relato
Morir
de amor, morir de frío
Nati y Elisabet trabajaban en el
mismo Hospital. Nati era enfermera y Elisabet se ocupaba de la farmacia del
Hospital.
Eran pareja en los años
cuarenta, recién terminada la guerra civil española, su relación la
mantenían en sumo secreto. Aún sabiendo que sus amigos y vecinos lo sabían.
Ellas nunca lo confirmaron… en aquellos tiempos el colectivo gay estaba
perseguido y castigado. Vivían juntas y eran queridas por su buen hacer y
entrega a los más necesitados en el hospital. Estaban muy consideradas por
todo el personal sanitario.
Fueron muchos jóvenes a los que
Nati ayudó, los presentaba a los médicos como sus sobrinos y alegando
diversos problemas, de pies planos, defectos visuales, o de huesos, se las
ingeniaba para liberarlos del servicio militar, pues sabía que eran el único
sustento para sus familiares.
Los médicos recelaban de tanto
sobrino o primo, y en ocasiones le decían: “Hay que ver Nati, que medio Jaén
está emparentado contigo”. Pero hacían la vista gorda y les daban el
certificado de NO APTO para el servicio militar porque sabían que Nati era
buena y el motivo era siempre el mismo, la gran miseria que la guerra nos
había dejado. La lucha por subsistir en medio de tanta pobreza, hacia falta
cultivar las tierras y paliar el hambre en sus casas.
Elisabet, era hacendosa en la
casa, llevaba ésta con esmero y pulcritud, hacía la compra y la cocina,
siempre callada, responsable… Amaba a Nati con el corazón y el alma.
Nati se ocupaba de su trabajo y
como he dicho de sus buenas obras, pero al llegar a casa –vivían juntas-
llamaba con su vozarrón a gritos a algún vecino, para echar un cigarro o un
vaso de vino, y hacer la partidilla de cartas o dominó. Era alta y con
andares un tanto masculinos y desgarbados. Elisabet por el contrario, era
menudita y de porte femenino. Su cara estaba marcada por unas cicatrices,
consecuencia de las quemaduras, que sufrió en el incendio de teatro de
Novedades en Madrid. Las dos adoraban a los niños y a los de sus vecinos,
les gustaba pasearlos y sacarlos a tomar el sol. Entre la pareja había
respeto y complicidad, salían de casa juntas para ir al hospital .
Elisabet vestía elegante, si. Si era
invierno lucía un abrigo de astracán, que aunque gastado por el uso, ella lo
sabía llevar con elegancia. En verano, solía llevar faldas rectas con blusas
bordadas ó con encajes de guipur y zapatos de tacón. Se notaba que había
vivido en la alta sociedad. Nati por el contrario, solía llevar pantalones
anchos y cazadoras. En verano vestidos anchos con canesú y zapatos bajos.
Su empleo en el hospital, les
permitía vivir económicamente bien, pero Nati no tenía límites para ayudar a
tanta gente como lo necesitaba, tantas mantas como Elisabet compraba, tantas
como Nati regalaba, la despensa que Elisabet llenaba, Nati se encargaba de
vaciarla, todo lo regalaba a cualquier persona, de la vecindad. Como todo
tiene un límite, Elisabet se quejaba, su economía se resentía, y poco a poco
la convivencia también.
“Nati no podemos continuar así – decía
Elisabet- Son mucha gente la que pasa hambre, el trabajo escasea y el que
hay, está mal pagado, los terratenientes acumulan riquezas, mientras los
jornaleros apenas cobran para dar de comer a su familia, que cada día crece
y cada vez son más las bocas que alimentar, sus mujeres van a lavar las
ropas y limpiar las casas de sus amos por tan sólo media libra de pan y dos
arenques. Los niños pasan hambre y frío. En los hospitales cada vez hay más
tuberculosos, y los mutilados de guerra cobran una mísera paga que no les da
para vivir. Nosotras solas no podemos arreglar todo, es el gobierno quién
tiene que solucionar este desastre, poner remedio”
Nati le contestaba: “Mientras yo vea pasar
frío a un niño, y en mi casa quede una manta, esa manta es para él”.
Elisabet bajaba la cabeza y se marchaba diciendo: “Esto no podemos
arreglarlo nosotras, apenas nos queda dinero para pasar el mes, el invierno
está cerca y se presenta crudo, pasaremos frío por tu desmedida”.
Después de muchos años, la pareja
se separaba, Elisabet se marchó. Nati entró en una depresión y pasó del vaso
de vino después del trabajo a la botella antes del mismo. Se convirtió en
alcohólica irreversible. Cesó -o la cesaron- en el hospital. Los amigos y
vecinos nada podían hacer por ella y veían con gran tristeza cómo una
persona tan valiosa y buena terminaba en un estado tan lamentable. Su casa
antes tan limpia estaba dejada y sucia, su despensa vacía y su cama sin
mantas. Un día de crudo invierno una vecina, extrañándose de no verla, la
llamó sin tener respuesta. La puerta estaba abierta, la luz encendida. Entró
temiendo lo peor. En la cama acurrucada, entre las sábanas negruzcas y
malolientes estaba Nati, nada pudo hacer. En la mesita de noche una botella
vacía, junto a una foto de Elisabet y Nati con sendas batas blancas
sonrientes, en aquellos tiempos en que pese al hambre y la miseria, ellas
eran felices.
©
Isabel Mata Garrido, 2-2-2008
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relato
Las
rocas
A Elvira le fascinaban las puestas de
sol, gustaba de coger su bloc y bolígrafo e ir hasta las rocas y esperar
la puesta de sol, desde la soledad y el silencio roto por el vaivén de
las olas, le habría gustado pintar aquella hermosura, aquél entorno
mágico, pero era una negada para el dibujo, por eso escribía cuanto
veía, aquél día, Elvira fue hasta aquél lugar, el
sol aún estaba alto,
se dispuso a coger lapas y algún mejillón si estaba en lugar de fácil
acceso, le gustaba llegar a casa y hacer estos moluscos en las ascuas de
carbón que su madre utilizaba para cocinar, cuando consideró que tenía
suficiente para ese día se sentó y se dispuso a escribir (su gran
pasión) descubrió que lejos había un hombre pescando, raro, porque en
aquellos tiempos (años sesenta) y en aquel lugar no era frecuente, pensó
– algún solitario romántico como yo- se olvidó del personaje y se puso a
escribir, en verdad que era una romántica empedernida. Sí. Elvira era
una mujer enamoradiza que enamoraba a los hombres con facilidad, pero
ella era una mujer que le gustaba su independencia por lo que con la
misma facilidad que se enamoraba se desenamoraba, hasta que conoció al
hombre que amaría toda su vida, pero esto lo guardaría siempre, sólo a
su mejor amiga lo reconoció, aunque muchos lo sospecharan.
Absorta en su escritura, no se dio
cuenta que la marea subía hasta ocultar las rocas que le habían servido
de pasarela, horrorizada intentó pasar por algún lugar y alcanzar la
orilla, inútil, no había forma de salir, era raro que a esa hora subiese
tanto la marea conocía bien el lugar y la hora, no entendía nada,
aquello no era normal.
De repente pensó en el pescador, miró
con esperanza, ¡sí! Allí estaba, lejos pero le gritaría, levantó la mano
haciendo señas, ¡oiga! ¿sabe como salir de aquí? El pescador se fue
acercando hacia ella, sonriendo entre divertido y burlón, este gesto
irritó a Elvira pero tenía que poner buena cara, se encontraba en un
apuro del que sin su ayuda no podía salir - Y ahora ¿qué hacemos? Dijo
el joven con el mismo tono burlesco que de nuevo irritó a Elvira - no
se… yo no me atrevo a nadar, se ha levantado mucho oleaje y estamos
lejos, usted…¿puede nadar hasta la orilla? Dijo ella con un hilo de voz,
temerosa de que se fuese él nadando y la dejase sola –sí, yo si puedo,
pero no te preocupes, esto pasa en cinco minutos, ha pasado un
trasatlántico enorme y bastante cerca, seguro que el que va de Málaga a
Gibraltar, y el oleaje que deja ha llegado hasta aquí, pero son pocos
minutos en seguida pasa - ¡ Uf ¡ ¡Valla susto! Dijo Elvira mas
tranquila.
-Bueno, ya que se te ha pasado el
miedo, podemos presentarnos me llamo Mario dijo el joven extendiendo su
mano – Yo Elvira – dijo la joven alargando la suya – pues ahora lo mejor
que podemos hacer es merendar un poco, ¿te apetece? Dijo el joven
mientras abría su mochila y sacaba una fiambrera con unos pinchos de
tortilla de patata y otros de chorizo – la verdad es que huele bien –
mintió ella, notando un clarísimo olor a pescado- el sonrió – pero mejor
huele este vino de la tierra, pruebe y verá – dijo el mientras le daba
la bota de vino- El susto había dejado la boca seca a la joven, un trago
le apetecía –gracias, la verdad es que sí lo necesito para quitarme el
susto.
El sol empezaba a ocultarse con
esos colores que tanto impresionaban a Elvira, que aunque seguía la
conversación, no dejaba de mirar el espectáculo, él notaba que Elvira se
quedaba absorta en la contemplación y dijo – yo vengo poco por aquí pero
también me gustan estos lugares llenos de paz y tranquilidad, a decir
verdad la pesca me gusta por que se ha de estar en silencio y me deja
tiempo para pensar y disfrutar el paisaje, el mar es el mejor relajante,
después de un día de estrés es la mejor terapia, cuando puedo escaparme
por las mañanas busco algún lugar de estos cambio la caña por el pincel
y pinto ¡es todo tan hermoso! No hay nada tan bonito como la luz del
Mediterráneo el azul del mar es diferente el sol brilla más y el
espíritu vuela hacia melodías colores y trinos que inundan el alma,
bueno qué te voy a decir que no conozcas, veo que tú traes el bloc y eso
es por que tú también sientes las mismas emociones que yo.
-Sí todo eso que explicas y mucho más
que con palabras somos incapaces de describir te entiendo por que
estamos en la misma órbita, el mar es para mí, mi confidente, cuando
tengo una alegría vengo aquí y como las olas repito mi emoción canto río
ó lloro al compás de su vaivén, cuando el alma se me rompe vengo aquí,
es el bálsamo que recompone, es la luz que ilumina mis tinieblas es ese
abrazo amigo que tan necesitados estamos.
Dando un suspiro, miró el sol que
terminaba aquí su jornada, pensó que iría a otro lugar del mundo a
despertar a otras gentes, iluminar otros paisajes, abonar otras
ilusiones, viajero incansable, portador de vida, servidor eterno,
indispensable. El y los mares equilibrio de nuestra existencia,
generosos e implacables.
.Va siendo hora de volver, el agua ya
nos ha devuelto la pasarela, tenemos suerte de que aquí la marea es
suave, me ha encantado conocerte Mario-
A mí también, tal vez nos volvamos a ver
algún día, pero como las gaviotas viajo constantemente.
Elvira pensó que a ella le gusta ir a
las rocas para disfrutar del sol y del mar en silencio
Por lo que pensó que aunque había estado
muy a gusto con Mario prefería estar sola en “su” rincón –sí tal vez nos
volvamos a ver.
©
Isabel Mata Garrido, 2007
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relato
La enorme
ola
Tal vez aquella ola no fuese tan cruel
como la recuerdo, si bien nos puso a mi hermana y a mi a prueba nuestra
capacidad natural para actuar en un momento crucial, entre la vida y la
muerte. Me hizo ver la importancia de educar a los niños en casos de
emergencia, ante todo prudencia.
Vivíamos en La Cala del Moral (Málaga)
mi hermana tenía trece años y yo doce, había venido mi amiga Maruja
desde Jaén a visitarnos. Mi hermana Conchi y yo estábamos muy contentas,
Maruja era la primera vez que veía el mar y nos acercamos hasta la
playa, pese a ser un día desapacible y con grandes olas, nuestra amiga
tenía grandes deseos de disfrutar de ese paseo por la arena.
Paseamos largo rato por la orilla
mojándonos los pies y corriendo cuando la ola se nos acercaba demasiado.
La tarde se nos ofrecía divertida,
buscábamos conchas y caracolas que en aquella época las había por todas
partes (mas tarde el turismo acabaría con todas) Conchi y yo con mas
experiencia en el mar, no perdíamos de vista las olas, Maruja mas
confiada ó menos experta se acercaba mas, constantemente tirábamos de
ella y corríamos.
En un momento apareció esa enorme ola,
Conchi y yo quisimos tirar de Maruja y correr, pero no nos dio tiempo a
nada, como un gigantesco bucle de espuma rizada y con un rugido de león
hambriento, nos arrebató a nuestra amiga, la vimos desaparecer con los
brazos estirados como queriéndose aferrar a las manos que un instante
antes la sujetaran, Conchi y yo gritábamos ¡Maruja! ¡Dios mío!
El primer impulso, fue tirarnos detrás
de ella, pero el instinto de supervivencia (afortunadamente) nos sujetó,
conocíamos el mar, y este día estaba muy bravo. Sabíamos, sin lugar a
dudas, que nos ahogaríamos con ella.
El bucle seguía enrollándose y rugiendo,
arrastrando con él arena, y las conchas y caracolas que en el momento
habíamos dejado caer, fueron segundos de terror, por dos veces Maruja
apareció, pero como un monigote en brazos de un gigante, desparecía de
nuevo, cuando queríamos cogerla, el gigantesco bucle soltando espuma nos
la volvía a arrebatar, nosotras gritábamos más y más ¡no, no! Hasta que
nuestras gargantas enmudecieron, de nuevo con un estrepitoso estruendo
la ola apareció lanzando a nuestra amiga a la orilla, esta vez Conchi y
yo pudimos arrastrarla y correr con ella. Calló boca abajo, le
levantamos las piernas y las zarandeamos en un acto reflejo de querer
vaciar el agua de su cuerpo, no sabíamos hacer otra cosa, en aquellos
tiempos no nos enseñaban a socorrer en estos casos, pero lo cierto es
que comenzó a vomitar agua en pocos segundos, poco a poco empezó a
moverse sin dejar de soltar agua y dar estrepitosas arcadas, por fin
abrió los ojos rojos y desviados.
Mi hermana y yo nos abrazamos,
repitiendo ¡gracias, Dios mío, gracias!.
Cuando Maruja pudo mantenerse en pié
regresamos a casa fundidas las tres en un inmenso abrazo.
Han pasado muchos años pero nunca
olvidaremos el horror de aquella gigantesca ola que nos arrebató de las
manos a nuestra amiga, pero también fue la ola quién nos la devolvió.
©
Isabel Mata Garrido, 20-1-2008
blog
de Ysabel
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