Eutiquio Cabrerizo

novela

 Estelas de una diosa

Primera parte

Sol de atardecer en la montaña

Uno

En la sala el hombre está solo. Desconcertado ante la inmensidad del páramo que imagina extenderse a sus pies como un erial asfixiante y deshabitado. Sin comprender en absoluto las causas de una prueba arbitraria desafortunada que iba a lastrar en adelante su vida como las piedras de un derrumbamiento.

Al llegar a casa, la vivienda estaba fría y deshabitada. El pasillo era un túnel de sombras violentas, y en el salón dormía nocturno y compacto el monstruo que reinaba en los mundos tenebrosos. La cocina era el lugar más desierto, con la mesa y la encimera totalmente limpias, y el fregadero con dos tazas del té de la víspera pendientes de fregar.

En alguna parte adivina una figura resplandeciente que blande una espada de fuego cerrando el camino que pasa entre dos riscos gigantes y le obliga a abandonar toda esperanza de recobrar la felicidad al tiempo que le inflama el deseo de alcanzarla, y conoce que esa inquietud le acompañará siempre porque es consciente de que continúa poseyendo el don de la inmortalidad.

El hombre está sentado frente a una enorme mesa sobre la que hay una máquina de escribir braille, un ordenador con su escaner correspondiente y un teléfono. A su izquierda, entre la pantalla del ordenador y una pila de libros, hay una cerámica bastante alta que de vez en cuando toca detenidamente como si quisiera aprendérsela de memoria.

El hombre es ciego.

Parece escuchar, como si alguien le hablara oculto tras las cortinas de la entrada a la terraza que se encuentra a su espalda, pero está solo y nadie le habla. La puerta de la terraza se abre y se cierra empujada por el viento que hace fuera. Enciende el ordenador. Prepara la máquina de escribir. Coge un paquete de folios.

—Sube el agua del remanso, y en mi lugar sacrifica un cordero que tenga sólo un año. Corre, y di a todos que no he muerto.

Quiere encontrar la clave que evite la sucesión indefinida de los mismos hechos, y no sabe cómo hacerlo. Tal vez revelarlo a todos. Hacer que todos lo sepan. Gritar en la noche apacible de los que dormitan y arrancarles de su sueño tranquilo y confiado.

—La verdad no existe. Está velada al entendimiento de los hombres. Nosotros, los que somos desde hace años, los que somos desde hace demasiados años, ¿seguiremos siendo los mismos que fuimos en otro tiempo?

Tal vez escriba lo que ha intuido vagamente, y alguien alcance a descifrar algún día lo que permanece oculto desde el principio de los tiempos.

Siempre le había gustado escribir. Casi desde que aprendió a hacerlo se acostumbró a presentarse a concursos literarios para niños, y casi también desde el principio fue saboreando íntimamente el estímulo de sentirse honrado con la concesión de los premios. Eran cuentos inspirados en las fábulas de Esopo o Samaniego, o creados bajo la influencia directa de los hermanos Grimm, Andersen o Perrault en los que los personajes intentaban sobrepasar sus posibilidades naturales perjudicándose en el empeño, como el pájaro que destroza su pico inútilmente contra los barrotes de su jaula o el perro que muerde su cadena hasta sangrar por la boca.

A los catorce años ganó un concurso interescolar de cuentos navideños organizado por una multinacional de microprocesadores para ordenadores, y su éxito provocó la contrariedad en alguno de los demás concursantes de su misma clase, que acusaron con cierta acritud la frustración de su ilusión por alcanzar aquel premio.

Lázaro y Marcial eran algunos de los más insistentes del grupo, empeñados en someter el relato a la disección más dura hasta convertirlo en una paranoia obsesiva que, según ellos, sólo reflejaba las carencias afectivas y las fijaciones arrastradas desde la infancia.

—¿Desde cuándo los viejos tienen la barba roja? ¿Cómo puede saberse por la noche que el candil es de color caldera? ¿Qué significan las palabras albarcas, majada y alforjas?

Lázaro, era ciego de nacimiento, y tendía a utilizar en sus escritos referencias visuales aprendidas de memoria o supuestas impresiones ópticas de su propia invención que poco o nada respondían a la realidad.

—La vista es un rayo luminoso que emana de la retina y se proyecta a través de la pupila sobre los objetos.

—¿Y qué es un rayo luminoso?

Las elucubraciones de Lázaro sobre la vista hacían que las conversaciones derivasen siempre hacia los mismos tópicos insostenibles, alejándose del punto de partida motivo de la controversia.

—Es como la trayectoria de un arco, que se puede dirigir donde se quiere y puede llegar a sentirse cómo se clava en una parte del cuerpo o en los mismos ojos. Por eso hay personas que adivinan que se les está mirando aunque no lo vean directamente. Si se activa el cristalino de forma intencionada, la mirada se hace intensa y puede quemar la piel como lo hace el sol empleando una lupa.

Lázaro se llamaba así porque su madre creía que había nacido muerto. Su llegada al mundo estuvo precedida de pronósticos preocupantes y un parto complicado con el riesgo de asfixia debido a la presentación del cordón umbilical en torno al cuello, lo que obligó a medidas expeditivas para arrancarle las primeras señales de vida. Su madre perdió totalmente la entereza de ánimo viendo frustradas todas sus ilusiones y sus desvelos ante la espera de su primer hijo, y cuando oyó su llanto inicial entre la retahíla de imprecaciones que estaba lanzando contra el cielo, juró que le pondría de nombre Lázaro porque había sido Dios en persona quien le sacó de los infiernos arrepentido de su primer propósito.

—Yo creo que el cristalino del ojo tiene facultades que la ciencia no ha investigado suficientemente.

—¿De qué tipo serían? —Marcial disfrutaba acosándole con sus preguntas.

Hasta ese momento, por extraño que parezca, el hombre no había interiorizado la ceguera ni las limitaciones y recursos relacionados con esta circunstancia.

Los comentarios sobre el cuento le dolieron en lo más profundo como si se tratara de una herida viva y alguien se ensañara escarbándole en ella. Podía ser que el relato tuviese algún término poco afortunado, o alguna frase incorrectamente construida o falta de conexión con la realidad, pero él desconocía las razones que había valorado el jurado para premiárselo y, en todo caso, nada podía hacer para que las cosas sucediesen de otro modo.

Por otra parte, pensaba que el color rojo aplicado a la barba de un hombre viejo y desconocido le añadía un cierto misterio que si fuese de color blanco no se conseguiría. Por lo que se refería a las palabras menos comunes eran precisamente, a su juicio, las que daban mayor veracidad a la leyenda, y muy lejos de creerlas fuera de contexto consideraba que contribuían a dar fuerza al relato. Lo conserva con otros muchos textos breves escritos por la misma época en una carpeta de plástico cerrada con dos anillas elásticas bastante anchas, que de vez en cuando revisa al azar deteniéndose en detalles insignificantes para otros, como quien hojea un álbum de fotografías y recuerda una intención o un gesto:

«Dicen que por el sendero que viene del monte, se ve al anochecer el viejo de las barbas rojas de todos los inviernos.

Nadie le ha visto. Los niños dicen que cuando se despiertan en medio de la noche, ven sus barbas rojas en la ventana, y que una tarde le vieron correr a esconderse entre los árboles del bosque. Unos dicen haberle visto con una chaqueta de pana vieja y con unos pantalones remendados. Otros, sólo con una camisa blanca y unos pantalones viejos de pana. Algunos dicen que lleva una gorra negra y calza albarcas con peales negros de lana. Otros dicen que tiene la cabeza completamente calva y que en los pies no lleva más que las albarcas.

Se sabe que se apoya en una cachava amarilla de vergaza, y que carga al hombro unas alforjas llenas de cosas raras y una pelleja de loba parda con el frío y el viento, con la nieve y la escarcha.

Pasa todo el invierno colgando bayas y bellotas en los enebros y las chaparras, y por la noche viene hasta el pueblo silbando por el diente que le falta para pintar los tejados y el suelo de escarcha.

Cuando hace frío enciende lumbre al abrigo de los árboles o en las majadas, y si el cierzo alborota la nieve del páramo, se mete en los corrales de las cabras. En las noches claras se ve su candil de color caldera cruzando los campos, como una estrella que se escapa.

Por diciembre trae las alforjas llenas de almendrucos y avellanas, y en la noche mágica del invierno pasa llenando de sonrisas y esperanzas los zapatos que los niños dejan en las ventanas.

Cuando las últimas nieves de la temporada empiezan a derretirse, una mañana se ven sus huellas por el camino que va hacia el monte y nadie vuelve a verle hasta el siguiente invierno.»

El incidente no pudo olvidarlo nunca, y todo lo que escribió a partir de entonces refleja con nitidez el cuidado puesto en la elección de un calificativo, de un matiz de color o luz que no se ajustase con todo rigor a sus posibilidades expresivas. De hecho, evitaba la utilización de los recursos literarios relacionados con la vista cuando no estaba seguro de hacerlo correctamente y, por el contrario, se esforzaba en descubrir nuevas imágenes auditivas y salpicar sus relatos con sensaciones olfativas, gustativas y táctiles hasta conseguir que en cierta ocasión alguien le dijese que estaba creando una literatura específica hecha por ciegos.

No obstante, no era fácil para él ajustarse a este criterio, porque el hombre no fue ciego siempre y el recuerdo de las cosas que vio durante los primeros años de su infancia le sigue siendo útil todavía para concebir las cosas que le rodean con las características visuales que los demás le dicen que poseen.

Vivió la adolescencia como una experiencia tortuosa, que es como se viven casi todas las adolescencias, refugiándose en su mundo interior lleno de sombras agitadas y observando a los demás como si fuesen autómatas inconscientes que representasen una actuación teatral al margen de los fundamentos esenciales que daban origen a la existencia de seres vivos sobre la tierra.

El sentido de la vista era más engañoso que los otros. De todos era sabida la falsedad de los espejismos del desierto, la apariencia de las estrellas fugaces que son polvo cósmico desintegrándose en contacto con la atmósfera, la línea

inexistente del horizonte que hace creer que el cielo se junta con la tierra, el mismo color del cielo, tan asumido por todas las culturas, sabiéndose que en realidad es tan sólo un efecto óptico...

Se equivocaba creyendo que el resto de los sentidos eran más precisos y se ajustaban mejor a la percepción objetiva de la información para la que estaban destinados. Aunque no era un gran aficionado a la música, pensaba que era un lenguaje más auténtico que el vocal y que transmitía sentimientos y emociones que eran imposibles de comunicar con la palabra. A través del olfato podían reconocerse entre sí las personas siempre que no enmascarasen su verdadero olor con el uso excesivo de cosméticos, y podían, incluso, caerse simpáticos o antipáticos unos y otros a causa del aura olfativa que envuelve al cuerpo. El sentido del gusto era el que tenía menos estudiado. Intuía vagamente que existía cierta relación con el olfato, algo así como si al saborear algunos alimentos se desencadenasen ciertos aromas no percibidos anteriormente por la pituitaria, pero no terminó de investigar esta teoría y no podía asegurar que fuese cierta.

El tacto es el sentido de la corta distancia y del afecto. Permite constatar la evidencia de una realidad que parece increíble, y es el canal de comunicación de los sentimientos.

—Deja que te toque para comprobar que no eres un sueño.

Su imaginación vaga por las ondas de la memoria, y se abandona. Lleva una mano hacia la cerámica que tiene sobre la mesa y la recorre lentamente con los dedos como si quisiera descubrir una característica desapercibida hasta ese momento. La pieza estaba formada por dos cuerpos semejando dos pilastras de piedra unidas ligeramente por la base que, de algún modo, sugerían el esbozo de la talla de dos columnas o dos esculturas abandonadas, cuando apenas dejaban de ser dos rollos de barro sin llegar a ser otra cosa.

Su interés por la captación de la realidad circundante le llevó a prestar una atención especial a todo lo que percibía a través de los sentidos por muy sutil o indefinido que fuese. También a lo que le llegaba sin la intervención de los sentidos, apenas intuido, como señales de un mundo inexistente o existente en otro plano que, por alguna razón intangible, llegasen hasta él como mensajes.

A los diecisiete años, se encontraba preparando un examen para el día siguiente en un aula solitaria, le pareció que alguien se acercaba de puntillas hasta él para asustarle y cuando adelantó la mano para detener al intruso sólo encontró el aire. Aquella misma noche volvió a ocurrirle poco antes de dormirse, y venció la tentación de alargar el brazo dejando que la sombra fuese acercándose muy lentamente hasta encontrarse a unos centímetros de su cara, y entonces percibió claramente la caricia de una mano cálida en su mejilla que le infundió una placidez infinita antes de conciliar el sueño.

A partir de aquella experiencia se acostumbró a convivir con la sensación de presencia de sombras a su lado. Notaba que se sentaban con él cuando estaba estudiando, o que le acompañaban por el patio en sus largos paseos solitarios. A veces era sólo el rastro de una fragancia muy suave a lavanda o hierbabuena de origen incierto, lo que le permitía saber que no estaba solo.

No era una sensación inquietante sino agradable. Algo así como cuando dos amigos íntimos se conocen tanto que no necesitan hablarse para entenderse y les basta saberse uno junto al otro para sentirse comprendidos y apreciados.

El hombre deja de escribir a máquina. Se levanta y corre las cortinas que dan a la terraza para que entre el sol y renueve el aire de la sala.

© Eutiquio Cabrerizo 2003

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