relato
Doña
Brígida
La
difunta pertenecía a una nobleza menor, de esas que, de no haber
resultado humillante, hubieran debido colocar la cimera del escudo mirando
hacia la izquierda. Sus miembros, ignorantes del tiempo y el espacio,
continuaban asidos, casi soldados, a una tradición no muy antigua, pues
la casa solariega había sido antes un gran esquiladero y el título les
llegó cuando la lana ya dejaba de atestar el puerto de La Rochelle. Casi
puede decirse que el primer titular pasó de mayoral a conde en apenas
veinte años. Algún que otro enlace matrimonial acertado acrecentó la
economía lo suficiente como para poder pagar las annatas sin
demasiado esfuerzo y hasta nombrar curadores en los testamentos. La
nobleza ganadera se sentía más apegada a las merinas que a las tierras,
y así las fue perdiendo sin apenas haber llegado a conocerlas. Estos
nobles menores eran capaces de mandar talar un bosquecillo para pagar una
comilona sin que les latiera el corazón más deprisa.
Las
dos ancianas, familiares de la difunta, hermanas y solteras, acababan de
llegar del pueblo vecino en el coche del Damián, taxista local. Por el
camino no habían soltado palabra que luego todo se sabe y se cotillea.
Incluso se habían sonado la nariz en alguna ocasión a causa del frío,
suspirando para que parezca dolor por la muerte de la anciana tía, aunque
la pobre ya casi rondaba los cien años.
Cuando
cruzaron el zaguan no pudieron evitar el comentario sobre los labriegos
arrendatarios de las tierras manchando de barro las honorables piedras
cuando acudían a llevar las primicias al amo. El capón más gordo, el
cordero más lechal, los mejores higos, el presente de la matanza y el
aceite de la primera prensada. O al menos eso creían los señores.
Se
dirigieron al salón que sólo se abría los días de fiestas, cuando toda
la familia se reunía alrededor de la anciana tía a fin de ganarse sus
favores: unos la colección de libros encuadernados en piel, otros la de
rosarios de pétalos de rosas confeccionados por las primorosas manos de
las Madres Clarisas de Tordesillas, otras las sábanas de lino bordadas
por las Carmelitas, o las imágenes de vírgenes –alguna de ellas
góticas de pliegues dorados y caras sonrosadas- y los menos la colección
de estampas de las interminables vírgenes, santas, santos y beatos a los
que la tía Brígida dedicaba sus novenas. En el centro de la sala un
ataúd de roble redondeado y brillante se hallaba flanqueado por cuatro
hachones, propiedad de la cofradía de la Vera Cruz y prestados para la
ocasión.
Entre
los siete deudos, ninguno llegaba ya a los setenta, alborotaba la criada,
vestida también de riguroso luto, enseñando unas pantorrillas rollizas,
cubiertas por calcetines negros hasta debajo de las rodillas y dejando ver
unas corvas entre blancas y azuladas por las venillas. Acudía de uno a
otro, pasando una bandeja de plata cubierta por una blanquísima
servilleta rodeada de encaje bordado por las monjas Agustinas, y repleta
de galletas envueltas en papeles de colorines y rosquillos de anís, que
eran los más codiciados, elaborados, por cierto, por las Madres
Presentacionistas, también para la ocasión. Cuando todos habían cogido
un dulcecito, ofrecía unas finísimas copas con el filo dorado y el pie
muy largo, medio llenas de anís, y las mujeres paraban un instante en el
tercer misterio de dolor, para poder tragar bien la manteca del rosquillo
ayudadas por el sorbito de licor.
Mientras
las bocas comían, bebían y rezaban, los ojos recorrían la estancia
calculando con bastante exactitud el número de volúmenes de la
estantería y el de vírgenes y cuadros de las paredes, a la espera de
poder contemplar las cartillas de las cajas de ahorro.
Al
finalizar el rosario, una de las señoras, cubierta con abrigo de visón,
se dirigió, en voz baja, a la criada, y pidió, entre suspiros y pases de
pañuelo por la nariz, que explicara cómo había muerto la pobre tía
Brígida. Y la criada, bastante lerda la pobre, aunque limpia y buena
donde las hubiera, llegada treinta años atrás de las montañas del norte
y dedicado que había su vida a la de la señora, se sentó en una silla
que le indicaron y entre sollozos auténticos y lágrimas de las de
verdad, fue explicando cómo la pobre señora había querido gastar los
últimos duros que le quedaban en comerse una buena fabada de esas que
ella sabía hacer allá en sus queridas montañas, de donde se trajo,
treinta años atrás, la receta de su santa abuela. Los deudos, ya
pálidos, no por lo de la fabada, sino por el apunte de lo de los
últimos duros, apremiaron a la buena mujer para que se explicara
mejor. Pues sí, eran los últimos duros, porque la señora, en vida,
había ido vendiendo todos y cada uno de los bienes y por eso, en la
habitación de al lado, había un señor de levita y cartera en mano,
esperando que el ataúd saliera por la puerta para llevarse lo que ya le
pertenecía, pues la señora había puesto de condición que todo quedara
como estaba hasta que ella hiciera su último viaje al cementerio. Joyas,
cuadros, imágenes, muebles, la propia vivienda, los rosarios de pétalos,
las sábanas de Holanda, los tapetitos bordados… Todo. Por eso, la
señora, cuando vendió la imagen de la virgen de los Pedroches, esa
dorada con el niño sentado encima y una bolita del mundo, dijo a la pobre
criada que fuera a la carnicería y comprara lo necesario para hacer una
buena fabada al día siguiente. Unas buenas alubias blancas, morcilla,
chorizo, en fin, todo lo necesario. La buena de la criada la hizo a
conciencia, lentamente, cociendo estuvo toda la mañana y hasta parece que
se le fue la mano con los ingredientes, pues comieron, en la cocina, las
dos juntas, más como amigas que como ama y criada, dos platos cada una
del manjar rojizo y espeso, bien espeso. Al final, por su cuenta, la
montañesa había hecho un arroz con leche como se hacía en su tierra,
con mucha leche, bien dulce, muy poco arroz y dándole vueltas durante dos
horas hasta que el grano multiplicó por tres su tamaño y aquello era
más crema de arroz que otra cosa. De la bodega mandó el ama subir una
botella de vino de La Rioja, añada del 54, a pesar de que todas estaban
ya vendidas al señor de la levita, suponiendo que ello no molestaría al
buen avaro y se lo tomaría como un homenaje al que, después de ella
muerta, habría de disfrutar todos sus bienes. Dieron buena cuenta de toda
la comida y de la botella. Y aún se tomaron un cafelito con mantecaditos
de las Madres Concepcionistas y una copita de licor de los monjes de
Montserrat. Las caras de felicidad de la buena mujer y de su criada
hubieran sido motivo para un buen cuadro de la escuela flamenca, pero no
había allí nadie que pudiera verlas. El caso es que la pobre tía
Brígida, a los tres días, y sin haber podido hacer todavía la
digestión, dejó de existir y se fue feliz con todos los santos, santas,
vírgenes y beatos a los que en vida había dedicado sus rezos, su tiempo
y su cera.
© Isabel Goig 2001
(relato
integrado en el libro
El
lado humano de la despoblación)
blog
de Isabel Goig
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