Saturia, la estanquera de mi pueblo,
Covaleda, tenía una hermosa colección de gallinas de todos los colores, y un
gallo cantarín que despertaba al barrio cada mañana a toque de corneta
aunque fuera fiesta de guardar.
Y ésta debía de ser una muy
importante porque todo el pueblo acudió a misa a campana tañida para
cumplir como buenos feligreses; todos excepto dos contumaces pecadores —mi
primo Albano y yo— que en ese momento estábamos en el lado opuesto del
pueblo, junto al gallinero de la Saturia.
Era casi verano. Tras el último
campanazo, un silencio extraño se desparramó por las calles como un fantasma
invisible y denso: ni un alma, ni un perro, ni una nada; solos mi primo y
yo.
—¿Asustamos a las gallinas? —le dije
de pronto.
—Venga.
Mi primo Albano y yo teníamos ocho
años y una rara cualidad: que siempre estábamos de acuerdo en casi todo.
Examinamos la puerta del corral y
enseguida vimos que tenía un punto débil: la gatera; era este un agujero a
ras del suelo protegido por una simple tabla que a la primera patada saltó
por los aires.
—Entra tú primero —me dijo un poco
acobardado.
—No, majo, entra tú —y le empuje
suavemente hacia el agujero.
—Tú eres mayor…
En efecto, le ganaba por unos meses,
lo que me daba un cierto ascendiente sobre él y podía obligarle a ir
delante.
—Asustamos a las gallinas, cascamos
los huevos y nos largamos ¿vale? —me dijo.
—No, los huevos no, que como nos
pillen, nos matan —quise hacerme el responsable.
—Vale.
La gatera, en su origen, estaba hecha
para que entrara y saliera un gato; pero nosotros, ágiles como garduñas,
pudimos colarnos dentro sin gran dificultad: éramos de goma.
—Como nos pillen, nos matan —musitó
Albano.
—Tranquilo, que no nos van a pillar.
Mi primo llevaba razón, porque
aquella mañana estábamos desafiando al destino más de lo razonable desde el
momento en que atravesamos el umbral del gallinero de la Saturia.
—Como nos pillen, nos dan una paliza
que... —insistía, quejumbroso.
—Venga, no seas miedica —le dije yo,
que estaba muerto de miedo.
Vencidos los primeros escrúpulos,
empezamos a correr como dos locos de un lado para otro haciendo que las
gallinas enloquecieran a su vez: plumas, huevos, cagadas..., todo volaba por
los aires en una maravillosa confusión. Esto era lo nuestro: lo salvaje en
estado puro.
Pero el gallo decidió pasar al ataque
harto de que nos metiéramos en su terreno. Vino hacia mí y me dio tal
picotazo en una pierna que me hizo sangre. «¡Maldito bicho! —exclamé—, ya
verás», y le di una patada que lo dejé turulato. Cuando le vi dando tumbos
por el suelo me asusté mucho; fui hacia él y traté de enderezarle la cresta
en un gesto piadoso de querer remediar el desaguisado; pero pronto pude
comprobar que sólo estaba atontado porque de golpe se puso a correr y dar
vueltas como si le hubieran dado cuerda.
Mi primo andaba a la suya. Y entonces
gritó:
—¡He pisado a una gallina! ¡He pisado
a una gallina y no se mueve! ¡Ay mi madre!
—¡Me cagüenlamar! A ver si la has
matado.
He de confesar que sentí pánico por
primera vez en aquella mañana bestial. Una cosa era asustar a las gallinas y
otra muy distinta asesinar impunemente a una de ellas. Y allí estaba mi
primo con el animal cogido por el pescuezo muriéndose sin remedio.
—Muévela un poco para que resucite
—le dije sin ninguna convicción.
Pero ya no me oía; solamente se
lamentaba acongojado:
—Ha sido sin querer, yo he saltado y
ella se ha puesto debajo...
—Nos va a caer una buena —le dije
hablando para mí mismo.
—Me quiero ir... —mi primo, llorando.
No me atreví a decirle nada porque yo
también estaba muerto de miedo. Menos mal que el gallo se había recuperado y
andaba subido en lo alto de un nidal; el verle tan vivo y con la cresta
levantada me reconfortó en este momento trágico.
—Vámonos.
Cosa sorprendente: salimos por la
gatera con mayor agilidad que al entrar, y es que la necesidad te da alas
cuando el peligro acecha. Una vez fuera le pregunté:
—¿Y la gallina?
—La he dejado dentro —respondió
desolado.
—Pues vuelve a por ella. ¿No ves que
la tenemos que enterrar para que no se entere la Saturia?
—¡Jolines, majo! —fue lo único que se
atrevió a responder.
Y entró. Ya no importaban las
rodillas desolladas, ni las astillas de la puerta, el caso era alejarnos de
allí cuanto antes con el cuerpo del delito.
—Tenemos que enterrarla.
—Yo no la quería matar...
—Vale, que ya me lo has dicho cinco
veces; tú no querías, pero está muerta.
Y nos pusimos a temblar los dos.
En un
pequeño barranco, no lejos del gallinero, buscamos el sitio. Cavamos un hoyo
lo suficientemente grande como para acoger el cuerpo de la gallina que
todavía estaba caliente. La enterramos con delicadeza, bien cubierta con
césped, y hasta pusimos unos palitos a modo de cruz para saber que aquella
era su tumba.
Pasaron unos días y recobramos la
calma. Ni siquiera el cura, don Nicolás, que nada escapaba a su mirada, se
había percatado de nuestra ausencia en la procesión del Corpus. Fue cuando
decidimos hacer un pacto de silencio jurando no revelar a nadie nuestro
secreto.
«Se conoce que algún gato ha entrado
en mi gallinero mientras estábamos en misa y me ha hecho un destrozo
tremendo...», comentó la Saturia a las vecinas cuando descubrió el desastre.
Y todo quedó en ese comentario. Nosotros nos mirábamos cómplices, gozando de
una cierta impunidad, aunque pronto se nos iba a quitar la sonrisa de los
labios porque no tardó mucho en aparecer algo infinitamente peor: el
remordimiento.
—Tendremos que ir a confesarnos —le
dije a mi primo una semana después.
Curiosamente, él andaba pensando lo
mismo.
—Y decírselo a don Nicolás —insistí.
La confesión era cosa muy seria. Si
la hacías mal, nos dijeron cuando la primera comunión, podías irte de cabeza
al Infierno y no era como para andar jugando con el “fuego eterno”. Teníamos
que lavar la mancha de nuestras conciencias por haber matado a una inocente
gallina.
—Ya verás cuando se lo digamos... —me
respondió. Y caímos los dos en un silencio oscuro.
Al cura le teníamos un miedo visceral
porque sus bofetadas eran tremendas y sonoras. Lo malo del caso es que no
nos quedaba más remedio que ponernos en sus manos justicieras. Llevábamos
una semana rumiando la forma de hacerlo y acordamos que echaríamos a suertes
el turno de nuestras confesiones.
Fue un viernes de junio después de la
escuela. Primero iría Albano; yo me quedé agazapado tras una de las columnas
de la nave central de la iglesia para ver qué cariz tomaban los
acontecimientos mientras él se confesaba. Llegado el momento fatídico, vi
avanzar a mi primo por el pasillo lateral como un reo que marchara al
patíbulo; después, observé cómo hundía su cabecita de buen chaval tras las
cortinas color violeta del confesionario donde se suponía quedaba oculta la
imponente figura de don Nicolás, cómo se santiguaba religiosamente y
empezaba a confesar...
—Ave María Purísima —dijo él.
—Sin pecado concebida —contestó el
cura.
—Yo..., bueno, mi primo y yo..., es
que fue sin querer... —se rascaba furiosamente la pantorrilla para dar
suelta al pánico.
Don Nicolás cortó aquella
extraña forma de iniciar la confesión:
—Vamos a ver. Dime sin rodeos: ¿qué
pecados has cometido?
«¡Ay mi madre! —pensé—, ahora lo
mata».
Y mi primo, lloriqueando, en un
susurro, dijo de un tirón:
—Entremos, la matemos, la
enterremos y nos escapemos...
—¿El
qué?
¡Plas! Sonó como un trallazo. Yo, desde fuera, quedé petrificado contra la
columna al oír semejante bofetada. Y no pude más: me había estado aguantando
durante toda la confesión y ahora, al calcular la que me se me venía encima,
me dejé llevar blandamente como si no tuviera fuerzas para nada y allí mismo
hice un charco enorme...
© Pedro Sanz
Lallana 2005
Blog
de Pedro Sanz