Antonio
Ruiz, Isabel
Goig e
Israel Lahoz
Edita:
Centro Soriano de Estudios Tradicionales
Colección: Cosas de Soria Nº 8
Páginas: 202
SORIA 2001
Decía Albert Camús que el niño es el padre del
hombre y, por paradójico que pueda parecer, es una gran verdad. La
infancia se graba a fuego en la memoria y ésta, selectiva como es, tiende
a retener lo agradable. Por eso no nos extrañó, cuando leímos una
biografía de Dolores Ibárruri a fin de investigar sobre sus orígenes
sorianos, encontrar en ella el pormenor de los juegos practicados en su
niñez. Y puesto que las madres han sido siempre transmisoras de ritos y
costumbres, encontramos en esos juegos recordados el espacio soriano,
concretamente de Castilruiz y su llanada, donde su madre nació y creció.
Dolores recuerda haber jugado de pequeña, entre otros, al marro, cuerda,
pita, pido que te vi, la rueda, zurrúscame la pelleja, San
Juan de Matute, tres navíos, jubilitero, milano, palillo, hincón, cuatro
esquinas, zapatito quemado, choromoro, salto del mojón, matarile, tablas,
alfileres, tuta, canicas, Antón pirulero, truquemé¼
Todos ellos también practicados, antes y ahora, por niños sorianos.
Como veremos, muchos de los juegos recogidos son casi
idénticos en todos los lugares del mundo. La tierra, que ahora se nos
ofrece cercana y antaño muy lejana, ha dado lugar a culturas muy
distintas y, sin embargo han viajado, se han intercambiado -sin necesidad
de pantallas TFT- partes de esa cultura que con el tiempo se ha ido
asimilando como propia. De siempre han existido viajeros, vagamundos,
conquistadores, buhoneros, serratianos drapaires, que han actuado
de transmisores. Gentes fascinadoras alrededor de los cuales se
arremolinaban los niños para aprender juegos, ese lenguaje universal.
De este modo los numerosos niños de los países
asiáticos, los no menos numerosos de África o de Sudamérica, juegan al
colache o la rayuela, al igual que lo hacemos los indoeuropeos, gracias a
que en un momento de la historia los soldados romanos, aprovechando las
losas de sus calzadas, enseñaron ese juego a los niños de los países
que conquistaban. Hace unos años, la abnegada enfermera de la película
"El paciente inglés" aparecía en una escena practicando este
juego, en solitario, a fin de relajarse de su duro trabajo. Del mismo
modo, una cultura tan lejana como la china transmitió el juego del
diábolo. O la griega el de las tabas. Y así casi todos. Después, en
cada lugar y según las circunstancias, los niños, una vez aprendido el
juego, se las ingeniaban para conseguir los instrumentos necesarios para
practicarlo.
En Soria, objeto de nuestro trabajo, andaba presta la
chavalería el día de fiesta y hasta gloria en que la familia mataba un
cordero, o aprovechaba el que se había despeñado, para conseguir esos
huesecillos de la rodilla y reunir cuatro, al menos, para poder jugar a
las tabas. O procuraban no despistarse cuando mataban el cerdo, pues la
vejiga de este animal, inflada, era una magnífica pelota. Deambulaban por
las tiendas de coloniales para, en un despiste del comerciante, arramblar
con el aro metálico del bidón del aceite, o de la lata de las arenques,
ya que con él y un alambre fuerte doblado, tenían un juguete casi de
competición, el aro para jugar al roldo.
En general no había necesidad de instrumentos con los
que confeccionar juguetes. La fuerza y las energías se expulsaban bien
jugando al burro. Y las niñas a la comba –tan universal como el corro-
para lo cual bastaba con una cuerda cogida de prestado de la cuadra del
abuelo.
Algún juego, muy antiguo a tenor de documentos
hallados por José Vicente Frías Balsa, nos ha sido imposible llegar a
definirlo. Se trata del "juego de la flor". En 1583, en Gormaz,
impusieron condenas de 600 maravedíes a Bartolomé Ollero y de 1.200 a
Pedro Ollero, por practicarlo "contraviniendo a las leyes y
pragmáticas de S.M. han jugado mucha cantidad de dineros al juego de la
flor". Debía tratarse de un juego de naipes que se jugaba con tres
palos, ganando (haciendo flor) quien juntaba tres del mismo palo,
pero no podemos asegurar que se trate del mismo juego. En germanía hacer
flor o hacer la flor es llevar a buen puerto una trampa o
fulería.
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