relatos
La
fideera de Valdemadera
Rosario se preparaba para ir a Fuentes de
Magaña. La habían llamado los Llorente para hacer fideos y sobadillos.
Finalizada la cosecha habría una boda de postín. Iba siempre con su hermana,
caminando desde Valdemadera, pero esos días la hermana se sentía
indispuesta, así que le pidió a su padre la burra. Se habían comprado en
Tudela una máquina nueva para hacer fideos y pesaba un poco, pero merecía la
pena. Según los repuestos que le colocara, sacaba unos fideos estriados que
hacían las delicias de los comensales. Iría a la tienda del Llorente, donde
las familias de los novios habían hecho los encargos para la celebración, y
Pura y Manolita, las hijas, más o menos de su edad, le ayudarían.
Entre dos luces salió de casa y caminó
junto a la burra para no cansarla más de la cuenta. Iba contenta, salir de
casa, aunque fuera a trabajar y tuviera que caminar más de treinta
kilómetros ida y vuelta, significaba encontrar gente por el camino, pegar la
hebra con ellos, ver a amigos, dejar la máquina de coser recién comprada a
plazos para que su hermana y ella cosieran y bordaran un ajuar destinado a
unas hipotéticas bodas que ni se vislumbraban en el horizonte. Tanto
Remedios, su hermana, como ella, decidieron hacía ya meses marchar a
trabajar a Navarra, quizá Tudela, todavía no lo habían decidido ni lo había
comunicado en casa. Hizo la primera parada en la ermita de Santa María de
Atisca, en Navajún, como siempre, y también, como siempre, se quedó mirando
los ladrillicos en punta debajo de la ventana que, según le dijo su padre,
eran obra de un antepasado morisco de Aguilar, de donde venía toda la
familia, gracias a que, al esconderse, no fue expulsado. Puso una vela a la
Virgen, se sentó en las escalerillas y con una piedra abrió varias nueces y
echó un trago de vino de la bota.
El camino hasta Valdeprado estaba bueno y
era llano así que lo hizo a buen paso, la burra cogida por el ronzal. Hubo
de desviarse, ese día llevaba varios encargos, entre ellos el de su madre de
llevar agua de la fuente que olía a huevos podridos. El olor la fue guiando.
Con una hoja fue depositando en un tarro de barro las “natas” que, según su
madre, le curaban los salpullidos de las manos, llenó unas botellas de agua
y se entretuvo unos segundos contemplando una nuez abierta de la que salía
una pequeña planta, lo que sería con los años un nogal. Se volvió
bruscamente al escuchar un roce entre la hojarasca. Un jabalí a beber agua,
pensó, sin asustarse. Rosario no se asustaba con facilidad, pero le extrañó
que el burro no hubiera roznado. Separó el follaje como si de una cortina se
tratara y vio que se perdía la figura de una mujercilla con sayas, reconoció
a Cándida. Ehhh, le gritó, Cándida, que soy la Rosario. Tengo prisa, tengo
prisa, creía que eras un guardia que venía a por mi Blas.
Pobre Cándida. Diez años atrás detuvieron
a su hijo, precisamente en ese mismo lugar, donde había bajado a beber agua.
Llevaba huido mucho tiempo, desde el fin de la guerra, los guardias sabían
que se escondía por aquellos montes, pero estaba solo y no hacía daño a
nadie mas que a él, así que esperaron que el fugitivo se lo pusiera fácil,
lo prendieron y en Burgos está cumpliendo cárcel hasta ni se sabe cuando.
Cándida vigila los lugares donde se ocultó como si no se hubiera ido.
Hasta Rosario llegó el olor del pan
recién hecho. Era la tahona de Teófilo, en el molino Solana. Compró una
hogaza, cortó un trozo para el camino y el resto la envolvió en papel de
estraza y la colocó en el serón para que llegara bien a su casa, donde se
cocía semanalmente, pero ésta, tierna, sería un buen regalo. Teófilo le dio
un trozo de torta que se había quemado un poco y la estaba comiendo él.
Andaba atareado ese día, pasarían los hombres a pagar después de haber
cobrado la cosecha y, de paso, cargarían pan y pastas. Llegaban a casa con
los serones repletos y, entre todas las viandas, sobresalían los bacalaos
enteros y, los más pudientes, portaban buenos congrios secos.
Ahora había que tomar el camino más
fatigoso. Todo en cuesta hasta llegar a Fuentes. Nunca dejaban de llamarle
la atención las heridas de las laderas de los montes, cárcavas le dijo la
maestra que se llamaban, hacía ya años, cuando tanto le gustaba ir a la
escuela. Parecían esas heridas poco profundas, pero en un viaje con su padre
se acercaron y allí tenían sus camas familias enteras de ciervos. El chico
de Cándida también se escondió durante un tiempo en una de esas cárcavas.
Apenas faltaban dos kilómetros cuando se sentó al borde del camino. No
quería cansar a la burra montando sobre ella, ya tenía bastante con los
serones llenos y la máquina fideera que pesaba lo suyo. Allí estaba cuando
vio aparecer al Simón, de Valtajeros. Iba al médico de Aguilar para ver si
le averiguaba la causa de unos dolores en el costado derecho que ni él
mismo, tan enterado en cosas de hierbas, había logrado aliviar. Apenas podía
caminar, iba doblado. Se sentó junto a Rosario y sacó del morral un trozo de
chorizo, Rosario aportó el pan y sacó la bota.
-
Nadie como tu madre para las
cosas de la matanza, dijo Rosario.
-
Y la tuya para el escabeche. Ya
me voy reponiendo del dolor. Aún te queda un trozo cuesta arriba
hasta Fuentes, lo mío es todo para abajo. Luego vendrá la vuelta. Me
quedaré hasta mañana en casa de mi hermano y me traerá con el
motocarro.
-
Allí estaba Cándida, en la
fuente.
-
Se le ha ido la cabeza. No se la
puede convencer de que el hijo está en el penal de Burgos. Me han
dicho que saldrá pronto, así que cualquier día la Cándida lo verá
aparecer por su casa.
Mientras caminaba desde que salió de
Valdemadera, vio cómo lentamente el sol iba dibujando montes, árboles,
tierras. Cuando llegó a Fuentes de Magaña, el sol lo había coloreado todo.
Los niños acudían a la escuela, las mujeres al lavadero, los hombres a sus
labores. De la posada de Dioni salía un señor muy trajeado, después le diría
Pura que había llegado de la capital para dar clases en la Academia. Un
corro de hombres alrededor de la fuente comentaban que en la Torre sólo
quedaba la Paulina y estaba pensando marchar a Arnedo.
Ató a la mula y entró en la tienda. Le
tenían preparado un desayuno con café de verdad, de ese que trapicheaban con
el Beltrán de Soria a cambio de las perdices. Rosario se puso un delantal
que deslumbraba de blanco. Cerraron la puerta para evitar chivatazos al
fiscal provincial, la harina era producto de primera necesidad y estaba
fiscalizada. Desde el cuarto donde Rosario trabajaba escuchaba a los hombres
y alguna mujer, generalmente las viudas, que acudían a pagar tras la cosecha
las deudas con la tienda de los Llorente. Era San Miguel Pagador. Pura
llevaba las cuentas, el padre cobraba e iba dejando el dinero en la parte de
atrás de un cajón del mostrador. En la cocina, la madre se afanaba en
cocinar la especialidad de la casa, el patorrillo con patas y menudos de
corderos. De una gran olla salía el olor del cocido con los escasos huesos
adobados que todavía colgaban de las vigas a la espera de la nueva matanza.
Y todos atendían en el mostrador a los que almorzaban los adobos, los
escabeches y las tortillas.
Rosario trabajaba deprisa, salían de su
máquina nueva fideos estriados, finos, medianos, gordos. Todos se secaban
sobre sacos y trapos. Mientras, amasaba sobadillos, quería comer pronto y
marchar para Valdemadera, antes de que cayera la noche.
Todo esto sucedía alrededor de 1960,
cuando Fuentes de Magaña contaba con 333 habitantes. Después, corriendo el
tiempo, sólo vive el veinte por ciento. La escuela se cerró en el curso
1992/93. De la familia Llorente sólo queda Manolita; la última en morir,
hace apenas un año, fue Pura. Al final de la década dejó de funcionar la
panadería de Teófilo Blas Flores, en Valdeprado, aunque hace unos veinte
años todavía vi los restos de la maquinaria entre los cascotes del techo y
del suelo
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Isabel Goig 2017
Revista Los pingotes,nº 11
blog
de Isabel Goig
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relato
La
muerte de don Heliogábalo
El gran sátrapa de un pueblecillo castellano,
cuyos tentáculos se extendían por toda la comarca, había muerto de repente
de una enfermedad de la sangre, dijo el galeno. Engordaron las sanguijuelas
de todo el contorno gracias a las sangrías practicadas a Heliogábalo, por lo
que el médico le dio por curado, pálido, pero curado. Pero murió.
El caso es que en el vestíbulo de su casa
solariega donde habían vivido varias generaciones de heliogábalos, se colocó
un túmulo cubierto de paños fúnebres con escudos bordados de dudosa
legitimidad y, encima, un magnífico sarcófago de la mejor madera de la
comarca. Dentro, el cadáver del cacique parecía haber menguado. Los hachones
que enmarcaban el monumento funerario, en su oscilar de luces producido por
la entrada y salida de público, recordaban los versos de Bécquer, la luz,
que en un vaso ardía en el suelo, al muro arrojaba la sombra del lecho, y
entre aquella sombra veíase a intérvalos dibujarse rígida la forma de un
cuerpo.
Apostada entre las gruesas cortinas del fondo,
decidí escrutar, o al menos vislumbrar, a quienes desfilaban, horas y horas,
por los pies del féretro. Algunos se detenían unos instantes, otros se
santiguaban, casi todos dirigían la mirada hacia un grupo de mujeres
enlutadas, con la cara velada, e inclinaban la cabeza en señal de respeto.
Allí estaba la esposa, secos los ojos, enjugándose unas lágrimas imaginarias
y enrojeciéndose los ojos de tanto frotar con el pañuelo. Pensé que deberían
haber contratado a alguna plañidera que hubiera depositado lágrimas de
verdad en uno de los vasos lacrimatorios expoliados del yacimiento cercano
al pueblo, que lucían en una vitrina de la casa solariega. Miraba la mujer
atentamente a todo el que se acercaba por si alguna de las queridas del
marido se atreviera a entrar en el sacrosanto hogar, cosa rara, pues las
mujeres no acudían a este tipo de eventos, sino que se unían para rezar
rosarios y responsos. Sí vio aparecer a Helio, uno de los bastardos de su
marido, gorrilla en mano. El chaval, de unos dieciséis años no podía negar
la paternidad del cacique. La mujer se volvió discretamente hacia un criado
y le preguntó al oído quién había dejado pasar a la prueba viviente del
desvarío del difunto, pero el hombre se encogió de hombros. Junto a la viuda
estaba su hija, embarazada de la séptima criatura, con los ojos igual de
secos que su madre. Hermanas, primas y otras deudas dejaban correr las
cuentas del rosario entre los dedos, entre ellas doña Engracia, tía de don
Heliogábalo, muy anciana, vestida con hábito de la Soledad con un corazón
traspasado de puñales bordado en el pecho.
Desde mi escondite seguía viendo el desfile e iba
recordando la lista de agravios padecidos por por todos ellos, sin excepción
alguna. Tomás el barbero, a quien el sátrapa le había robado a la mujer
poniéndole una mercería en la capital, a la mujer, claro, por cierto, muy
cerca de la de Manolita, una muchacha a quien le había hecho un hijo.
Mariano el carnicero, a quien había votado para concejal todo el pueblo en
las últimas elecciones, pero a la hora del recuento no encontraron más que
seis papeletas. Al buen Juan, labriego, cuya mujer se había negado a los
requerimientos amorosos de Heliogábalo y éste, en venganza, propagó entre
todos que estaba liada con Andrés, otro labriego. El secretario del
ayuntamiento se detuvo unos instantes mirando fijamente la cara del muerto.
Se había visto obligado a dar por buenos todos los chanchullos del jefe, a
cobrar a precio desorbitado licencias, a cooperar obligadamente al
enriquecimiento del ominoso ser convertido en cadáver. Y ahora, acongojado,
veía su futuro muy negro. Todos tenían motivos para odiar a ese hombre aún
después de muerto. Casi todos disimulaban sus sentimientos engarfiando los
dedos en la boina.
Yo pensaba cómo era posible que ante mis ojos
estuviera desfilando todo el pueblo. Bien es cierto que, ya en la calle, no
hubo ditirambos y los hombres, cubiertos, volvían a sus casas donde las
mujeres les esperaban para escuchar noticias del velatorio. No comprendía el
miedo de esas personas humildes, el cacique ya estaba de cuerpo presente.
Después de horas viendo desfilar gente, con las
piernas entumecidas y muerta de sed, llegué a la conclusión de que esos
cientos de personas habían desfilado ante en féretro única y exclusivamente
para cerciorarse de que don Heliogábalo estaba realmente muerto.
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Isabel Goig 2017
Revista La Pluma nº 23
blog
de Isabel Goig
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relato
El
pago del piso
Corría el mes de mayo en Fuentes de Magaña y en
todo el orbe y Consuelo se preparaba para la llegada de su padre, que volvía
de Aznalcóllar, en Sevilla. Era mayoral del ganado fino de don Pedro,
hacendado de Valtajeros. El don no le llegaba ni por hidalguía, ni por
estudios, lo lucía por dinero. Se trata del don más rotundo, ya se sabe que
don sin din campana sin badajo. En la última carta que habían recibido,
madre e hija, de Sebastián, el padre, les avisaba de la llegada en compañía
de un joven sevillano, que por orden de su padre, dueño de abundantes
pastos, acudía a tratar con don Pedro la venta de su cabaña. “¿Y qué hará el
padre ahora?”, preguntaba la chica. “Descansar, que ya es hora”, respondía
la madre.
Consuelo era la única hija del matrimonio
compuesto por Sebastián y María. Había llegado al mundo cuando los padres
sobrepasaban la cuarentena, cuando ya nadie la esperaba, y fue criada con
tanto amor y consideración, que se sintió toda la vida como una princesa de
los cuentos que su padre le traía a su vuelta de extremo. En ocasiones, esta
vida regalada en un pueblo donde tanto costaba salir adelante por el elevado
número de hijos y la escasez de tierra, le había traído complicaciones con
los niños de su misma edad. Pero ella, avispada como era, sabía darle la
vuelta a las situaciones prestando sus juguetes, sus cuentos, invitando a
sus amigas a merendar y hasta haciéndoles pequeños regalos.
Iba a llegar su padre de Sevilla y en compañía de
un mozo. “¿Y cómo debo comportarme?” “Como tú eres”, le respondió la madre.
Estaba muy bien educada, era preciosa, sabía expresarse perfectamente, y
ante extraños era muy tímida. Sólo contaba con 17 años.
Durante días, madre e hija se dedicaron a limpiar
en profundidad, algo, a decir verdad, no muy costoso, pues la casa estaba
siempre impecable. Pero debían preparar la habitación del sevillano, mullir
bien el colchón, vestir la cama con buenas sábanas, bajar del somero un
lavabo y una jofaina. Por esos días acudían a Fuentes de Magaña las fideeras
de Valdemadera y aprovecharían para encargarles, además de fideos, unas
pastas que hacían con manteca y que a María no le salían tan buenas, o eso
decía ella. Irían a abastecerse en la tienda de los Llorente, donde podrían
comprar desde el vinagre para el escabeche hasta un peine nuevo.
El mozo sevillano marcharía después del esquileo.
Eran pocas las cabezas propias, unas ochenta, que el padre llevaba de excusa
con las de don Pedro, pero procuraban también mucho trabajo y, como en todo,
especialmente por parte de las mujeres. Pero ahora debían centrarse en la
visita y después vendría lo del esquileo.
Y llegó el día. Madre e hija fueron a esperar a
Sebastián a Valtajeros. Conocían a todos los pastores y zagales, por lo que
resultó fácil reconocer al sevillano. “¡Qué guapo es!”, le susurró Consuelo
a su madre. Y sí que era guapo. Le recordó a un dibujo de un bandolero
idealizado en esos cuentos que le traía el padre. Todo el día pasó entre
conteo, entrega de cuentas, comentarios sobre el viaje, y separación de la
excusa para llevar a Fuentes los animales de su propiedad. Venían muchos
corderillos nacidos en extremo. Consuelo cargó con uno a la vuelta. No se
separó de su padre que la llevaba cogida por los hombros y la miraba con
arrobo diciéndole cuánto había crecido. “Pero padre, si hace unos meses que
te fuiste y que ya soy muy mayor para crecer”. El sevillano, Manuel de
nombre, no le quitaba ojo.
Y durante el mes, más o menos, que duró la
estancia de Manuel en Fuentes, fueron inseparables. Nada gustó esto a los
jóvenes de la Villa, que no veían con buenos ojos lo que sospechaban iba a
ser un noviazgo, la pérdida de la joven más bonita y deseada. Consuelo veía
con tristeza que les apartaban, hasta sus mejores amigas procuraban
evitarles. Hasta que un día Carmen, la más cercana, quiso hablar con ella.
Bajaron paseando hasta el molino y allí, bajo un arce con hojas casi nuevas,
Carmen le dijo lo que Consuelo ya había comprobado desde la llegada de
Manuel. Los mozos de Fuentes estaban muy disgustados y algo les distraería
ese disgusto el pago del piso, pero no cualquier cosa, pues al mozo
sevillano se le adivinaban posibles y no iban a consentir que ennoviara con
la muchacha más guapa del pueblo por cuatro duros.
- ¡Qué vergüenza!, dijo Consuelo. ¿Cómo le voy
a explicar esto?
- ¿Pero es que estás enamorada de verdad? Si
acabas de conocerle.
- Sí que lo estoy. Lo
supe nada más verle. Pero lo del piso..., prefiero romper con él.
- Pues no es para tanto
chica, la costumbre es la costumbre, que suelte mil pesetas y asunto
arreglado.
- ¡Mil pesetas! Estás
loca.
- Hace pocos años el
marido de la Engracia ya pagó quinientas.
Aquella noche Manuel y Sebastián volvían contentos
de hablar con don Pedro. A primero de noviembre bajaría el rebaño por última
vez y se quedaría en los montes de Sevilla para siempre. Sebastián sentía
una mezcla de alegría por dejar la Trashumancia, mezclada con una añoranza
que adivinaba, seguro de que se iba a producir, de que echaría de menos esa
vida nómada, la única que había conocido desde los doce años. Y a eso se
unía la sospecha de que entre su hija y Manuel..., aunque ella era muy
joven, aquello que sintiera se le olvidaría cuando el muchacho pusiera rumbo
al Sur.
Después de cenar los jóvenes se sentaron en el
poyo de la casa, debajo de la ventana, bien a la vista de los padres que
desde dentro vigilaban a los jóvenes sin que se notara demasiado. Manuel
percibió que algo sucedía y le preguntó. Consuelo bajó la cabeza y
enrojeció. Tras mucho insistir, ella le fue contando lo que había hablado
con su amiga. Más bien él le fue sacando las palabras.
- Aquí, en cuanto ven que dos mozos pasean
juntos unos días ya les dan por novios.
- ¿Y no lo somos? Ella enrojeció más. O sea,
dijo Manuel, que quieren que pague el piso o me tiran al pilón. Consuelo
se quedó blanca y muda.
- ¿Quién te lo ha dicho?
- Pero mujer, a los
pocos días de estar aquí ya me avisaron los mozos. Además que esa
costumbre la llevaron los pastores serranos al Sur. Escucha un trozo de
lo que escribió el siglo pasado un señor que se llamaba José María
Gutiérrez de Alba, sevillano como yo.
Y comenzó a recitar con marcado acento andaluz, el
propio de su tierra:
Y sigue el autor narrando,
con la claridad que supo,
que advirtió en la calle un grupo,
y que este se iba acercando;
y al llegar junto al galán
un hombre de él se apartó
y a la ventana llegó
con muy resuelto ademán.
Y sin demandar permiso
de esta manera le hablaba:
«Mozo, el que pela la pava
es fuerza que pague el piso.
Conque así venga al contado,
y perdóneme esa flor,
donde quisiere mejor:
a la taberna o al prado».
Y el cronista dice y nota
que la dama se escondiera,
cuando ya segura viera
de su amante la derrota;
que este trató de luchar;
pero, al verse ya perdido,
tomó otro nuevo partido,
y fue el de capitular.
Y a la taberna se fueron
y sendos tragos libaron
y botellas apuraron
y entrado el día salieron;
y al fin el galán pagó,
cuando menos lo esperaba,
muchas plumas de la pava
que el pobre no le peló.
Costumbre fiera y cruel,
que aquí establecerse quiso,
esta de cobrar el piso
a todo amante novel.
Conque así mire primero
el que vaya a enamorar,
que es necesario contar
con valor o con dinero.
©
Isabel Goig 2016
Revista Los pingotes, nº 10
blog
de Isabel Goig
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