relato
Un
día de caza
Todavía no se había levantado el día y ya el
coche había salido de Madrid y rodaba por la carretera de Alcalá de
Henares. El río, la abundancia de huertos y el poblado monte bajo,
retenían a ras de tierra la niebla que les acompañaría hasta las fincas
de la familia, repartidas por tres provincias. Esa jornada tocaba en
tierras de San Pedro Manrique.
Nadie había podido con las fincas, ninguna ley
había logrado que salieran de la familia. Algunas concesiones sí habían
hecho a las gentes de los pueblos, ampliando por aquí un huerto, dejando
edificar por allá un palomar, roturando seis hectáreas de monte, haciendo la
vista gorda con una vía pecuaria.
Luego, todos esos favores a la plebe
redundaban en beneficio de la propia familia: los pichones más gordos, las
mejores calabazas y los tomates más perfumados eran cargados en el coche del
administrador, de camino para el palacio de Madrid. Por cierto, cuando
volviera de cazar debía hablar con la urraca de Téllez, el administrador,
para que fuera tanteando las tierras por donde ahora pasaban y que a duras
penas conseguía vislumbrar. Había que comprar todo lo que quedara por ahí,
ese era el futuro, estaba seguro. Claro que primero había que quitarse de
enmedio al masonazo de Fernández y a su periódico. A ver si hablaba con sus
hermanos, ese segundón de la Casa, más inútil que nadie y el tercero, el
leguleyo escuerzo, sólo preocupados en mantener queridas de poca clase. Dos
asaltos, y el periódico pasaría a sus manos.
Las cinco de la mañana. Aún tardarían más de una
hora en llegar, con esa niebla. El estómago se le encogió y se escuchó un
poco aristocrático sonido producido por el vacío, reclamando algo para
apaciguar a los jugos alborotados.
Eso le hizo pensar en el café hirviente que le
esperaba, hecho en la lumbre baja, el grano tostado en la casa con azúcar,
molido dejando caer el polvo en un cajoncito bien guardado para que el aroma
no se perdiera, y a pesar de eso, la cocina era invadida por el olor dulzón.
El humor alcalino fue segregado con tanta abundancia que un hilillo se dejó
caer por la comisura de los labios. Sacó un pañuelo inmaculado, con la
corona de conde bordada en una esquina y se limpió la saliva. Pero a punto
estuvo de hacer parar al mecánico para que sacara algo de la cesta donde la
cocinera habría colocado una tortilla o unos filetes empanados, a pesar de
la insistencia del conde en que pusiera cosas ligeras, pues le esperaba un
día de abundancia gastronómica.
Ya faltaba poco para llegar al pueblo, aguantaría.
Junto al café colocaría Engracia esos sobadillos tan exquisitos que le
salían a la puñetera a pesar de hacerlos con manteca rancia. Y las
perronillas. Y el anís dulce que ayudaba a la lengua a despegar del paladar
la manteca de esos dulces caseros. Ahora sí que el estómago reclamaba algo
sólido, le dolía. Preguntó al mecánico si faltaba mucho y faltaba más de una
hora. Trataría de dormir. Echó la cabeza sobre el respaldo y lo encontró
frío y algo áspero, pronto habría que tapizar otra vez el auto. Buscó el
cojín enfundado en seda granate, con el escudo bordado por la Condesa, su
santísima mujer, tan santa como tonta, la pobre. Pero bueno, había parido
cinco hijos, todos ellos varones. Y bordaba muy bien los distintos escudos
de los diversos títulos que gozaban y disfrutaban, ella más que nadie, pues
le gustaba tanto eso de la heráldica, que un buen día apareció vestida con
una bata de tafetán y todas las armas de la familia bordadas en sus colores
correspondientes por sus propias manos. El Conde estuvo a punto de
desmayarse, pero la Condesa prometió que sólo la usaría en la intimidad,
nadie, más que la familia y el servicio, la vería vestida de blasón andante.
A pesar de ello, dos días después todo Madrid, el todo Madrid, estaba
enterado de la horterada.
Los ojos se le fueron cerrando, pero el continuo
traqueteo del coche le impedían descabezar un sueñecillo. Y el maldito
estómago reclamándole comida. Pensó en todas las maravillas que su cocinera
haría con la caza que le iba a llevar, ya bien limpia y algo salada para
conservarla mejor. Con las codornices hembras, machos jóvenes y hasta machos
viejos, con los pichones –que alguno le daría la Engracia de su palomar del
pueblo-, alguna avutarda, algún zorzal o perdiz, pues de todo habría de caer
algo, y con las liebres. Ah, las liebres.
Señor Conde, estamos llegando. El coche, un
Ford-T negro, aparcó delante de casa de Engracia que olía, desde luego, a
café recién hecho, a anís dulce y a sobadillos. Por fin. Los dulces finos
crujían delicadamente, se deshacía en la boca, dejando la pechera del señor
Conde blanca de azúcar triturada, convertida en polvo entre trapos limpios.
De un solo trago entró la primera copita de anís, algo áspero por la hechura
casera. Después otra y otra, mantecado, coca y perronilla al coleto, y la
humedad de la madrugada iba desapareciendo a la vez que la del señor Conde,
que comenzó a secarse por los pies y continuó, en forma de espiral, por las
piernas hasta el bajo vientre y ascendió, ya como un rayo, coloreando la
cara e insuflando en el noble una fuerza de eral en recipiente provecto.
Irían primero a batir los rastrojos de la linde
del monte de Sarnago, todavía con la fresca.
- Se
han visto abundancia de crías en las tierras del Tomás. Esta
juventud de ahora habla con poco respeto, mira de frente, se come el
señor Conde como si fuera una longaniza.
- Llévese
al muchacho de ayudante, señor Conde, es mi sobrino y le hará buen
servicio.
- ¿Cómo
se llama?.
- Rodrigo,
señor Conde.
- Vaya,
nombre de noble.
- El
del santo del día.
- Bien,
Engracia, me llevaré al chico, pero sabrá ayudar en esto...
- Ya
lo creo que sabe. Ayer mismo fue a buscar algo para prepararle a usted y
a sus amigos la comida de hoy.
- ¿No
habréis esquilmado el monte? que os conozco.
- No,
señor, sólo para preparar la comida de ustedes.
- Bueno,
vamos a ver, muchacho, saca del maletero, a ver, a ver. Vamos, cuélgate
el tahalí y las perchas...
A Rodrigo, muchacho de dieciséis años, amante de
los libros y los latines, no le hacía ni pizca de gracia ir de caza con el
noble. La caza, como las Bucólicas, a solas, con la compañía de su Rayo, un
braco obediente y metódico.
El Conde se fue colocando la canana, floja de
cartuchos, y Rodrigo se colocó otra repleta. Irían caminado por la
rastrojera hasta las tierras del Matías. El mecánico les esperaría con el
coche en la vega, con el almuerzo que el cocinero de Madrid había colocado
en la cesta. Para ese tentempié el señor Conde no se fiaba de Engracia,
exagerada en las cantidades, a ella le estaba reservada la comida, cuando a
eso de las cuatro se juntaran los cuatro nobles, cada uno de vuelta de la
jornada de caza en esquinas distantes y distintas de las fincas.
Una chorla fue la primera en caer. Después varias
codornices hembras fueron separadas bruscamente de los igualones. Una colina
fue levantada y enguantada por el braco. Durante tres horas al menos,
Rodrigo y el señor Conde, uno junto al otro, en silencio, recorrieron las
rastrojeras de la linde del monte, las fincas cosechadas y las que estaban
en barbecho. El muchacho se empeñaba en subir a los cielatos donde los
conejos formaban sus madrigueras. Cayó también un malviz y hasta un
perdigacho despistado. La Browning del Conde fue subida al hombro en
dieciocho ocasiones en esas tres horas, y había acertado en catorce.
El Conde nunca veía satisfecha su necesidad de
caza. Pero de caza mística, en soledad, en silencio. Sólo necesitaba un
ayudante que cargara con las perchas repletas de animales y dos perros. Él
solo ante una finca, frente a una montaña, a la orilla de un río. Él, su
escopeta y la fauna de las tierras sobre las que seguía ordenando y
mandando, aunque ya no sobre los hombres que la trabajaban, sobre las
personas que habitaban las casas. Así que había escogido al ayudante ideal.
Todavía no habían cruzado dos palabras seguidas.
Descendieron del último cielato a la vega. Los
perros necesitaban agua, debían meterse en algún regacho. Se dirigieron
hacia donde el mecánico les estaba esperando con el coche. Una finca de
avena se presentaba ante ellos, se interponía entre la vega y el montecillo.
De pronto se escuchó un cuchichí y entre el clareo de las espigas, a pocos
metros, un codornizo despistado se apartaba de la protección de la madre.
- Por
ahí, chavea, despacio.
- La
cría está despistada, la madre estará más lejos.
- Vamos,
venga...
- Ahí
no podemos entrar, nos cargamos la avena y esta finca es de la Filomena.
- Tira
adelante, vamos...
El Conde se metió en la finca con paso firme.
Rodrigo se quedó en la linde. La codorniz despegó en diagonal y fue abatida
de un tiro certero. El braco salió hacia el animalillo abatido y de no se
sabe dónde, pero de dirección contraria, apareció Filomena remangándose las
sayas y gritando hijoundemonio, modorros, faltos, abantos y todo un
listado de insultos claros y altos.
El Conde no daba crédito. Interrogante miró a
Rodrigo. Mientras, el braco movía la cola, con la codorniz en la boca.
Mecánicamente Rodrigo la cogió y la colgó del tahalí, dándole unos
golpecitos al perro en la cabeza.
- Es
Filomena.
- Señor
Conde, arrapiezo, has de añadir señor Conde siempre. No sé dónde vamos a
llegar con esta falta de educación.
- Es
Filomena, señor Conde, la dueña de la finca. Y me llamo Rodrigo, señor
Conde, no arrapiezo.
- Ya
le diré a tu tía lo mal educado que eres. Así que la finca esta no es
mía. No se preocupe Filomena (gritó), soy el señor Conde, venga
hasta el coche y le daré unos reales..
La mujer se dio media vuelta, escupió en el suelo
y desapareció.
- ¿Qué
le pasa a esta mujer?
- Le
mataron al hijo en la guerra..., señor Conde.
El coche había sido aparcado debajo de un chopo
que daba una sombra redonda y ajustada, propia del mediodía. El mecánico
esperaba sentado ante el volante con la puerta del vehículo abierta. Cuando
vio que llegaban los dos hombres, se puso en pie, sacó del capó una mesa
pequeña y una silla de tijera. Los perros se habían adelantado y retozaban
en una pequeña poza. Sobre la mesa colocó el conductor un mantel azul
bordado por la señora Condesa, con escudos en las cuatro esquinas, una
servilleta a juego con otros tantos escudos, cubiertos de plata y unas
fiambreras que dejó cerradas, junto al vaso, sobre un paño de lino blanco
que guardaba el pan en su interior y a un papel de estraza grasiento. Fue a
buscar la botella de vino que había sido colocada dentro del agua y la
descorchó, colocándola cerca de un termo plano, recubierto de piel, que
contenía café.
- ¿Cómo
se ha dado la mañana, señor Conde?
- ¿Cuántos
llevamos, chico?
- Catorce
piezas, entre ellas una liebre.
- ¿Y
qué más?
- Sólo
eso...
- Señor
Conde, has de añadir señor Conde. ¿Has visto, Manuel, qué poca educación
tienen ahora los jóvenes?
El conductor y Rodrigo se apartaron del noble,
yendo a sentarse a la orilla de la riera, muy cerca de donde los perros
permanecían retozando en el agua. Colocaron un papel en el suelo y sobre él
las viandas de cada uno para compartirlas, como si lo hubieran hecho toda la
vida. Dos enormes pedazos de pan asentado, un tallo de longaniza, unos
llardons, una costilla larga sacada de la orza del aceite envuelta en hojas
de parra, un pedazo de empanada de carne y una pechuga de pollo rebozada,
las dos última exquisiteces aportadas por Manuel. Naturalmente, cada cual se
inclinó más por lo del otro, pero de todo dieron buena cuenta, ayudándose
del vino contenido en sendas botas.
Menos sustancioso fue el almuerzo del señor Conde,
pues a las pechugas rebozadas y la empanada nada había que añadir, a no ser
que la cantidad era mayor y el vino, en lugar de en bota, se contenía en
vidrio.
Señor Conde coja un trozo de mostillo de la
Engracia que trae el chico, que esto le gusta mucho. Se le había ido el
santo al cielo, traspuesto se había quedado. Si que la Engracia hacía un
buen mostillo, con miel de verdad, no con remolacha, como en otros sitios,
con nueces, piñones, trozos de pera de invierno y hasta los trocitos de
cáscara de naranja seca. Comió un buen trozo y bebió de la petaca un trago
de brandy.
- Bueno,
hay que seguir. Tu Manuel puedes volver al pueblo. Desde la vega iremos
andando. Nos meteremos por el Linares en dirección a Bea. Llévate las
piezas, catorce, eh, ni una menos. Que limpie Engracia la colina y si los
otros han cazado más liebres dile que haga una cachuela para aperitivo, y
que le ponga bastante tomate, de ese que guarda ella ya frito en el somero.
- Así
se hará, señor Conde.
- Venga
chavea ¿cómo me dijiste que te llamabas?
- Rodrigo,
señor.
- Ah,
si, como los nobles. Pues venga a echar los restos.
En poco rato cazaron tres más, machos jóvenes
todos. De pronto, a la otra orilla del río, de entre el fresco follaje, otra
codorniz levantó el vuelo y fue abatida. El perro, moviendo el rabo, se
mantuvo en la orilla de acá. El río bajaba crecido, pues a escasos metros
aguas arriba se le añadía un arroyo abundante del manantial de la dehesa, y
el cauce era estrecho y profundo, tal vez más de dos metros por esa zona.
- Vamos,
cruza galopín, que el perro parece que se resiste.
- Yo
no cruzo, no sé nadar y hay mucho agua, y una poza.
- Qué
poza ni qué poza, venga cagón, vamos, cruza a por la pieza.
- Que
no cruzo, señor Conde, mande al perro, yo no cruzo.
- Me
cago en el miedo yo. -El sombrero castoreño fue arrancado de la
cabeza y pisoteado en el suelo-.
- Venga
tira, vamos, vaya zángano, ganas me dan de pegarte cuatro tiros. Y a
este perro qué le pasa que parece que se resiente en el cuello.
- Es
del trangallo, que se le habrá clavado algo y le haría herida, señor
Conde.
- Del
trangallo..., no sabéis ni colocar un palo, me cago... He dicho que
cruces, no serás tan cagado de dejar ahí una pieza. Vamos, venga.
- Que
no cruzo, que no sé nadar y por ahí está muy hondo y baja con fuerza la
corriente, si conoceremos aquí al Linares. Si entro ahí me ahogo, por
una codorniz...
- Poco
se iba a perder si te ahogaras, me cago en estos vagos...
Rodrigo cerró el pico y siguió caminando, seguido
por el rezongo en forma de sonsonete del conde quien, a diestro y siniestro,
ya apartado del río, seguía matando codornices, liebres, zorzales y todo lo
que se le ponía a tiro, en una jornada de caza, la primera de la temporada,
reservada con esmero por los lugareños para lucimiento del Conde y sus
acompañantes. Al menos, no habían usado para cazar más que ligas y alguna
que otra trampa, y con moderación, a partir de este día la cosa ya
cambiaría.
Dos horas más duró la jornada y siete piezas. Cada
vez que preguntaba cuántas iban y le respondía, el noble maldecía con unas
blasfemias como nunca había escuchado el pobre Rodrigo.
El Conde entró en casa de Engracia apartando la
cortina como una fiera y gritando
- Este
sobrino tuyo no vale para nada ¿sabes lo que me ha hecho? Pues que no ha
querido cruzar el río para coger una codorniz.
- Para
algo valdrá, señor Conde. ¿Cuántas piezas?
- Más
de veinte. Respondió Rodrigo.
- Y
más podían ser si hubieras cumplido con tu obligación. Pues mira tú te
lo pierdes. Te voy a dar la mitad del dinero de lo que tenía previsto.
Si quieres la otra mitad vas al río y coges la pieza.
Rodrigo juró para sus adentros que así se muriera
de hambre esa era la última vez que iba de ayudante del cafre del Conde. Su
tía Engracia les dijo, a él y a su hermano, que fueran preparando la mesa
para los muy nobles cazadores, y fueran abriendo unas latas de todo lo mejor
que había en la casa para el aperitivo. Los dos hermanos se frotaron las
manos. Nada menos que las mejores latas.
Allí, sobre los fogones, el Conde fue levantando
tapaderas de cacerolas y oliendo todas y cada una, mientras esperaba a sus
tres invitados. En una cazuela honda de barro cocían unas perdices con
taquitos de jamón para ser desmenuzadas y hacer la sopa montera. En una
sartén plana Engracia echaba el arroz a la liebre que separaba la carne
negra del hueso de bien cocida que estaba. Otra liebre borbotoneaba junto
con las papas troceadas. Y en una cazuela de hierro dos palomas torcaces se
ensalsaban con setas de cardo que en la temporada anterior habían sido
conservadas. Y la cachuela, picantita, con buenos trozos de pimiento verde y
tomate frito.
Llegaban los otros tres. Ninguno había conseguido
cobrar tantas piezas como el Conde. Y una más podía haber sido si el
canalla ese hubiera cruzado el río a por otra que se ha quedado allí.
Los dos hermanos se miraron y echaron una ojeada a las latas abiertas sobre
una tabla de la despensa.
Los muchachos fueron sacando a la mesa el
contenido de las latas en platillos pequeños, con vinagre por encima en
algunos de ellos. Berberechos, navajas, mejillones, aceitunas. Las cuatro
latas de hermosísimas almejas, ocho en cada una, fueron a parar a los
estómagos de los hermanos. Bien es cierto que algunas tragadas con rapidez
para no ser descubiertos, pero otras saboreadas con los ojos cerrados,
dejando que la carne fina fuera triturada y saboreada, mezclado el sabor
algo metálico de la almeja con el vinagre. ¡Qué delicia! La tía Engracia,
entre cazuelas, no se percataba de lo que sucedía fuera.
- ¿Qué
tal va el aperitivo, señor Conde? Dijo desde la cocina.
- Bien,
Engracia. Saca la cachuela.
Los chavales, raudos, quitaron los platillos de
los aperitivos. Sacaron las fuentes de ensalada con tacos de bonito, cebolla
que había sido bien regada con agua del manantial y sabía dulce y aceitunas
negras, la cachuela picante y ensalsada con los riñones y los corazones
enteros y el hígado troceado, la sopa montera con pan y las perdices
primorosamente desmigadas, el arroz con liebre en su punto, la liebre con
patatas que se deshacían en la boca, las palomas con setas en sazón,
escabechados en su punto de vinagre. El conde miraba la mesa humeante, el
festín de todos los sentidos, y pensó, mientras viva, las tierras seguirán
siendo mías y la caza también.
©
Isabel Goig 2007
blog
de Isabel Goig
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