El lado humano de la despoblación

Isabel Goig

Edita: Centro Soriano de Estudios Tradicionales
Colección: Los libros del Santero nº 4
SORIA 2002

El libro que el lector tiene en sus manos es una obra iconoclasta, incalificable, hecha a golpes de pasión y de estadística, fruto de los impulsos del corazón tanto como de las ciencias sociales. Isabel Goig Soler ha acertado en sus páginas a enseñarnos lo que hay de humano y de vivido tras la fría faz de las cifras y los datos oficiales. Con estas armas aborda valientemente unos temas cuyo solo enunciado debería producir escalofríos: la despoblación en la provincia de Soria y el fenómeno de la emigración, palabras crueles y desoladoras tras las que se oculta un drama, máxima expresión de la derrota de unas tierras que la autora conoce bien y ama con entrega y devoción.

Una persona, hoy es y mañana no existe. Pero los pueblos no se mueren de repente. Su extinción es paulatina y supone un proceso lento, sistemático y perverso que la mayoría de las veces se escenifica ante la pasividad de sus propias gentes. Y lo que es más criminal, ante la indiferencia de quienes son los responsables del bienestar y el mejoramiento de las condiciones de vida de sus habitantes. Un proceso las más de las veces predecible. Y por eso mismo, un hecho indignante.

La pendiente que precipita un núcleo urbano hasta su total despoblación conoce un antiguo ritual, siempre repetido. La huida de los más jóvenes enciende la luz de alarma. Otras veces son familias enteras las que deciden abandonar su cuna. Al compás de esta huida van desapareciendo los oficios que sirven a la comunidad: marcha el herrero, el barbero, el boticario, el panadero¼ Pero el síntoma de muerte cierta es cuando se cierra la escuela, se despide al maestro, se traslada al médico y se comparten cura y secretario con tres o cuatro aldeas más.

Va transcurriendo el tiempo lento y cansino sobre la aldea, y al mismo tiempo la proporción de ancianos crece. Ya no se encuentran brazos fuertes para trabajar la tierra y ésta es cedida en arriendo a otros labradores de la comarca, más jóvenes. Algunos ancianos se trasladarán definitivamente a vivir a un piso de la capital, o buscarán el amparo de sus hijos, emigrados a otras provincias. Mientras, en el pueblo, cada vez más casas deshabitadas, más tejados hundidos. Se resquebrajarán las tapias y los bardales, se cuartean los palomares, se derrumban las tainas y los corrales. Las golondrinas se enseñorean con sus nidos en el interior de las casas deshabitadas. Finalmente los últimos moradores, generalmente una heróica pareja de ancianos, abandona definitivamente el pueblo, consumándose el rito y la fatalidad del destino. Puede que, a partir de entonces, algún pastor de la aldea vecina guarde su ganado en una casa abandonada o en los bajos del ruinoso ayuntamiento. Y ese será el único y tenue hilillo de vida que mantendrá durante cierto tiempo la unión entre el pueblo y los hombres.

A partir de este momento, el proceso de extinción se acelera. Se desploma la techumbre de la iglesia. Crecen matorrales y malas hierbas entre las casas y en sus interiores. Las calles se cubren de adobes caídos de los muros. Las piedras desprendidas de los tapiales alfombran los suelos. La muerte se ha consumado. El tiempo hará el resto, hasta que, dentro de unos siglos, aquel lugar sea pura reliquia arqueológica soterrada. Pero, entonces, ni un museo podrá acoger en sus vitrinas los restos de aperos, utensilios y objetos abandonados en la debacle, porque éstos previamente habrán sido expoliados por visitantes ocasionales y turistas.

¿Pero cómo ha sido posible llegar a tan lastimoso estado de decrepitud? Isabel Goig Soler nos lo explica desde su rabia y nos habla de las duras condiciones de vida de las aldeas, de la carencia de agua canalizada, de las mermadas condiciones higiénicas y sanitarias, de la dificultad de acceso y de la falta de comunicaciones, de la inseguridad salarial, de la repoblación forestal con especies inapropiadas, de la carencia de pastos, de la excesiva mecanización del campo, del goteo constante de industrias que abandonan nuestro territorio, y de otras muchas agresiones que el sufrido habitante de los pueblos ha contemplado con el tradicional estoicismo soriano. Sin olvidar el carácter mimético del comportamiento humano, el proselitismo, y el "efecto llamada" de quienes se establecieron en la gran ciudad y triunfaron, (o al menos, así lo consideraron ellos).

Otro tema que confiere originalidad al trabajo de Isabel Goig Soler es, aparte de su estructura, su personal teoría de que, a los motivos anteriores cabe añadir otro, más imponderable, menos sujeto a la rigidez de las estadísticas y de las cifras y que la autora detectó especialmente en las pequeñas aldeas, a lo largo de su trabajo de campo que le llevó a patearse toda la geografía soriana. Es lo que ella denomina la presión del ambiente, que se concreta en la falta de intimidad, en ese vivir siempre como en un escaparate, expuesto cada sujeto a la pública curiosidad del vecindario. El panorama se completa con el fácil cultivo del rumor y la calumnia como crueldad insostenible, con el ejercicio de la sentencia condenatoria sin oir a las partes, todo ello con la connivencia de los muhaidines, de los celosos guardianes de la tradición, de los que se erigieron en jueces severísimos sin que nadie les invitara a participar en la ceremonia de demolición del buen nombre del vecino. Esta presión ha sido a veces tan insostenible que ha derivado, cuando no en el suicidio o en la depresión más profunda, en la huida del terruño, dejando atrás un rastro de tierra quemada.

Y, con el permiso de la autora, aún voy a añadir de mi cosecha otra causa de la que algún ejemplo ha llegado a mis entendederas. Se trata de las enemistades entre familias, entre vecinos, o simplemente entre dos individuos. Otra forma de presión ambiental que algunos de sus protagonistas no son capaces de soportar. El aire se les hace irrespirable y como solución práctica deciden escapar de aquel infierno.

¿Qué vendaval imparable y despiadado arrasa vegas, cerros, valles y cabezos arrastrando al hombre de esta tierra a lo que parece un destino fatal, su huida de la cuna que le vio nacer? Uno puede comprender que la extrema dureza de vida de las aldeas perdidas en los repliegues de Tierras Altas (Villarijo, Bea, Peñazcurna, Buimanco, Sarnago o Matasejún) pueda determinar su extinción. Puede pensarse también que Peñalcázar muriera vencida de tristeza y soledad, enrocada en lo alto de su escarpado peñón. Pero, qué decir de aldeas que se encuentran a tiro de piedra de importantes vías de comunicación, como La Revilla y Escobosa de Calatañazor, o Velasco, todas ellas fácilmente accesibles desde la suave y concurrida carretera nacional 122.

Por encima de toda esta bancarrota, aletea la negra sombra de una certeza: la habitual inoperancia de las clases dominantes que han sido, tradicionalmente, las que han detentado también el poder político en Soria, a la que han causado un mal que parece irreversible. Aún hoy, tratan de obstaculizar cualquier asomo de iniciativa pública o privada y contemplan con total pasividad cómo se siguen cerrando fábricas y se despuebla el campo, cómo se debilitan las comunicaciones por ferrocarril y se desplaza la población hacia otros lugares tenidos por más amables.

El menosprecio de la vida rural, la prepotencia, la falta de imaginación para proponer soluciones, el vivir de espaldas a las posibilidades reales de la Provincia, la ausencia de voluntad para acometer proyectos, el fatalismo aceptado como designio, la carencia de compromiso, todo aliado en compleja amalgama aborta cualquier posibilidad de salida a esa terrible pandemia que sufre Soria desde hace muchos años: su despoblación. ¿Para cuándo un plan rural-agrario, con ayudas al autoempleo y oferta asequible de tierra y vivienda mediante créditos a bajo interés? ¿Para cuándo unos planes eficaces de industrialización y empleo, de aprovechamiento racional de los recursos naturales, que no sólo impidan la huida de jóvenes, sino que sean capaces de atraer nuevos pobladores a nuestra cada vez más desértica geografía? ¿Para cuándo plantearse el establecimiento de industrias laneras, o de materias primas para la construcción, por ejemplo? ¿Para cuándo la decisión de ampliar industrias derivadas de la madera, con el aprovechamiento de los subproductos leñosos, o los derivados de la resina, por ejemplo? No cabe duda de que la economía soriana ha de apoyarse en el sector primario, en la agricultura y la ganadería, pero le debe ir inmediatamente a la zaga una deseable industrialización adaptada a sus circunstancias. Y también ¿para cuándo una enseñanza universitaria de amplio espectro que no obligue a los hijos de esta tierra a emigrar a otras ciudades con la consiguiente tentación de un no retorno? ¿Por qué no crear facultades de ingeniería agrícola, veterinaria, geología, empresariales y otras de similar perfil necesarias para un futuro proyecto integral de desarrollo soriano?

Y, finalmente, ¿por qué el capital soriano –que lo hay, y abundante- se muestra tan remiso a generar nueva riqueza en lugar de engrosar las cuentas de las cartillas de ahorro en las entidades bancarias? Son demasiadas las preguntas y pocas las respuestas, lo que nos hace sospechar que este proceso degenerativo pueda estar tocando fondo y el daño hecho a la Provincia sea irreparable.

¿Qué otra salida podemos vislumbrar? En los últimos años parece que la industria del turismo trata de levantar el vuelo. Se multiplican las casas rurales, las posadas, los hostales, como crecen los hongos tras la lluvia. A voleo y sin planificación. ¿Se tiene definida y estructurada cuál ha de ser la orientación de la oferta turística? ¿No estaremos saturando el mercado antes de hora? ¿Entonando el trasnochado Bienvenido Míster Marshall van a tener remedio nuestros males? ¿Impedirá ello el empobrecimiento de la agricultura, el hundimiento de la industria, el éxodo de la juventud?

Quisiera hacer unas consideraciones sobre otro fenómeno ligado a la despoblación: el cambio de función social de algunas aldeas, lo que ha supuesto, si bien la pérdida de su prístina identidad como núcleo de actividad agrícola y ganadera, una posibilidad de supervivencia negada a otras aldeas en descomposición. Como diáfano ejemplo de esta reutilización debo citar la aldea de Abioncillo que, en la misma orilla de su despoblación y muerte, fue ocupada por una cooperativa de maestros y cuidadosamente rehabilitada para albergar una granja-escuela que acoge cada año numerosos estudiantes de toda España y aún de Europa. Está el caso de Valdelavilla que, abandonada por sus habitantes, es hoy en su totalidad un complejo hotelero que ha reconstruido el lugar respetando volúmenes y tipología de sus casas. Y el del otrora ruinoso Navapalos, donde se está llevando a cabo, con fines didácticos, una experiencia de rehabilitación de viviendas rigurosamente fiel a los antiguos sistemas constructivos de la región y que atrae a sus talleres a estudiosos de arquitectura venidos de muchos lugares.

Ahora quiero citar un ejemplo distinto e interesante, Calatañazor, que conozco bien por pertenecer a la nómina de vecinos de la Villa, un núcleo de población que en las noches de invierno alberga poco más de veinte almas, aunque el censo del ayuntamiento, incluyendo sus dos pedanías, pregone setenta habitantes, la mayoría de los cuales vive alejado del pueblo. Actualmente, y debido a su avanzada edad, ninguno de sus vecinos agricultores trabaja la tierra. Sólo existen dos ganaderos, que pastorean entre ambos cerca de las dos mil ovejas. Hay tres establecimientos hoteleros (casa rural, posada y hostal), más otro cuya instalación ya se anuncia. Y existen otras tres tiendas dedicadas a productos típicos de la tierra, entremezclados con souvenirs para turistas.

Esta Villa estaba condenada a su extinción, pero ha sido tal vez el peso de su historia lo que la ha hecho renacer de sus cenizas. Desde hace dos lustros se han llevado a cabo, gracias a la iniciativa privada, numerosas rehabilitaciones de viejas casas. Detrás de estas obras se encontraban, en primer lugar, los hijos de volucenses emigrados que heredaron de sus padres unas estructuras ruinosas, pero que decidieron restaurarlas para poder habitarlas determinados días al año, especialmente en Semana Santa y vacaciones estivales. Otro grupo de "benefactores" han sido familias de Madrid, Barcelona u otros lugares, urbanitas enamorados del lugar, que adquirieron casas abandonadas sufragando su rehabilitación para ocuparlas con el mismo fin vacacional. En todos los casos se ha sido respetuoso con la tipología del lugar, y gracias a ello el pueblo ha podido salvar su admirable imagen de conjunto medieval.

Al mismo tiempo que esto sucedía, la primitiva comunidad de labradores y ganaderos se iba debilitando bajo la presión de un grupo social híbrido, que cada vez adquiere mayor presencia y voz, donde figuran desde pequeños comerciantes del lugar, hoteleros –algunos de ellos foráneos-, hasta profesionales jubilados, pasando por todos aquellos que tienen en la Villa su segunda residencia, nacidos o no en esta Provincia. Durante algunos años convivirán ambos bloques, pero el tiempo acabará imponiendo a "los otros". En resume, que Calatañazor, barco varado en la alta piedra, se ha salvado del naufragio, pero ¿a qué precio?

Hoy, los viejos supervivientes del antiguo régimen miran con ojos de atónita extrañeza la transformación que ha sufrido su pueblo y se sienten suplantados, lo que no deja de suscitar cierta amargura, cuando no un irreprimible rencor. Saben que este proceso es imparable, y que cuando ellos desaparezcan se habrá extinguido su entrañable forma de entender la vida y las relaciones humanas. Frente a ellos, esa masa "invasora" integrada por veraneantes vocingleros, visitantes ocasionales, turistas depredadores, parientes más o menos cercanos, urbanitas de pálida faz, y recién instalados, contempla con curiosidad de entomólogo los restos vivientes de una cultura autóctona que saben en fase de extinción. La metamorfosis de Calatañazor, como la de Navapalos, Valdelavilla o Abioncillo no deja de ser, en definitiva, otra forma de morir. De repetirse el proceso, ¿nos conducirá este hecho a la creación de una red de pueblos y aldeas con vocación de escenarios teatrales, de museos en piedra o, lo que fuera peor, de parques temáticos para delicia y solaz de los turistas?

Son los signos de los tiempos.

Isabel Goig Soler es una autoridad en el conocimiento de Soria, pues no en balde, desde aquéllos tiempos de su primer libro Soria, pueblo a pueblo, se ha pateado, uno a uno, pueblos, villas y aldeas de toda la Provincia. Es de señalar que Isabel, aunque no nacida en estas tierras, sino en las muy antagónicas de Andalucía, practica hoy un sorianismo militante más firme y convicto que muchos nativos. A mí no me pasa desapercibido este hecho, porque le permite que su análisis pueda ser más objetivo por, hasta cierto punto, distanciado. Su trabajo nos aboca a una serie de interrogantes, -algunos de los cuales han inspirado este prólogo-, además de ser una valiente denuncia, una vibrante llamada de atención sobre los peligros que acechan a la sociedad rural soriana. Bienvenidos sean estudios como éste si son capaces de sacudir la modorra que envuelve nuestro pueblo.

© Lorenzo Soler
Calatañazor (Soria) Agosto-septiembre, 2001

Lorenzo Soler es pintor, escritor, poeta y director de cine, podéis leer algunos de sus poemas del libro Cuaderno de Calatañazor en la Biblioteca Soriana.

Relatos y Textos integrados en el libro:
Macorina
Doña Brígida 
Arturo y su tienda de coloniales
Prólogo de Carmen Sancho
Introducción de Isabel Goig
Especial DESPOBLACIÓN en PÁGINAS DE ETNOLOGÍA SORIANA

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