(15 de febrero)
De 1907 a 1912, don Antonio Machado profesaba sus
cursos de Lengua francesa en el Instituto de Soria. He oído hablar de él
a quienes le vieron discurriendo por la ciudad o en el vagón de tercera
de sus viajes. O en el claustro del Instituto, o en sus paseos puente
abajo, y, más tarde, cuando se le murió su pálida mujercita,
subiendo al cementerio, ya casi cuarentón, aviejado, desengañado, pero
con sillón en el Parnaso, al lado de Lope y de Góngora.
"¿Qué es en Soria El Espino?", me han preguntado muchos a
quienes escapaba este triste epílogo del poeta en Soria. Y cuando les
aclaraba no ser sino el cementerio, me miraban con respeto, como si los
sorianos poseyéramos toda la clave secreta de la poesía de Antonio
Machado. Y creo que, en efecto, la poseemos. Pues nadie piense que la obra
del primer poeta español de nuestro siglo, por ser de tan enorme y sencilla
diafanidad, de cristal tan escasamente conceptuoso, deje de contener
clave. Constituyen ésta los ríos, cerrillos y sierras que iba
descubriendo Machado a los españoles con una especie de lírica sosegada,
humana y cordial, con una templada y serena benevolencia por todo lo vivo
y lo inerte que iba descubriendo su vista enamorada. Los españoles no
saben ver su tierra sino adulterada por sangrientos, subversivos,
amenazadores tópicos en que siempre se encuentra, latente, la guerra
civil. Antonio Machado se acercaba al paisaje, a la inmanente y fabulosa
herencia geológica de nuestra tierra, e ignoraba cuanto no fuera esencia
contemplativo, es decir, poesía. ÉI realizó el milagro de aprovechar
las licencias líricas, aparatosas y deslumbrantes de Rubén
Darío, para sintetizar una poesía de salutación al paisaje más pobre y
austero de las Castillas. Paisaje que le confirió portentosos secretos,
como el de su primavera, por nadie conocida:
Primavera soriana, primavera
humilde, como el sueño de un bendito,
de un pobre caminante que durmiera
de cansancio en un páramo infinito.
Campillo amarillento
como tosco sayal de campesina,
pradera de velludo polvoriento
donde pace la escuálida merina.
Los sorianos sabían del verano y del invierno, pero no supieron de la
primavera silenciosa y humilde, hasta que no llegó nuestro don
Antonio Machado. Pero ¿por ventura sabían algo de su paisaje? Antonio
Machado, con todo el joven entusiasmo de su joven cátedra, se encontraba
una Soria rodeada de paisaje inédito, tanto humano como geográfico.
Nadie había cantado al Urbión, a la sierra Cebollera y al
Moncayo; nadie había contado con el indígena, el a un tiempo callado y
retórico indígena que paga las contribuciones. Por desgracia, los más
inquietos ancianos de Soria, los qué no se intoxicaron con el juego y el
casino, sólo se habían preocupado de cosas muertas, de Numancia y de
CaIatañazor. No veían el maravilloso paisaje, la tremenda geología
soriana, y he aquí que aparece un joven profesor sevillano, con
entusiasmo no modelado por ningún prejuicio local, y con ojos abiertos a
los tonos grises y otoñales de la tierra mía. Baja por el Collado, sin
detenerse en los casinos, rebasa San Pedro, atraviesa el Puente, se
adentra por la ribera de chopos Y sube a las sierras. Y, ahora, todo lo
noble de Soria quedaba antologizado, condensado, en una summa poética
trabajada no más que con nobleza, sencillez y lirismo de buen cuño. Ésa
es nuestra clave, ésa es la ventaja sabedora que todos los sorianos
llevamos sobre cualquier otro español. Y uno de los muchos
menesteres que he realizado en mi vida, y el más gustoso, ha sido el
de intérprete y guía de Machado, situando y detallando los lugares de
esta geografía entrañable:
... por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, oscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera...
El recuerdo de Campos de Soria enaltece: un
soriano podrá alardear siempre de que su tierra fue cantada por el
altísimo poeta, que conocía no sólo a los campesinos y a los pastores
"cubiertos con sus luengas capas", honrados y benignos, sino a
otros terribles paisanos míos. "El hombre de estos campos que
incendia los pinares", "El hombre malo del campo y de la
aldea", "La sombra de Caín", que no le pasaban
inadvertidas. Insistió poco en esta maldad, que siempre es materia
ingrata para un poeta, pero la conocía, y prefirió dar un poco de lado
el elemento humano, entregándose, con toda su capacidad de amor, al
paisaje, dejando sonar los murmullos de la Laguna Negra, helarse las
nieves del Urbíón, cambiar de forma, según se ven desde el tren, los
Pinos del amanecer,
entre Almazán y, Quintana.
Pinos que contempló muchas veces, porque era viajero y
soñador. Cuando se marchó de Soria, en 1912, ya tenía completa la
lírica epopeya de la tierra soriana, y cabe preguntarse ante su cambio de
rumbo: ¿Se dio cuenta la ciudad de que albergaba a un poeta de antología
excelsa? ¿Comprendió que él ensanchaba sus límites administrativos,
entrándolos en la Arcadia? ¡Un hombre de Sevilla que se llegaba a Soria
y la comprendía, y veía colores, vida y primavera, donde todos las
habían ignorado! En ello no hay deshonra para los sorianos, pues tampoco
fue Salamanca exactamente entendida hasta que por ella no entró el
bilbaíno don Miguel de Unamuno. Pues si los ojos ajenos ven más que los
propios, Antonio Machado, en tierras del Duero, vio todo, y, entonces,
este todo dejaba de ser ajeno, se convertía en propiedad de adopción,
que es la mejor de las propiedades, y Soria pasó a la pertenencia de
Machado, aunque alguna vez había de renegar de él. Lo previó, sin duda,
el grande escritor cuando gritaba:
¡Oh, tierra ingrata y fuerte, tierra mía!
pero mejor es que ignorase hasta qué extremo había de serle ingrata
esta tierra suya que ya, por los siglos de los siglos, va unida a su
nombre de poeta.
© Juan Antonio Gaya Nuño, El
santero de san Saturio