La estampa, urbana, plasma un viejo coche de caballos, o
de mulas a juzgar por la "planta" de los semovientes. Puede que se
trate del vehículo en el que llegaron a Soria
El testimonio de
Baroja, personal y directo, tiene el mérito de trazar el bosquejo de cómo
era la Soria de ahora casi hace un siglo, es decir, de cuando asistíamos
al crepúsculo matutino del mismo, mientras que ahora presenciamos el
vespertino, que es al mismo tiempo el de la provincia, por cierto.
La época en la que
Baroja llega Soria coincide con una verdadera fiebre viajera de este
autor. Poco antes habrá recorrido numerosos itinerarios patrios en
compañía de su hermano Ricardo, del también novelista -y estrafalario
personaje- Ciro Bayo, amén de un burro o jumento. Al filo del siglo Baroja
templaba las cuerdas de su fecunda labor literaria con estos viajes casi
anónimos, donde trataba de mezclarse con el paisaje y el paisanaje. En
esta ocasión no es Ciro Bayo quien acompaña a los dos hermanos sino un
suizo, Paul Schmitz, de quien, muchos años después nos dirá el etnólogo
Caro Baroja (sobrino de Pío) en su “Los Baroja” (pág. 84):
“Yo recuerdo, por ejemplo, la llegada de Paul Schmitz, el suizo
nietzscheano, tan vinculado a mi familia a comienzos del siglo, en su
última escapada a España. Era un hombre alto, flaco, rubio, con barba en
punta y expresión medio cándida medio mefistofélica; en los últimos años
pasó bastantes apuros en su país porque llevó tan a las últimas
consecuencias su fervor nietzscheano que se convirtió en un propagandista
del nazismo”.
Este Paul Schmitz,
filonazi años después, había acompañado a los hermanos Baroja en otras
excursiones tanto por España como por países extranjeros.
El biógrafo Sebastián
Juan Arbó en su “Pío Baroja y su tiempo” se refiere también a este
episodio
“Durante ese tiempo Baroja llevó a cabo continuas excursiones. En éstas
fue siempre acompañado. Era un gran conversador, aficionado, como sabemos,
a la disputa, y sentía que el encanto, la gracia de los viajes, estaba en
ir acompañado, siempre, naturalmente, que la compañía fuera agradable. Era
condición esencial. Había que compartir los entusiasmos, las alegrías, las
decepciones, o cuando menos, discutir.
Las principales excursiones las hizo con su hermano y con un suizo, Paul
Schmitz, del que hablaremos después. Una de las más importantes fue la que
hicieron los dos hermanos con Ciro Bayo en que llegaron hasta Portugal;
él, Schmitz y Ricardo escalaron el Urbión en pleno invierno, con los
puertos nevados y despreciando las advertencias de los pastores, que les
decían que no podrían pasar, y en Jutlandia, en un viaje que emprendió más
adelante, con un compañero, llegaría a andar sesenta kilómetros, a pie, en
dos días. No se cansaba nunca, de lo cual se alaba repetidas veces; hacía
también de esto -de su fortaleza física- una pequeña vanidad.”
(pág 283).
En “La obra de Pello
Yarza” hace mención el autor a este viaje a Jutlandia aunque lo antepone a
su visita soriana. Arbó lo hace posterior, seguramente alguien de los dos
se equivoca. Lo que queda refrendada es la capacidad andariega de Baroja
que, pese a todo, las pasa de todos los colores en su ascensión al Urbión.
Añade Arbó en otra
página de su obra:
“Al grupo de Baroja se había añadido un personaje nuevo. Era el suizo Paul
Schmitz, de quien hemos hablado a propósito de las excursiones. Era un
entusiasta de Nietzsche y de su filosofía, de la filosofía en general. Con
el tiempo, este suizo había de tener una gran importancia en la vida de
Baroja, y sobre todo, en sus ideas.
Era Paul Schmitz descendiente de alemanes. Había llegado a Madrid un poco
enamorado de las cosas de España y un poco más con la esperanza de curarse
de una enfermedad del pecho. Se quedó tres años en España. Por entonces
sus ocupaciones consistían en dar lecciones de alemán y escribir para
periódicos suizos.”
En sus dos tomos de
memorias “Desde la última vuelta del camino” (Editorial Planeta) retoma
Baroja el tema de su excursión y, ya desde la decrépita senectud, vuelve
la mirada hacia esos años aurorales, cuando nacía el siglo:
“Varios recuerdos tengo de mi amistad con Schmitz. Una vez fuimos, en
pleno invierno, al pico de Urbión, en Soria.
En
la posada de un pueblo del camino, en Vinuesa, donde nos paramos,
desconfió de nosotros el posadero. Como el interior estaba tan negro y tan
sombrío, Schmitz pidió que nos pusieran una mesa en el corral, donde daba
el sol.
El
posadero preparó la mesa a la que debíamos sentarnos, y echó sal
deliberadamente sobre el mantel, en lo que yo creo que había un conjuro.
Notamos todos el adusto recibimiento, y cuando el hombre parecía algo más
tranquilizado, le dije yo:
-Sí, claro es, se desconfía de las gentes de paso. Es natural. En una
aldea de la sierra del Guadarrama pensaron de nosotros que andábamos por
allí para sacar las mantecas a los chicos.
El
posadero nos miró y nos dijo:
-Y
todo podía ser.
Nos quedamos atónitos.
Después, yo publiqué un artículo en Los lunes de “El Imparcial”, contando
lo que nos había pasado en Vinuesa, y, además, lo que había ocurrido al
salir del pueblo.
Habíamos preguntado a las mujeres de un lavadero por el camino de La
Muedra. Creyeron ellas que se trataba de una burla, y comenzaron a
insultarnos. Salimos de allí con miedo de que nos tiraran piedras, y un
pastor nos dio una dirección falsa, y nos encontramos que se nos hacía de
noche, y tuvimos que pasar el Duero, que iba helado, con el agua hasta el
cuello.
Hoy no lo hubiera hecho, aunque me hubieran amenazado con matarme.”
La técnica utilizada por Ricardo Baroja, en estas vistas
rápidas, apenas esbozos de la realidad de la excursión soriana, parece ser
la de la plumilla, aunque en este caso el apunte ha sido enriquecido con
veladuras de acuarela que no se aprecian en la reporducción. Los cuatro
personajes, de iaquiera a derecha, son los dos serviciales aunque algo
bruscos guardias civiles del puesto de Covaleda, el propio novelista, que
lleva unas alforjas, y el suizo Schmitz, de quien sabemos que era el más
alto del grupo. el propio Ricardo, autor de la plumilla, no aparece,
evidentemente, en la misma.
En "La obra de Pello Yarza" no hace
Baroja mención a estos sucedidos que tan baja dejan la reputación de
nuestros comprovincianos pretéritos. No es poca cosa pasar por
sacamantecas ni el ser burlados por lavalanas o mandados al precipicio por
un pastor, oficio éste donde suele destacarse la bonhomía y no, como es el
caso, la directa mala baba.
La imagen de Soria queda así abocetada
como un lugar eminentemente gélido, poblado por gentes atrasadas y
retrógradas que creen en encantamientos, maleficios y aojamientos, que
descreen de las buenas intenciones de unos primitivos turistas que, por
mero deporte se atrevían a desafiar las iras del padre Urbión.
El tramo entre Soria y Covaleda, atravesado en medio de
los rigores del invierno, levanta el
vello con su descripción.
Densa niebla les acompaña, "el suelo sonaba como piedra bajo los cascos de
las caballerías", poco a poco van pasando aldeas anónimas entre
la niebla.
Las estampas son intemporales: "hombres de capa parda, de anguarina con
capucha, que pasaban braceando, siguiendo las caballerías cargadas de
leña; mujeres envueltas en mantones oscuros, con franjas de carmín tostado
y pañuelos ceñidos a las sienes, que andaban balanceando la campana de su
refajo".
Poco más adelante se topan con una
caravana de carretas cargadas de leña, recuerdo vivo de la célebre Cabaña
de Carretería soriano-burgalesa que tan gran importancia tendría en
tiempos anteriores.
En Covaleda son auxiliados por dos guardias civiles del puesto quienes,
finalmente, les acompañaran en su travesía.
La prueba resultará dura para los viajeros, pese a haber alardeado poco
antes de conocedores de cumbres mayores, como el Jüngfrau.
El andar por la nieve, espoleados por la ironía de los civiles, no resulta
tarea agradable, pero, finalmente, el premio de una vista inigualable en
la que, por cierto, el novelista afirma divisar tal número de cumbres y
cordilleras (desde Gredos a Albarracín) que cabe preguntarse si su
imaginación le traiciona o se trataba de un día excepcionalmente claro...
A la postre, la "tournee" les dejará un recuerdo agridulce coincidiendo
con anteriores viajeros en la apreciación positiva del
paisaje soriano y en el relativo
desprecio del "paisanaje", no siempre a la altura del primero.
En esta tercera plumilla de Ricardo Baroja, siempre
dentro de su estilo denso y emborronado, vemos a una figura que parece
"conducida" por los civiles, puede tratarse del propio Pío, quien en la
ilustración anterior llevaba también las alforjas. Los trazos en diagonal
dan idea del severo rigor de la estación.