relato
Leyenda
de las piedras que andan
Hasta el día que murió mi abuelo reconozco que miraba con
cierta condescendencia, tal vez con algo de menosprecio, la existencia de los pueblos pequeños
y las personas que viven en ellos.
Siempre supe que tenía que haber nacido, como lo hicieron todos
los de mi familia, en Covachanes, uno de esos lugares, al oeste de la provincia que pasan
desapercibidos a todo el mundo por no ser sobresalientes en nada.
Sabía también, aunque me costase admitirlo, que mi madre falleció en un hospital de la capital por alguna complicación
lamentable relacionada directamente con mi llegada al mundo, y no sé si de alguna forma me sentía culpable por ello o si
culpabilizaba al pueblo por continuar anclado en sus viejas costumbres de curanderos y
parteras, que torcieron los días a lo largo de los siglos a tanta gente.
Después, siendo yo muy pequeño, mi padre encontró un trabajo en Madrid como
bedel de un instituto, y desde entonces sólo íbamos a Covachanes de año en año,
normalmente en las vacaciones de Semana Santa o a finales de septiembre, antes de que
empezasen las clases, y nunca aguantábamos allí más de una semana o dos, el tiempo
imprescindible para visitar mínimamente a mi abuelo, que vivía solo, y siempre nos
marchábamos sacudiéndonos el polvo de los zapatos, pensando que esos pueblos estaban
muertos y que nada de lo que ocurría en ellos merecía la pena de tenerse en cuenta.
Es sabido que en los primeros años de nuestra vida recibimos la
influencia directa de las personas que nos rodean, y es posible que estas impresiones que
guardo en el recuerdo estén condicionadas por los sentimientos que se solapan unos sobre
otros mezclándose y confundiéndose.
Algunas veces es necesario vivir una experiencia singular o adquirir ciertos
conocimientos que antes no teníamos, como si hubiésemos abierto los ojos a un mundo
nuevo o hubiésemos accedido a otra dimensión a través de una puerta invisible, para que se
produzca un cambio sustancial en nuestra opinión sobre las cosas que teníamos más
asentadas.
Un fenómeno semejante me ocurrió en una de esas visitas fugaces al pueblo en mi
primera adolescencia, y desde entonces todos los prejuicios alimentados desde mi infancia
se transformaron en sentimientos de consideración y respeto hacia aquel espacio de tierra y
hacia aquel grupo de personas, que vivían y sentían conforme a las posibilidades y
necesidades producidas en su medio.
****
Covachanes era apenas una cincuentena de casas modestas, la mitad de
ellas vacías o dedicadas al ganado, que se escalonaban desordenadas desde la
ribera de un riachuelo pedregoso hasta la cima de una pequeña colina coronada por
una gran edificación de piedra que yo siempre conocí deshabitada.
Mi abuelo era el único habitante que vivía fuera del pueblo. Después
de la muerte de mi abuela, quisimos ingresarle en una residencia de ancianos de la
comarca creyendo que era lo que más le convenía, pero fue imposible convencerle, y desistimos
de hacerlo. Según decía, hacía más de veinte años que no salía del pueblo, y creía que
la muerte vendría a buscarle un atardecer y tenía que encontrarle preparado a la entrada
de la cueva donde naciera. Seguía utilizando la casa de sus padres, una construcción de
adobe medio rehundida, que se encontraba subiendo un poco hacia un monte de encinas y hayas,
en un paraje donde empezaban las rocas que cerraban el paso a las estribaciones de
las montañas que se levantaban al norte.
En algunas de esas peñas existían cuevas naturales, y se decía que hace años
estuvieron habitadas por personas sin otros recursos, o aprovechadas para el cierre de
animales, de hecho, en una de ellas, la que estaba más próxima a la casa, mi abuelo seguía
guardando el vino para el gasto diario con el fin de aprovechar las ventajas de su
temperatura constante.
Cuando íbamos a verle, pasaba muchas horas en su compañía debido a que los
chicos de mi edad iban a trabajar al campo, y mi padre salía de ojeador con una cuadrilla de
cazadores de alta montaña, y solía pasar todo el día fuera de casa.
Algunos días la convivencia era difícil porque se encerraba en él mismo y era
imposible saber lo que pensaba, pero en otras ocasiones, cuando estaba comunicativo, me
contaba unas historias increíbles cargadas de sabores de otra época, que compensaban
sobradamente la congoja de los días en que estaba más impenetrable y permanecía callado.
Desde la puerta de su casa destacaba de todas las demás, que parecían resbalar a
sus pies ladera abajo, la casa grande, de anchos muros de piedra blanca, amplios aleros en
los que anidaban tordos y golondrinas, y su chimenea alta y blanca, como hecha
especialmente para que destacara.
Pues bien, delante de la casa, casi tapando la entrada, podían verse dos piedras
amarillas que atraían mi atención como si tuviesen un imán. Eran bastante altas y no muy
gruesas, como si hubiesen querido tallar dos columnas o dos esculturas y hubiesen
abandonado el propósito por alguna razón desconocida cuando apenas alcanzaban una
forma rústica y empezaban a dejar de ser sólo piedra sin llegar a ser otra cosa. La parte de
arriba, que de alguna forma recordaban cabezas, estaba un poco inclinada hacia la calle en
las dos, dando la impresión de movimiento, como si saliesen desde la casa hacia la calle, y
cada vez que pasaba por allí miraba a ver si seguían en el mismo sitio o les sorprendía en el
momento de marcharse.
Los chicos del pueblo aparentemente las ignoraban por completo, y sólo cuando les
insistía con mi curiosidad excesiva me aseguraban, intercambiando miradas de complicidad
entre ellos, que realmente podían moverse, pero que sólo lo hacían cuando soplaba el
viento del norte si al mismo tiempo estaba lloviendo. Contaban que en esas ocasiones eran
muchos los que las vieron intentando entrar a resguardarse, y que alguno incluso oyó una
vez el entrechocar de piedras al rozarse, o el rumor de alguna palabra intercambiada entre
ellos. Yo nunca terminaba de creérmelo porque nunca estuve convencido de que fuese
cierto, pero tampoco conseguía olvidarlo, y muchas veces me sorprendía pensando en ello.
Cuando se lo preguntaba a mi abuelo, evitaba claramente contestarme, haciendo
como si no me hubiese oído, o desviando la conversación hacia otros temas que pudieran
interesarme.
-Hoy te contaré el origen de nuestro río, que nace en una gruta oculta
donde los moros condenaron a una niña a guardar un tesoro para siempre y lleva
mil años llorando piedras preciosas y devanando una madeja de hilo de plata, esperando
que un mozo siga los recovecos del laberinto y se atreva a salvarla.
-¿Y cómo se llama la niña?
-Nadie recuerda su nombre. Cuentan...
Algunas de aquellas cosas las repetía frecuentemente, y me las sabía
de memoria.
La vez que parió la zorra en las cárcavas altas del río. El día en que apareció una familia
entera muerta en su propia cueva debido al tufo del mosto cociendo. Y todas las anécdotas
de cuando cazaba liebres con un palo y conocía todas las camas donde pegaban.
Aquella tarde íbamos a sembrar tomates en la huerta, podría intentar una vez más
que me hablara de las piedras.
Mi abuelo en tiempos tuvo varias fincas, pero se fue desprendiendo de todas ellas y
sólo conservaba una huerta de mediano tamaño a la salida del pueblo, lindando con el
camino por donde se ponía el sol, poco antes de llegar al río. Estaba cercada con una
alambrada sujeta en postes de madera colocados de trecho en trecho, y le servía de puerta
una talanquera medio desvencijada con un cerrojo roñoso que chirriaba cada vez que se
corría, en el centro un pozo embrocado en piedra le proporcionaba agua para regar las
hortalizas que sembraba según las estaciones del año. Junto al pozo destacaba un nogal
enorme, que le daba sombra, y criaba unas nueces gordas y sabrosas en otoño.
-Hoy que vamos a tener tiempo, abuelo, podías contarme la historia
de las piedras que están delante de la puerta de la casa grande. Los chicos dicen....
Haciendo como si no me hubiera oído, empezó a explicarme una vez más
la forma de sembrar los plantones de tomates que conservaba humedecidos en un
caldero para que no se maladaran. Primero haríamos hoyos a lo largo de los surcos con
suficiente profundidad para alcanzar la humedad escondida debajo, y después afianzaríamos
cada llanta cubriendo sus raíces procurando dejar la tierra por debajo del nivel del suelo
para que recogiese mejor el agua cuando regáramos.
-¿Era cierto que los últimos habitantes de la casa desaparecieron una
noche, y que a la mañana siguiente estaban las piedras puestas delante de la puerta?
Terminamos los últimos preparativos, cerró la puerta de la casa con
aquella llave enorme que llevaba siempre colgada del cinturón, y echamos a andar
calle abajo hacia la huerta, atravesando el pueblo.
Durante el trayecto encontramos otros viejos, también consumidos y agrietados
como él por el paso del tiempo, que se interesaban por sus cosas o le saludaban desde
lejos con un gesto, y le gustaba que le viesen conmigo como si para él representase algo
importante. Yo sabía que con algunos se llevaba mal por viejos rencores, y que los chicos le llamaban por mal nombre El Zagones y le
rehuían porque era algo huraño y vivía en el monte, pero aparentaba desconocerlo.
Empezó a contarme la aparición de las piedras de la casa grande después de
carraspear dos o tres veces, como si arrancase las palabras de un sueño, o quisiera
liberarlas del pozo donde las guardaba atrapadas.
-Fue hace muchos años. Yo era más pequeño que tú ahora.
Estábamos empezando a salir ya de la temporada más dura de uno de aquellos inviernos
largos en que bajaba la nieve después de la simienza y no nos dejaba hasta varias semanas
después de Las Candelas, pero la gente todavía pasaba los días enteros en la cocina
arrimada al fuego, y seguía habiendo de vez en cuando temporales de viento y agua que
hacían difícil permanecer a la intemperie.
Guardó silencio, y algo me hizo pensar que le causaba pudor
hablar de aquello, como si desvelase un secreto íntimo que llevase mucho tiempo
preservando. Después de unos segundos, siguió hablando:
-Un día llamó a la puerta de mis padres un mendigo, y nos pidió
algo de comida y un lugar caliente donde pasar la noche. No era ni viejo, ni joven, ni alto ni bajo, ni triste ni
alegre. Sus ojos eran muy negros y tenían algo en la mirada que parecían ver las cosas que los demás no
veíamos. Se abrigaba del frío con una piel de vaca que le llegaba hasta los pies, calzados
con sandalias. Al hombro llevaba un pequeño hatillo para guardar las cosas que le daban,
y en la mano derecha un palo de fresno nudoso y largo en el que se apoyaba.
-Parecía cansado, como si viniera de muy lejos, aunque no contestó claramente
cuando mi madre le preguntó dónde iba ni si venía de alguna parte o andar era toda su vida:
"Todos recorremos el camino, aunque no nos movamos. Todos seguimos, con los pies o
con los ojos, la Vía Láctea. Y al final de la andadura todos nos encontraremos".
Guardó silencio un momento para dejarme pensar en las palabras
del forastero.
Luego, continuó hablando:
- Según decía, llevaba toda la tarde yendo de casa en casa
suplicando que alguien atendiese sus necesidades sin que nadie le ofreciese ni un mendrugo de
pan ni un sitio para pasar la noche. Por el contrario, todos le rechazaban recelosos de su
aspecto y le cerraban las puertas como si fuese un demonio. Los muchachos le insultaban
tirándole piedras y le azuzaban los perros para que se largara. Aquel comportamiento era extraño
porque entre las costumbres más arraigadas del pueblo estaba la de la hospitalidad a
todos los peregrinos, mendigos o frailes limosneros que se acercaban a solicitar un remedio
para su sufrimiento, y era sabido que cada noche le acogía una familia, que le ofrecía un
plato de sopas de ajo con un huevo para confortar su estómago y un jergón de paja donde repostar
sus huesos. A nadie se le negaba el pan para el cuerpo y la sal para sus heridas. Algunas veces mi abuelo se enredaba en tantas explicaciones que
resultaba difícil seguir el hilo de sus argumentos, y uno terminaba por perderse:
-Entonces vivíamos en la cueva donde ahora tengo los carrales
del vino, y mi padre andaba preparando adobes para hacer una casa y mejorar algo la vida
que llevábamos.
Nosotros éramos los últimos habitantes de las cuevas. En tiempos hubo mucha gente que
vivía en ellas, pero unos fueron muriendo y otros poco a poco hicieron casas de piedra en el
pueblo, y nos quedamos solos. A mi me gustaba porque, subiéndome a La Lumiada, esa
risca respingona que hay a la izquierda de la bodega, podían verse todas las tierras altas y
las tierras bajas, el vuelo de los alcotanes, el río que se estrechaba entre las peñas o se
ensanchaba cuando encontraba algún vado, y el sol desangrándose todas las tardes en la
parte más alta de Monteluétiga, pero también pensaba que, si vivíamos allí, era porque
éramos los más pobres del pueblo, y eso me producía una sensación triste que no me
gustaba. La entrada de la cueva apenas dejaba pasar a una persona ligeramente agachada,
pero después se ensanchaba formando una sala espaciosa, que usábamos de cocina, y
más adentro volvía a estrecharse antes de formar una segunda estancia, que utilizábamos
para dormir. Teníamos también una vaca, que dormía en una tinada al lado de la casa
aprovechando la rinconada que formaba una peña, pero llevaba una temporada con una
gusanera en una pata y no podíamos hacer vida de ella.
En mi cabeza aparecía claramente la imagen de la cueva, y la vaca que cojeaba.
-Mi madre le invitó a entrar y comer algo sentado a la lumbre,
y pasar aquella noche con nosotros, aunque fuese acostándose en un colchón de hierba en el
suelo, y el forastero agradeció nuestra hospitalidad.
Cada vez faltaba menos para llegar a la huerta, y yo empezaba a
pensar que estaba alargando las explicaciones para evitar contarme lo que realmente me
interesaba.
Casi sin darme cuenta habíamos salido del pueblo, y casi estábamos llegando. Las
últimas casas estaban algo distanciadas, separadas entre sí por pequeños cuadros de suelo
cultivable, o zonas de roca pelada. En una de esas casas, recuerdo que tenía la puerta
verde, vivía Puerto, aquella chica de las alpargatas rojas con la que me quedé dormido en el
pajar de la casa grande, cuando jugábamos al escondite y se cansaron de buscarnos. Al día
siguiente los chicos nos llamaban novios, y a nosotros nos daba vergüenza que nos vieran
hablando, y nos distanciamos. A ella no le gustaba su nombre porque alguien le dijo que
sólo podían llevarlo las hijas de los pescadores que eran guapas, y ella ninguna de las dos
cosas era.
-Pero...
-Espera un poco. Si te contase sólo una parte, no comprenderías lo más importante y
desaprovecharías lo principal del suceso.
No sé si dije que mi abuelo, a veces, era un poco brusco aun no
queriendo serlo.
Pero seguía hablando.
-A la mañana siguiente el forastero quiso compensar nuestro
hospedaje trabajando con nosotros en el campo, y fue cuando supo que teníamos una vaca
baldada, supurando continuamente de una pata sin que nadie supiera el remedio para
hacerla sanar. Mi padre pensaba que le habría mordido algún sapo endemoniado cuando estuvo a
jornal para el vecino de la casa grande el último verano, acarreando el trigo desde sus
tierras hasta las eras. Era un trabajo pesado, mal pagado y, por si fuera poco, nadie estaba libre
de que debajo de un montón de haces saliese alguna alimaña venenosa llevando la desgracia
ala casa del pobre.
Esa fue la primera vez que noté que sus ojos estaban dotados de un poder que no era
normal. Se fue directamente al cobertizo y abrió la puerta sin que nadie le dijera dónde
estaba la tranca que la cerraba ni cómo tenía que moverla para que la puerta se abriera. Mi
padre entró con él y durante un rato les oímos a los dos hablarle al animal como si fuera una
persona enferma y les entendiera. Después, llamaron a mi madre para que hiciese una
cocción de agua y vinagre en un puchero echando tomillo, siete cabezas de ajo, manzanilla
seca, hojas de romero verde y unas semillas rojas que llevaba en el zurrón, y, después de
colarlo, dieron el bebedizo a la vaca. Luego, hizo una especie de emplasto con la mezcla y
lo aplicó directamente a la herida vendándola con un trozo de tela de saco, y casi
inmediatamente la vaca posó la pata en el suelo, primero dudando y luego con firmeza. Al
cabo de un rato, salieron los tres de la cuadra, los dos hombres a los lados y la vaca en
medio, que andaba normalmente, como si nunca le hubiese pasado nada.
-¿Y qué decía la gente?
-En el pueblo se supo rápidamente, y todos querían comprobar con sus propios ojos
lo ocurrido. Algunos decían que el desconocido había tocado la pata enferma con un palo de
color amarillo ennegrecido por la punta al fuego, que tenía guardado en algún sitio secreto y
que quien tuviese ese palo podía hacer las mayores maravillas que nunca se hubiesen visto.
Otros, aseguraban que llevaba una vela de cera negra y que invocaba a los malos espíritus
para que les asistieran. Hubo quienes se alegraron de la curación de la vaca, y quienes
hubiesen querido que no tuviese salvación. Cuando una res se accidentaba en el campo y
no podía hacerse nada por ella, el Ayuntamiento pagaba algo al dueño y se encargaba de
ordenar su sacrificio y distribuir la carne entre todos los vecinos.
Una vez recuerdo que cayeron por el barranco de los Tronceros varios novillos que
iban de estampida acribillados por los tábanos cuando sesteaban en el soto, y hubo tanta
cantidad de carne para todos que los lamentos de la tarde anterior se convirtieron en
festejos donde no faltó la música y corrió el vino sin medida, hasta el punto de que muchos
olvidaron el motivo de tanta abundancia.
-Pero la pócima tuvo un efecto casi milagroso... ¿Tú crees que
el hombre tenía poderes mágicos? – Quise reconducir la conversación hacia el punto de
partida, y empezaba a arrepentirme de haberlo intentado por el riesgo de que se
incomodara.
-Espera hombre, no tengas prisa. Es verdad que tenía una mirada profunda, y que
cuando miraba se notaba una desazón extraña, una zozobra, como si penetrase las cosas
que permanecen ocultas a los demás mortales, pero ya sabes que la gente suele exagerar
todo lo que no comprende. La pócima estaba compuesta, quitando las semillas rojas, por
plantas medicinales de las que cogíamos nosotros, y no utilizó ninguna otra cosa. Estuvieron
un rato paseando con la vaca por la campa trasera de la casa grande para que terminase de
asentar la pata, y después se acercaron a una azada próxima y pasaron todo el día
ocupándose de remover la tierra y prepararla para los cultivos de primavera.
Hicieron tanto trabajo, que mis padres habrían necesitado un mes para hacer lo
mismo siguiendo los métodos tradicionales.
-¿Vas a seguir contándome lo que falta?
****
Estábamos en la puerta de la huerta. El cielo se veía muy
despejado, y hacía un sol agradable después del frío invierno. Desde allí el campo parecía
desperezarse de un aletargamiento. A lo lejos los brezos y los espinos empezaban a echar
hojas nuevas siguiendo las márgenes del río...
A partir de allí se hacía más pronunciada la pendiente que terminaba en el cauce, y
nos llegaba el olor de la tierra removida y el aliento de los chopos recién reverdecidos desde
el fondo de la hondonada. Al otro lado del agua, que bajaba golpeándose entre las peñas, el
sol se acercaba poco a poco a la montaña donde se ocultaba, pero todavía no había
empezado a enrojecerse.
Pasada la tranquera, nos acercamos al pozo, y mi abuelo lo miraba todo con aquel
aire de alegría contenida que ponía cuando algo le satisfacía especialmente o le tenía en
mucho aprecio. Algún animal se había metido a la huerta por la noche porque se veía la
alambrada un poco forzada como para meterse por debajo, y dos o tres plantas de patatas
estaban escarbadas como si un jabalí hubiese estado buscando algo para comer, pero lo
arregló rápidamente como hacía en otras ocasiones en que ocurría lo mismo, afianzando el
alambre con dos grandes piedras colocadas en el sitio levantado.
El pozo estaba situado en la parte más alta del terreno. Era circular y tenía un brocal
de piedra para asegurar que no se producían derrumbamientos cuando llovía. El agua la
sacábamos con un caldero atado a una soga que giraba ayudada por una vieja garrucha
y la echábamos en la cabecera de un canal que la distribuía por la huerta. Junto al pozo, un
pequeño cobertizo hecho con tablones protegía las herramientas de los imponderables del
tiempo.
La huerta era una manera de ocupar el tiempo y un sistema de procurarse los alimentos principales de su dieta, que completaba con el mantenimiento
de unas gallinas y unos conejos en la parte trasera de la casa. El resto de sus
necesidades las cubría con unas pesetas que le daban en la alcaldía a cuenta de unos trabajos
ajustados de guarda de predios y vedados cuando era joven.
-Primero lo cavaremos todo juntos, procurando desmenuzar fino
los terrones, y después iremos echando las llantas y pinándolas al paso. Así, podemos
seguir hablando.
-Bien. Y después podemos sacar el agua con dos calderos como hacemos otras veces
–en algunas ocasiones, cuando estaba también mi padre, sacaban el agua utilizando dos
cubos sucesivamente, que iban vaciando en la cabecera del canal, y yo me encargaba de
conducir el riego por los distintos surcos siguiendo sus indicaciones.
-¿Por dónde iba? –Seguía la cerca con la mirada para asegurarse que la alambrada
no estaba levantada por más sitios, y al mismo tiempo hacía un esfuerzo de memoria para
continuar sus recuerdos-. Mi padre lamentaba la pobreza de las tierras y la escasez de
agua, y decía que sin agua las tierras no daban nada y valían cada vez menos. La lumbre se
había ido apagando poco a poco, hasta ser apenas una lengua roja titubeando en la punta
de una raja de encina, y el humo se amontonaba dentro. Los días que no hacía aire la
entrada la cueva no tiraba. Al final puso un brazado de ramas secas de enebro, y tuvimos que
apartarnos corriendo para no quemarnos con las llamas y que no nos diesen las chispas que
saltaban de la lumbre como si hubiésemos echado puñados de sal a las ascuas. –Parecía
que iba a alargar la historia hasta que terminásemos de cavar el terreno-. Pues bueno, fue
exactamente en el momento en que el fuego volvió a recuperar toda su fuerza, cuando el
peregrino desconocido dijo, como quien desvela un secreto que sólo saben unos pocos, que
bajo el suelo donde trabajaron aquella tarde pasaba un caudaloso ramal de agua, y que, si
llegaban las ondas con limpieza, podía ser fácil abrirle una salida y aprovecharla. Mis padres
no podían creérselo. En el pueblo el único que tenía todo el agua que necesitaba era el de la
casa grande, que hizo una perforación de más de diez metros de profundidad hasta
encontrarla, pero los demás regaban utilizando el agua del río cuando bajaba con suficiente
cantidad para desviarla por la acequia de regadío, por lo que se echaban a perder muchas
cosechas por no poder regarlas.
-¿Y no explicó nada más? –Volví a interrumpirle casi sin darme
cuenta.
-Espera. Aquella noche volvió a dormir en el colchón de paja tapado con la piel de
vaca, y a la mañana siguiente no fue necesario despertarle para que se levantara. Mis
padres pensaban ir a preparar las vesanas del vecino para la siembra de primavera como
hacían las familias pobres del pueblo en los meses de invierno, pero el huésped les recordó
las posibilidades del torrente que cruzaba la huerta por debajo, y se dirigieron a ella con la
intención de aprovechar las primeras horas del día. Yo iba detrás de ellos empujado por la
curiosidad de lo que estaba ocurriendo, procurando pasar inadvertido y no perderme ningún
suceso. Recuerdo que aquella noche entraron unos cuantos jabalines levantando la alambrada
y habían arrancado casi todas las berzas y bastantes matas de patatas.
Antes existían más alimañas que ahora, y cuando no pegaba el lobo en las ovejas, lo hacía
el zorro en las gallinas o el jabalín en los sembrados. Al llegar, hizo una señal y se
adelantó andando lentamente, como si el suelo murmurase algo y lo estuviera escuchando.
Después, extendió el palo de fresno hacia delante alejándolo del cuerpo lo más posible,
y recorrió varias veces el terreno de arriba abajo, dejando que el palo percibiese las
vibraciones que salían de la tierra.
-¿Era un zahorí?
-Mi padre estaba parado en medio de la puerta de entrada, mi madre, dos pasos
detrás, a su lado, con un pie un poco más adelantado que el otro, y yo, unos metros más
atrás, casi pegado a la alambrada, sin atreverme a mover ni un dedo, como si el tiempo se
hubiese detenido y sólo existiese el hombre de la piel de vaca y su palo de fresno
escudriñando el suelo. Era como si se hubiese aislado por completo del mundo. Por fin, se
inclinó mucho más hacia delante, fijó la vista en la línea del fresno, y tembló un poco todo su
cuerpo como si las profundidades de la tierra hubiesen alcanzado con su lengua larga a
través de su cuerpo y sus brazos, y la vara que vibraba en su mano. El palo estaba clavado
en el suelo. Allí había agua.
Según dijo, a menos de dos metros de profundidad encontrarían un gran venero, que
llevaría la prosperidad a su casa y alcanzaría a su descendencia.
-¿Y salió agua?
-Así fue. Cavaron durante seis días sin parar, y el séptimo las palas se hundían en el
cieno como si alguien les ayudase a abrir la gruta donde estaba el agua, y empezó a brotar
del suelo y las paredes y a subir el nivel como si hubiese estado retenida hasta entonces en
contra de su voluntad. La noticia se corrió como el viento, y la gente no daba crédito al
prodigio a pesar de verlo con sus propios ojos.
-Y qué decían?
-Algunos aseguraban que habían visto una sombra oscura siguiéndole como si fuese
un fantasma, y otros decían que la sombra era él mismo como demostraba la endeblez de la
huella que dejaba cuando pisaba. Lo cierto es que al tiempo que recelaban,
fueron muchos los que quisieron ganarse su confianza, y le invitaron a dormir en su
casa, ofreciéndole todas las comodidades y favores con que contaban, pero él quiso seguir
con nosotros y no aceptó ninguna invitación.
-Y tú, ¿qué piensas?
-Bueno... Podía ser un peregrino extraviado de los que iban a Santiago. A veces
llegaba hasta aquí alguno, todavía siguen llegando hoy, preguntando por la forma más fácil
de volver al camino. Algunos se apartaban de él para conocer un monumento o visitar el
lugar donde hubiese ocurrido algún milagro del que les hubieran hablado. Pero déjame
que siga.
-En los días siguientes el hombre de la casa grande llamó a mi padre para hacerle
preguntas sobre el lugar de procedencia de nuestro huésped, y si sabía cuánto tiempo iba a
estar en el pueblo y cuáles eran sus poderes. Mi padre volvió muy preocupado de aquella
conversación, y quiso convencer al peregrino para que se mudase a la casa del rico,
siguiendo sus deseos. Sería mejor para todos.
-¿Y se cambió aquel mismo día?
-Todavía estuvo con nosotros una temporada. Lo suficiente para ayudar a mi padre
en la construcción de la casa que tenía planeada. Apenas en unas semanas estuvieron
levantadas dos salas, una cocina, un silo para la hierba y una cuadra para dos vacas, que
es donde ahora está el gallinero. Nunca supimos cuánto se debía a la fuerza de sus brazos
y cuánto al ánimo que nos infundía en el trabajo.
****
Sería finales de marzo o principios de abril cuando decidió que había
llegado el momento de complacer al hombre de la casa grande, y que lo que estuviese escrito en las
estrellas se cumpliera. Aquella tarde Monteluétiga se cubrió con un velo completamente rojo,
y se estuvo oyendo el cárabo toda la noche encima de la risca de la cueva. Mi madre dijo
que no eran buenos presagios.
Algo me hizo volver la cabeza hacia la montaña por donde se ponía el sol, y pude ver
el color rojizo de las piedras que formaban la ladera escarpada. La tarde iba decayendo, y
tendríamos que regar deprisa si queríamos terminar antes de que traspusiera.
-¿Nos dará tiempo antes de que anochezca?
También él volvió la vista hacia el sol, pero fue más bien para calcular el tiempo que
nos quedaba de día, y siguió hablando:
-Aquél iba a ser el último que le vimos. Cuentan que cuando llegó a la casa grande el
hombre quiso saber dónde estaba el secreto de sus poderes y conocer el alcance de su
ciencia. Quiso descubrir las virtudes de las semillas rojas que llevaba en el zurrón, y dominar
la fuerza del palo. Lo último que quiso saber fue su lugar de procedencia y su destino, y sólo
encontró como respuesta la mansedumbre de sus palabras y la serenidad de sus ojos. La
cosa es que desapareció en aquella noche, y fue como si nunca hubiese existido. Algunos
dijeron que le vieron marcharse hacia el oeste con las claras del alba sin su mochila ni el
palo para apoyarse, cubierto sólo por la piel de vaca. Otros dijeron que apenas vieron más
que una sombra que se deslizaba campo a través, y creyeron que sería él huyendo del
pueblo. Algunos dijeron que escucharon gritos de auxilio durante la noche en la casa del
rico, y creyeron que le habría asesinado para arrancarle el secreto de su ciencia...
Lo cierto es que a la mañana siguiente, cuando los vecinos fueron a la casa grande a ofrecerse de
jornaleros para algún trabajo encontraron la casa vacía, y lo que vieron fue dos pilastras de
piedra, una más grande y otra más pequeña, que el día anterior no estaban, y todos
creyeron que eran el hombre y la mujer saliendo de la casa.
-Los chicos dicen que alguna vez les han visto moverse...
-Si te fijas bien, podrás comprobar que el hombre lleva al hombro una mochila y en la
mano derecha un palo largo, y la mujer lleva colgada en la cintura una llave grande como la
que yo llevo. Posiblemente quisieron huir cuando comprendieron su atropello, y su avaricia o
el efecto de algún veneno les convirtió en lo que todavía hoy puede verse: en dos estatuas
de piedra delante de la casa donde vivieron.
-Y al desaparecer él, ¿desaparecieron también sus obras?
Cuando uno admite la intervención de un hecho extraordinario para conseguir algo, también
teme su destrucción por el mismo procedimiento.
Por fin terminamos de regar las plantas recién sembradas, y mirábamos satisfechos
el trabajo antes de dejar la huerta y emprender el camino de regreso.
En los próximos meses aquellas matas, que apenas alzaban diez centímetros del suelo,
llegarían a levantar más de un metro de follaje frondoso trepando alrededor de fuertes
cañas de sujeción, y, si volvía con mi padre de vacaciones a finales del mes de septiembre,
podría coger yo mismo los tomates rojos que colgarían de las ramas, y disfrutar de su sabor
profundo y su intensa fragancia.
-No. Con la vaca todavía hicimos la labor muchos años sin tener ningún percance
serio con la pobre, hasta que no podía más de vieja y la llevamos para carne a la feria. Ahora, que yo también me he hecho viejo y tu padre
cree que estaría mejor en el asilo, pienso mucho en ella y creo que hubiera sido más acertado no
llevarla. Tenía las manos y el pecho blanco, y negro todo lo demás. Y lo que es el pozo y
la casa todavía son útiles y lo seguirán siendo muchos años más, por lo menos el pozo. La
casa ya vale poco.
Hasta ese momento no me di cuenta de que era aquel mismo pozo que
estábamos usando el que ayudó a hacer el peregrino, y que la casa donde seguía
viviendo mi abuelo era la que hizo su padre ayudado por aquel hombre, que vino de no se
sabe dónde y desapareció una noche dejando detrás la ofrenda de sus obras, y aquel
testigo mudo de piedra, envuelto en un misterio.
La vuelta a casa era siempre un ascenso fatigoso acarreando el cansancio acumulado durante la tarde y los cubos de agua para el consumo
doméstico. Al pasar, inevitablemente miré hacia la casa de la puerta verde, y sólo descubrí
las alpargatas rojas puestas a secar en el reborde de su ventana.
Y allá arriba, en la parte más alta de la cuesta, destacaba la casa grande con sus
amplios aleros y su chimenea alta y blanca. Las dos figuras de piedra continuaban en el
mismo sitio. Tal vez la parte de arriba un poco adelantada. Tal vez, digo. Puedo
equivocarme.
Al llegar, quiso sentarse a descansar en el saliente de la roca que había junto a la
entrada de la bodega que fue en otro tiempo su vivienda:
-Mira el color del sol poniéndose... Mira las piedras de la casa...
Efectivamente, era una vista inolvidable el sol del crepúsculo, subiendo Monteluétiga
arriba a medida que amarilleaba, se anaranjaba y enrojecía tan lentamente como si el
tiempo hubiese perdido su ritmo, y emperezara para que no llegara la noche.
La piedra donde mi abuelo estaba sentado iba siendo absorbida poco a poco por el
sol moribundo. Y él también, como si fuese parte de la tarde, o de la piedra. Se había
quedado muy quieto, inmóvil. Con sus ojos apagados por el cansancio de la vida y sus
manos sarmentosas abandonadas sobre las rodillas y su cara del color de la tierra, llena de
arrugas. Miraba hacia la casa grande, donde los últimos rayos del sol irisaban apenas las
últimas piedras de la parte más alta de la fachada.
Las figuras del hombre y la mujer, no se veían, o ya no estaban.
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Mi abuelo está enterrado en el monte de Covachanes. Siempre dijo que
cuando muriera quería que le dejásemos directamente en el suelo para que los
animales del campo aprovechasen sus restos y que la lluvia lavase sus huesos, pero
preferimos enterrarle, aunque fuese sin caja ni ritos religiosos, y elegimos un sitio soleado
al abrigo de La Lumiada.
Al principio volvíamos al pueblo una vez al año con ocasión de su aniversario, pero
hace tiempo que no hemos vuelto. En las últimas veces la hierba había cubierto su tumba, y
un nogal se levantaba con fuerza sobre la tierra donde se encuentra.
Sin embargo, aunque no vayamos por allí, no olvido las temporadas pasadas en
Covachanes de pequeño, ni aquellas historias maceradas con sabor antiguo a fuego
hogareño contadas con voz de confidencia que me atrapaban tanto.
Lo importante no es que la leyenda de la piedras sea cierta o se desvanezca en el
aire al primer envite de la inteligencia. Si yo la recuerdo a pesar del tiempo transcurrido y
quiero contarla ahora, es porque para mi supuso un cambio profundo en mi consideración y
respeto hacia todas aquellas manifestaciones de la cultura que hasta entonces me habían
parecido inferiores.
Finalmente, diré que las supuestas figuras de piedra todavía pueden verse en
Covachanes, uno de esos lugares olvidados al oeste de la provincia, que pasan desapercibidos a todo el mundo por no ser sobresalientes en
nada, y que los chicos de allí todavía hoy en día siguen mirándolas con curiosidad, intentando descubrir si tiene algo de cierto lo que de
ellas se cuenta.
© Eutiquio
Cabrerizo 2002
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