relatos
Sabina
Llevaba varios días recorriendo las Tierras Altas de
Soria donde había llegado desde Barcelona, mi lugar de residencia. Viajaba en un
2CV al que trataba con toda consideración utilizándolo sólo para desplazamientos
largos y dejándolo aparcado para recorrer pistas de tierra y subir cuestas. Me
servía también como almacén. Estuve un día en San Pedro Manrique, cámara
fotográfica al cuello, y tomé fotos de una magnífica iglesia usada de
cementerio, San Miguel, medio derruida. Me impresionó la plaza de la Cosa con la
ermita al fondo y pegué un respingo al entrar en la iglesia de San Martín donde
me recibió una imagen de la virgen Dolorosa, de negro, con la cara medio tapada
por una toca de luto. Era todavía muy temprano cuando enfilé una carretera que
indicaba Matasejún y paré junto al río Linares donde aproveche para asearme. Un
desvío a la izquierda, medio roto, indicaba Sarnago. Tomé ese camino pero me di
cuenta de que debía dejar el coche abajo, era de esos que tenían baches y
piedras sueltas. Me colgué la mochila donde guardaba pan, frutas y un chorizo
que había comprado en San Pedro y enfilé una cuesta interminable. Pese a
transitar el mes de mayo, sudaba. Cuando llegué a la altura del cementerio me
senté sobre una piedra y alcé la vista. De pronto, como una visión, vi una
figura pequeña que descendía danzo grandes y rápidas zancadas por la ladera de
un monte. Apareció y desapareció de mi vista en escasos segundos, como un
relámpago. Estaba seguro de que era una señora mayor vestida con saya y pañuelo
negro en la cabeza. Intenté comprender hacia dónde había ido ya que me pareció
que sería el único humano que morara en ese pueblo. Seguí la dirección, subí
otra cuesta dejando un arroyo a la derecha y divisé a lo lejos lo que me
parecieron ruinas. Cuando llegué a ellas me sorprendió que una parte parecía
habitada. Una puerta en bastante buen estado cerraba un recinto donde, a modo de
cerca, había unas piedras bien colocadas. Me pareció escuchar algún sonido y
apliqué un oído a la puerta cuando, estando en este menester, un perro salió de
detrás de un espino. Pero eso no era perro, era un lobo. Grité con todas mis
fuerzas y la puerta de abrió de pronto dejando ver a la mujer-duende que había
visto descender por la ladera. No se asuste, me dijo. ¡Pero eso es un
lobo! Sí, pero no le hará nada si usted no atenta contra mí. Lo he criado yo
desde que recién nacido se rompió una pata. Me invitó a entrar, dejó que el
lobo se echara cuan largo era en el umbral de la puerta (por si yo no fuera de
fiar) y comenzó un interrogatorio que yo tardé mucho en responder al no haberme
repuesto del miedo. Ella lo entendió, sacó una jarra muy vieja con agua y otra
igual de vieja con vino (son de la tejera que hubo por aquí cerca, me dijo), yo
saqué el chorizo y me fui recomponiendo y respondiendo a sus preguntas. De dónde
venía, hacia dónde iba, qué hacía por aquellas tierras, si tenía familia por la
zona... Yo contestaba a todo cada vez más sereno y, de pronto, también comencé a
preguntar y me contó la historia más fascinante que había escuchado en todos mis
viajes.
Se llamaba Sabina y tenía noventa años. De ese pueblo
se había marchado el último habitante y había quedado sola. Mientras vivieron
todos sabían que ella, Sabina, vivía allí por ciertos derechos heredados de sus
antepasados que fueron santeros de una ermita lindante, ahora en ruinas. Pero el
secreto mejor guardado entre aquellas paredes no era ese. Mientras hablaba me
condujo a una parte de la pequeña finca donde tenía una huerta. Sacó unas
patatas y un grumo, volvió a la casa y las puso a cocer en una olla. Tendrás
hambre, me dijo. Luego continuó. Había estado casada, su marido fue encarcelado
después de la guerra y logró escapar. Llegó hasta ella irreconocible y allí se
quedó hasta su muerte. Eso nadie lo supo nunca. Por si alguna vez le buscaban
por allí, Lorenzo construyó un a modo de zulo perfectamente disimulado. Sólo una
vez tuvo la necesidad de esconderse en él. Vino la guardia civil, no insistieron
mucho, debí ofrecerles veracidad. Un mal día murió, había pasado muchas penurias
en la cárcel, aunque ya era algo mayor. Como nadie supo de su vuelta, tampoco
supo de su ida. Yo misma le enterré, ahí donde hemos ido a por patatas y grumo,
en el huerto. Cuando se vive en el monte es para siempre, en las ciudades se
vive de paso. No le faltaba razón.
Comimos, me habló de cosas sencillas relacionadas con
la intendencia. Tenía un burro ahí detrás, él la llevaba de vez en cuando a San
Pedro. No, nunca había enfermado, sólo pequeños fallos, pero me curo sola,
conozco todas las hierbas. Practicaba a medias la fe y la superstición,
pensé.
- ¿Qué hay allá arriba?
Pregunté señalando el monte por donde la había visto descender.
- Allá arriba..., aquello
es un castro de personas primitivas. Me gusta subir, lo hago casi cada día.
Desde arriba se ve todo mejor, el pueblo, la vegetación, el sol ponerse.
Joven, ¿eres periodista?
- No, no, sólo soy un
viajero curioso.
- Pues entonces te voy a
contar un secreto, alguien debe conocerlo, pero tú no lo contarás nunca.
- Nunca, se lo prometo.
- Allá arriba, en la
cumbre, metido en un cofre que hice yo misma, está enterrado el corazón de
mi marido.
Me quedé blanco, sabía que a veces, nobles y reyes,
mandaban enterrar el corazón en lugares distintos del resto del cuerpo, pero eso
conllevaba un quehacer especial.
- A lo largo de los años, aquí sola, he matado
muchos animales y sé dónde están los órganos. A mi marido sólo tuve que
hacerle un corte más bien pequeño, no te asustes, y limpio. Él quería ser
enterrado arriba pero yo no podía trasladar el cuerpo entero.
Volví a Sarnago al cabo de unos veinte años, el pueblo
estaba siendo rehabilitado y sus costumbres y tradiciones también. Pregunté por
Sabina. Todos sabían quién era y en sus últimos años le habían ayudado. Murió
donde la encontré, haría ya diez años, bastante mayor. En el museo del pueblo
habían colocado sus pertenencias, las que había cogido de la vieja tejera y las
que ella misma había fabricado. Pregunté por el lobo y me dijeron ´que murió el
mismo día que ella. Les dije que me gustaría visitar su tumba, pero me dijeron
que la habían incinerado y sus cenizas habían sido esparcidas por la parte alta
del castillo (como llaman al monte por donde vi descender a Sabina). Nadie me
dijo nada del corazón del marido, sólo me dijeron que era lo único que les había
pedido en vida: la incineración y el esparcimiento de las cenizas.
©
Isabel Goig 2023
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