"En un tercer
volumen publiqué mi segundo libro, Campos de Castilla (1912). Cinco años en la
tierra de Soria, hoy para mí sagrada - allí me casé, allí perdí a mi esposa, a quien
adoraba -, orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano. Ya era,
además, muy otra mi ideología. Somos víctimas - pensaba yo- de un doble espejismo. Si
miramos afuera y procuramos penetrar en las cosas, nuestro mundo externo pierde en
solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que no existe por sí, sino por
nosotros. Pero, si convencidos de la intima realidad, miramos adentro, entonces todo nos
parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece.
¿Qué hacer entonces? Tejer el hilo que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir; sólo así
podremos obrar el milagro de la generación. Un hombre atento a sí mismo y procurando
auscultarse, ahoga la única voz que podría escuchar: la suya; pero le aturden los ruidos
extraños. ¿Seremos, pues, meros espectadores del mundo? Pero nuestros ojos están
cargados de razón y la razón analiza y disuelve. Pronto veremos el teatro en ruinas, y,
al cabo, nuestra sola sombra proyectada en la escena. Y pensé que la misión del poeta
era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas,
viviesen, no obstante, por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la
poesía y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde La tierra de
Alvargonzález. Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido
tradicional. La confección de nuevos romances viejos - caballerescos o moriscos- no fue
nunca de mi agrado, y toda la simulación de arcaísmo me parece ridícula. Cierto que yo
aprendí a leer en el Romancero general que compiló mi buen tío don Agustín Durán;
pero mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pueblo que las compuso y de
la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de
Castilla y al libro primero de Moisés, llamado Génesis.
Muchas composiciones encontraréis ajenas a estos propósitos que os declaro. A una
preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor a la
Naturaleza, que en mi supera infinitamente al del arte. Por último, algunas rimas revelan
las muchas horas de mi vida gastadas - alguien dirá: perdidas- en meditar sobre los
enigmas del hombre y del mundo".
©
Antonio Machado (prólogo a Campos de Castilla, 1917)
(Campos de Castilla, Cátedra)
La
tierra de Alvargonzález
Una mañana de los primeros días de octubre decidí
visitar la fuente del Duero y tomé en Soria el coche de Burgos que había
de llevarme hasta Cidones. Me acomodé en la delantera del mayoral y entre
dos viajeros: un indiano que tornaba de Méjico a su aldea natal,
escondida en tierra de pinares, y un viajero campesino que venía de
Barcelona donde embarcara a dos de sus hijos para el Plata. No cruzaréis
la alta estepa de Castilla sin encontrar gentes que os hablen de Ultramar.
Tomamos la ancha carretera de Burgos, dejando a nuestra izquierda el
camino de Osma, bordeado de chopos que el otoño comenzaba a dorar. Soria
quedaba a nuestra espalda entre grises colinas y cerros pelados. Soria
mística y guerrera, guardaba antaño la puerta de Castilla, como una
barbacana hacia los reinos moros que cruzó el Cid en su destierro. El
Duero, en torno a Soria, forma una curva de ballesta. Nosotros llevábamos
la dirección del venablo.
El indiano me hablaba de Veracruz, mas yo escuchaba al campesino que
discutía con el mayoral sobre un crimen reciente. En los pinares de
Duruelo, una joven vaquera había aparecido cosida a puñaladas y violada
después de muerta. El campesino acusaba a un rico ganadero de
Valdeavellano, preso por indicios en la cárcel de Soria, como autor
indudable de tan bárbara fechoría, y desconfiaba de la justicia porque
la víctima era pobre. En las pequeñas ciudades, las gentes se apasionan
del juego y de la política, como en las grandes, del arte y de la
pornografía -ocios de mercaderes-, pero en los campos sólo interesan las
labores que reclaman la tierra y los crímenes de los hombres.
-¿Va usted muy lejos? -pregunté al campesino.
-A Covaleda, señor -me respondió-. ¿Y usted?
-El mismo camino llevo, porque pienso subir a Urbión y tomaré el valle
del Duero. A la vuelta bajaré a Vinuesa por el puerto de Santa Inés.
-Mal tiempo para subir a Urbión. Dios le libre de una tormenta en aquella
sierra.
Llegados a Cidones, nos apeamos el campesino y yo, despidiéndonos del
indiano, que continuaba su viaje en la diligencia hasta San Leonardo, y
emprendimos en sendas caballerías el camino de Vinuesa.
Siempre que trato con hombres del campo, pienso en lo mucho que ellos
saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer
cuanto nosotros sabemos.
El campesino cabalgaba delante de mí, silencioso. El hombre de aquellas
tierras, serio y taciturno, habla cuando se le interroga, y es sobrio en
la respuesta. Cuando la pregunta es tal que pudiera excusarse, apenas se
digna contestar. Sólo se extiende en advertencias inútiles sobre las
cosas que conoce bien, o cuando narra historias de la tierra.
Volví los ojos al pueblecillo que dejábamos a nuestra espalda. La
iglesia, con su alto campanario coronado por un hermoso nido de
cigúcñas, descuella sobre una cuantas casuchas de tierra. Hacia el
camino real destacase la casa de un indiano, contrastando con el sórdido
caserío. Es un hotelito moderno y mundano, rodeado de jardín y verja.
Frente al pueblo se extiende una calva serrezuela de rocas grises,
surcadas de grietas rojizas.
Después de cabalgar dos horas, llegamos a la Muedra, una aldea a medio
camino entre Cidones y Vinuesa, y a pocos pasos cruzamos un puente de
madera sobre el Duero.
-Por aquel sendero -me dijo el campesino, señalando a su diestra- se va a
las tierras de Alvargonzález; campos malditos hoy; los mejores, antaño,
de esta comarca.
-¿Alvargonzález es el nombre de su dueño? -le pregunté.
-Alvargonzález -me respondió- fue un rico labrador; mas nadie lleva ese
nombre por estos contornos. La aldea donde vivió se llama como él se
llamaba: Alvargonzález, y tierras de Alvargonzález a los páramos que la
rodean. Tomando esa vereda llegaríamos allá antes que a Vinuesa por este
camino. Los lobos, en invierno, cuando el hambre les echa de los bosques,
cruzan esa aldea y se les oye aullar al pasar por las majadas que fueron
de Alvargonzález, hoy vacías y arruinadas.
Siendo niño, oí contar a un pastor la historia de Alvargonzález, y sé
que anda escrita en papeles y que los ciegos la cantan por tierras de
Berlanga.
Roguéle que me narrase aquella historia, y el campesino comenzó así su
relato:
Siendo Alvargonzález mozo, heredó de sus padres rica hacienda. Tenía
casa con huerta y colmenar, dos prados de fina hierba, campos de trigo y
de centeno, un trozo de encinar no lejos de la aldea, algunas yuntas para
el arado, cien ovejas, un mastín y muchos lebreles de caza.
Prendóse de una linda moza en tierras del Burgo, no lejos de Berlanga, y
al año de conocerla la tomó por mujer. Era Polonia, de tres hermanas, la
mayor y la más hermosa, hija de labradores que llaman los Peribáñez,
ricos en otros tiempos, entonces dueños de menguada fortuna.
Famosas fueron las bodas que se hicieron en el pueblo de la novia y las
tornabodas que celebró en su aldea Alvargonzález. Hubo vihuelas,
rabeles, flautas y tamboriles, danza aragonesa y fuego al uso valenciano.
De la comarca que riega el Duero, desde Urbión donde nace, hasta que se
aleja por tierras de Burgos, se habla de las bodas de Alvargonzález, y se
recuerdan las fiestas de aquellos días, porque el pueblo no olvida nunca
lo que brilla y truena.
Vivió feliz Alvargonzález con el amor de su esposa y el medro de sus
tierras y ganados. Tres hijos tuvo, y, ya crecidos, puso el mayor a cuidar
huerta y abejar, otro al ganado, y mandó al menor a estudiar en Osma,
porque lo destinaba a la Iglesia.
Mucha sangre de Caín tiene la gente labradora. La envidia armó pelea en
el hogar de Alvargonzález. Casáronse los mayores, y el buen padre tuvo
nueras que antes de darle nietos, le trajeron cizaña. Malas hembras y tan
codiciosas para sus casas, que sólo pensaban en la herencia que les
cabría a la muerte de Alvargonzález, y por ansia de lo que esperaban no
gozaban lo que tenían.
El menor, a quien los padres pusieron en el seminario, prefería las
lindas mozas a rezos y latines, y colgó un día la sotana, dispuesto a no
vestirse más por la cabeza. Declaró que estaba dispuesto a embarcarse
para las Américas. Soñaba con correr tierras y pasar los mares, y ver el
mundo entero.
Mucho lloró la madre. Alvargonzález vendió el encinar, y dio a su hijo
cuanto había de heredar.
-Toma lo tuyo, hijo mío, y que Dios te acompañe. Sigue tu idea y sabe
que mientras tu padre viva, pan y techo tienes en esta casa; pero a mi
muerte, todo será de tus hermanos.
Ya tenía Alvargonzález la frente arrugada, y por la barba le plateaba el
bozo de la cara azul de la cara. Eran sus hombros todavía robustos y
erguida la cabeza, que sólo blanqueaba en las sienes.
Una mañana de otoño salió solo de su casa; no iba como otras veces,
entre sus finos galgos, terciada a la espalda la escopeta. No llevaba
arreo de cazador ni pensaba en cazar. Largo camino anduvo bajo los álamos
amarillos de la ribera, cruzó el encinar y, junto a una fuente que un
olmo gigantesco sombreaba, detúvose fatigado. Enjugó el sudor de su
frente, bebió algunos sorbos de agua y acostóse en la tierra.
Y a solas hablaba con Dios Alvargonzález diciendo: «Dios, mi señor, que
colmaste las tierras que labran mis manos, a quien debo pan en mi mesa,
mujer en mi lecho y por quien crecieron robustos los hijos que engendré,
por quien mis majadas rebosan de blancas merinas y se cargan de fruto los
árboles de mi huerto y tienen miel las colmenas de mi abejar; sabe, Dios
mío, que sé cuanto me has dado, antes que me lo quites.»
Se fue quedando dormido mientras así rezaba; porque la sombra de las
ramas y el agua que brotaba la piedra, parecían decirle: Duerme y
descansa.
Y durmió Alvargonzález, pero su ánimo no había de reposar porque los
sueños aborrascan el dormir del hombre.
Y Alvargonzález soñó que una voz le hablaba, y veía como Jacob una
escala de luz que iba del cielo a la tierra. Sería tal vez la franja del
sol que filtraban las ramas del olmo.
Difícil es interpretar los sueños que desatan el haz de nuestros
propósitos para mezclarlos con recuerdos y temores. Muchos creen adivinar
lo que ha de venir estudiando los sueños. Casi siempre yerran, pero
alguna vez aciertan. En los sueños malos, que apesadumbran el corazón
del durmiente, no es difícil acertar. Son estos sueños memorias de lo
pasado, que teje y confunde la mano torpe y temblorosa de un personaje
invisible: el miedo.
Soñaba Alvargonzález en su niñez. La alegre fogata del hogar, bajo la
ancha y negra campana de la cocina y en torno al fuego, sus padres y sus
hermanos. Las nudosas manos del viejo acariciaban la rubia candela. La
madre pasaba las cuentas de un negro rosario. En la pared ahumada, colgaba
el hacha reluciente, con que el viejo hacía leña de las ramas de roble.
Seguía soñando Alvargonzález, y era en sus mejores días de mozo. Una
tarde de verano y un prado verde tras de los muros de una huerta. A la
sombra, y sobre la hierba, cuando el sol caía, tiñendo de luz anaranjada
las copas de los castaños, Alvargonzález levantaba el odre de cuero y el
vino rojo caía en su boca, refrescándole la seca garganta. En torno suyo
estaba la familia de Peribáñez: los padres y las tres lindas hermanas.
De las ramas de la huerta y de la hierba del prado se elevaba una armonía
de oro y cristal, como si las estrellas cantasen en la tierra antes de
aparecer dispersas en el cielo silencioso. Caía la tarde y sobre el pinar
oscuro aparecía, dorada y jadeante, la luna llena, hermosa luna del amor,
sobre el campo tranquilo.
Como si las hadas que hilan y tejen los sueños hubiesen puesto en sus
ruecas un mechón de negra lana, ensombrecióse el soñar de
Alvargonzález, y una puerta dorada abrióse lastimando el corazón del
durmiente.
Y apareció un hueco sombrío y al fondo, por tenue claridad iluminada, el
hogar desierto y sin leña. En la pared colgaba de una escarpia el hacha
bruñida y reluciente. . El sueño abrióse al claro día. Tres niños
juegan a la puerta de la casa. La mujer vigila, cose, y a ratos sonríe.
Entre los mayores brinca un cuervo negro y lustroso de ojo acerado.
-Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.
Los niños se miran y callan.
-Subid al monte, hijos míos, y antes que caiga la noche, traedme un
brazado de leña.
Los tres niños se alejan. El menor, que ha quedado atrás, vuelve la cara
y su madre lo llama. El niño vuelve hacia la casa y los hermanos siguen
su camino hacia el encinar.
Y es otra vez el hogar, el hogar apagado y desierto, y en el muro colgaba
el hacha reluciente.
Los mayores de Alvargonzález vuelven del monte con la tarde, cargados de
estepas. La madre enciende el candil y el mayor arroja astillas y jaras
sobre el tronco de roble, y quiere hacer el fuego en el hogar, cruje la
leña y los tueros, apenas encendidos, se apagan. No brota la llama en el
lar de Alvargonzález. A la luz del candil brilla el hacha en el muro, y
esta vez parece que gotea sangre.
-Padre, la hoguera no prende; está la leña mojada.
Acude el segundo y también se afana por hacer lumbre. Pero el fuego no
quiere brotar.
El más pequeño echa sobre el hogar un puñado de estepas, y una roja
llama alumbra la cocina. La madre sonríe, y Alvargonzález coge en brazos
al niño y lo sienta en sus rodillas, a la diestra del fuego.
-Aunque último has nacido, tú eres el primero en mi corazón y el mejor
de mi casta; porque tus manos hacen el fuego.
Los hermanos, pálidos como la muerte, se alejan por los rincones del
sueño. En la diestra del mayor brilla el hacha de hierro.
Junto a la fuente dormía Alvargonzález, cuando el primer lucero brillaba
en el azul, y una enorme luna teñida de púrpura se asomaba al campo
ensombrecido. El agua que brotaba de la piedra parecía relatar una
historia vieja y triste: la historia del crimen en el campo.
Los hijos de Alvargonzález caminaban silenciosos, y vieron al padre
dormido junto a la fuente. Las sombras que alargaban la tarde llegaron al
durmiente antes que los asesinos. La frente de Alvargonzález tenía un
tachón sombrío entre las cejas, como la huella de una segur sobre el
tronco de un roble. Soñaba Alvargonzález que sus hijos venían a
matarle, y al abrir los ojos vio que era cierto lo que soñaba.
Mala muerte dieron al labrador, los malos hijos, a la vera de la fuente.
Un hachazo en el cuello y cuatro puñaladas en el pecho pusieron fin al
sueño de Alvagonzález. El hacha que tenían de sus abuelos y que tanta
leña cortó para el hogar, tajó el robusto cuello que los años no
habían doblado todavía, y el cuchillo con que el buen padre cortaba el
pan moreno que repartía a los suyos en torno a la mesa, hendido había el
más noble corazón de aquella tierra. Porque Alvargonzález era bueno
para su casa, pero era también mucha su caridad en la casa del pobre.
Como padre habían de llorarle cuantos alguna vez llamaron a su puerta, o
alguna vez le vieron en los umbrales de las suyas.
Los hijos de Alvargonzález no saben lo que han hecho. Al padre muerto
arrastran hacia un barranco, por donde corre un río que busca al Duero.
Es un valle sombrío lleno de helechos, hayedos y pinares.
Y lo llevan a la Laguna Negra, que no tiene fondo, y allí lo arrojan con
una piedra atada a los pies. La laguna está rodeada de una muralla
gigantesca de rocas grises y verdosas, donde anidan las águilas y los
buitres. Las gentes de la sierra en aquellos tiempos no osaban acercarse a
la laguna ni aun en los días claros. Los viajeros que, como usted,
visitan hoy estos lugares, han hecho que se les pierda el miedo.
Los hijos de Alvargonzález tornaban por el valle, entre los pinos
gigantescos y las hayas decrépitas. No oían el agua que sonaba en el
fondo del barranco. Dos lobos asomaron, al verles pasar. Los lobos huyeron
espantados. Fueron a cruzar el río, y el río tomó por otro cauce, y en
seco lo pasaron. Caminaban por el bosque para tornar a su aldea con la
noche cerrada, y los pinos, las rocas y los helechos por todas partes les
dejaban vereda como si huyeran de los asesinos. Pasaron otra vez junto a
la fuente, y la fuente, que contaba su vieja historia, calló mientras
pasaban, y aguardó a que se alejasen para seguir contándola.
Así heredaron los malos hijos la hacienda del buen labrador que una
mañana de otoño salió de su casa, y no volvió ni podía volver. Al
otro día se encontró su manta cerca de la fuente y un reguero de sangre
camino del barranco. Nadie osó acusar del crimen a los hijos de
Alvargonzález, porque el hombre del campo teme al poderoso, y nadie se
atrevió a sondar la laguna, porque hubiera sido inútil. La laguna jamás
devuelve lo que se traga. Un buhonero que erraba por aquellas tierras fue
preso y ahorcado en Soria, a los dos meses, porque los hijos de
Alvargonzález le entregaron a la justicia, y con testigos pagados
lograron perderle.
La maldad de los hombres es como la Laguna Negra, que no tiene fondo.
La madre murió a los pocos meses. Los que la vieron muerta una mañana,
dicen que tenía cubierto el rostro entre las manos frías y agarrotadas.
El sol de primavera iluminaba el campo verde, y las
cigüeñas sacaban a volar a sus hijuelos en el azul de los primeros días
de mayo. Crotoraban las codornices entre los trigos jóvenes; verdeaban
los álamos del camino y de las riberas, y los ciruelos del huerto se
llenaban de blancas flores. Sonreían las tierras de Alvargonzález a sus
nuevos amos, y prometían cuanto habían rendido al viejo labrador.
Fue un año de abundancia en aquellos campos. Los hijos de Alvargonzález
comenzaron a descargarse del peso de su crimen, porque a los malvados
muerde la culpa cuando temen el castigo de Dios o de los hombres; pero si
la fortuna ayuda y huye el temor, comen su pan alegremente, como si
estuviera bendito.
Mas la codicia tiene garras para coger, pero no tiene manos para labrar.
Cuando llegó el verano siguiente, la tierra, empobrecida, parecía
fruncir el ceño a sus señores. Entre los trigos había más amapolas y
hierbajos, que rubias espigas. Heladas tardías habían matado en flor los
frutos de la huerta. Las ovejas morían por docenas porque una vieja, a
quien se tenía por bruja, les hizo mala hechicería. Y si un año era
malo, otro peor le seguía. Aquellos campos estaban malditos, y los
Alvargonzález venían tan a menos, como iban a más querellas y enconos
entre las mujeres. Cada uno de los hermanos tuvo dos hijos que no pudieron
lograrse, porque el odio había envenenado la leche de las madres.
Una noche de invierno, ambos hermanos y sus mujeres rodeaban el hogar
donde ardía un fuego mezquino que se iba extinguiendo poco a poco. No
tenían leña, ni podían buscarla a aquellas horas. Un viento helado
penetraba por las rendijas del postigo, y se le oía bramar en la
chimenea. Fuera, caía la nieve en torbellinos. Todos miraban silenciosos
las ascuas mortecinas, cuando llamaron a la puerta.
-¿Quién será a estas horas? -dijo el mayor-. Abre tú. Todos
permanecieron inmóviles sin atreverse a abrir. Sonó otro golpe en la
puerta y una voz que decía:
-Abrid, hermanos.
-¡Es Miguel! Abrámosle.
Cuando abrieron la puerta, cubierto de nieve y embozado en un largo
capote, entró Miguel, el menor de Alvargonzález, que volvía de las
Indias.
Abrazó a sus hermanos, y se sentó con ellos cerca del hogar. Todos
quedaron silenciosos. Miguel tenía los ojos llenos de lágrimas, y nadie
le miraba frente a frente. Miguel, que abandonó su casa siendo niño,
tornaba hombre y rico. Sabía las desgracias de su hogar, mas no
sospechaba de sus hermanos. Era su porte, caballero. La tez morena, algo
quemada, y el rostro enjuto, porque las tierras de Ultramar dejan siempre
huella, pero en la mirada de sus grandes ojos brillaba la juventud. Sobre
la frente, ancha y tersa, su cabello castaño caía en finos bucles. Era
el más bello de los tres hermanos, porque al mayor le afeaba el rostro lo
espeso de las cejas velludas, y al segundo, los ojos pequeños, inquietos
y cobardes, de hombre astuto y cruel.
Mientras Miguel permanecía mudo y abstraído, sus hermanos le miraban al
pecho, donde brillaba una gruesa cadena de oro.
El mayor rompió el silencio, y dijo:
-¿Vivirás con nosotros?
-Si queréis -contestó Miguel-. Mi equipaje llegará mañana.
-Unos suben y otros bajan -añadió el segundo-. Tú traes oro y nosotros,
ya ves, ni leña tenemos para calentarnos.
El viento batía la puerta y el postigo, y aullaba en la chimenea. El
frío era tan grande, que estremecía los huesos.
Miguel iba a hablar cuando llamaron otra vez a la puerta. Miró a sus
hermanos como preguntándoles quién podría ser a aquellas horas. Sus
hermanos temblaron de espanto.
Llamaron otra vez, y Miguel abrió.
Apareció el hueco sombrío de la noche, y una racha de viento le salpicó
de nieve el rostro. No vio a nadie en la puerta, mas divisó una figura
que se alejaba bajo los copos blancos. Cuando volvió a cerrar, notó que
en el umbral había un montón de leña. Aquella noche ardió una hermosa
llama en el hogar de Alvargonzález.
Fortuna traía Miguel de las Américas, aunque no tanta como soñara la
codicia de sus hermanos. Decidió afincar en aquella aldea donde había
nacido, mas como sabía que toda la hacienda era de sus hermanos, les
compró una parte, dándoles por ella mucho más oro del que nunca había
valido. Cerróse el trato, y Miguel comenzó a labrar en las tierras
malditas.
El oro devolvió la alegría al corazón de los malvados. Gastaron sin
tino en el regalo y el vicio y tanto mermaron su ganancia, que al año
volvieron a cultivar la tierra abandonada.
Miguel trabajaba de sol a sol. Removió la tierra con el arado, limpióla
de malas hierbas, sembró trigo y centeno, y mientras los campos de sus
hermanos parecían desmedrados y secos, los suyos se colmaron de rubias y
macizas espigas. Sus hermanos le miraban con odio y con envidia. Miguel
les ofreció el oro que le quedaba a cambio de las tierras malditas.
Las tierras de Alvargonzález eran ya de Miguel, y a ellas tornaba la
abundancia de los tiempos del viejo labrador. Los mayores gastaban su
dinero en locas francachelas. El juego y el vino llevábanles otra vez a
la ruina.
Una noche volvían borrachos a su aldea, porque habían pasado el día
bebiendo y festejando en una feria cercana. Llevaba el mayor el ceño
fruncido y un pensamiento feroz bajo la frente.
-¿Cómo te explicas tú la suerte de Miguel? -dijo a su hermano.
«La tierra le colma de riquezas, y a nosotros nos niega un pedazo de
pan.»
-Brujería y artes de Satanás -contestó el segundo.
Pasaba cerca de la huerta, y se les ocurrió asomarse a la tapia. La
huerta estaba cuajada de frutos. Bajo los árboles, y entre los rosales,
divisaron un hombre encorvado hacia la tierra.
-Mírale -dijo el mayor-. Hasta de noche trabaja.
-¡Eh!, Miguel -le gritaron.
Pero el hombre aquel no volvía la cara. Seguía trabajando en la tierra,
cortando ramas o arrancando hierbas. Los dos atónitos borrachos achacaron
al vino que les aborrascaba la cabeza el cerco de luz que parecía rodear
la figura del hortelano. Después, el hombre se levantó y avanzó hacia
ellos sin mirarles, como si buscase otro rincón del huerto para seguir
trabajando. Aquel hombre tenía el rostro del viejo labrador. ¡De la
laguna sin fondo había salido Alvargonzález para labrar el huerto de
Miguel!
Al día siguiente, ambos hermanos recordaban haber bebido mucho vino y
visto cosas raras en su borrachera. Y siguieron gastando su dinero hasta
perder la última moneda. Miguel labraba sus tierras, y Dios le colmaba de
riqueza.
Los mayores volvieron a sentir en sus venas la sangre de Caín, y el
recuerdo del crimen les azuzaba al crimen.
Decidieron matar a su hermano, y así lo hicieron.
Ahogáronle en la presa del molino, y una mañana apareció flotando sobre
el agua.
Los malvados lloraron aquella muerte con lágrimas fingidas, para alejar
sospechas en la aldea donde nadie les quería. No faltaba quien les
acusase del crimen en voz baja, aunque ninguno osó llevar pruebas a la
justicia.
Y otra vez volvió a los malvados la tierra de Alvargonzález.
Y el primer año tuvieron abundancia, porque cosecharon la labor de
Miguel, pero al segundo la tierra se empobreció.
Un día, seguía el mayor encorvado sobre la reja del arado que abría
penosamente un surco en la tierra. Cuando volvió los ojos, reparó que la
tierra se cerraba y el surco desaparecía.
Su hermano cavaba en la huerta, donde sólo medraban las malas hierbas, y
vio que de la tierra brotaba sangre. Apoyado en la azada contemplaba la
huerta, y un frío sudor corría por su frente.
Otro día, los hijos de Alvargonzález tomaron silenciosos el camino de la
Laguna Negra.
Cuando caía la tarde, cruzaban por entre las hayas y los pinos.
Dos lobos que se asomaron a verles, huyeron espantados.
Al llegar a la laguna contemplaron un momento el agua tranquila.
¡Padre!, gritaron, y cuando en los huecos de las rocas el eco repetía:
¡padre!, ¡padre!, ¡padre!, ya se los había tragado el agua de la
laguna sin fondo.
©
Antonio Machado (Mundial
Magaztne, núm. 9, enero de 1912, págs. 213-20.)
(Campos de Castilla, Cátedra)
Poema
La Tierra de Alvargonzález
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