Manuel Castelló

Artículos: Las ánimas y Todos los Santos - Sarnago desde la distancia

Comentarios de sus obras: La música del maestro Manuel Castelló dedicada a Soria, Machado y Bernabé Herrero
     - La obra soriana de Manuel Castelló

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Las ánimas y Todos los Santos

 

La fiesta religiosa de “Todos los Santos” que los cristianos celebramos el primero de Noviembre ha cambiado tanto que para los que tenemos algunos años nos resultan irreconocibles. Hoy día la fiesta en que honrábamos a los seres queridos que ya no están entre nosotros no es ni la sombra de lo que fue antaño. La fiesta de  “Halloween” con sus disfraces y jolgorios que, nada tiene de cristiana ni de religiosa y muchísimo menos de española, ha desplazado a la celebración religiosa que conocíamos antaño, así como también ha cambiado el modo de pensar y vivir de los españoles en especial el de los jóvenes.

En mi niñez la fiesta de “Todos los Santos” se basaba toda ella en honrar a los difuntos. Recuerdo que el día anterior, día de ánimas, al atardecer la campana grande de la torre de la iglesia comenzaba a tañer a difuntos; ese toque duraba sin interrupción dos días con sus noches, o sea, hasta el día de difuntos después de la misa. Era un sonido grave, triste, acompasado que recorría las calles de mi pequeño y desvencijado pueblo de postguerra llenándolo todo de tristeza, donde nadie, absolutamente nadie se atrevía a hablar fuerte y mucho menos a cantar una canción; las únicas canciones que se entonaban en aquellas tristes jornadas eran las letanías y rezos de difuntos. Los niños entre ellos yo teníamos un miedo atroz, pues nuestras abuelitas nos contaban historias de aparecidos y nos decían que esa noche, “la noche de ánimas”, las de los difuntos que habían muerto en pecado, iban por las calles buscando una luz para su redención, por tanto, a los niños nos decían que encendiéramos una mariposa y rezáramos por el perdón de sus pecados y que nuestro Padre Dios los admitiera pronto en su casa; y eso es lo que hacíamos retirarnos tempranísimo a casa con el miedo en el cuerpo, y con el sonido de la campana grande en nuestros oídos y en nuestro subconsciente, que ayudaba  a que nosotros los pequeños nos durmiéramos abrazados, rezando y con la idea de que las calles estaban llenas de almas que habían salido del purgatorio buscando esa oración y esa luz, que ayudaría al perdón de sus pecados y que era el único aval que les abriría las puertas del purgatorio y por supuesto las del camino hacia el cielo. Tanto era el respeto que teníamos por nuestros desaparecidos seres queridos y por todos los difuntos, que cumplíamos a rajatabla todo cuanto nos decían los mayores y rezábamos todo cuanto podíamos, pese a ser unos niños, sin conciencia de cuanto hacíamos ni porqué. En aquella época, la década de los cuarenta, no había ni luz en las calles y las poquísimas luces instaladas en algunas esquinas se fundían día sí y día también y a menudo las averías eléctricas que eran constantes, mantenían al pueblo sin luz hasta en las casas varios días seguidos, la única forma de iluminación eran los quinqués de petróleo cuando había petróleo, y los candiles, que consistían en un pequeño recipiente de hierro que llenaban de aceite, al que colocaban una torcida que era una pequeña trenza de algodón o lino que, empapado con el aceite que llenaba el recipiente, se le prendía fuego y producía una tenue luz que no iluminaba más allá de nuestras narices. Con éstas tan poco halagüeñas comodidades la vida en estos pueblos de los años cuarenta del pasado siglo era todo un sufrimiento y las gentes se curtían de tal forma, que no se temía a las carestías ni a las necesidades y pese a todo, aquellas personas que yo conocí en mi niñez, además de unos héroes, eran las más humildes, educadas y respetuosas que yo he conocido jamás y cuando abandoné mi pueblo buscando un futuro con arreglo a mis ilusiones, me di perfecta cuenta de que todo cuanto aprendí de ellos estaba vigente también entre los magníficos profesores del Conservatorio de Madrid,  que fueron mis guías y a quienes tanto debo. 

 En aquélla época, las calles de mi pueblo sin asfalto con aceras y fachadas destrozadas por los terribles episodios pasados, las paredes sin pintar ni arreglar, llenas de parches y arreglos caseros que era para lo único que disponían las economías de aquellos hombres después de tres años de una guerra inútil y sin sentido, guerra que nunca he comprendido, donde los campos no se habían cuidado y las tierras y los árboles no producían ni siquiera para mitigar un poco el hambre de sus propietarios, y gracias a las algarrobas, almendras, higos, uvas, leche de cabra, quien la tenía, y la cebada, que con las tortas hechas con ese cereal se evitó que muriéramos irremediablemente de hambre, los niños de pecho se destetaban con algarrobas, y los menos chicos nos comíamos hasta las mondaduras de naranjas, cuando las había.  Carecíamos de sistema de alcantarillado y las aguas fecales se vertían en cubos en un agujero, donde iban a parar a una balsa para su posterior utilización y regar los resecos y abandonados campos, abandonados, por haber estado casi todos los hombres enzarzados tres años en esa locura nacional que fue nuestra guerra incivil.

Todos estos recuerdos me han venido a la memoria, el día de Todos los Santos al encontrarme en el campo con muchísimos jóvenes con sus bicicletas, a familias enteras pasando el día de camping e incluso todo el puente, los cines, restaurantes y lugares de ocio, llenos como una fiesta normal de un pueblo, y me regocijo  por que aquella sociedad infantil carente de todo excepto de dignidad, miedosa, reprimida que me tocó vivir, hoy es una sociedad libre, donde a los niños se les ha explicado que es cada cosa con naturalidad, sin secretos ni tabús, y espero de ellos, cuando maduren, hagan de nuestro mundo un lugar más habitable, libre, educado y sobre todo más humano. Ellos son, pese a todos los problemas que tenemos, en quienes debemos depositar nuestras esperanzas con la seguridad de que serán capaces de llevar a buen fin con su trabajo, a esta sociedad y a este mundo que nos ha tocado vivir que es el nuestro y el que queremos.

© Manuel Castelló Rizo, 2014

 

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