Un rostro:
tránsito de emociones.
La agilidad doblada por el tiempo endereza la mirada.
Una palabra al azar y un brillo imperceptible en la mirada anuncia una
historia.
Cruzado el puente un río de palabras se desborda.
Una pausa, como un suspiro, para no delatar una emoción profunda.
Una sonrisa condescendiente causada por el joven interlocutor.
Un mohín acusa algo perturbador.
Resbalan por sus mejillas los sueños truncados.
Duros de oído aprovechan las palabras de las frases para activar la parte
de la memoria que les conviene.
Nunca dicen que no, pero saltan y se esconden con facilidad sorprendente.
Los hijos que no crecieron, lloran tras una puerta cerrada con llave.
Canciones, poemas, algún relato... y los buscarán entre las páginas de
sus libros y los leerán interminablemente.
Guardan en sus baúles la sábana de desposada, las albadas y su mortaja.
Los que se fueron y volvieron; los que se fueron y no volvieron; los que
nunca se fueron; los muertos y los que viven. Todos ellos son amados siempre y recordados
cada año por su santo y el día de todos los santos.
Manos temblorosas que ponen en un aprieto la invitación.
Cuando regresas a devolver el saludo, el manto invisible de la muerte, ha
cubierto de gris abandono lo que dejaste ligeramente agostado, pero aún cálido como el
trigo antes de ser segado.
Desde la ciudad, ellos son los hogares que no tuvimos, la sombra del
árbol que nunca nos cobijó, los cuentos junto a la lumbre que raras veces nos
contaron
¡Ay, la risa!