relato
Macorina
(Dedicado a Eloina
Lores, Luna, la brava, de ojos color de océano. Le echó un pulso a la
muerte sin caer en la cuenta de que esos retos siempre se pierden.)
Macorina está
enferma. La virgen de la Sierra, Macorina la brava. Y como un viento
sinuoso e imparable, heraldo obediente, el rumor en forma de lengua
ascendió laderas, saltó de monte en monte, bajó al valle, siguió el
curso del río crecido por las lluvias –tal vez lágrimas por Macorina-
y en cada lugar donde halló un alma fue dejando el mensaje, Macorina
está enferma, Macorina, la virgen de la Sierra.
En la casa limpia y
adornada con primor de geranios, relucientes calientacamas y telas
bordadas de vainicas y bodoques, Macorina dormía sobre la cama con
sábanas de hilo, encajes de bolillos y almohada de plumas. Su cara, joven
a pesar de los cien años, como de niña ruborosa, espera paciente la
llegada de la gente de los valles.
Desde
esos valles, llegaba su gente. Por el camino de la Mesta aparecía el
pastor, heredero de los mayorales del conde, quien había desenterrado,
él solo, catorce menhires a los bordes de las cañadas y cordeles;
llegaba cargado de pellejos llenos de agua pegajosa de la fuente
milagrosa, con el moho recogido con cariño; por si necesario fuera, uno
de los pellejos se balancea más alegre que los otros, lleno como iba con
el vino acidillo de Alcozar. Pragmático y telúrico, como todos los
pastores, moreno de sol y de luna, pisando con fuerza desde los talones,
cree más en el vino que en el agua de la fuente.
Por el vía crucis
llegaba el albéitar cargado de marrubio, tan bueno para la tisis, cogido
de las ruinas del castro, cortado con un trocito de pedernal, mantenido
fresco en la bolsa de las navajas de varios tamaños con las que abría el
vientre de las ovejas que se negaban a parir, curaba el gusano y hacía
muescas en las orejas.
Por la calzada
romana, ya sin losas, corría veloz el percherón del médico, con memoria
todavía del camino recorrido tantas veces para hacer venir al mundo
robustos muchachos, los mismos que luego abandonarían el pueblo en busca
de quimeras; llegaba cargado de camamila para preparar una coción y
aliviar la salud de Macorina, la que nunca parió, la que nunca necesitó
de fonendos ni otros aparatos.
Desde carruna
lejana, de allá por las tierras de transportadores del bosque, llegaba el
sastre, embutido en traje de pana de los domingos, el mismo con el que
apareció junto a la vieja estación cuando el celuloide trastornó a la
ciudad castellana con sus ruidos de trenes y la nieve artificial. Portaba
el acerico en la solapa claveteado de agujas de todos los tamaños por si
necesario fuera coser, hasta bordar, la mortaja de Macorina.
Por la senda que
asciende desde el río viejo, casi se ahogaba la voluminosa figura del
posadero de la villa lejana, ahora dedicado a amasar con suavidad los
sobadillos, cargado con bolsas de caldo de gallina vieja, de torrijas
empapadas en vino, de pichones preparados para brasear, de cuajillo para
elaborar deprisa y corriendo un queso. Ha dejado a medio jugar la partida
de petanca, a la que no acaba de acostumbrarse por el recuerdo de la dura
calva.
Por el atajo que da
a la senda se tropezó con él el zapatero con unas zapatillas de plumas
colgadas al cuello, cosidas rápidamente con lana de su mejor oveja
devanada por su mujer en una sola noche; todavía se acuerda de las
medidas de los pies de Macorina. Cuántos zapatos habrá hecho para la
virgen de la sierra mientras cuidada las estanterías del caserón-museo.
Por el meandro del
río se apresuraba la partera, recién llegada de adelantar plegarias en
la ermita de San Pedro, por si Macorina llegara en alma al cielo antes que
ella en cuerpo al pueblo; Macorina no la necesita, pero ella sabe de
emplastos de mostaza para colocar, bien calientes, sobre el vientre de la
virgen; de cocciones de saúco para aliviar los dolores; de oraciones y
novenarios, aunque sabe bien que eso no le gusta a Macorina.
Una mujeruca vieja,
cruzaba el río cargada de hisopillo y poleo, árnica y azuzón, cogido de
la pared de la ermita, junto al manantial a donde la virgen Macorina
acudía a lavar la ropa blanca, a tenderla al sol, mientras colocaba
piedras caídas con sus propias manos tratando de evitar la ruina total.
Todos coinciden en
la pequeña plaza en uno de cuyos lados se alza –poco, pues es muy
pequeña- la casa de Macorina. Las cuatro calles que confluyen en ella,
todas las del pueblo, están tocadas por las manos de la virgen, las
únicas que durante muchos años han rozado las paredes de todas las
casas. Cuando se fueron marchando el mayoral del conde, el albéitar, el
médico, el sastre y el posadero y el zapatero y la mujeruca y la partera,
sólo quedo Macorina. Incansable recorría las calles para que la
malahierba no creciera por entre las piedras, abría y cerraba cada día
las puertas de las casas para evitar que la humedad hinchara la madera,
sujetaba las tejas disputándoselas al viento y sujetaba también el
revoco de las paredes en lid con el abandono.
Mientras ellos
habían cambiado el ganado y la tierra por la panadería y los sobadillos,
la guía en el museo o los jardines del marqués, Macorina dividía su
tiempo entre los encajes de bolillos y el cuidado de la aldea. Mientras el
sastre miraba la cámara, y el ventero jugaba a la petanca añorando el
lance de los guarros para darle a la calva en la cresta, Macorina limpiaba
el suelo de la ermita y encendía velas a la santa.
Lo que Macorina
pensara mientras veía pasar el tiempo, primero con sus padres, luego
sola, imperturbable a las llamadas de sus allegados para que abandonara su
pueblo, su iglesia, su horno, sus árboles, sus geranios y su casa, es
algo que murió con ella. Es cierto que, cuando todavía las
furgonetas-tiendas se llegaban de vez en cuando por el pueblo, alguna vez
sorprendieron a Macorina lamentándose delante de alguna casa, desde el
respeto del umbral, recriminando suavemente a sus ausentes propietarios.
Pero es que tenía mucho tiempo, los días eran largos…
Todas las casas de
los que allí se reunieron ese día escuchando el rumor en forma de lengua
que ascendió por las laderas y bajó hasta los valles, tenían las
ventanas adornadas de geranios, fuertes como el clima de la aldea. Ropa
tendida en las fachadas para engañar al sol y a los desaprensivos y, por
la misma razón, el horno era encendido cada semana, aunque en él sólo
se cocieran los dos panes de Macorina. Leña en la cocina por si alguno,
dolido por el abandono, decidía volver. Aceite en las latas, molido por
Macorina; sal seca comprada la última vez que apareció por allí una
camioneta de ultramarinos perdida.
El médico salió de
la casa. Iba a morir de vieja y parecía una niña.
Ya en la plaza
habían preparado un gran fuego y sobre él habían colocado un caldero
con agua donde cada uno iba echando al líquido hirviente a borbotones su
hierba. Durante un largo rato en todo el pueblo se escuchó un dies
irae pagano, largo como cientos de letanías. Hasta que el ocaso fue
raptando por unas horas los colores. El líquido del caldero se había
condensado y con esa pasta, colocada en hojas de parra fresca, subieron
todos a la habitación de Macorina. Le dieron una cucharada y el resto lo
colocaron sobre su vientre liso cubierto pudorosamente con una tela fina
de lino.
Así murió
Macorina, dormida, rodeada de los que la amaban y a los que amó, reunidos
por fin, como ella presentía, en su último momento. Había comulgado con
las hierbas a las que siempre había cuidado y a las que conocía como a
las rosas y los geranios. Poseída por ellas sobre el vientre rosado y
virgen y envuelta en sábanas bordadas por ella misma, mientras, entre
puntada y puntada, su vista se perdía por el monte a la espera de todos
ellos.
©
Isabel Goig 2002
(relato
integrado en el libro
El
lado humano de la despoblación)
blog
de Isabel Goig
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