relato
Eulalia
Corría
en año 1995. Llevábamos algún tiempo localizando fuentes de aguas
medicinales y recogiendo remedios naturales, sortilegios y ritos
relacionados con la noche de San Juan. Nos interesaban estos temas
porque sentíamos que era una parte muy importante de la herencia
cultural que nuestros antepasados nos habían transmitido. Yo, mujer al
fin, estaba empeñada en conocer los ingredientes de un ungüento que
elaboraban las brujas con la base del beleño. Algunos ancianos
informantes de la comarca del Norte nos habían dicho que “la Eulalia”
era la única que podía saber de eso. Pero nadie sabía con seguridad
dónde encontrar a Eulalia. Para unos estaba en La Rioja en casa del hijo
mayor, para otros en Zaragoza con una hija y un tercer grupo apostaba
por una residencia de ancianos de la ciudad. Por fin descubrimos que
podríamos encontrarla en la residencia.
Eulalia era
una señora vestida de negro, pequeña, muy delgada, con el pelo gris recogido
en un moño trenzado y propietaria de las manos más delgadas y venosas que
había visto en mi vida, adornadas con anillos antiguos de preciosas piedras
muy discretas y dos alianzas juntas, una más grande que la otra, como
acostumbran a llevar las viudas. Las dejaba descansar en el regazo, juntas.
Miraba por una ventana hacia un invernadero, abierto por un lado, cuajado de
flores violetas y amarillas. Su perfil, de porcelana, perfecto, indicaba lo
hermosa que había sido. Apenas tenía arrugas en la piel, aunque, según nos
dijeron, le faltaban unos días para cumplir los noventa años. Estaba sentada
en una silla de ruedas.
Se acercó la
directora con nosotros y nos presentó. Eulalia nos miró y apenas movió la
cabeza. Le comentamos el motivo de nuestra visita. Por un instante sus
hermosos ojos azules se iluminaron, pero sólo un instante. Más tarde
comprendí lo que había pasado rápidamente por ellos. Miró a la directora y
ésta se despidió. Luego miró a Pelayo, a mí, y sólo dijo: esto son cosas de
mujeres. Pelayo la saludó amablemente y se encaminó hacia el jardín para
esperarme. Cogí un sillón de mimbre y me senté junto a ella, impaciente
porque comenzara a hablar. Y comenzó.
“¿Cómo te
llamas? -Se lo dije- Llévame a mi pueblo. Necesito ir. Llevo aquí muchos
años y necesito ir antes de morirme”. Su voz sonaba hasta joven y me quedé
sorprendida, sin saber qué decir. “Llévame por favor y te contaré todo lo
que quieras, todo lo que sé. Mis hijos no me hacen caso y a estas brujas no
les quiero pedir nada porque también sería inútil. Llevo años esperando esta
ocasión. Llévame y te diré lo que quieras”. “Pero (miré la silla de
ruedas), no sé cómo lo podría conseguir. Por lo que sé es un pueblo
deshabitado. Conozco algunos y es prácticamente imposible caminar por ellos,
incluso entrar, siendo joven y yendo bien equipada”. “¿Lo dices por la
silla? No estoy paralítica, ando mejor que mis hijos. Esto es para
fastidiarles. Cuando estoy en mi habitación camino por ella como tú. Aún no
me han sorprendido, pero ando perfectamente. Te lo demostraré si me subes a
mi cuarto”. “No hace falta. Bien, la llevaré. Pero el trato es el trato,
aunque la llevaría igualmente, pero recuerde, todo lo que sabe”. “Pierde
cuidado. Mañana te espero a las diez. Hemos de ir pronto, el camino es
largo. Llévate comida, por favor, un poco de chorizo, del de verdad y
cecina, por favor”.
Al otro día,
diez minutos antes de las diez, ya estaba yo en la residencia y Eulalia, con
una cuidadora, esperándome detrás de los cristales. La colocamos entre las
dos dentro del coche y pusimos la silla detrás. Cuando volvimos la esquina
la anciana me tocó el hombro e hizo que mirara sus piernas que movía a la
perfección, mientras se reía. Parecía una niña. Olía muy bien. Sin ninguna
dificultad se colocó el cinturón y comenzó a hablar sin parar. Para cuando
salíamos de la pequeña ciudad y tomábamos la carretera que debía conducirnos
al pueblo principal de la comarca del Norte, y a continuación al
deshabitado, ya sabía yo que era la viuda de un ganadero trashumante. Le
pedí permiso para conectar una grabadora por si en la conversación se le
ocurría algún remedio casero, o las propiedades de algunas hierbas.
Me contó que
sus hijos, cuatro, habían vendido el ganado cuando tuvieron que dejar las
tierras y abandonar sus casas, allá por los años setenta, ella con casi
sesenta y ya viuda. Se lamentaba con amargura de la falta de agallas de los
hijos, de la blandura para enfrentarse a la adversidad, de la carencia de
valor para quedarse a pesar de las amenazas.
Cuando pasé
el pueblo grande y tomé la pista forestal que me había indicado Pelayo, ya
sabía que las plantas agarran mejor si se les ata un cabello en la raíz y
que en su pueblo hacían una hoguera con trastos viejos, y muchas otras
cosas. Paré el coche y me afané con un mapa a escala 1:50.000, ante la
disyuntiva de dos pistas. “¿Por qué paras?” “He de averiguar el camino”. “Es
aquél”. “Usted hace mucho que no viene por aquí, ahora han hecho caminos
nuevos”. “Es aquél, hazme caso. No he venido por aquí nunca, pero vamos allí
(me señaló un punto lejano)”. “Pero allí se podrá ir por varios sitios”. “Se
va por este”. Le hice caso y discurrimos, durante al menos veinte
kilómetros, por la pista más endiablada de la provincia. Pero ella iba tan
feliz, saltando en el asiento, a veces hasta casi rozar la cabeza con el
techo, sin importarle nada. Cuando apenas faltaban cinco kilómetros cruzó la
pista un grupo de corzos y, mientras yo daba palmadas de alegría, ella
torció el gesto: “estos nos han suplantado”.
Entonces
comenzó a recordar como era todo aquello treinta años atrás, cuando se
desplazaban en caballerías y en lugar de pinos raquíticos el suelo estaba
alfombrado con pasto más o menos verde, salpicado por roblecillos. La estepa
bordeaba el camino. Dijo que las ovejas se pujaban con ella y había que
darles un bebedizo para desinflarlas y a los corderillos meterles un rabito
de algún fruto empapado en aceite.
Muy poco
antes de llegar a su pueblo me hizo parar. Entonces pude ver con cuanta
agilidad descendía del coche y se dirigía, a campo traviesa, en busca de un
pequeño soto que formaba el río. Apartó rápidamente la abundante vegetación
y me apremió para que me acercara. Debajo de la fronda manaba un agua limpia
y transparente que despedía un fuerte olor “a huevos podridos”. “Esta agua
la bebíamos nueve días seguidos para combatir las impurezas de la piel.
Empezábamos la novena la madrugada de San Juan. Con el moho nos untábamos
los granos y se curaban, vaya si se curaban. En esta fuente, la madrugada de
San Juan, veníamos a lavarnos la cara. Ello nos evitaba problemas a lo largo
del año, de todo tipo. Por ejemplo en nuestro pueblo vivía la tía Marina.
Decían que era muy mala –yo tengo otra opinión- y que cuando se enfadaba con
alguien le echaba mal de ojo a los animales. El lavarse aquí la cara y
rociar con agua, en la que se había cocido ruda, las cuadras, servía de
exorcismo para sus males de ojo”.
Cuando
llegamos al pueblo de Eulalia me quedé impresionada. Durante el trayecto,
ocupada en controlar el coche, no había manifestado, ni sentido, demasiado
interés por el paisaje, pero al parar no puede evitar una exclamación. Aquel
entorno, ya de entrada, era un paraíso. “Dios nos entregó esto y se olvidó
de nosotros, porque ya no le necesitábamos y él lo sabía”. Era Eulalia la
que decía eso tan hermoso. De sus ojos caían lágrimas suaves y serenas.
Los
almendros y los cerezos estaban en flor, blancas y rosas. Aquello gozaba de
un microclima que procuraba todo tipo de árboles frutales. Las higueras
estaban retoñando. En las laderas abundaban los olivos. Y abajo, protegido
por los altos pero redondeados relieves, discurría el río que iba pasando el
agua por los molinos que un día convertían el grano en harina. Esos relieves
protegían al pueblo por el Norte haciendo posible que el viento frío se
detuviera en la vertiente de la umbría. Eulalia seguía llorando. “Casi
treinta años sin venir. Cómo se puede ser tan cruel con una madre. Vendieron
el ganado, cogieron en dinero y me metieron en una residencia”. Se encaminó
con decisión hacia una calle estrecha, de apenas dos metros, empedrada,
flanqueada por casas, por donde trepaban las enredaderas.
Empujó una
puerta y se abrió. Todas las puertas de todas las casas de ese pueblo se
abrían al empujar o ya estaban abiertas. Como si de un milagro se tratara,
muchas se mantenían, no sólo en pie, sino bastante bien. “Esta es mi casa.
Aquí nació mi madre, nací yo y nacieron mis hijos”. Eulalia se movía por
ella como su casa que era. La pared principal de la planta baja la formaba
la misma roca y a partir de ella habían edificado la planta primera y el
somero. Se agachó para coger una revista del año 65, amarillenta. La
sacudió. “Yo estaba suscrita a La Gaceta”. Se la quedó. Volvió a agacharse y
cogió un viejo ejemplar del ABC. “Mi marido al ABC”. Se la quedó también.
Las abarcas se mezclaban con latas viejas, revistas, trozos de botellas,
cucharas viejas y oxidadas. “Con esta cuchara le estuve dando de comer a mi
madre hasta el día que murió. Cuatro años estuvo en la cama y yo la cuidé”.
Subimos a la
planta principal. La cocina todavía tenía en el centro una mesa desvencijada
y el banco corrido junto a la chimenea derruida. La emoción la ahogaba. Se
sentó mirando con tristeza la pequeña alacena abierta. Seguimos recorriendo
la casa. En la alcoba principal se derrumbó Eulalia. Allí seguía la cama
donde había parido a sus hijos y donde su madre la parió a ella y donde
había muerto su marido. Procuré ser discreta y la dejé sola, seguí por mi
cuenta viendo todo aquello que había albergado tanta vida. Me imaginé los
niños corriendo por allí, los mayores haciendo la matanza en la vieja
cocina, los mazos de cecina colgados. Me imaginé a Eulalia cosiendo,
planchando, regañando a los niños, sufriendo, riendo y amando. Cuidando a su
madre, pariendo hijos, asomándose a aquella ventana y contemplando lo mismo
que contemplaba yo en ese momento: el río al fondo, casi lejano, y sin
embargo podía distinguir las piedras repulidas por litros y litros de agua
pasando durante siglos, sin interrupción, sobre ellas. El molino algo más
cerca y próximo a él un artefacto que en ese momento no supe definir y que
Eulalia me diría luego que era el trujal con el que se molía la aceituna. La
higuera intentando meter sus ramas por la ventana. La espadaña de la
iglesia, ya sin campanas, tocando a clamores, a difunto, a rebato, a misa
Las caballerías tratando de subir por aquellas calles empedradas,
resbalando, con los serones cargados de la verdura de los pequeños huertos
junto al río, ya abandonados, cubiertos de maleza, pero con las cercas
todavía adivinadas. Me imaginé a Eulalia con un cántaro en la cabeza y otro
en la cintura, moviendo las sayas de colores, con el pelo rizado, casi rojo,
y esa cara bellísima, de ojos azules Llena de ilusiones, pensando en el
mejor futuro para su prole. La vi, la estaba viendo, con la devanadera y el
lino, cosiendo los calcetines, contando historias en los trasnochos, a la
luz de la torcida, delante de la lumbre, con otras mujeres, esperando el
regreso del marido del lejano extremo.
Debía llevar
mucho tiempo viendo todo aquello, imaginando la vida, las vidas, mientras el
sonido continuo del agua del río ponía la música de fondo. Eulalia me tocó
en el hombro. “Lo prometido es deuda. He de darte lo que venías a buscar”.
“No se preocupe, eso ahora no importa”. “Sí que importa. Ven”. Me dirigió al
somero. Me pidió que la alzara. Apenas pesaba. Con decisión levantó una
tabla y quedó al descubierto un hueco. Metió los brazos y sacó una caja de
madera bastante grande. La bajé y nos dirigimos a la cocina. Allí, sentadas
en el banco, abrió la caja. A pesar de los años transcurridos salió de ella
un fuerte olor a membrillo. Me resultó familiar, era el olor de mi abuela.
No pude contener las lágrimas, pero la curiosidad podía más y las sequé
pensando que más tarde, cuando lo hubiera visto todo, tendría tiempo para la
nostalgia.
Pegadas en
la parte de dentro de la tapa había tres fotos en blanco y negro. Una era un
montaje y me extrañó que en aquellos tiempos ya se hicieran esas cosas. Un
señor, vestido de militar, alto, delgado, enjuto, se hallaba de pie. Delante
de él destacaba por la desproporción la imagen de una mujer muy guapa,
bellísima. “Mi madre”, dijo Eulalia. Vestía de negro. A continuación de ella
dos niños muy pequeños –“son mis hermanos, murieron con apenas dos años”-.
Allí estaban sus muertos, todos juntos.
Tapando el
contenido de la caja aparecía un trapo blanco-amarillento rodeado de un
precioso encaje de bolillos. Lo acerqué a la cara. Olía a Eulalia. Lo doblé
con cuidado y lo dejé sobre la mesa. Aparecieron pequeños paquetes, algunos
rodeados de cintas finas, de seda, de suaves colores. Abrió el primero. Eran
más fotos de familia. Apareció una cajita de lata roja y negra. Dentro había
unas pobres joyas, algunas de plata; medallas de la virgen, de cristos Cada
una envuelta en trozos de tela de raso con el nombre, escrito en un
cartoncito, de sus propietarios: su abuelo, sus tíos muertos. Una higa para
ahuyentar el mal de ojo de los recién nacidos. Varios pendientes de bolita,
dorados, o de oro. Unos zarcillos preciosos, trabajados con filigrana
cordobesa. Pensé que lo limpiaría todo con bicarbonato, no sé por qué pensé
esa tontería en ese momento. Otro paquete contenía botones dorados y unos
pobres galones de sargento, una pequeña bandera republicana, un reloj de
bolsillo y un camafeo que al abrirlo dejó ver una foto y un mechón de pelo
castaño. “Una hija mía que murió con cuatro años”. Una enorme llave reposaba
en un rincón de la caja. “Esta llave la dejaba siempre al sereno y cuando a
alguien de la familia le aparecía un orzuelo se la colocaba alrededor del
ojo nueve días seguidos, y el orzuelo desaparecía”. Yo escuchaba ya todo
esto casi con disgusto. Estábamos las dos tan emocionadas que deseaba no ver
enturbiados esos momentos. No quería que ella viera este viaje con mirada
mercantilista.
Debajo de
todo apareció una libreta con tapas de plástico negro. Toda estaba escrita
con letra pequeña, picuda y floridas las mayúsculas. La miré y leí por
encima fórmulas con hierbas, bebedizos, pomadas y oraciones. No pude evitar
sentirme feliz. Me la regaló. “Al final está la fórmula que buscas. Una
pomada con la que se untaban el cuerpo las brujas y aseguraban que servía
para volar. En realidad se trata de un ungüento que sirve para estimular,
algo muy parecido a las drogas que ahora toman los muchachos”.
“Le he
traído cecina”. Eran las cuatro de la tarde y notábamos el estómago algo
encogido. Me sonrió y me dirigió hacia la iglesia. Delante de lo que quedaba
de ella, un atrio con columnas de mampostería que sostenían unos arcos de
medio punto y un suelo empedrado, estaba la fuente más caudalosa del pueblo.
Formaba una pequeña plaza, protegida, como todo el pueblo, por las
redondeces de los relieves. Al fondo se divisaban montañas verde oscuro
formando valles, como superpuestas, redondeadas y acogedoras como el seno de
la madre. Habían colocado en el centro de la plaza una rueda de molino como
mesa. Nos sentamos en un banco de piedra. El sol, a pesar de discurrir mayo,
calentaba bien. Buscamos la sombra de un pequeño almendro florido. Saqué mi
bolsa y fui colocando encima el cuchillo, una pequeña hogaza de pan, una
botella de vino, una vuelta de chorizo y un buen trozo de cecina, lo que
ella me había pedido. Había añadido un trozo de queso y dos tomates por si
acaso lo otro fuera excesivo para su cansado estómago. Y fui a la fuente y
llené una botella con agua.
Pero Eulalia
cortó con el cuchillo finísimas lonchas de cecina y algo más gruesas de
chorizo y fue comiendo lentamente, colocándolas sobre una rebanada de pan y
cortándolas más con una navaja pequeña que llevaba en su bolsillo. Había
sacado, junto con la navaja, un vaso que me recordó a mi madre y a mi niñez.
Era rosa y se plegaba quedando convertido en una pequeña cajita redonda. Lo
estiró y lo llenó de vino. Me lo ofreció primero y luego bebió ella.
Mientras
comía muy lentamente me fue explicando que por ese atrio y lo que en la
actualidad era esa plaza, desfilaban los ganados, dos veces al año, para ser
bendecidos. Una por San Antón y la otra antes de bajar a extremo. Desde allí
acompañaban a los padres, hermanos y maridos hasta el Alto de la Muela,
para, con lágrimas en los ojos y en el pañuelo blanco que apretaban en la
mano, despedirles y desearles buen pasto de invierno. Las mujeres se
quedaban mucho rato después de que hubieran desaparecido, con la mirada
perdida y la preocupación de los duros meses que debían transcurrir hasta la
vuelta, con la responsabilidad de los chicos pequeños y la también pequeña
hacienda. Luego, por abril o mayo, los chavalillos acudirían a ese lugar
todos los días, por turnos, con la ilusión de ser los primeros en avisar de
la llegada de los pastores y recibir la propina de las mujeres que esperaban
ansiosas. Casi siempre las familias habían aumentado, pero también algún
mayor había dejado de existir mientras sus herederos luchaban con los
rebaños en aquellas tierras cálidas del Sur.
Nos
marchamos con desgana. Ella volvió a su casa y la recorrió de nuevo. Se
asomó a la de al lado y movió la mano “adiós Andrea, era mi amiga, murió
hace bastantes años, de pena, cuando se tuvo que marchar del pueblo, también
obligada. Íbamos juntas a lavar, cantaba muy bien, y su voz sonaba en todo
el valle, cuando venía el médico le decía vaya Andrea, el lunes estuviste
lavando. Y allí enfrente vivía Ofelia; tuvo una hija, Gloria, subnormal,
pero muy buena, y gracias a ella el pueblo siempre estuvo limpio, era su
distracción favorita, barrer la calle y recoger papelillos, cuando murió,
Ofelia estuvo dos años sin salir de casa, con melancolía, como llamábamos
antes a las depresiones”.
Cuando
llegamos al coche, se volvió para ver todo el pueblo. Noté en ese momento
que había entregado ese día lo que le quedaba de vida. Me despedí con tanta
tristeza yo también que no hablamos en todo el camino. No podíamos convertir
en palabras las sensaciones. No sabía si nos íbamos llenas o vacías. Me
parecía que el alma se había divido en dos partes iguales. La primera estaba
a rebosar y la otra había quedado en el pueblo de Eulalia, para siempre,
confundida y mezclada con todas las vidas, con siglos de vidas que flotaban
por el aire, que se posaban en los árboles, que se perdían con el río para
volver en forma de nubes y dejar, de nuevo, sobre los mismos sitios las
mismas cosas.
Durante días
recordé sus primeras palabras al llegar al pueblo “Dios nos dio esto y luego
se olvidó de nosotros porque ya no le necesitábamos”. Y volví a verla.
Sentía la necesidad de comentar con ella la libreta, ese legado impagable
que me había dejado, ese trozo intenso de vida, el mejor regalo que me
habían hecho nunca. No puede verla. Eulalia murió tres días después de
nuestro viaje. La directora del centro me aseguró que desde ese día hasta
que murió, no volvió a usar la silla de ruedas, ni estuvo enferma un solo
momento. Murió sonriendo. La buena mujer no sé qué dijo de milagro –era
religiosa- yo la miré y sonreí también. Nunca descubriría a Eulalia. Y nunca
una muerte me afectó tan poco. Había muerto feliz y yo había contribuido a
ello.
©
Isabel Goig 2007
(relato
integrado en el libro
El
lado humano de la despoblación.
Está situado en Villarijo)
blog
de Isabel Goig
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