¡Átame!
Pedro Almodóvar, 1989
ÁTAME
O DÉJAME
Los
amores locos son amores de acción. Son, para entendernos, como si Clint
Eastwood se apoderase de ese huerto abandonado, que llaman corazón, y
se abriera camino a tiros tratando de convertirlo en un florido cortijo
en par de secuencias. Por otra parte nada que objetar. Es más hermoso
contemplar una chaladura por unos labios que dicen "átame, que me
pierdo" que por otros que dicen, siguiendo con el viejo Harry el
sucio, "espósenlo, que se pierde".
El prota de Átame, que ha seguido un curso de clítoris avanzado en el
manicomio, deja atrás su disyunción psíquica y se aplica en la tarea
de enamorar a su chica por el artículo veintiuno: la rapta y la ata a
su cama. Ésta cree estar en manos de un psicótico incurable y
peligroso. A él no le cabe más salida que continuar haciendo
chaladuras para demostrarle su cordura de amor loco. La última: acudir
al camello de guardia para pillar una dosis con la que calmar el monazo
de órdago que atenaza a su chica. aquí comienza a subir la película
de repente y sin avisar.
Se monta un enredo en el que ella puede fugarse y no quiere - la tendrá
atada pero como a una reina - y él recibe una lección en carne propia
sobre la propiedad privada. Una paliza de campeonato, vamos. El actor
Banderas llega a casa con una dosis de jaco y una sobredosis de palo.
Ella - aquí Victoria Abril deja de actuar a media pila - contempla el
pingajo de carne que le devuelven de la calle y como en todas las
historias de amor las piezas encajan sobre un fondo de violines.
Aquí llega la secuencia por la que pasará a la historia: el polvo. Un
coito filmado como es debido (más aún en un cine como el español
donde no se han dado casos sobresalientes de carnalidad dura y hermosa).
Aquí, no se sabe si es un lecho de amor o un quirófano. apostemos por
una sala de urgencias. Él ha deseado tanto bañarse en la entrega de
ella que cuando llega se mezcla con el aroma de la agonía (de ecce homo
a resucitar de entre los muertos). Ella - una actriz de medio pelo, musa
de directores rijosos y terminales - no puede creerse que la sangre que
se pueda derramar por ella sea mayor que un mal pinchazo en la vena
inoportuna... Y todo filmado con la textura de la casa (que discutiremos
con quien se tercie sobre el abrupto estilo Almodóvar, pero su raza de
cineasta es innegable).
Luego, el final feliz es sorprendente
en su resolución. Almodóvar ya había filmado otras historias de amores enloquecidos con
final sobrecargado de sirenas ululantes, sentimientos calibre 38 y la sangre que enluta
todas las moquetas. Desde el primer momento hace que el prota jure su amor sobre libro de
familia, y no sobre un cuchillo de doble filo, como es tradición en el género. Los
amores locos son, por su elección argumental, unos potros difíciles de frenar,
aparentemente incansables y, en cualquier caso, hoscos a la doma. Nuestra pareja
protagonista abandona el quirófano del sexo con el pasado amputado, y se encuentra con
las manos libres para volverse al pueblo: porque el después se encuentra antes de su
pasado, pese a Einstein. Agradecemos al director el brusco cambio de luz que tienen las
secuencias finales. Parece como si hubiéramos roto las leyes de la relatividad. Y allí
los dejamos.
©
Jorge Laespada
cartel: Equipo Límite
Atilano,
presidente
La Cuadrilla, 1998ÉXODO
A LA CARTA
y si me fuera
lejos
por ejemplo por ahí
a esa calle donde el cuerpo
la muerte y las batallas
eran sosos
y cualquier camino al territorio
un laberinto
si aventurara la
punta de la lengua
en las aduanas
qué país qué Razón qué muerte
qué soborno a contrapelo
o a mis anchas
me daría de mamar?
y si me quedara
por aquí
con la soga al cuello
y la brida que empuña
la nuez de adán en los ahorcados
si ahuyentara
la seguridad de los andamios
y arrimara la punta de la lengua
a mi mordaza
qué país
qué muerte
qué silencio
qué seglares andamios
o la historia
cancelarían mi náusea
entre las muelas
para darme de mamar?
después de perder
y reencontrar
la ruta a tantos y tantos
laberintos
si cupiera decir algo
y la vida tuviera que escuchar
almorzaré de
prepo
diría yo
a partir de hoy
en tus pezones
©
Graciela Scarlatto
cartel: Esther Ferrándiz
Calabuch
Luís García Berlanga, 1956Cada territorio que se
establece en la memoria genera una realidad que se adhiere a nuestra geografía personal.
Miras en los mapas de carreteras y donde los demás leen Peñíscola yo pronuncio con
parsimonia tu sonoro topónimo, Calabuch.
Al
unísono: así se mueve la marabunta de ese pueblecito marinero en el que se autorrecluye
un extraño visitante. Las fuerzas vivas, los personajes de la calle, el tipismo y las
costumbres se adueñan de ese enclave en el que nada pretende salir de lo aceptado. Sin
que nadie se lo proponga, el engranaje es tan delicado que todos están anclados en el
disfrute de estar vivos.
Las
calles son un decorado real en ese mundo que de tan verídico parece mitología. Se sabe
que el montículo es una fortaleza con un faro engullido por un palacio que es castillo.
Hubo un papa y hay una luna, un toro enamorado del mismo torero, una mar vigilada por un
farero deslumbrante, una barca que parece no querer llevar pintado un nombre, un blanco
enjalbegado por manos dicharacheras, gentes dichosas de vivir.
Al
abrirse el telón puede que por los mismos escenarios se nos aparezcan la silueta sinuosa
y curvilínea de doña Jimena o unas barbas castellanas de mercenario señorial. Pero hay
en ellos una cualidad de usurpadores. No quedan en nuestra retina más personajes que la
maestra, el pintor, el farero o el número. Y Jorge, alucinado Gulliver en el país de la
mar y villa.
Busco
en las coordenadas del ensueño el flipe de Jorge al aterrizar como Ulises, vagabundo, en
un planeta de imposible ubicación. Todo el mundo se vuelca en su ayuda, mostrándole el
verdadero sentido de la existencia: vivir. Y punto.
Utópico
es el rincón perdido donde el tiempo se diluye en un continuo de mar y luz.
Todo lo que
sucede a su alrededor, los personajes que humanizan el sueño de vivir o la placidez con
la que se desenvuelve la vida es una sinfonía coral al ideal idílico que nunca
quisiéramos que acabase.
Cohete
de nombre Calabuch, lanzado a ese cielo de azul rompedor, espectáculo atronador en
tierras de tracas y fuegos de artificio. No hay mejor manera de entrar en tus gentes que
respirar sus mismos aires. Un chupinazo celestial y eres el mismo dios en la tierra.
Han
pasado los años por esa Peñíscola de singular figura recortada, sobre ese Cid
acérrimo devoto de la mirilla telescópica, sobre esa Jimena que
despliega su hermosura con la lozanía y solera de la belleza
compulsiva. Hurgo en la memoria y aún desfilan por tus calles
empinadas, con tu simplicidad primigenia y tu calidad de vida antes de
que inventaran el término, tus entrañables personajes, Calabuch.
©
tåriq larsen
cartel: Tomás Ferrer
Calle Mayor
Juan Antonio Bardem, 1956 CALLE MAYOR 43 AÑOS DESPUÉS
Callejear, hoy, por las callejuelas
adyacentes a la Calle Mayor,
es hacerlo, no sólo por los recovecos de la memoria, también,
por una realidad donde parece haberse detenido el tiempo.
Un pueblo castellano de poca población es hoy lo mismo que ayer.
Puede parecer una aseveración rápida y subjetiva, pero no lo es, comprobadlo.
Las campanas siguen marcando el compás de las historias.
Los corazones laten, bombeados por los pasos no apresurados,
los murmullos, las sonrisas, las muecas de dolor,
los adioses y las bienvenidas.
Tardes y noches de serano y cantina
desatan los recuerdos, y las lenguas.
Se escuchan los ecos de fiestas, bodas y bautizos.
De cosechas, ventas y pastos.
De amores no nacidos y muertos sin enterrar.
De amigos e hijos en otras tierras pero no olvidados.
De mentiras y engaños.
De envidias y traiciones...
Las pasiones y las tierras de hoy
son la herencia del ayer.
Los que no heredaron ni tierras, ni amores ni odios se fueron.
Los que las trabajan día a día, permanecen en lucha silenciosa.
Los ojos, a veces mienten.
Los ojos de los actores casi siempre.
La luz límpida de Castilla no es captada por la mirada de Isabel,
sino por el objetivo de la cámara.
Pero...
un poco más abajo del enfoque principal,
un poco más abajo de la horizontal de la cámara,
hay unos gestos más difíciles de conquistar y que, como olvidados,
reflejan mejor algunos aspectos de lo que los ojos, huidos del objetivo, quisieran
expresar:
la sonrisa de Isabel.
Abierta a la esperanza del mañana, bajo la luz del día y las promesas de Juan
y cerrada en gesto de incredulidad ante el engaño, en la soledad de la tarde.
Una incredulidad, que también es
tuya y es mía y que se refuerza al son del repiqueteo
(como cientos de campanas minúsculas) de la lluvia en los cristales...
y tras ellos, fundiéndose con la incredulidad,
las lágrimas de tristeza de Isabel.
© Celia Duañez
cartel: Francisca © de los textos: los autores
© de las imágenes: los autores y propietarios
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