Isabel Goig

relato

Macorina

(Dedicado a Eloina Lores, Luna, la brava, de ojos color de océano. Le echó un pulso a la muerte sin caer en la cuenta de que esos retos siempre se pierden.)

 

Macorina está enferma. La virgen de la Sierra, Macorina la brava. Y como un viento sinuoso e imparable, heraldo obediente, el rumor en forma de lengua ascendió laderas, saltó de monte en monte, bajó al valle, siguió el curso del río crecido por las lluvias –tal vez lágrimas por Macorina- y en cada lugar donde halló un alma fue dejando el mensaje, Macorina está enferma, Macorina, la virgen de la Sierra.

En la casa limpia y adornada con primor de geranios, relucientes calientacamas y telas bordadas de vainicas y bodoques, Macorina dormía sobre la cama con sábanas de hilo, encajes de bolillos y almohada de plumas. Su cara, joven a pesar de los cien años, como de niña ruborosa, espera paciente la llegada de la gente de los valles.

Desde esos valles, llegaba su gente. Por el camino de la Mesta aparecía el pastor, heredero de los mayorales del conde, quien había desenterrado, él solo, catorce menhires a los bordes de las cañadas y cordeles; llegaba cargado de pellejos llenos de agua pegajosa de la fuente milagrosa, con el moho recogido con cariño; por si necesario fuera, uno de los pellejos se balancea más alegre que los otros, lleno como iba con el vino acidillo de Alcozar. Pragmático y telúrico, como todos los pastores, moreno de sol y de luna, pisando con fuerza desde los talones, cree más en el vino que en el agua de la fuente.

Por el vía crucis llegaba el albéitar cargado de marrubio, tan bueno para la tisis, cogido de las ruinas del castro, cortado con un trocito de pedernal, mantenido fresco en la bolsa de las navajas de varios tamaños con las que abría el vientre de las ovejas que se negaban a parir, curaba el gusano y hacía muescas en las orejas.

Por la calzada romana, ya sin losas, corría veloz el percherón del médico, con memoria todavía del camino recorrido tantas veces para hacer venir al mundo robustos muchachos, los mismos que luego abandonarían el pueblo en busca de quimeras; llegaba cargado de camamila para preparar una coción y aliviar la salud de Macorina, la que nunca parió, la que nunca necesitó de fonendos ni otros aparatos.

Desde carruna lejana, de allá por las tierras de transportadores del bosque, llegaba el sastre, embutido en traje de pana de los domingos, el mismo con el que apareció junto a la vieja estación cuando el celuloide trastornó a la ciudad castellana con sus ruidos de trenes y la nieve artificial. Portaba el acerico en la solapa claveteado de agujas de todos los tamaños por si necesario fuera coser, hasta bordar, la mortaja de Macorina.

Por la senda que asciende desde el río viejo, casi se ahogaba la voluminosa figura del posadero de la villa lejana, ahora dedicado a amasar con suavidad los sobadillos, cargado con bolsas de caldo de gallina vieja, de torrijas empapadas en vino, de pichones preparados para brasear, de cuajillo para elaborar deprisa y corriendo un queso. Ha dejado a medio jugar la partida de petanca, a la que no acaba de acostumbrarse por el recuerdo de la dura calva.

Por el atajo que da a la senda se tropezó con él el zapatero con unas zapatillas de plumas colgadas al cuello, cosidas rápidamente con lana de su mejor oveja devanada por su mujer en una sola noche; todavía se acuerda de las medidas de los pies de Macorina. Cuántos zapatos habrá hecho para la virgen de la sierra mientras cuidada las estanterías del caserón-museo.

Por el meandro del río se apresuraba la partera, recién llegada de adelantar plegarias en la ermita de San Pedro, por si Macorina llegara en alma al cielo antes que ella en cuerpo al pueblo; Macorina no la necesita, pero ella sabe de emplastos de mostaza para colocar, bien calientes, sobre el vientre de la virgen; de cocciones de saúco para aliviar los dolores; de oraciones y novenarios, aunque sabe bien que eso no le gusta a Macorina.

Una mujeruca vieja, cruzaba el río cargada de hisopillo y poleo, árnica y azuzón, cogido de la pared de la ermita, junto al manantial a donde la virgen Macorina acudía a lavar la ropa blanca, a tenderla al sol, mientras colocaba piedras caídas con sus propias manos tratando de evitar la ruina total.

Todos coinciden en la pequeña plaza en uno de cuyos lados se alza –poco, pues es muy pequeña- la casa de Macorina. Las cuatro calles que confluyen en ella, todas las del pueblo, están tocadas por las manos de la virgen, las únicas que durante muchos años han rozado las paredes de todas las casas. Cuando se fueron marchando el mayoral del conde, el albéitar, el médico, el sastre y el posadero y el zapatero y la mujeruca y la partera, sólo quedo Macorina. Incansable recorría las calles para que la malahierba no creciera por entre las piedras, abría y cerraba cada día las puertas de las casas para evitar que la humedad hinchara la madera, sujetaba las tejas disputándoselas al viento y sujetaba también el revoco de las paredes en lid con el abandono.

Mientras ellos habían cambiado el ganado y la tierra por la panadería y los sobadillos, la guía en el museo o los jardines del marqués, Macorina dividía su tiempo entre los encajes de bolillos y el cuidado de la aldea. Mientras el sastre miraba la cámara, y el ventero jugaba a la petanca añorando el lance de los guarros para darle a la calva en la cresta, Macorina limpiaba el suelo de la ermita y encendía velas a la santa.

Lo que Macorina pensara mientras veía pasar el tiempo, primero con sus padres, luego sola, imperturbable a las llamadas de sus allegados para que abandonara su pueblo, su iglesia, su horno, sus árboles, sus geranios y su casa, es algo que murió con ella. Es cierto que, cuando todavía las furgonetas-tiendas se llegaban de vez en cuando por el pueblo, alguna vez sorprendieron a Macorina lamentándose delante de alguna casa, desde el respeto del umbral, recriminando suavemente a sus ausentes propietarios. Pero es que tenía mucho tiempo, los días eran largos…

Todas las casas de los que allí se reunieron ese día escuchando el rumor en forma de lengua que ascendió por las laderas y bajó hasta los valles, tenían las ventanas adornadas de geranios, fuertes como el clima de la aldea. Ropa tendida en las fachadas para engañar al sol y a los desaprensivos y, por la misma razón, el horno era encendido cada semana, aunque en él sólo se cocieran los dos panes de Macorina. Leña en la cocina por si alguno, dolido por el abandono, decidía volver. Aceite en las latas, molido por Macorina; sal seca comprada la última vez que apareció por allí una camioneta de ultramarinos perdida.

El médico salió de la casa. Iba a morir de vieja y parecía una niña.

Ya en la plaza habían preparado un gran fuego y sobre él habían colocado un caldero con agua donde cada uno iba echando al líquido hirviente a borbotones su hierba. Durante un largo rato en todo el pueblo se escuchó un dies irae pagano, largo como cientos de letanías. Hasta que el ocaso fue raptando por unas horas los colores. El líquido del caldero se había condensado y con esa pasta, colocada en hojas de parra fresca, subieron todos a la habitación de Macorina. Le dieron una cucharada y el resto lo colocaron sobre su vientre liso cubierto pudorosamente con una tela fina de lino.

Así murió Macorina, dormida, rodeada de los que la amaban y a los que amó, reunidos por fin, como ella presentía, en su último momento. Había comulgado con las hierbas a las que siempre había cuidado y a las que conocía como a las rosas y los geranios. Poseída por ellas sobre el vientre rosado y virgen y envuelta en sábanas bordadas por ella misma, mientras, entre puntada y puntada, su vista se perdía por el monte a la espera de todos ellos.

© Isabel Goig 2002
(relato integrado en el libro El lado humano de la despoblación)
blog de Isabel Goig

 

Isabel Goig 

SUMARIO

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