Isabel
Goig, Israel
Lahoz y Pilar Dorante
Una
mirada sobre el Tarragonès
Editan:
los autores
TARRAGONA 2002
Cuando,
desde la austera Castilla y tras cruzar el sentido Aragón, el vehículo
se desvía a la derecha para entrar en el Baix Penedés, recibe al
visitante una tierra que se nota duramente trabajada. Nada de grandes
extensiones de cultivo de secano. Nada tampoco de grandes tierras de
regadío, que la relativa baja pluviosidad no permitiría. Sí en cambio
cultivos que requieren mucho esfuerzo, mucho mimo, mucho seny.
Sobre todo viñas que luego darán un vino con el que ritualizar la vida
diaria. Amparando esa variedad de olivos, almendros, algarroberos y
viñas, se asientan en la tierra los mundos cerrados y autosuficientes que
son las masías.
Con rapidez se pasa
del paisaje de labor a la vista del mar Mediterráneo, tan cálido, tan
nuestro, tan transmisor de culturas a través del Ebro por donde hizo
llegar de manos de hombres exóticos raras figurillas de terracota,
perfumes refinados, botones bellísimos, hacia una Celtiberia dedicada a
luchar, a criar ganado y a domesticar caballos. Pero también ese mar tan
castigado, a cuyas costas han llegado, muchas veces, con ánimo de
rapiña.
Poco tiempo y no
muchos kilómetros se necesitan para recorrer por la costa, desde Roda de
Bará a Salou, la delimitación por el Este del Tarragonés; desde el mar,
una suave curva asciende hasta encerrar en un semicírculo, con dos ríos
en su interior, toda la comarca. En el centro de ella se asienta
Tarragona. Desde el Pla de la Seo, como el anxaneta desde lo
alto del castell, con algo de imaginación, podemos abarcar todo el
Tarragonés, playas y más playas que ahora morenean pieles protegidas y
antes servían para recibir, con alegría o rabia, pueblos exóticos con
semillas de almendros, alargadas narices, petos de cuero o pendientes y
patas de palo. Adivina el anxaneta los cimientos de enormes muros
con los que los cosetanos se defendían. Abajo, junto a la playa del
Milagro, cree ver a vírgenes y mártires, defendidos por leones con buena
memoria. Al fondo, junto a un fortín que sirvió para mantener a raya a
los de la pata de palo, ve el pequeño anxaneta, desde lo más alto
de la torre humana, remolinos de polvo que no es arena, sino lo que queda
de tarragoneses que, para siempre, dormirán bajo el azul mediterráneo,
junto a la cuva del santo Magín, quien, a buen seguro, tocará con su
cayata el fondo del mar y conseguirá agua dulce para sus invitados.
Durante un instante por los ojos del pequeño, ojos de todos los anxanetas
que han sido, pasan los caballeros Templarios, con tanta consideración
tratados, pues no en vano el arzobispo era familia del maestre, pasan
reyes codiciosos que veían en esta tierra recorrida por el mestral,
buena productora de olivos, de vino, de hombres fieles, de pageses que la
aman y son capaces de defenderla hasta morir por ella. Mar de pesca y sal
con la que los romanos fabricaron su garum, y sus sucesores secaron
el bull. Puertos como el de Salou, de donde salía el vino, los
barriles, las avellanas y almendras que un día trajeron pueblos lejanos,
aceite… Vemos también, con el pequeño, la costa protegida por torres
desde las que los cristianos se comunicaban para avisar del peligro de los
Barbarroja, de los Cachidiablo. Y, delante de la Catedral, nuestros
privilegiados ojos ven danzas de las que no podemos decir si han llegado
del interior o han sido portadas hacia él. Fuego que sale de la boca de
los diablos, palos que entrechocan reclamando o agradeciendo la fertilidad
de la tierra, castillos que pretenden rozar el cielo…Y, en las casas,
adivinamos a los ancianos que guardan las costumbres y los ritos, y los
transmiten a sus nietos; ancianos que dirigen la ceremonia de fe cagá
al Tiò, o que recuerdan al bandido Serrallonga mientras asan
castañas para la noche de Todos los Santos y cuentan a los más pequeños
la historia del nacimiento del río Gaià.
Nosotros,
respetuosos, vamos a entrar en esas casas, hasta los mismos fogones donde
las mestressas majan la almendra para elaborar el romesco;
penetraremos también en el Costumari de Joan Amades; si podemos, nos
convertiremos en anxanetas, en león para ver desde su altura el
anfiteatro, en pirata con la pata coja para ver el catalejo desde la torre
de la Mora, en romanos y, si es posible, en follets para ver enfada
a la Verge Grossa porque el niño gasta las suelas de sus zapatos.
©
Isabel Goig, Israel Lahoz y Pilar Dorante
Una
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