Isabel Goig

relatos

Sabina

 

Llevaba varios días recorriendo las Tierras Altas de Soria donde había llegado desde Barcelona, mi lugar de residencia. Viajaba en un 2CV al que trataba con toda consideración utilizándolo sólo para desplazamientos largos y dejándolo aparcado para recorrer pistas de tierra y subir cuestas. Me servía también como almacén. Estuve un día en San Pedro Manrique, cámara fotográfica al cuello, y tomé fotos de una magnífica iglesia usada de cementerio, San Miguel, medio derruida. Me impresionó la plaza de la Cosa con la ermita al fondo y pegué un respingo al entrar en la iglesia de San Martín donde me recibió una imagen de la virgen Dolorosa, de negro, con la cara medio tapada por una toca de luto. Era todavía muy temprano cuando enfilé una carretera que indicaba Matasejún y paré junto al río Linares donde aproveche para asearme. Un desvío a la izquierda, medio roto, indicaba Sarnago. Tomé ese camino pero me di cuenta de que debía dejar el coche abajo, era de esos que tenían baches y piedras sueltas. Me colgué la mochila donde guardaba pan, frutas y un chorizo que había comprado en San Pedro y enfilé una cuesta interminable. Pese a transitar el mes de mayo, sudaba. Cuando llegué a la altura del cementerio me senté sobre una piedra y alcé la vista. De pronto, como una visión, vi una figura pequeña que descendía danzo grandes y rápidas zancadas por la ladera de un monte. Apareció y desapareció de mi vista en escasos segundos, como un relámpago. Estaba seguro de que era una señora mayor vestida con saya y pañuelo negro en la cabeza. Intenté comprender hacia dónde había ido ya que me pareció que sería el único humano que morara en ese pueblo. Seguí la dirección, subí otra cuesta dejando un arroyo a la derecha y divisé a lo lejos lo que me parecieron ruinas. Cuando llegué a ellas me sorprendió que una parte parecía habitada. Una puerta en bastante buen estado cerraba un recinto donde, a modo de cerca, había unas piedras bien colocadas. Me pareció escuchar algún sonido y apliqué un oído a la puerta cuando, estando en este menester, un perro salió de detrás de un espino. Pero eso no era perro, era un lobo. Grité con todas mis fuerzas y la puerta de abrió de pronto dejando ver a la mujer-duende que había visto descender por la ladera. No se asuste, me dijo. ¡Pero eso es un lobo! Sí, pero no le hará nada si usted no atenta contra mí. Lo he criado yo desde que recién nacido se rompió una pata. Me invitó a entrar, dejó que el lobo se echara cuan largo era en el umbral de la puerta (por si yo no fuera de fiar) y comenzó un interrogatorio que yo tardé mucho en responder al no haberme repuesto del miedo. Ella lo entendió, sacó una jarra muy vieja con agua y otra igual de vieja con vino (son de la tejera que hubo por aquí cerca, me dijo), yo saqué el chorizo y me fui recomponiendo y respondiendo a sus preguntas. De dónde venía, hacia dónde iba, qué hacía por aquellas tierras, si tenía familia por la zona... Yo contestaba a todo cada vez más sereno y, de pronto, también comencé a preguntar y me contó la historia más fascinante que había escuchado en todos mis viajes.

Se llamaba Sabina y tenía noventa años. De ese pueblo se había marchado el último habitante y había quedado sola. Mientras vivieron todos sabían que ella, Sabina, vivía allí por ciertos derechos heredados de sus antepasados que fueron santeros de una ermita lindante, ahora en ruinas. Pero el secreto mejor guardado entre aquellas paredes no era ese. Mientras hablaba me condujo a una parte de la pequeña finca donde tenía una huerta. Sacó unas patatas y un grumo, volvió a la casa y las puso a cocer en una olla. Tendrás hambre, me dijo. Luego continuó. Había estado casada, su marido fue encarcelado después de la guerra y logró escapar. Llegó hasta ella irreconocible y allí se quedó hasta su muerte. Eso nadie lo supo nunca. Por si alguna vez le buscaban por allí, Lorenzo construyó un a modo de zulo perfectamente disimulado. Sólo una vez tuvo la necesidad de esconderse en él. Vino la guardia civil, no insistieron mucho, debí ofrecerles veracidad. Un mal día murió, había pasado muchas penurias en la cárcel, aunque ya era algo mayor. Como nadie supo de su vuelta, tampoco supo de su ida. Yo misma le enterré, ahí donde hemos ido a por patatas y grumo, en el huerto. Cuando se vive en el monte es para siempre, en las ciudades se vive de paso. No le faltaba razón.

Comimos, me habló de cosas sencillas relacionadas con la intendencia. Tenía un burro ahí detrás, él la llevaba de vez en cuando a San Pedro. No, nunca había enfermado, sólo pequeños fallos, pero me curo sola, conozco todas las hierbas. Practicaba a medias la fe y la superstición, pensé.

- ¿Qué hay allá arriba? Pregunté señalando el monte por donde la había visto descender.

- Allá arriba..., aquello es un castro de personas primitivas. Me gusta subir, lo hago casi cada día. Desde arriba se ve todo mejor, el pueblo, la vegetación, el sol ponerse. Joven, ¿eres periodista?

- No, no, sólo soy un viajero curioso.

- Pues entonces te voy a contar un secreto, alguien debe conocerlo, pero tú no lo contarás nunca.

- Nunca, se lo prometo.

- Allá arriba, en la cumbre, metido en un cofre que hice yo misma, está enterrado el corazón de mi marido.

Me quedé blanco, sabía que a veces, nobles y reyes, mandaban enterrar el corazón en lugares distintos del resto del cuerpo, pero eso conllevaba un quehacer especial.

- A lo largo de los años, aquí sola, he matado muchos animales y sé dónde están los órganos. A mi marido sólo tuve que hacerle un corte más bien pequeño, no te asustes, y limpio. Él quería ser enterrado arriba pero yo no podía trasladar el cuerpo entero.

Volví a Sarnago al cabo de unos veinte años, el pueblo estaba siendo rehabilitado y sus costumbres y tradiciones también. Pregunté por Sabina. Todos sabían quién era y en sus últimos años le habían ayudado. Murió donde la encontré, haría ya diez años, bastante mayor. En el museo del pueblo habían colocado sus pertenencias, las que había cogido de la vieja tejera y las que ella misma había fabricado. Pregunté por el lobo y me dijeron ´que murió el mismo día que ella. Les dije que me gustaría visitar su tumba, pero me dijeron que la habían incinerado y sus cenizas habían sido esparcidas por la parte alta del castillo (como llaman al monte por donde vi descender a Sabina). Nadie me dijo nada del corazón del marido, sólo me dijeron que era lo único que les había pedido en vida: la incineración y el esparcimiento de las cenizas.

© Isabel Goig 2023

 

 

Isabel Goig 

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