En
busca de madreselva
No recuerdo si ya he
dicho que la abuela heredó el arte de curar con hierbas de su madre,
nuestra bisabuela. No conservamos ninguna foto de ella, pero cuando la
abuela nos la describe, creemos estar viendo a una mezcla de pastorcilla
con madre-gnomo: regordita, pequeña, con una nariz gorda y algo colorada,
muy ágil, tanto, que podía, a sus muchos años, subirse a los árboles a
coger el muérdago, y agacharse una y otra vez a recolectar tomillo para
los guisos, madreselva para los vapores, flor de sauco para los dolores de
muelas, malva para las cataplasmas, romero para conservar el pescado y, en
fin, todas las buenas hierbas ofrecidas por el bosque, tan bien conocido
por ella.
Una noche, sentados
delante del fuego, abuela nos contó la historia de "El Llano",
paraje de un pueblo de la sierra donde vivieron unos años, mientras su
padre, nuestro bisabuelo, cuidaba un hato de ganado del jefe –ella dice
del amo-. El pueblo se llama Villarraso, y se halla rodeado de sierras
teúrgicas, como son las de San Miguel, Almuerzo y Madero.
Cuando la abuela
comienza la noche diciendo que nos va a contar una historia, mientras los
grandes troncos se queman en la lumbre, madre coloca un gran cojín
delante del banco, apoya en él la cabeza, enciende un cigarrillo y va
entornando los ojos. A medida que la abuela habla y los troncos van
cambiando de color, a mamá se le va enrojeciendo la cara y sólo comenta,
de vez en cuando, que no entiende de dónde saca la abuela fuerza para
poder hablar y hablar delante de la lumbre. Con lo que a ella la relaja.
La abuela le contesta que ellá está acostumbrada a la lumbre y mamá a
la calefacción eléctrica.
Cuando vivieron en
Villarraso, aquel pequeño pueblo rodeado de un gran ejido donde se
desarrollaba la vida social de los apenas treinta habitantes, nuestra
bisabuela recolectaba hierbas. Por allí, le habían dicho, crecía mucha
madreselva y ella quería cogerla para curar los resfriados que, a buen
seguro, por el rigor del clima, iban a sufrir los niños. En aquel
entonces los niños eran dos, nuestra abuela y el tío Juan.
"Una mañana mi
madre me tomó de la mano y nos dirigimos al paraje del "Llano".
Recuerdo muy bien: ese día madre vestía una falda de color rojo, muy
ancha y larga; por los hombros llevaba una toquilla tejida con lana roja
también y debajo una blusa blanca. Mi madre era muy alegre y por entonces
muy joven y le gustaba vestirse de colores, algo por lo que era criticada,
pero como a mi padre le gustaba, ella afirmaba ponerse encima lo que le
daba la real gana. A mí me vestía exactamente igual a ella. Me imagino
qué pensaría la gente, austera y negra, al vernos bosque adentro,
cogidas de la mano, tan pequeñas las dos y tan rojas.
Cuando se acabó la
vereda seguimos monte a través hasta llegar al "Llano". Vuestra
bisabuela había oído hablar de ese paraje, pero no había estado nunca.
Los espinos y el suelo marrón y áspero se transformaron en un círculo
perfecto de hierba larga y fresca, rodeado de carrascas, con los troncos
completamente pelados y vestidos de hojas a partir de las ramas. Yo salí
y entré varias veces del círculo, sintiéndome distinta, o sea, que
fuera era yo misma, la abuela, y dentro un duende. Mientras salía y
entraba, mi madre sacó de entre las faldas un cuchillo que ella misma se
había hecho con pedernal. Pero dentro no había madreselva. Mi madre
cortaba con ese cuchillo todas las hierbas. No nos dejaba arrancarlas ni
herirlas con ningún otro que no fuera de roca dura. Salimos del círculo
y madre, sin decir palabra, me tomó de la mano y se fue a buscar a mi
padre hasta la taina, bien lejos del "Llano".
Nada más llegar le
asedió a preguntas sobre el paraje. Ella se empeñaba en que se trataba
de un círculo mágico, un lugar de reunión de los druidas. Mi padre
reía mientras le decía que allí antes dormía el ganado, por eso la
hierba era tan talta, precisamente porque estaba bien abonada y que, por
la misma razón, el exceso de abono, los troncos de los árboles estaban
casi quemados. Además de reprocharle su mucha fantasía.
Volvimos a casa y
por el camino fuimos recogiendo madreselva por fin. Pero madre no se
creyó lo del dormidero de ovejas. Al otro día, cuando padre fue a su
trabajo, dejo a mi hermano durmiendo al cuidado de la niña de la vecina,
prometiéndole a la vuelta una cestilla de huevos. Me tomó de la mano –apenas
estaba amanecido- y anduvimos durante dos horas hasta el pueblo vecino
donde residía la vieja Tana. Tendría la mujer unos cien años. Estaba
ciega, pero muy lúcida. Vivía con una hija, muy mayor también y muy
cariñosa. Tana tenía fama en toda la comarca de buena curandera. Decía
mi madre que sabía de hierbas mucho más que ella. Le llevábamos de
regalo un trozo de empanada del pastor que madre cocía en el horno todos
los meses, metiéndole dentro buenos trozos de lomo y chorizo.
Cuando llegamos
estaban las dos desayunando ese café que a vosotros tanto os disgusta,
sopado con pan duro. Nos sirvieron a nosotras dos grandes tazas a las que
añadieron un buen chorro de leche recién ordeñada. La hija me tomó de
la mano y me llevó a ver los conejos recién paridos. Mi madre no perdió
el tiempo y sin demasiados preámbulos preguntó a la vieja Tana por el
"Llano". Y Tana le contó la historia así: "Ay niña,
tendrías que haber nacido muchos años antes. En aquella época lo que
ahora llaman el "Llano" era un lugar de reunión de magos. Pero
eso no lo sabe nadie, sólo yo. Creo que no me he muerto antes porque
debía transmitírtelo. Nada podía decir hasta escuchar la pregunta de la
persona que se convirtiría en depositaria de este secreto, y otros que te
iré contando hasta el día de mi muerte. Durante veinte generaciones, el
misterio de ese lugar ha pasado de madres a hijas, pero, hace ya tres, se
interrumpió; por primera vez sólo nacieron varones de mi abuela, y ella
tuvo que esperar a que naciera yo. A mi hija no pude transmitírselo pues
es adoptada, nunca le interesaron estas cosas ni salió de su boca
pregunta alguna. Bien, cuando yo era pequeña esas carrascas no existían.
En su lugar había unas grandes piedras hincadas, semienterradas. Una
mañana desaparecieron; un carretero las había cargado durante la noche
para edificarse con ellas una casa. A pocos kilómetros, los bueyes se
espantaron y desaparecieron, junto con la carreta, en la "hoya de los
Fresnos". El manantial enorme los engulló, no así a las piedras,
que aparecieron bordeando la hoya. Rogué a mi padre para que fueran
colocadas en su sitio y él, que debió notar en mi súplica una gran
desazón, se ocupó de ello, junto con otros hombres del pueblo.
Años después,
perdido el suceso en los rincones de la memoria, unos leñadores se
llevaron una de esas piedras para utilizarla como compuerta del río
Alhama. Estuvo allí colocada un tiempo, hasta que una tremenda riada, en
pleno mes de agosto, inundó toda la vega destrozando los cultivos. Y aún
hubo una tercera vez y el ser humano volvió a tocar algo que no le estaba
permitido. En esa ocasión fue un sacerdote, don Tomás de nombre. Quiso
llevarse las enormes piedras para construir una iglesia. Y lo hizo, pero
el edificio se derrumbó cuando más repleto se hallaba de gente. Por
suerte, nadie sufrió daño, excepto el cura, que murió aplastado por una
de ellas. Y yo, de nuevo, tuve que suplicar para que fueran colocadas en
su sitio y procuraran que nunca más fueran tocadas. Así se hizo, aunque
al otro día todas habían desaparecido y en su lugar crecieron, en una
sola noche, las carrascas que hoy rodean el paraje.
Si algún día
quieres ver dónde están colocados esos monolitos, has de subir al pico
más alto de la sierra de la Santísima Trinidad, algo alejada de aquí;
se divisa desde la comarca de la Antesierra, y allí, formando un
círculo, se encargan de separar las nubes cuando vienen amenazantes.
Nadie ha podido llegar nunca a esa cumbre, pero tú sí puedes hacerlo.
Sólo tú. Desde ahora la tradición ha pasado a ti y la transmitirás a
aquella mujer que te haga la pregunta y sepas que se trata de ella
precisamente. ¿Cómo lo sabré?, preguntó mi madre. Lo sabrás, estáte
segura. Y le harás entrega, a la vez, de este envoltorio".
¿Qué había en el
envoltorio, abuela?, preguntó nuestra hermana pequeña. Abuela se
levantó y se dirigió hacia un arca situada en el rincón de la cocina;
metió una gran llave en la cerradura y levantó la tapa. Con cuidado,
sacó un envoltorio y lo colocó sobre la mesa. Nuestra hermana no se
perdía detalle. Lo abrió, dentro había una túnica blanca, un paño
también blanco y una herramienta en forma de media luna recubierta con un
color dorado muy desconchado. La tradición iba a continuar. Nuestra
hermana era la siguiente depositaria. Abuela era una gran contadora de
historias, y esta la había narrado delante de los tres, por lo tanto no
se trataba de ningún secreto, sino de un cuento más. La sierra a la que
se refería la abuela no era tal, sino una cumbre redondeada, casi plana,
conocida como de San Juan. La tradición mantenía que en aquel lugar se
ubicó un monasterio de Templarios.
Pero éramos
jóvenes, más bien pequeños, pensamos que podría haber algo de verdad
en la historia de la abuela, aunque nunca sabíamos donde acababa la
imaginación de ella y empezaba la realidad. En todo caso nos interesó,
así que decidimos subir a la tarde siguiente, sin más demora, y ver el
lugar donde la abuela había situado el cuento de las piedras con poderes
tales como para disolver las tormentas. Si había algo de cierto en lo
narrado por la abuela, debían seguir allí, pues habían pasado años sin
que se supiera de calamidades tremendas. Si sólo era un cuento, también
lo descubriríamos.
Subimos mi hermano,
nuestro amigo Bene y yo. No dijimos nada a Leonor, nuestra hermana
pequeña, para que no entorpeciera la excursión. Resultaba raro, pero en
nuestra corta vida nunca habíamos subido al alto de San Juan. Nos costó
tiempo y esfuerzo. Al llegar a la cumbre no vimos piedra alguna y sí, en
cambio, una caseta con una calavera avisadora y, saliendo de ella, una
enorme antena. Contemplamos con curiosidad todo los que nuestros ojos
descubrían. Abajo los chopos recorriendo las orillas del río Razón
formaban una sierpe verde. Los rayos de un sol ya adormecido caían en
forma de abanico sobre el valle, saliendo por entre las nubes grises y
blancas. "Sólo falta el triángulo del ojo de Dios arriba",
comentó Bene. Todo el valle estaba salpicado de pequeños pueblos y cada
rayo se posaba encima de uno de ellos. Era un verdadero espectáculo.
¿Y las piedras?
Nada. Vimos restos de edificaciones, pero como tantos otros en tantos
lugares. Seguimos recorriendo el paraje. Bordeamos la caseta de nueva
construcción y nos asomamos a un precipio, poco profundo, abierto desde
la parte trasera de la caseta. Al fondo vimos unas grandes piedras, a buen
seguro de toneladas de peso, caídas desde la cumbre, unas encima de
otras. Nos fijamos bien: la caseta con la calavera avisadora había sido
construida en el lugar donde estaban las piedras. La abuela nos había
contado una "historia de las de verdad". Pero a medias, al fin y
al cabo nada había sucedido.
Habría transcurrido
un mes cuando cayó una gran tormenta en Villarraso, como nunca se había
conocido, decían los mayores. Árboles partidos por la mitad, cosechas
perdidas, animales fulminados por rayos, el río desbordado. Una
catástrofe. Estuvimos varios días sin luz. Entonces, aterrorizados, le
contamos a la abuela lo que descubrimos en el alto de San Juan.
Estamos seguros, y
la abuela también, de cual fue la causa de la tormenta, aunque no
podremos hacer nada de momento. Cuando pasen los años y crean nuestra
historia, será posible volver a colocar las piedras en su lugar.
©
Isabel Goig 2001
blog
de Isabel Goig
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