novela
La Charca de los
Enebrales
Capítulo I de La
Primera Parte
En un principio fue la tierra
Hacía frío, El cielo era gris. Llegué a pensar que estaba
suspendido en el aire y podía caerse al suelo, enterrándonos a todos en espuma de ceniza
helada.
Dentro de mi cuerpo se mantenía encendido un pequeño fuego, y yo sabía que mientras
continuase ardiendo, aquel rescoldo era el centro del universo.
Las casas eran de adobe y piedras amarillentas. De los tejados colgaban largos chorros de
agua congelada. En las calles había barro y charcos de agua.
El pueblo tendría alrededor de veinte familias, tal vez menos, y con el tiempo sabría
que se encaminaba a su rápida extinción. Situado a orillas de un pequeño río que iba a
dar a otro más grande, sus gentes vivían del cultivo del cereal y las legumbres, que
llevaban a vender a la población de Aranda en los días de mercado. Además, en casi
todas las casas criaban un par de cerdos para la matanza y una docena de gallinas
ponedoras, y cultivaban hortalizas en una huerta próxima a la vivienda, todo lo cual
ayudaba de forma importante en la economía de la familia.
Allí habían nacido mis padres y sus repectivos hermanos, siete por parte de mi padre y
cinco por la de mi madre, aunque ninguno de todos ellos vivía, así como sus padres y los
padres de sus padres, hasta perderse en la memoria de la familia en retroceso en el tiempo
sin que existiese ninguno que procediera de otro sitio. Ocurría lo mismo con el resto de
las familias del pueblo, que se vinculaban entre sí unas con otras produciendo una
interrelación cerrada en que todos eran parientes de todos, exceptuando al cura, el
médico y los maestros de los chicos y de las chicas, separados por sexos cada uno en su
escuel, que eran considerados forasteros.
Tengo un hermano algo mayor que yo al que siempre hemos llamado Tano, y tardé muchos
años en descubrir que su nombre era otro y que Tano era sólo un apelativo familiar. Lo
cierto es que tuvo que dejar la escuela a los once años para ir de pastor con un rebaño
de ochenta o cien ovejas que teníamos, y no salió nunca del pueblo hasta que empezó a
trabajar en Aranda al filo de la mayoría de edad.
Así, pues, los primeros años de mi vida pasaron subsistiendo con los cuidados
elementales, y formando parte del entorno lo mismo que el resto de la gente, los animales,
los árboles y las piedras.
En los últimos días de septiembre llegaban las carretas de la sierra cargadas de piñas
y vigas de pino, que cambiaban por carros de paja y sacos de trigo o cebada. Los chicos
nos ofrecíamos para llevar a beber agua a sus mulas blancas, y recibíamos puñados de
piñones y cuencos de resina como regalo. En el tiempo de mayor calor llegaban los
camiones que traían vino de la ribera del Duero, y cuando se marchaban les perseguíamos
en tropel intentando encaramarnos a ellos y llegar montados hasta el puente que iba a
Aranda. Después, los que lo habían conseguido, volvían jadeando satisfechos.
La escuela era una sala muy grande con dos filas de mesas y bancos de madera marrón, y en
medio la mesa del maestro, entre las dos ventanas con barrotes que daban a la plaza. Las
paredes estaban demasiado recargadas de pizarras, mapas y estampas de la Biblia. Algunos
días el maestro castigaba a algún chico sin salir a comer, y su madre tenía que pasarle
a escondidas algo de comida entre los barrotes.
En algún momento impreciso debió de ocurrir algo extraordinario que me pasó
completamente desapercibido, porque empezaron a sucederme acontecimientos insospechados
que iban a ser determinantes.
Mi padre consultó con todos los familiares buscando el origen y la forma de eliminar la
causa, pero ninguno encontró en la memoria ancestral de todos los antepasados la clave
que ayudase a reparar la falta.
Por fin, una noche de invierno que estaban en nuestra casa mi abuela y mi tía Juana, las
dos de más de ochenta años, mi padre fue a buscar a la tía Saúca rodeando por detrás
el cementerio para no ser visto por nadie, y volvió con ella arropada en un mantón pardo
y apoyada en un palo de enebro. Daba miedo verla.
Recuerdo que me estuvo mirando a los ojos como si quisiera quemarme con los suyos para
hacerme un agujero y mirar lo que había dentro, y al mismo tiempo me apretaba la cabeza
entre sus dos manos hasta hacerme daño y provocar que me escapara llorando. Según ella,
siendo yo muy pequeño, una noche se posó sobre mi frente una fuerza dañina y, al
abandonarme por la mañana, dejó restos de azufre entre las rendijas de mis párpados
para marcar su territorio. Dio más explicaciones que no entendí, dejando entrever que,
en caso de haber algún remedio, se encontraría contrarrestando la voluntad del mal con
hierbas repelentes y rezos revelados para ahuyentar sus efectos. Lo cierto es que a partir
de entonces empecé a descubrir debajo de mi cama pequeños manojos de cabezas de ajo,
romero y hierbabuena sujetos con tallos de manzanilla, y mi madre, al taparme por la
noche, rozaba mis párpados con sus manos mientras murmuraba palabras desconocidas que me
dejaban sobrecogido hasta que me entraba el sueño.
En ocasiones, las cosas que pasan desapercibidas son las que producen consecuencias más
importantes. Al lado de mi casa vivía el tío Virgilio, un viejo huraño que tenía un
taller de carpintería en el que me acostumbré a pasar días enteros, admirando cómo
fabricaba muebles rústicos y aperos de labranza y con qué maestría trabajaba la madera
hasta conseguir la forma necesaria o el detalle buscado. Los golpes de la azuela y el
martillo me hacían cerrar y abrir los ojos continuamente hasta hacerme ver luces
fosforescentes flotando en el aire, pero al final la obra estaba hecha y el dolor de los
ojos se me olvidaba por completo.
Tenía la casa en la parte de atrás del taller, y debía de ser muy grande, aunque sólo
conocí la cocina, donde algunas veces comía con él a pesar de las protestas de mi
madre, que nunca entendió mi amistad con aquel hombre que casi no hablaba con nadie. Las
comidas eran casi siempre sopas de ajo o patatas cocidas con mucho pimentón, que
machacaba con un cucharón enorme que él mismo había hecho con madera de un roble que,
según me contaba, había sembrado su padre cuando él tenía mi edad. El segundo plato
eran un par de sardinas arenques, o un trozo de bacalao seco, que nos comíamos con una
gran rebanada de pan.
Algunos días, cuando hacía demasiado frío para trabajar en la carpintería, pasábamos
toda la tarde alrededor de la lumbre, mirando primero cómo oscilaban las llamas, al
quemarse las estepas o las ramas de enebro, y después cómo se iban consumiendo
lentamente los troncos de encina, formando un lecho de ascuas que aprovechábamos para
asar patatas, bellotas y castañas.
Durante aquellas tardes me contaba historias de los tiempos antiguos, susurrando un poco
las palabras como para saborearlas, o como si le costase desvelar lo que guardaba en su
memoria. De vez en cuando se paraba para preguntarme alguna cosa, y yo movía los hombros
apesadumbrado, o abría la boca para contestar sin saber qué decir por miedo a
defraudarle. Allí me contó cómo cazó un zorro en el gallinero después de haber matado
siete gallinas, partiéndole el espinazo con un azadón antes de que encontrara el agujero
de la alambrada por el que había entrado. También me contó la batida del lobo que
hicieron los pastores, un año que estuvo nevando todo el invierno, y una loba vieja mató
catorce ovejas en un corral del monte. Pasados los años, cuando aprendí a leer,
imaginaba que todos los cuentos ocurrían en el mismo gallinero y en el mismo monte en los
que el tío Virgilio me había dicho que aquellas cosas habían sucedido realmente, pero
en ningún libro encontré la emoción que sentí cuando él me contó por primera vez
aquellas historias alrededor de la lumbre.
Por entonces estaba la mayor parte del día en la calle, jugando en el suelo con tierra,
con piedras o con trozos de madera, que iba atesorando por su forma, su tamaño o sus
peculiaridades, según la fantasía que tuviera en ese momento. Mi mundo estaba limitado
entonces por mi propia casa, la del tío Virgilio, que estaba a un lado, la casa de
enfrente, que siempre había conocido deshabitada y aprovechaba para jugar en la puerta, y
el camino de Aranda, por el que pasaban los hombres con sus carros y sus caballerías
hacia el trabajo, y que mi madre no me dejaba atravesar por si me atropellaban. Lo malo
era que al otro lado del camino estaba el edificio del Ayuntamien to, una casa grande
hecha de ladrillos rojos y piedras blancas donde daba el sol por la mañana, y en
invierno, cuando tiritábamos de frío, era donde mejor se estaba.
Una vez el tío Virgilio me hizo un carro completamente de madera, con su caja, su
pértiga y sus ruedas reforzadas con una cubierta de hierro como las llantas de los carros
de verdad, pero cuando fui a enseñárselo a mi madre, me lo devolvió con desagrado,
reprochándome todo el tiempo que pasaba junto a aquel viejo solitario.
Aquel verano fuimos a la romería de San Roque mi madre, el Tano y yo, además del burro,
en el que a veces iba montado solo, y otras veces se montaba el Tano conmigo. Mi madre
siempre iba detrás de nosotros, más despacio y muy seria.
La romería de San Roque se celebraba a mediados del verano en una ermita inhóspita,
levantada junto al nacimiento de un río que brotaba de una enorme peña en medio de una
sierra bastante alejada, por lo que la gente que asistía madrugaba especialmente para
evitar las horas de mayor calor. A lo largo del camino nos encontrábamos con personas que
afluían de todos los caminos, algunos andando, y otros en carros o animales de carga
aparejados de domingo y con cascabeles o campanillas, que tintineaban como chispas de luz.
Mi madre hacía comentarios sobre las tierras, en rastrojo después de la cosecha, y sobre
los pueblos que pasábamos. Cruzamos por el centro de Terralbal, pero casi no había nadie
en la calle porque era muy temprano, y después dejamos a un lado Pedregueras y
Valdencinar, según dijo. Yo iba más preocupado en agarrarme bien para no caerme. Al
pasar por Valdencinar, ya estaba el sol en lo alto, oímos a la cigüeña crotorando en la
torre de la iglesia.
A medida que nos íbamos alejando del pueblo, el camino iba siendo cada vez más agreste,
y las tierras de labor iban dando paso a los terrenos abruptos con grandes árboles, que
dejaron de ser enebros y chaparros para ser robles corpulentos y pinos altísimos.
- Por aquí la gente vive de la madera, y casi no siembran -mi madre le
contestaba al Tano, que se había sorprendido por la falta de suelo cultivable.
A veces pasábamos por zonas umbrías en las que los árboles se acercaban
tanto al camino que se juntaban las ramas de los dos lados, haciendo arcos como los de los
mozos en las fiestas, y el eco de las herraduras del burro resonaba en la distancia al
golpear las piedras.
Llegamos a la ermita a media mañana, Habíamos seguido subiendo y subiendo, metiéndonos
cada vez más entre los árboles, cada vez más ¡ntrincados, y después empezamos a bajar
por una senda inclinada y tortuosa, sorteando profundos barrancos y rocas enormes que se
oponían a nuestro paso. Cuando el Tano me dijo que habíamos llegado, vi delante de
nosotros un edificio de piedras amarillentas, y escuché el estruendo del río, que se
precipitaba de peña en peña por el fondo de un barranco gigantesco.
Mi madre desapareció entre la gente, y volvió mucho tiempo más tarde llevando ramas de
romero y espliego en las manos. Había bajado a purificarse en la corriente del río, y
después había entrado en la iglesia a tocar las heridas de sus pies con los ungüentos
del Santo. Así, supe que había hecho todo el camino descalza, y sentí que un monstruo
negro me mordía por dentro y me hacía llorar. La gente que estaba a nuestro alrededor se
interesaba por el motivo de mis lágrimas, y cuando lo conocían bajaban la voz y se
alejaban recelosos como para evitar el contagio.
Creo que no entré en la iglesia ni tampoco bajé al río, que corría encajonado entre
penas y era peligroso bajar hasta el agua.
Por la tarde, los mozos y las mozas bailaban junto al río luciendo sus mejores ropas, y
el sol les daba en la cara.
El camino de regreso se me hizo más largo y pesado por el cansancio del día. Cuando
pasamos por los pinares, entre Pedregueras y Terralbal, subió conmigo en el burro una
chica delgadísima, con unas trenzas muy largas que me daban en la cara. Recuerdo el calor
de su cuerpo en mi espalda al agarrarase, y el nerviosismo de todo su cuerpo, que rebosaba
de entusiasmo como si se trajera toda la fiesta con ella a casa.
Al subir la cuesta de los Enebrales, se veía la chimenea de la gloria del Ayutamiento,
que desde allí parecía más alta que la torre de la iglesia, y era como si ya
hubiéramos llegado. Más adelante, cuando llegábamos a los chopos de la entrada del
pueblo y podían verse más cerca, se notaba claramente que la torre era mucho mayor que
la chimenea, pero me gustaba pensar que se empinaban y agachaban como si estuviesen vivas,
peleándose igual que los chicos por ser más altas.
Al llegar a las primeras casas, salió a nuestro encuentro la perra que iba con el Tano a
las ovejas, y al vernos echó a correr hacia nosotros y empezó a brincar de alegría
haciendo círculos alrededor. Se llamaba Blanca y, a pesar del tiempo que ha pasado,
todavía la recordamos de vez en cuando, como si fuese un miembro de la familia que está
ausente y se echa en falta.
© Eutiquio
Cabrerizo 2000
(El capítulo
aquí publicado, pertenece al libro La Charca de los Enebrales, es © del autor y con
permiso de la editorial)
Comentario de
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