Isabel Goig

relatos

 

La fideera de Valdemadera

 

Rosario se preparaba para ir a Fuentes de Magaña. La habían llamado los Llorente para hacer fideos y sobadillos. Finalizada la cosecha habría una boda de postín. Iba siempre con su hermana, caminando desde Valdemadera, pero esos días la hermana se sentía indispuesta, así que le pidió a su padre la burra. Se habían comprado en Tudela una máquina nueva para hacer fideos y pesaba un poco, pero merecía la pena. Según los repuestos que le colocara, sacaba unos fideos estriados que hacían las delicias de los comensales. Iría a la tienda del Llorente, donde las familias de los novios habían hecho los encargos para la celebración, y Pura y Manolita, las hijas, más o menos de su edad, le ayudarían.

Entre dos luces salió de casa y caminó junto a la burra para no cansarla más de la cuenta. Iba contenta, salir de casa, aunque fuera a trabajar y tuviera que caminar más de treinta kilómetros ida y vuelta, significaba encontrar gente por el camino, pegar la hebra con ellos, ver a amigos, dejar la máquina de coser recién comprada a plazos para que su hermana y ella cosieran y bordaran un ajuar destinado a unas hipotéticas bodas que ni se vislumbraban en el horizonte. Tanto Remedios, su hermana, como ella, decidieron hacía ya meses marchar a trabajar a Navarra, quizá Tudela, todavía no lo habían decidido ni lo había comunicado en casa. Hizo la primera parada en la ermita de Santa María de Atisca, en Navajún, como siempre, y también, como siempre, se quedó mirando los ladrillicos en punta debajo de la ventana que, según le dijo su padre, eran obra de un antepasado morisco de Aguilar, de donde venía toda la familia, gracias a que, al esconderse, no fue expulsado. Puso una vela a la Virgen, se sentó en las escalerillas y con una piedra abrió varias nueces y echó un trago de vino de la bota.

El camino hasta Valdeprado estaba bueno y era llano así que lo hizo a buen paso, la burra cogida por el ronzal. Hubo de desviarse, ese día llevaba varios encargos, entre ellos el de su madre de llevar agua de la fuente que olía a huevos podridos. El olor la fue guiando. Con una hoja fue depositando en un tarro de barro las “natas” que, según su madre, le curaban los salpullidos de las manos, llenó unas botellas de agua y se entretuvo unos segundos contemplando una nuez abierta de la que salía una pequeña planta, lo que sería con los años un nogal. Se volvió bruscamente al escuchar un roce entre la hojarasca. Un jabalí a beber agua, pensó, sin asustarse. Rosario no se asustaba con facilidad, pero le extrañó que el burro no hubiera roznado. Separó el follaje como si de una cortina se tratara y vio que se perdía la figura de una mujercilla con sayas, reconoció a Cándida. Ehhh, le gritó, Cándida, que soy la Rosario. Tengo prisa, tengo prisa, creía que eras un guardia que venía a por mi Blas.

Pobre Cándida. Diez años atrás detuvieron a su hijo, precisamente en ese mismo lugar, donde había bajado a beber agua. Llevaba huido mucho tiempo, desde el fin de la guerra, los guardias sabían que se escondía por aquellos montes, pero estaba solo y no hacía daño a nadie mas que a él, así que esperaron que el fugitivo se lo pusiera fácil, lo prendieron y en Burgos está cumpliendo cárcel hasta ni se sabe cuando. Cándida vigila los lugares donde se ocultó como si no se hubiera ido.

Hasta Rosario llegó el olor del pan recién hecho. Era la tahona de Teófilo, en el molino Solana. Compró una hogaza, cortó un trozo para el camino y el resto la envolvió en papel de estraza y la colocó en el serón para que llegara bien a su casa, donde se cocía semanalmente, pero ésta, tierna, sería un buen regalo. Teófilo le dio un trozo de torta que se había quemado un poco y la estaba comiendo él. Andaba atareado ese día, pasarían los hombres a pagar después de haber cobrado la cosecha y, de paso, cargarían pan y pastas. Llegaban a casa con los serones repletos y, entre todas las viandas, sobresalían los bacalaos enteros y, los más pudientes, portaban buenos congrios secos.

Ahora había que tomar el camino más fatigoso. Todo en cuesta hasta llegar a Fuentes. Nunca dejaban de llamarle la atención las heridas de las laderas de los montes, cárcavas le dijo la maestra que se llamaban, hacía ya años, cuando tanto le gustaba ir a la escuela. Parecían esas heridas poco profundas, pero en un viaje con su padre se acercaron y allí tenían sus camas familias enteras de ciervos. El chico de Cándida también se escondió durante un tiempo en una de esas cárcavas. Apenas faltaban dos kilómetros cuando se sentó al borde del camino. No quería cansar a la burra montando sobre ella, ya tenía bastante con los serones llenos y la máquina fideera que pesaba lo suyo. Allí estaba cuando vio aparecer al Simón, de Valtajeros. Iba al médico de Aguilar para ver si le averiguaba la causa de unos dolores en el costado derecho que ni él mismo, tan enterado en cosas de hierbas, había logrado aliviar. Apenas podía caminar, iba doblado. Se sentó junto a Rosario y sacó del morral un trozo de chorizo, Rosario aportó el pan y sacó la bota.

    • Nadie como tu madre para las cosas de la matanza, dijo Rosario.

    • Y la tuya para el escabeche. Ya me voy reponiendo del dolor. Aún te queda un trozo cuesta arriba hasta Fuentes, lo mío es todo para abajo. Luego vendrá la vuelta. Me quedaré hasta mañana en casa de mi hermano y me traerá con el motocarro.

    • Allí estaba Cándida, en la fuente.

    • Se le ha ido la cabeza. No se la puede convencer de que el hijo está en el penal de Burgos. Me han dicho que saldrá pronto, así que cualquier día la Cándida lo verá aparecer por su casa.

Mientras caminaba desde que salió de Valdemadera, vio cómo lentamente el sol iba dibujando montes, árboles, tierras. Cuando llegó a Fuentes de Magaña, el sol lo había coloreado todo. Los niños acudían a la escuela, las mujeres al lavadero, los hombres a sus labores. De la posada de Dioni salía un señor muy trajeado, después le diría Pura que había llegado de la capital para dar clases en la Academia. Un corro de hombres alrededor de la fuente comentaban que en la Torre sólo quedaba la Paulina y estaba pensando marchar a Arnedo.

Ató a la mula y entró en la tienda. Le tenían preparado un desayuno con café de verdad, de ese que trapicheaban con el Beltrán de Soria a cambio de las perdices. Rosario se puso un delantal que deslumbraba de blanco. Cerraron la puerta para evitar chivatazos al fiscal provincial, la harina era producto de primera necesidad y estaba fiscalizada. Desde el cuarto donde Rosario trabajaba escuchaba a los hombres y alguna mujer, generalmente las viudas, que acudían a pagar tras la cosecha las deudas con la tienda de los Llorente. Era San Miguel Pagador. Pura llevaba las cuentas, el padre cobraba e iba dejando el dinero en la parte de atrás de un cajón del mostrador. En la cocina, la madre se afanaba en cocinar la especialidad de la casa, el patorrillo con patas y menudos de corderos. De una gran olla salía el olor del cocido con los escasos huesos adobados que todavía colgaban de las vigas a la espera de la nueva matanza. Y todos atendían en el mostrador a los que almorzaban los adobos, los escabeches y las tortillas.

Rosario trabajaba deprisa, salían de su máquina nueva fideos estriados, finos, medianos, gordos. Todos se secaban sobre sacos y trapos. Mientras, amasaba sobadillos, quería comer pronto y marchar para Valdemadera, antes de que cayera la noche.

Todo esto sucedía alrededor de 1960, cuando Fuentes de Magaña contaba con 333 habitantes. Después, corriendo el tiempo, sólo vive el veinte por ciento. La escuela se cerró en el curso 1992/93. De la familia Llorente sólo queda Manolita; la última en morir, hace apenas un año, fue Pura. Al final de la década dejó de funcionar la panadería de Teófilo Blas Flores, en Valdeprado, aunque hace unos veinte años todavía vi los restos de la maquinaria entre los cascotes del techo y del suelo

© Isabel Goig 2017
Revista Los pingotes,nº 11
blog de Isabel Goig

 

relato

La muerte de don Heliogábalo

El gran sátrapa de un pueblecillo castellano, cuyos tentáculos se extendían por toda la comarca, había muerto de repente de una enfermedad de la sangre, dijo el galeno. Engordaron las sanguijuelas de todo el contorno gracias a las sangrías practicadas a Heliogábalo, por lo que el médico le dio por curado, pálido, pero curado. Pero murió.

El caso es que en el vestíbulo de su casa solariega donde habían vivido varias generaciones de heliogábalos, se colocó un túmulo cubierto de paños fúnebres con escudos bordados de dudosa legitimidad y, encima, un magnífico sarcófago de la mejor madera de la comarca. Dentro, el cadáver del cacique parecía haber menguado. Los hachones que enmarcaban el monumento funerario, en su oscilar de luces producido por la entrada y salida de público, recordaban los versos de Bécquer, la luz, que en un vaso ardía en el suelo, al muro arrojaba la sombra del lecho, y entre aquella sombra veíase a intérvalos dibujarse rígida la forma de un cuerpo.

Apostada entre las gruesas cortinas del fondo, decidí escrutar, o al menos vislumbrar, a quienes desfilaban, horas y horas, por los pies del féretro. Algunos se detenían unos instantes, otros se santiguaban, casi todos dirigían la mirada hacia un grupo de mujeres enlutadas, con la cara velada, e inclinaban la cabeza en señal de respeto. Allí estaba la esposa, secos los ojos, enjugándose unas lágrimas imaginarias y enrojeciéndose los ojos de tanto frotar con el pañuelo. Pensé que deberían haber contratado a alguna plañidera que hubiera depositado lágrimas de verdad en uno de los vasos lacrimatorios expoliados del yacimiento cercano al pueblo, que lucían en una vitrina de la casa solariega. Miraba la mujer atentamente a todo el que se acercaba por si alguna de las queridas del marido se atreviera a entrar en el sacrosanto hogar, cosa rara, pues las mujeres no acudían a este tipo de eventos, sino que se unían para rezar rosarios y responsos. Sí vio aparecer a Helio, uno de los bastardos de su marido, gorrilla en mano. El chaval, de unos dieciséis años no podía negar la paternidad del cacique. La mujer se volvió discretamente hacia un criado y le preguntó al oído quién había dejado pasar a la prueba viviente del desvarío del difunto, pero el hombre se encogió de hombros. Junto a la viuda estaba su hija, embarazada de la séptima criatura, con los ojos igual de secos que su madre. Hermanas, primas y otras deudas dejaban correr las cuentas del rosario entre los dedos, entre ellas doña Engracia, tía de don Heliogábalo, muy anciana, vestida con hábito de la Soledad con un corazón traspasado de puñales bordado en el pecho.

Desde mi escondite seguía viendo el desfile e iba recordando la lista de agravios padecidos por por todos ellos, sin excepción alguna. Tomás el barbero, a quien el sátrapa le había robado a la mujer poniéndole una mercería en la capital, a la mujer, claro, por cierto, muy cerca de la de Manolita, una muchacha a quien le había hecho un hijo. Mariano el carnicero, a quien había votado para concejal todo el pueblo en las últimas elecciones, pero a la hora del recuento no encontraron más que seis papeletas. Al buen Juan, labriego, cuya mujer se había negado a los requerimientos amorosos de Heliogábalo y éste, en venganza, propagó entre todos que estaba liada con Andrés, otro labriego. El secretario del ayuntamiento se detuvo unos instantes mirando fijamente la cara del muerto. Se había visto obligado a dar por buenos todos los chanchullos del jefe, a cobrar a precio desorbitado licencias, a cooperar obligadamente al enriquecimiento del ominoso ser convertido en cadáver. Y ahora, acongojado, veía su futuro muy negro. Todos tenían motivos para odiar a ese hombre aún después de muerto. Casi todos disimulaban sus sentimientos engarfiando los dedos en la boina.

Yo pensaba cómo era posible que ante mis ojos estuviera desfilando todo el pueblo. Bien es cierto que, ya en la calle, no hubo ditirambos y los hombres, cubiertos, volvían a sus casas donde las mujeres les esperaban para escuchar noticias del velatorio. No comprendía el miedo de esas personas humildes, el cacique ya estaba de cuerpo presente.

Después de horas viendo desfilar gente, con las piernas entumecidas y muerta de sed, llegué a la conclusión de que esos cientos de personas habían desfilado ante en féretro única y exclusivamente para cerciorarse de que don Heliogábalo estaba realmente muerto.

© Isabel Goig 2017
Revista La Pluma nº 23
blog de Isabel Goig

 

relato

El pago del piso

Corría el mes de mayo en Fuentes de Magaña y en todo el orbe y Consuelo se preparaba para la llegada de su padre, que volvía de Aznalcóllar, en Sevilla. Era mayoral del ganado fino de don Pedro, hacendado de Valtajeros. El don no le llegaba ni por hidalguía, ni por estudios, lo lucía por dinero. Se trata del don más rotundo, ya se sabe que don sin din campana sin badajo. En la última carta que habían recibido, madre e hija, de Sebastián, el padre, les avisaba de la llegada en compañía de un joven sevillano, que por orden de su padre, dueño de abundantes pastos, acudía a tratar con don Pedro la venta de su cabaña. “¿Y qué hará el padre ahora?”, preguntaba la chica. “Descansar, que ya es hora”, respondía la madre.

Consuelo era la única hija del matrimonio compuesto por Sebastián y María. Había llegado al mundo cuando los padres sobrepasaban la cuarentena, cuando ya nadie la esperaba, y fue criada con tanto amor y consideración, que se sintió toda la vida como una princesa de los cuentos que su padre le traía a su vuelta de extremo. En ocasiones, esta vida regalada en un pueblo donde tanto costaba salir adelante por el elevado número de hijos y la escasez de tierra, le había traído complicaciones con los niños de su misma edad. Pero ella, avispada como era, sabía darle la vuelta a las situaciones prestando sus juguetes, sus cuentos, invitando a sus amigas a merendar y hasta haciéndoles pequeños regalos.

Iba a llegar su padre de Sevilla y en compañía de un mozo. “¿Y cómo debo comportarme?” “Como tú eres”, le respondió la madre. Estaba muy bien educada, era preciosa, sabía expresarse perfectamente, y ante extraños era muy tímida. Sólo contaba con 17 años.

Durante días, madre e hija se dedicaron a limpiar en profundidad, algo, a decir verdad, no muy costoso, pues la casa estaba siempre impecable. Pero debían preparar la habitación del sevillano, mullir bien el colchón, vestir la cama con buenas sábanas, bajar del somero un lavabo y una jofaina. Por esos días acudían a Fuentes de Magaña las fideeras de Valdemadera y aprovecharían para encargarles, además de fideos, unas pastas que hacían con manteca y que a María no le salían tan buenas, o eso decía ella. Irían a abastecerse en la tienda de los Llorente, donde podrían comprar desde el vinagre para el escabeche hasta un peine nuevo.

El mozo sevillano marcharía después del esquileo. Eran pocas las cabezas propias, unas ochenta, que el padre llevaba de excusa con las de don Pedro, pero procuraban también mucho trabajo y, como en todo, especialmente por parte de las mujeres. Pero ahora debían centrarse en la visita y después vendría lo del esquileo.

Y llegó el día. Madre e hija fueron a esperar a Sebastián a Valtajeros. Conocían a todos los pastores y zagales, por lo que resultó fácil reconocer al sevillano. “¡Qué guapo es!”, le susurró Consuelo a su madre. Y sí que era guapo. Le recordó a un dibujo de un bandolero idealizado en esos cuentos que le traía el padre. Todo el día pasó entre conteo, entrega de cuentas, comentarios sobre el viaje, y separación de la excusa para llevar a Fuentes los animales de su propiedad. Venían muchos corderillos nacidos en extremo. Consuelo cargó con uno a la vuelta. No se separó de su padre que la llevaba cogida por los hombros y la miraba con arrobo diciéndole cuánto había crecido. “Pero padre, si hace unos meses que te fuiste y que ya soy muy mayor para crecer”. El sevillano, Manuel de nombre, no le quitaba ojo.

Y durante el mes, más o menos, que duró la estancia de Manuel en Fuentes, fueron inseparables. Nada gustó esto a los jóvenes de la Villa, que no veían con buenos ojos lo que sospechaban iba a ser un noviazgo, la pérdida de la joven más bonita y deseada. Consuelo veía con tristeza que les apartaban, hasta sus mejores amigas procuraban evitarles. Hasta que un día Carmen, la más cercana, quiso hablar con ella. Bajaron paseando hasta el molino y allí, bajo un arce con hojas casi nuevas, Carmen le dijo lo que Consuelo ya había comprobado desde la llegada de Manuel. Los mozos de Fuentes estaban muy disgustados y algo les distraería ese disgusto el pago del piso, pero no cualquier cosa, pues al mozo sevillano se le adivinaban posibles y no iban a consentir que ennoviara con la muchacha más guapa del pueblo por cuatro duros.

- ¡Qué vergüenza!, dijo Consuelo. ¿Cómo le voy a explicar esto?

- ¿Pero es que estás enamorada de verdad? Si acabas de conocerle.

- Sí que lo estoy. Lo supe nada más verle. Pero lo del piso..., prefiero romper con él.

- Pues no es para tanto chica, la costumbre es la costumbre, que suelte mil pesetas y asunto arreglado.

- ¡Mil pesetas! Estás loca.

- Hace pocos años el marido de la Engracia ya pagó quinientas.

Aquella noche Manuel y Sebastián volvían contentos de hablar con don Pedro. A primero de noviembre bajaría el rebaño por última vez y se quedaría en los montes de Sevilla para siempre. Sebastián sentía una mezcla de alegría por dejar la Trashumancia, mezclada con una añoranza que adivinaba, seguro de que se iba a producir, de que echaría de menos esa vida nómada, la única que había conocido desde los doce años. Y a eso se unía la sospecha de que entre su hija y Manuel..., aunque ella era muy joven, aquello que sintiera se le olvidaría cuando el muchacho pusiera rumbo al Sur.

Después de cenar los jóvenes se sentaron en el poyo de la casa, debajo de la ventana, bien a la vista de los padres que desde dentro vigilaban a los jóvenes sin que se notara demasiado. Manuel percibió que algo sucedía y le preguntó. Consuelo bajó la cabeza y enrojeció. Tras mucho insistir, ella le fue contando lo que había hablado con su amiga. Más bien él le fue sacando las palabras.

- Aquí, en cuanto ven que dos mozos pasean juntos unos días ya les dan por novios.

- ¿Y no lo somos? Ella enrojeció más. O sea, dijo Manuel, que quieren que pague el piso o me tiran al pilón. Consuelo se quedó blanca y muda.

- ¿Quién te lo ha dicho?

- Pero mujer, a los pocos días de estar aquí ya me avisaron los mozos. Además que esa costumbre la llevaron los pastores serranos al Sur. Escucha un trozo de lo que escribió el siglo pasado un señor que se llamaba José María Gutiérrez de Alba, sevillano como yo.

Y comenzó a recitar con marcado acento andaluz, el propio de su tierra:

Y sigue el autor narrando,
con la claridad que supo,
que advirtió en la calle un grupo,
y que este se iba acercando;
y al llegar junto al galán
un hombre de él se apartó
y a la ventana llegó
con muy resuelto ademán.
Y sin demandar permiso
de esta manera le hablaba:
«Mozo, el que pela la pava
es fuerza que pague el piso.
Conque así venga al contado,
y perdóneme esa flor,
donde quisiere mejor:
a la taberna o al prado».
Y el cronista dice y nota
que la dama se escondiera,
cuando ya segura viera
de su amante la derrota;
que este trató de luchar;
pero, al verse ya perdido,
tomó otro nuevo partido,
y fue el de capitular.
Y a la taberna se fueron
y sendos tragos libaron
y botellas apuraron
y entrado el día salieron;
y al fin el galán pagó,
cuando menos lo esperaba,
muchas plumas de la pava
que el pobre no le peló.
Costumbre fiera y cruel,
que aquí establecerse quiso,
esta de cobrar el piso
a todo amante novel.
Conque así mire primero
el que vaya a enamorar,
que es necesario contar
con valor o con dinero.

 

© Isabel Goig 2016
Revista Los pingotes, nº 10
blog de Isabel Goig

 

Isabel Goig 

SUMARIO

SENDEROS IMAGINADOS

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