Pleitos tengas...
«¡Socorredme, vecinos, por
caridad, que me han muerto!», gritaba alguien rasgando el silencio de la
cálida noche vallisoletana. Y luego, más quedo: «Confesión, voto a Cristo,
confesión».
A las voces, los perros se
enzarzaron en una algarabía de ladridos que despertaron a la vecindad.
Enseguida se vieron candelas encendidas y luces en las ventanas del Rastro
de los Carneros; Isabel de Saavedra fue de las primeras en asomarse y ver
que, junto a la puerta del mesón sito en el portal de su casa, un hombre
tendido se agarraba con ambas manos el bajo vientre. «Me han muerto, me han
muerto —repetía quejumbroso—, por Dios, acorredme, vecinos».
Policarpo Velasco no podía
dar crédito a sus ojos cuando, al hacer la obligatoria ronda vespertina por
las celdas de prevención, se encontró con el caballero:
—Por vida mía, ¿qué hace aquí
vuestra merced, don Miguel?
El
aludido levantó la vista del libro que tenía entre las manos y la dejó caer
pausadamente sobre la figura del alcaide de las prisiones de la Real
Audiencia y Chancillería de Valladolid, hombre de porte sereno y habla
enérgica. En un banco de madera, a la espera de ser llamado para ingresos,
estaba don Miguel de Cervantes, escritor de fama y escasa fortuna, leyendo
su último libro aparecido hacía escasamente medio año: la genial historia
del Hidalgo don Quijote de la Mancha, que todavía olía a tinta
fresca.
—Ya ve, amigo Velasco,
reveses de la fortuna, que dicen los clásicos.
—Desde luego, don Miguel. Sí,
he tenido noticia del suceso que acaeció junto al Matadero de la Villa, el
barrio donde vive vuestra merced, ¿pero cómo es que un hidalgo de su calidad
puede andar mezclado entre los jayanes de la peor ralea de este reino?
Hágame el favor, don Miguel, véngase conmigo que le buscaré mejor acomodo
dentro de este purgatorio miserable.
—No se acongoje, don
Policarpo, que no es la primera vez que me veo en semejante aprieto. En fin,
si vuestra merced insiste...
—Debe de tratarse
de un error —le interrumpió el alcaide—, ¡por los clavos de Cristo, don
Miguel preso como un vulgar ladrón!
Agradeció el gesto de la
autoridad el caballero con una leve inclinación de cabeza; recogió el
sombrero, su capa, el libro que estaba leyendo e, inmediatamente, preguntó
por el resto de los detenidos que habían venido con él a la trena: su hija
Isabel, su hermana Andrea, la familia de los Garibay…, parientes y vecinos
mandados a prisión en tropel por la venalidad del juez de casa y corte don
Cristóbal de Villarroel que no se paró en barras e implicó a media vecindad
en un asesinato pregonado hacía tiempo, a sabiendas de que eran inocentes;
todo por amparar a su amigo y fiel servidor, el escribano don Melchor Galván
que, ofuscado por los celos y puesta su fama en candelero, arremetió,
estoque en mano, contra un calavera chulesco llamado don Gaspar de
Ezpeleta.
Este caballero era un belitre
contumaz, soldado de fortuna y amigo de cuernos ajenos, que había servido al
rey en Flandes, peleado en Ostende, pasado hambre en Corella y vapuleo en
París, donde salvó el cuero de milagro gracias a los buenos oficios del
Condestable de Castilla que le libró de la quema. Y viendo que la vida le
maltrataba más de lo razonable, dedujo que era mucho más interesante vivir
del sablazo en la corte que de la espada en los ejércitos de su majestad, de
manera que se vino cuando el duque de Lerma trasladó a Felipe III y real
familia a Valladolid, arrastrando con ella el mentidero en pleno de las
gradas de San Felipe hasta las oreadas riberas del Pisuerga.
En
este trasiego de personas, bienes muebles, animales y carros, uno de los
recién llegados fue, precisamente, don Miguel de Cervantes a la husma de la
nobleza, que por andar escaso de caudal se vio forzado a alquilar casa nueva
en las afueras de la ciudad, en el llamado Rastro de los Carneros, junto a
la Puerta de Argales, lugar y vecindario de no muy buena reputación, porque
hasta no cobrar los mil quinientos reales de plata prometidos por Francisco
Robles a costa de la publicación de su novela, sus recursos contantes eran
más bien escasos y las penurias económicas muchas.
Amigo íntimo del marqués de
Falces, no había juego de cañas, partida de naipes o corrida de toros en que
don Gaspar de Ezpeleta no participara, incluso haciendo el ridículo, como
dejó constancia el excelente poeta y futuro capellán de su majestad don Luis
de Góngora que le dedicó este piropo:
Cantemos a la jineta
y lloremos a la brida:
la vergonzosa caída
de don Gaspar de Ezpeleta…
Y como aquí se suele decir
que ancha es Castilla, encontró terreno abonado para sus picardías y lances
amorosos que no reparaban en solteras o casadas, monjas o novicias, y fue a
fijarse en Inés Hernández, esposa del escribano real don Melchor Galván,
hombre consentidor aunque con malas pulgas, amigo del juez Villarroel, que
tenía su oficio junto a la iglesia de San Salvador.
Era esta Inés mujer de largo
historial putañero, que encontró alivio a sus ansias uterinas con el
caballero Ezpeleta, llegando al extremo de perder el juicio por él,
entregándole algunos dineros y hasta los anillos de boda que el pundonoroso
de su marido, don Melchor, le regalara en prenda de su corazón. Las malas
lenguas y el deshonor hicieron el resto, así que el desastre estaba
servido.
Fue la noche del 27 de junio
del año del Señor de 1605. Don Gaspar había cenado en la grata compañía de
su amigo don Diego de Croy, marqués de Falces, capitán de los arqueros
reales, y le pidió a su criado —que aunque pobre gozaba de ciertos
privilegios por ser caballero del hábito de Santiago, cruz que lucía en el
pecho del jubón— que le prestara su capa para ir de ronda a lo pícaro y
evitar ser reconocido, pero que le trajera su espadín de noche y un broquel,
«que en las sombras nunca se sabe con quien te puedes topar habiendo tanto
marido cornudo suelto…», decía entre risas a su amigo.
Al fin, se despidieron los
dos caballeros y dio licencia a su criado Francisco de Camporredondo para
que se recogiera él solo, ya que le apetecía ir de caza nocturna. Y tuvo
suerte, porque a poco de andar embozado junto a la Puerta de Argales, vio
llegar a una mujer que iba por agua a la fuente de las Arcas Reales, lugar
de cita de las aguaderas del barrio y mozas de partido que gustaban hacer
el pilón. Le faltó tiempo para abordarla y enumerar las delicias que su
arte amorosa encontraría escondidas en el famoso monte de Venus…
«Vete de ahí, pícaro
asqueroso» fue la respuesta de Isabel de Islallana a los retóricos
requiebros del caballero Ezpeleta según confesara al juez al día siguiente.
Pero no por eso se desanimó el nocherniego; al contrario, comenzó a
deambular por los alrededores del puente sobre el Esgueva que quedaba frente
a casa de “las cervantas” —como eran llamadas las mujeres que vivían con don
Miguel—, aprovechando la oscuridad de las calles por la ausencia de
hornacinas con santos o vírgenes, que no se encontraba ninguna hasta los
aledaños del Hospital de la Resurrección o la puerta de Santisteban.
De pronto se perfiló una
sombra que venía por el Rastro Viejo dirección al puente. Era un hombre
embozado, de pequeña estatura, vestido de negro, con valona blanca al cuello
y capa terciada al hombro dejando visible la cazoleta de su espada, como
dispuesto a reñir. La sombra avanzó decidida, pasó el Esgueva y se vino
derecho hacia donde estaba Ezpeleta que se había retraído prudentemente en
las sombras para evitar el ser visto; de nada le sirvió el gesto porque
cuando estuvo a unos pasos de él le dijo con voz firme:
—¿Es vuacé don Gaspar de
Ezpeleta?
Se vio muy sorprendido el
hombre de que alguien le reconociera, envuelto como iba con la capa de su
criado.
—¿Quién lo pregunta?
—Yo.
—¿Quién es “yo”, si no es
molestia?
—Un marido deshonrado.
—Acabáramos: vuacé es un
marido cornudo que busca que le acuchille...
—A fe mía que será lo último
que haga en esta vida.
El deshonrado, sin vacilar un
instante, desenvainó una herreruza de amplios gavilanes que arrancó
destellos de acero en la noche de luna llena al tajar el aire con sendos
mandobles. Por el gesto era inconfundible que se iban a acuchillar sin
piedad. Ezpeleta se vio sorprendido por la resolución de su adversario, al
que reconoció de inmediato, y no esperaba semejante fiereza en él.
—¡Don Melchor, téngase, por
Dios! —le dijo casi en un ruego—, que no repararé.
—En guardia, don Gaspar; la
honra es asunto de mérito que pide sea lavada con sangre, lo sabéis muy
bien, y es tiempo de hacerlo.
—Dejaos de comedias a estas
horas de la noche…
—No son comedias las que
vengo a dar, vive Dios, sino estocadas.
El escribano no estaba para
farsas, era evidente; avanzó con resolución obligando a Ezpeleta a
retroceder unos pasos mientras trataba en vano de sacar su estoque que traía
en un hermoso tahalí de cuero repujado; la sorpresa, o la precipitación,
hicieron que bajara la guardia y olvidara el broquel que llevaba en su mano
izquierda facilitando que Melchor Galván, el hombre de negro, embistiera con
furia enviándole un formidable tajo que le alcanzó en pleno vientre, dejando
el tiempo justo para que exclamara: «¡Jesús!» al sentir un palmo de acero en
las entrañas y llevarse instintivamente las manos a la herida, lo que
permitió que le acuchillara de nuevo en el brazo empapándole la camisa y el
jubón con sangre caliente.
—Me ha muerto… —se dijo con
ojos extraviados, sorprendidos.
—Con esto estoy servido
—añadió el otro mientras envainaba y desaparecía tragado por las sombras que
proyectaba la torre del Hospital de la Resurrección, camino de la calle de
los Manteros.
Fueron estas las últimas
palabras que oyera don Gaspar de su adversario; estaba malherido y la sangre
le salía a borbotones del brazo y bajo vientre. Se amostazó contra la pared
de la casa, junto a la puerta del mesón que a estas horas estaba cerrado, y
empezó a gritar con la esperanza de que algún trasnochador le acorriese en
tan apurado trance.
Don Miguel de Cervantes,
avisado por su hija, fue de los primeros en pedir un farol para bajar a la
calle y enterarse de lo que ocurría; su vecino, don Luis de Garibay hizo lo
propio y entrambos atendieron al hombre que pedía confesión tozudamente
viendo que por la herida se le iba la vida.
—Llevémosle a mi casa —señaló
don Luis que, por haber recibido las órdenes menores, se sentía en cierto
modo obligado a ejercer la caridad con este pobre desconocido herido de
muerte en plena calle.
Tendido en el suelo de una de
las habitaciones de doña Luisa de Montoya, sobre un jergón de borra, yacía
don Gaspar, que se limitaba a asentir con la cabeza en señal de
agradecimiento y sudar copiosamente. Hubo gran alboroto en la escalera
cuando se supo lo ocurrido; acudieron vecinos de todos los rellanos
—mujeres en su mayoría— que no paraban de lamentarse y reprocharse el
escándalo que el suceso traería, así como la presencia de la justicia a no
mucho tardar.
En efecto, enseguida vino un
barbero cirujano de las guardas viejas de a caballo, don Sebastián Macías,
avisado por el menor de los Garibay, que a la vista de las heridas del
postrado torció el gesto con cara de preocupación; también acudió el clérigo
don Pablo Bravo de Sotomayor, que le tomó confesión general para cumplir con
uno de sus deseos y prepararlo a bien morir. Por último, al alba llegó el
juez de casa y corte don Cristóbal de Villarroel acompañado por dos
corchetes de la Audiencia. Después de reconocer al herido, empezó a tomarle
declaración muy por menudo aunque, ya fuera por la mucha fiebre que tenía, o
por su mala conciencia, no dijo más que despropósitos manteniéndose terne en
ocultar el nombre de quien le había acuchillado, a pesar de ser público y
notorio su amancebamiento con Isabel Hernández, y que su marido había sido
visto huir del lugar de los hechos por la calle de los Manteros, donde tenía
posada Ezpeleta en casa de Juana Ruiz:
—Declare quién le acuchilló,
don Gaspar —le insistía el juez—, y que sea hecho preso inmediatamente.
Pero tenía sellados los
labios en nombre de un ridículo honor de caballero que había pisoteado miles
de veces, y tan sólo le dijo:
—Señor, quien me acuchilló lo
hizo en defensa de su honra, así que nada puedo decir.
El escribano Fernando de
Velasco se limitó a ir dando fe a todo lo que acontecía en aquel antro del
Rastro Nuevo, y visto que del moribundo poco se podía sacar, el juez mandó
dar una tregua a las pesquisas en espera de nuevos acontecimientos.
El día veintinueve, de
madrugada, entregó su alma a Dios, no sin antes recomendar miles de misas de
réquiem en la iglesia de San Francisco y hacer donación de sus escasos
bienes a las mujeres que le habían asistido en el trance final. Fue entonces
cuando el juez determinó dar en prisión a todos los vecinos del inmueble sin
consideración en rangos e hidalguías, desviando de esta forma la atención
del crimen que señalaba con toda claridad a su ayudante escribano, don
Melchor Galván, en venganza de su honor ultrajado. El gran Lope de Vega ya
lo había escenificado en varias comedias de capa y espada y era razón del
gusto común.
Comenzó don Cristóbal, el
juez, por interrogar a los ocupantes de la casa que eran muchos y prolijos,
aunque lo único que pudo sacar en claro es que allí no había nada que hacer.
No obstante, la habitante del desván, Isabel de Ayala, que ejercía de beata
en la iglesia de San Francisco, acusó a “las cervantas” de ser promiscuas y
recibir extraños amantes en su casa como eran el portugués Simón Méndez o el
genovés Agustín Raggio. Otra vecina, María Pérez andaba amancebada con el
caballero Diego de Miranda y ya había probado los cepos de la prisión..., de
manera que haciendo tabla rasa —pensó Villarroel—, y prendiendo a todos los
inquilinos del inmueble, la cosa quedaría definitivamente zanjada o, cuando
menos, se distraerían los dimes y diretes que andaban corriendo por el
vecindario sobre su amigo el escribano real.
Y
allí fue don Miguel, con su capa, su chapeo de halda ancha y su libro… Tres
días con sus noches las pasó en el lugar, no del todo mal gracias a los
buenos oficios del alcaide que le llevó a un rincón de la enfermería con
derecho a jergón y jofaina, y allí pudo dedicarse a su oficio predilecto:
fabular nuevas historias.
—¿Podría traerme recado de
escribir? —le pidió humildemente a don Policarpo.
—¡Desde luego! ¿Qué nueva
historia está componiendo, don Miguel?
—Amigo Velasco, si me guarda
el secreto se lo diré.
—Guardado está. Palabra de
castellano viejo.
—Pues pienso escribir una
novela picaresca en que se hable de estos hechos recientes puesta en boca de
dos perros, que ya se sabe son más leales y verdaderos que los humanos…
—A fe que no ha podido decir
mayor verdad.
—Cipión y Berganza
se llamarán los canes, inquilinos del Hospital que hay junto a mi casa
del Rastro de los Carneros, ¿qué os parece?
—De perlas.
Cuando el primero de julio
vino la orden firmada por los cuatro jueces de la corte de que eran puestos
en libertad sin cargos todos los vecinos detenidos por don Cristóbal, el
propio don Policarpo se acercó a notificárselo:
—Don Miguel, deberá posponer
esa fábula de los perros para otro momento, porque hoy mismo es declarado
libre y sin cargos: aquí le traigo el oficio firmado por los jueces de la
Audiencia.
—Pues es una pena, amigo
Velasco, porque ya empezaba a encontrar familiares estos muros que vieron mi
padre y mi abuelo…
—¿Es cierto eso que decís?
—Desde luego. Mi abuelo Juan
y mi padre Rodrigo pasaron por esta escuela de facinerosos tiempo atrás,
inocentes de toda culpa como en mi caso porque, sepa vuestra merced, los
Cervantes siempre hemos sido mucho más ricos en penas y bullanguerías que en
doblones y honores.
—¡Por los clavos de Cristo
que no puedo creerlo!
—Pues ya lo ve. Bien claro lo
dice el refrán: «pleitos tengas…»
—«¡Y los ganes!» —replicó el
otro.
Don Miguel sonrió al alcaide
y, sin más demora, se caló el chapeo, requirió su capa, tomó su libro,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada…
© Pedro Sanz
Lallana 2005
Blog
de Pedro Sanz
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