No pudieron traerle aquel abrigo que tanto deseaba.
Eran años difíciles de postguerra en un pueblito pequeño y olvidado, los
camellos no vieron el desvío. Nos lo cuenta mi madre alguna vez.
Recuerdo que esa noche no podía dormir. Se escuchaban
pisadas, movimientos, suave rozar de túnicas. No sé qué sucedió, pero por la
mañana tenía una muñeca que pasó a ser mi hijita, un piano, un acordeón y
tres cartas escritas con tintas diferentes –verde, roja y azul-. Los Magos
tienen algo de poeta.
Ahora nos parece increíble. Acaban de nacer y ya
manejan como ningún adulto cualquier mando, DVD o portátil. Tendrán
dificultades de lectura o les costará ponerse, pero saben el nombre y las
costumbres de cada dinosaurio, los hábitos sexuales de los ornitorrincos o
cuándo los mayores les mentimos o estamos de su lado.
Mis sobrinos, como otros muchos niños, han pedido una
Play. Ha sido el primer año que han escrito una carta a Sus Majestades con
una larga lista de juguetes. Se portaron muy bien. Claro que tienen suerte,
con su papi y su mami, y tíos y primitos y unos yayos que les descolgarían
si pudieran la luna de la noche como un juguete más.
Porque hay compañeritos en su cole que no tienen dos
padres, o los tienen en casas diferentes, para no discutir. Y en el fondo es
más diver ir el fin de semana a uno u otro barrio que aguantar las peleas y
los gritos. Y tienen amiguitos que vinieron de lejanos países, de allí a
donde los Reyes llegan con el calor.
Y ahora recuerdo a Alicia, la hija de Mari Paz que
nació en Mozambique mientras ella atendía a chiquitines y mujeres en parto.
Los Magos le llevaron aquella Epifanía una hermosa tableta de rico
chocolate, con la única condición de compartirla con niños que aún no
conocían cómo es el carbón dulce.
Y hay otros niños tristes, y enfermitos, o que no
pueden andar. Y peques que trabajan en la calle, limpiando parabrisas, o
pidiendo, o ayudando a sus padres en el campo, como en aquellos años del
abrigo perdido.
Ha vuelto a suceder. Sus Majestades me han dictado
esta carta, entrañable como todas las suyas. ¿Nos guiará su estrella, que
sigue conduciendo al corazón?
©
María Pilar Martínez Barca 2008
Víctimas sin Historia
Cuentan cómo en el pueblo un labrador denunció a un
agostero como rojo; lo mataron en unas eras próximas. No podía pagarle su
jornal. Hubo alcaldes, maestros, boticarios… Y también recordaban los
abuelos cómo habían quemado alguna iglesia.
Irían a buscarlos a sus casas, como a Lorca, y de ahí
a la cárcel o a la checa, a la saca, al descampado. Algunos eran hombres
religiosos, o estudiantes, pero también obreros y mujeres, como las trece
rosas; sólo que las anónimas no lo habían comido ni bebido. La fe les
ayudaba en cada parto, en la fatiga, en el luto.
Había intelectuales y escritores, como don Ramiro de
Maeztu, que murió fusilado en Aravaca, tres meses en la cárcel, a cargo del
Frente Popular. Y hubo quien falleció en prisión de enfermedad, como Miguel
Hernández. Y tantos otros sin nombre.
Algunos se exiliaron. Pero no a todos se les dio poder
sobrevivir; como a Rubén Gallego, nieto de comunista militante y gran
discapacitado, que vio a tantos quedarse en el camino, en aquellos centros
para inválidos e idiotas de la Unión Soviética.
Lo malo es que la historia no terminaba ahí. A finales
de septiembre cinco presos políticos de ETA fueron ejecutados, como última
condena –a los dos meses moría el Dictador-. Tiempo antes había muerto
Fabio, un niñito de dos años, y décadas después algunos cientos más. ¿Y
tantos mutilados, sus familias, los hijos que ya nunca llegaron a nacer..?
Porque ese es otro cuento, la matanza de miles de
inocentes en la sombra del útero materno. Comienza a trabajarse el síndrome
post-aborto, el duelo por la pérdida del hijo no nacido, motivo silenciado
de múltiples suicidios.
¿Socialismo? ¿Mártires por la fe? ¿En qué bando
ponemos a tantas víctimas de violencia doméstica? ¿Y a quienes se promete un
tránsito feliz? ¿Y a esos otros soldados, jóvenes y mujeres e inmigrantes
venidos desde la otra orilla, que encontraron la muerte en misión de paz?
Nunca estudié la Historia descendiendo a tamañas
nimiedades, lo que le da en el fondo coherencia.
©
María Pilar Martínez Barca 2008
Año del
agua
No había campanadas por la tele, y dudo que pudieran
celebrar la entrada a un nuevo año con turrón. En tiempo de nuestros
abuelos, como mucho, torta buena, mostillo y algún dulce servían para
recordar que Dios se había hecho niño entre las pajas. Sólo años después
la única radio del pueblo reunía el domingo a los vecinos, y el baile de
la plaza. Sin luz ni agua corriente; sólo la lluvia que esperaban el
campo y los labriegos, en reposo aún el sol y las cosechas.
“Entraba la mañana / con anchura de océano. En la
alcoba / una rueca sencilla, unos racimos. / Se ondulaban los finos
cortinajes”. Flor de agua, uno de mis primeros poemarios, modelado en
la tierra y el adobe que habitaron los míos. Porque el agua, igual que la
memoria, es un hilo conductor de nuestra historia, individual y común.
Y el agua es también presente y es río que no cesa, y
son sueños compartidos; inmigración y encuentros y retorno a Itaca. Del agua
intrauterina provenimos y en un alto porcentaje somos agua. En busca de las
aguas nos movemos, más allá del amor y de un empleo tantas veces precario.
“Tendidos en la hierba, veíamos la luna / penetrar en el lago, / como una
red de sueño que envolviera el espíritu”.
Neptuno, Osiris, Venus, Moisés, Rómulo y Remo,
Gilgamés… Tantos mitos en torno a la vida, el amor y el misterio más
profundo del hombre. Algo llevará el río cuando tanto ruido hace, y quizá no
debamos olvidar esa riqueza oscura y hermosísima, ese cruce de puentes y
culturas cara precisamente al 2008.
Del Año del Delfín según la ONU al Año Nuevo chino de
la Rana, los mejores augurios para todos. Que juntos preservemos la vida de
los niños no nacidos aún. Que abramos las compuertas y los brazos y el agua
nos inunde el corazón. Que se cree trabajo y que a nadie, ni a mujeres ni a
discapacitados, se nos pongan más altas las barreras. Que sea al fin el agua
la que pule el guijarro, como dijo Mafalda, y no la sangre.
“Ha vuelto a suceder en el crepúsculo. / Comienza ya
la sombra a oscurecer / el agua silenciosa de las ánforas. / Las voces se
apagaron. / Y al tiempo que la luna / tamiza levemente los visillos, / a
solas me he quedado en tu presencia”. Las uvas, este año, tienen sabor a
encuentro.
©
María Pilar Martínez Barca 2008
Cebollas
Lo oí desde pequeña: “Si vas a Velamazán comerás
cebolla y pan”. En el pueblo, y también en la ciudad, tras las rejas o
al silbo del viento y los balidos, la cebolla era el néctar de los
pobres: “cebolla, / clara como un planeta, / y destinada / a relucir, /
constelación constante, / redonda rosa de agua, / sobre / la mesa / de
las pobres gentes”, escribía Neruda en sus Odas elementales.
La cebolla cultivada en los huertos y el pan recién
cocido en aquel horno de barro adosado al hogar se convertía en merienda
suculenta para todos los niños de una larga familia; y también para el
padre, en el breve descanso de la siega. O para el recién nacido, como le
cantaría Miguel Hernández, perito en hambre y lunas, a su pequeño: “En la
cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba”.
Tierras de pan llevar durante generaciones de escasez, cuando una sola yema
servía para moje de varios comensales -¿dónde estaría el kechut?- y aún no
se tenía noticia de los plátanos.
Luego todo cambió. Superado el pan negro, los
productos agrícolas se hicieron más baratos y los niños tenían ya segura su
leche cada día en la escuela. Nuestros padres migraron a la ciudad. Pero en
el pueblo, cada vez más pequeño y despoblado, entre un huevo y otro de la
gallina joven o ese pollo que acababa de matar, la abuela continuaba friendo
sus cebollas “al calor encendido del aceite”. Y hago míos de nuevo al
revivirlos los versos del poeta: “También recordaré cómo fecunda / tu
influencia el amor de la ensalada / (…) / sobre los hemisferios de un
tomate”.
Sólo años después de la Nocilla y el Neskuit no instantáneo fui
descubriendo cómo la cebolla y el pan hablan también de amor. Pero hasta eso
cambia y se transforma al paso de los gustos y los precios. ¿Cómo lo
expresaría hoy Manuel Pinillos, cuando hasta las acelgas y los cítricos se
han puesto por las nubes? “Si me hablas de cosas tan pequeñas, diarias, /
como el precio del puerro o de las alcachofas, / sé la cifra secreta de las
más altas ramas / y la fuerza sonora de las primeras rosas”.
©
María Pilar Martínez Barca 2008