relato
Arturo y su tienda de
coloniales
Vivíamos un otoño aprimaverado. Últimamente viajo poco sola, y esa
tarde lo hacía en compañía de Antonio y Alex. La provincia de Soria ejerce en mí, ya
sea en soledad o compañía, la fascinación de los grandes espacios vacíos. Los pueblos
casi abandonados, las sierras convertidas en redondeados montes por la erosión, el frío,
a veces roto por la columna del humo... Es como entrar en una gran casona, atravesar un
vestíbulo, sentir las telas de araña rozándome la cara, arrebujarme en la ropa, para,
de pronto, empujar una puerta y hallarme frente a una chimenea, un fuego bajo, encendido y
ante él hallar a un viejo casi ciego invitándome a pasar.
Yo sé que esa imagen dista mucho de la oficial de Soria, no tanto de la real; en todo
caso es la sensación que yo percibo y de la que no puedo, ni quiero, sustraerme. No se
trata de sensación de decrepitud, sino de ancianidad, con esa belleza de la ancianidad
fresca, con apenas arrugas alrededor de los ojos, y la piel tersa y todavía sonrosada.
Acogedora como un viejo camino, que diría Neruda.
Ese fin de semana hacíamos la ruta de Medinaceli. De vuelta para Soria quería evitar la
carretera general y nos adentramos por una local; por ella llegamos a Miño. He visitado
Miño de Medinaceli en varias ocasiones, pero, al entrar de nuevo, me dí cuenta del
tiempo transcurrido desde mi último paso por allí. De pronto, no sé porqué, me
acongojé. Les pedí a Alex y Antonio que me dejaran sola un rato, y mientras aprovecharan
la última luz del día para tomar unas fotos.
Y me dirigí, casi sin darme cuenta, al lugar que conservaba más
vivo en mi memoria: una romántica tienda junto a la vía del tren. Estaba cerrada y su
fachada había sido remodelada. Ya no anunciaba coloniales, sino supermercado.
Me senté frente a ella y encendí un cigarrillo. La última vez me acompañaba María
Luisa, mi hermana pequeña. Hicimos fotos; al llegar a casa las buscaría. La tienda era
enorme. Ocupaba parte de un gran edificio de dos plantas, de cuidadas piedras sillar,
dividido en tres cuerpos: vivienda, fábrica de harina y ultramarinos. Como he dicho,
estaba ubicada en el barrio de la estación de ferrocarril, a escasos metros de la vía.
Recordaba bien el nombre del propietario: Arturo. Raro para esta tierra, donde abundan
otros menos sonoros y sin connotaciones legendarias.
Y mientras fumaba, recordaba la tienda por dentro. Al atravesar una enorme puerta de
madera se penetraba en un ambiente solo posible en las tiendas de coloniales; quien haya
estado dentro de una de ellas entenderá lo que quiero decir. Era muy grande; el fondo
quedaba oscurecido por la humilde bombilla o fluorescente colocados en el centro del
establecimiento. Lejos de apretar el ánimo, como sucede con las luces de posguerra en
general, a estas tiendas les daban un ambiente entre misterioso, acogedor y romántico. No
nos iríamos nunca de ellas. Tal vez consciente de ello, Arturo había instalado un
mostrador de madera, a la derecha de la entrada, donde se podían beber unos chatos de
vino rancio, del de consagrar, extraído de la barrica de nogal, húmeda y profunda.
A esta primera impresión se unían los olores. Siempre me ha parecido que, por encima de
todos, resalta el del azafrán. Aunque no sabría decir si la congria rancia trataba de
dominarlo. El cuero de los aperos, la goma de las abarcas, el vino enranciado, la congria,
los productos de la pobre huerta, las sardinas arenques, el pimentón para la matanza, el
azafrán..., todos se mezclaban, formando un aroma entre mareante y acre.
Recordaba, sentada cerca de la vía del tren, la tarde en que María Luisa y yo estuvimos
dentro; Arturo nos convidó a unos vinos con sardinas arenques, y nos hablaba; su mujer,
guapa y sonrosada, postrada en una silla de ruedas, asentía a todo. Mi hermana les
escuchaba, pero yo, sugestionada, dejaba correr la vista: la garita donde se colocaba el
amo, sólo para cobrar, en épocas de mucha clientela, a la vez que vigilaba a los
dependientes enfundados en guardapolvos grises a fin de que atendieran debidamente a los
aldeanos. Me imaginaba esa tienda abarrotada de ellos, las mujeres con pañuelo negro en
la cabeza, los hombres con la boína en la mano, ambos con abarcas; sayas negras y largas
para ellas, y calzones de pana con todos los soles reflejados en su pardez, tanto en sayas
como en calzones. Todavía podía verse en la fachada, alineadas, unas argollas donde se
ataban las caballerías con los serones repletos de grumos al llegar, y de quincalla al
partir.
Pero la tienda de Arturo no fue sólo eso. Su padre, don Aniceto Dolado, fue el primer
propietario de ella. Y era este hombre amigo de un diputado radical socialista por Soria,
allá por la época de la República, Benito Artigas de nombre. Don Aniceto fue fusilado
en un paraje cerca de Miño; su perro le siguió cuando un grupo de requetés, después de
cercar sus propiedades, le detuvo; el perro se mantuvo junto al cadáver, insepulto, hasta
que, tres días después, fue hallado e inhumado.
Su hijo Arturo, don Arturo Dolado, huyó ante tanta sinrazón, y anduvo el hombre perdido
por el monte, perseguido por unos cuantos cobardes armados, sin que pudieran darle
alcance. Pensaba yo, oyendo cada vez más cerca el silbido del tren, un tren de esos que
discurren por la provincia pero no paran en ella, cumplida ya la misión de vaciarla,
pensaba en la vida de Arturo, recordando al padre fusilado, a los hermanos dispersos, él
mismo perseguido; y después, la compañera inválida, muerta antes que él. Y él, ya sin
aldeanos, sin gente a la que servir el vino rancio, pasando la vista por toda la tienda,
por toda su vida.
Pasando la vista por las cajas de fruta, algo picadas, esperando que a la vecina del
barrio bajo se le acabara la fruta comprada en alguna gran superficie para poder vender
parte de la mercancía. Sartenes, medias de nylon, boinas, congrias rancias, detergente
Omo, bragas blancas de algodón, calzoncillos de felpa hasta las rodillas, rosarios, botas
de vino, vodka Kameranoff, coñac Terry, abarcas, y los sacos abiertos por arriba,
doblados en vueltas, ofreciendo las alubias, las pobres alubias de la tierra; cajas de
sardinas arenques, latas de chicharros, y las barricas de roble llenas de vino de
dieciocho grados.
Mis acompañantes aparecieron y no sin cierto pesar emprendimos la ruta de nuevo hasta
Yelo, donde una tienda parecida nos aguardaba. Tomamos unos vinos, hicimos fotos,
compramos una congria rancia para nuestras veladas en la casa de la Antesierra, y, al
marcharnos, pregunté a Pedro, el propietario, la causa de que la tienda de Miño se
hallara cerrada. "Arturo murió el año pasado".
Mi primer pensamiento, tan egoista, fue el que ya nunca más tomaría un vino rancio en
aquella hermosa tienda, acompañada por las historias de Arturo. Después una pena honda,
como si el muerto fuera alguien muy cercano, hizo presa en mí. Durante el camino de
vuelta me decía una y otra vez: "nos estamos quedando huérfanos en esta
provincia". Cada vez que doy la vuelta por ella, mis viejos se han muerto. Esas
personas a las que yo acudo para que me cuenten sus historias, para que me ilustren sobre
las tradiciones, para que me enseñen a asar bien el somarro, para que me muestren el
nacimiento de un manantial, para que me expliquen qué hacer para curar una verruga. Todos
se mueren.
Y recordaba a la señora Dorotea, de Beratón, y sus ojos tristes despidiéndome con la
mano la última vez que la ví; y a Rufina, de Ciria, que me regalaba un queso de cabra
cada vez que iba a verla; a Cosme, de La Cuenca; a Agustín, de Urex, con 85 años me
enseñó los manantiales; a la señora de Arancón que me enseñó a hacer la sopa de
hígado de la matanza; a Valentín, de Villar del Campo, quien, al subir al convento de
San Adrián, en la sierra del Madero, me tranquilizaba sobre las pisadas de jabalíes que
iba viendo, diciéndome "si te aparece alguno, tú tranquila, que ellos no
atacan"; a Eugenio Torroba, de Talveila, quien con más de ochenta años se
adelantaba por el monte; y a la señora María, del mismo lugar, "soltera, entera y
octogenaria"; a Jesús, de Rioseco, tan pícaro, y a su madre, la señora Isabel, a
la que llevaba yo dulces cuando iba a verla; Eleuterio, de Los Llamosos; Felipe de
Fuensaúco; Máximo, de Yanguas.
Todos ellos han muerto. Y con ellos, un poco, o un mucho, la historia de esta provincia.
No sé bien porqué, la muerte de Arturo Dolado, acaecida un año atrás, me ha afectado
más que otras. Tal vez porque con él ha muerto una parte importante de la historia de
esta provincia, la que él tan bien conocía y tan de cerca le afectó: la guerra, la
represión, el tren, primero acercándole los clientes y más tarde llevándoselos a
tierras de hormigón y aluminio, la fábrica de harinas cerrada muchos años atrás, pero,
sobre todo, la tienda de coloniales o ultramarinos, bulliciosa primero y tan decadente
más tarde. Y el olor a vino rancio. Y el olor a azafrán.
©
Isabel Goig 1998
blog
de Isabel Goig
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