredó con las ramas de uno en el portal del caserío y le dijo “Etorriko ez bali obea leiko” (Sería mejor que no viniesen). Desde entonces es el hombre quien tiene que ir al monte a cortarlos.

Según Julio Caro Baroja, en su Ritos y mitos equívocos, la epigrafía latina de la zona francopirenáica indica un intenso culto a los árboles, lo que viene a desmentir la observación de Estrabón, quien afirmaba que en la parte meridional había abundantes bosques, pero no en la septentrional. Había abundante culto al dios “Fagus” en las proximidades de los Pirineos.

Por el vascuence se han interpretado numerosas divinidades vegetales en la zona. Arixo (asimilado a Marte, Marti Arixoni), Aritza es roble en vascuence. También hay advocaciones al dios de los Seis Árboles (Sex Arbori Deo), en dos altares de Castelbiague. Schulten considera estos cultos en parte ibéricos y en parte ligures, mientras que los vascólogos han interpretado mediante aproximaciones más o menos curiosas, han desaparecido sin dejar rastro.

También los árboles tenían un carácter festivo, como los mayos y las enramadas. Arboles juraderos, como los vascos, la Olmeda en Soria (en todos los pueblos castellanos, se celebraba el Concejo bajo un olmo). San Fernando, rey de Castilla, fue aclamado como rey en el olmo que había en Autillo, entre Palencia y Carrión. Cerca de un árbol o altar se bendicen los campos, hace ya muchos años que, en Castilla, se bendicen en los pairones, debido, según algunos estudiosos, entre ellos regeneracionistas del siglo XIX, al desagrado que a los agricultores les producen los árboles en general.

El respeto y la fascinación del hombre primitivo por la naturaleza han sido transmitidos hasta nuestros días –salvo excepciones que de todo hay-. El enfado del perrito Idefix cuando alguien tocaba un árbol no puede ser contemplado como mera anécdota.

Cómo no respetar a los árboles. Del Árbol de Gernika –un roble- dijo Tirso de Molina: “El Arbol de Gernika ha conservado/la antigüedad que ilustra a sus señores,/sin que tiranos le hayan deshojado,/ni haga sombra a confesos ni a traidores”. De este árbol dicen los actuales vascos que “su significado simbólico se va perpetuando a través de los sucesivos ejemplares de robles como el alma de Euskalherria se va transmitiendo a través de las generaciones”.

© Isabel Goig

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