novela
Volveré a tus ojos
INTRODUCCIÓN.-
En
el año 1985 hice mi primera visita a España, más concretamente a una pequeña ciudad
castellana, donde tenía mis orígenes, y donde vivía mi padre. No le había vuelto a ver
desde que me dejó, a la edad de seis años, al cuidado de mis tíos, en la lejana
Iquitos, lugar de la selva amazónica de Perú. Cuando volví a verle era ya una mujer de
casi cincuenta años.
Durante ese largo periodo de tiempo nos habíamos escrito, intercambiado fotos,
telefoneado, pero no nos habíamos visitado. Y tal vez no nos habríamos visto nunca, al
no ser por una larga carta enviada por él, en la que me contaba la muerte de Rosa, su
compañera, su esposa, la segunda después de los breves desposorios entre mi madre y él,
allá en Iquitos.
En la carta no sólo me notificaba la muerte de ella, también me contaba cosas que nunca
me habían dicho sobre su vida, la de mis abuelos, de mi gente, en definitiva. Se notaba
en sus cuartillas el deseo de transmitirme cosas, de contactar conmigo, la necesidad de
abrazarme. Y, a la vez, la tremenda angustia de una soledad no deseada, producida por la
muerte de Rosa, cuya compañía había conseguido de forma nada fácil, y que le había
sido arrebatada sin tener demasiado tiempo para disfrutarla.
El mensaje de la carta era desconsolador, no ya por la muerte de ella, sino por lo que
supuso de culminación de una vida, en verdad, bastante desgraciada. Eran muchos folios;
en ellos, Fermín, mi padre, trataba de aliviar un poco el alma y hallar consuelo en
alguien dejado atrás hacía tantos años. Y por esa carta supe parte de la vida de mi
padre, la verdadera, no la que me habían aderezado con jengibre, como hacen por mi tierra
con los guisos.
Mis tíos habían cultivado en mí la idea de un padre fantástico y lejano, el cual
algún día volvería para quedarse ya siempre junto a mí y los míos. Desde niña me
habían presentado la historia de mis padres como un cuento de amor y muerte, y yo lo
había creído. Recuerdo cuentos en los que la figura principal eran mis padres; cuentos
interminables y fantásticos, mezclados con historias donde se fundían los espíritus con
las personas reales, ubicados en espacios frondosos, con agua y dioses, propios de la zona
selvática donde vivíamos.
Cuando era muy pequeña, acudía hasta la tumba de mi madre, en el gran patio trasero de
la enorme casa familiar, para hablar con ella y decirle que papá volvería pronto para
ponerle él mismo flores. Y me pasaba tardes enteras hablando sin parar con mi madre,
dándole mi particular forma, en mi imaginación y lenguaje infantil, a las historias una
y otra vez repetidas, siempre las mismas y siempre distintas.
A medida que me hacía mayor, me quejaba a Chana -la india encargada de mi cuidado- de la
ausencia de papá y de los cuentos que los tíos me contaban. "Ay, mi hijita, los
señores te quieren mucho y no desean que sufras. Pero tu papá me creo que no volverá.
Se fue de aquí como alma que lleva el diablo cuando murió tu mamá. Además, mija, esto
no era para tu padre; qué va a hacer aquí tu papá. Yo le vi siempre triste, ni siquiera
cuando estuvo casado con tu mamá, tan alegre, tan guapa, perdió él la tristeza. Creo
que allá en España las cosas fueron muy mal, con la guerra y eso, y tu papá estuvo
preso". La creencia de mi padre preso todavía le hacía más fantástico y más
lejano. Le imaginaba en tenebrosos galeotes encadenado con grilletes, a pan y agua, como
los héroes de los cuentos. "Chana, mi papá se quitará las cadenas y volverá".
"Ya no está preso niña. Estuvo, pero ya no lo está. Era bueno y le dejaron
libre". Cuando la indiecita me veía más triste de lo habitual, me consolaba
diciendo que volvería algún día para verme y abrazarme. Y otra vez comenzaban las
historias, los cuentos, esas narraciones de Chana mezcladas con palabras de su lengua
materna, mientras yo me dormía sobre su regazo, oliendo el perfume de sus largas trenzas,
negras y brillantes, que acariciaban mis mejillas, mientras sus manos se perdían por mi
espalda.
Tendría yo algo más de treinta años cuando una carta de mi padre me anunciaba su
reencuentro con Rosa, y, entonces, perdí todas las esperanzas. Aunque ya por entonces no
importaba, en realidad nunca había importado demasiado, gracias a la infancia y juventud
vivida tan feliz, y, después, por que formé mi propia familia y mi padre había quedado
relegado a la galería de parientes cercanos y lejanos a la vez. Era una carta optimista
-mi padre escribía mucho y bien- repleta de esperanza por conseguir "una
felicidad que siempre me ha sido negada". Me sentí mal, eso venía a decirme que
yo significaba poco para él, y otro tanto de su relación con mi madre.
Al recibir la carta de mi padre, la anunciadora de la muerte de Rosa, decidí que debía
viajar a España. Sentí, de repente, deseos de conocerle, de escuchar, de viva voz, todo
eso que me contaba en la carta. Y de abrazarle. Dejé en la casa de mis tíos a mi marido
y mis tres hijos; en la enorme casona, ampliada en dos ocasiones a fin de dar cabida a los
once hijos, nueras, yernos, nietos, criados y familia en general, no se notaría la
presencia de cuatro personas más.
Cuando llegué a la ciudad donde residía Fermín habían transcurrido dos meses de la
muerte de ella. Decir que estaba abatido es quedarse muy corta. La señora encargada de la
casa suspiró aliviada al verme. Le había avisado de mi llegada para evitar un fuerte
impacto. Yo le recordaba. El, naturalmente, sólo pudo reconocerme por las fotos enviadas
a lo largo de los años.
Pensaba quedarme una semana y me retuvo -yo me dejé retener muy a gusto- casi dos meses.
Nunca olvidaré esos meses, ni a Fermín. Mucha gente le recordará. Durante ese tiempo
mejoró mucho, creo que la nostalgia y la tristeza desaparecían a medida que hablaba y
hablaba conmigo.
Y me contó la historia aquí narrada. Ah!, y conocí a Gonzalo, mi único hermano, y a su
familia. Ahora vienen a visitarnos una vez al año a Perú, hablamos mucho de nuestro
padre y nuestras dos madres. Gonzalo no sólo comprendió las razones de su madre para
abandonarle, también se fascinó por sus vidas, y se siente orgulloso de haber sido el
hijo de Rosa y Fermín. Pero esa es otra historia.
© Isabel Goig
1998
(El fragmento
aquí publicado es © de la autora y con permiso de la editorial)
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