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Las
ánimas y Todos los Santos
La fiesta religiosa de “Todos los Santos” que los cristianos celebramos el
primero de Noviembre ha cambiado tanto que para los que tenemos algunos años
nos resultan irreconocibles. Hoy día la fiesta en que honrábamos a los seres
queridos que ya no están entre nosotros no es ni la sombra de lo que fue
antaño. La fiesta de “Halloween” con sus disfraces y jolgorios que, nada
tiene de cristiana ni de religiosa y muchísimo menos de española, ha
desplazado a la celebración religiosa que conocíamos antaño, así como
también ha cambiado el modo de pensar y vivir de los españoles en especial
el de los jóvenes.
En mi niñez la fiesta de “Todos los Santos” se basaba toda ella en honrar a
los difuntos. Recuerdo que el día anterior, día de ánimas, al atardecer la
campana grande de la torre de la iglesia comenzaba a tañer a difuntos; ese
toque duraba sin interrupción dos días con sus noches, o sea, hasta el día
de difuntos después de la misa. Era un sonido grave, triste, acompasado que
recorría las calles de mi pequeño y desvencijado pueblo de postguerra
llenándolo todo de tristeza, donde nadie, absolutamente nadie se atrevía a
hablar fuerte y mucho menos a cantar una canción; las únicas canciones que
se entonaban en aquellas tristes jornadas eran las letanías y rezos de
difuntos. Los niños entre ellos yo teníamos un miedo atroz, pues nuestras
abuelitas nos contaban historias de aparecidos y nos decían que esa noche,
“la noche de ánimas”, las de los difuntos que habían muerto en pecado, iban
por las calles buscando una luz para su redención, por tanto, a los niños
nos decían que encendiéramos una mariposa y rezáramos por el perdón de sus
pecados y que nuestro Padre Dios los admitiera pronto en su casa; y eso es
lo que hacíamos retirarnos tempranísimo a casa con el miedo en el cuerpo, y
con el sonido de la campana grande en nuestros oídos y en nuestro
subconsciente, que ayudaba a que nosotros los pequeños nos durmiéramos
abrazados, rezando y con la idea de que las calles estaban llenas de almas
que habían salido del purgatorio buscando esa oración y esa luz, que
ayudaría al perdón de sus pecados y que era el único aval que les abriría
las puertas del purgatorio y por supuesto las del camino hacia el cielo.
Tanto era el respeto que teníamos por nuestros desaparecidos seres queridos
y por todos los difuntos, que cumplíamos a rajatabla todo cuanto nos decían
los mayores y rezábamos todo cuanto podíamos, pese a ser unos niños, sin
conciencia de cuanto hacíamos ni porqué. En aquella época, la década de los
cuarenta, no había ni luz en las calles y las poquísimas luces instaladas en
algunas esquinas se fundían día sí y día también y a menudo las averías
eléctricas que eran constantes, mantenían al pueblo sin luz hasta en las
casas varios días seguidos, la única forma de iluminación eran los quinqués
de petróleo cuando había petróleo, y los candiles, que consistían en un
pequeño recipiente de hierro que llenaban de aceite, al que colocaban una
torcida que era una pequeña trenza de algodón o lino que, empapado con el
aceite que llenaba el recipiente, se le prendía fuego y producía una tenue
luz que no iluminaba más allá de nuestras narices. Con éstas tan poco
halagüeñas comodidades la vida en estos pueblos de los años cuarenta del
pasado siglo era todo un sufrimiento y las gentes se curtían de tal forma,
que no se temía a las carestías ni a las necesidades y pese a todo, aquellas
personas que yo conocí en mi niñez, además de unos héroes, eran las más
humildes, educadas y respetuosas que yo he conocido jamás y cuando abandoné
mi pueblo buscando un futuro con arreglo a mis ilusiones, me di perfecta
cuenta de que todo cuanto aprendí de ellos estaba vigente también entre los
magníficos profesores del Conservatorio de Madrid, que fueron mis guías y a
quienes tanto debo.
En
aquélla época, las calles de mi pueblo sin asfalto con aceras y fachadas
destrozadas por los terribles episodios pasados, las paredes sin pintar ni
arreglar, llenas de parches y arreglos caseros que era para lo único que
disponían las economías de aquellos hombres después de tres años de una
guerra inútil y sin sentido, guerra que nunca he comprendido, donde los
campos no se habían cuidado y las tierras y los árboles no producían ni
siquiera para mitigar un poco el hambre de sus propietarios, y gracias a las
algarrobas, almendras, higos, uvas, leche de cabra, quien la tenía, y la
cebada, que con las tortas hechas con ese cereal se evitó que muriéramos
irremediablemente de hambre, los niños de pecho se destetaban con
algarrobas, y los menos chicos nos comíamos hasta las mondaduras de
naranjas, cuando las había. Carecíamos de sistema de alcantarillado y las
aguas fecales se vertían en cubos en un agujero, donde iban a parar a una
balsa para su posterior utilización y regar los resecos y abandonados
campos, abandonados, por haber estado casi todos los hombres enzarzados tres
años en esa locura nacional que fue nuestra guerra incivil.
Todos estos recuerdos me han venido a la memoria, el día de Todos los Santos
al encontrarme en el campo con muchísimos jóvenes con sus bicicletas, a
familias enteras pasando el día de camping e incluso todo el puente, los
cines, restaurantes y lugares de ocio, llenos como una fiesta normal de un
pueblo, y me regocijo por que aquella sociedad infantil carente de todo
excepto de dignidad, miedosa, reprimida que me tocó vivir, hoy es una
sociedad libre, donde a los niños se les ha explicado que es cada cosa con
naturalidad, sin secretos ni tabús, y espero de ellos, cuando maduren, hagan
de nuestro mundo un lugar más habitable, libre, educado y sobre todo más
humano. Ellos son, pese a todos los problemas que tenemos, en quienes
debemos depositar nuestras esperanzas con la seguridad de que serán capaces
de llevar a buen fin con su trabajo, a esta sociedad y a este mundo que nos
ha tocado vivir que es el nuestro y el que queremos.
© Manuel Castelló Rizo, 2014
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