Pedro Sanz

 

 

 

 

Pleitos tengas...

«¡Socorredme, vecinos, por caridad, que me han muerto!», gritaba alguien rasgando el silencio de la cálida noche vallisoletana. Y luego, más quedo: «Confesión, voto a Cristo, confesión».

A las voces, los perros se enzarzaron en una algarabía de ladridos que despertaron  a la vecindad. Enseguida se vieron candelas encendidas y luces en las ventanas del Rastro de los Carneros; Isabel de Saavedra fue de las primeras en asomarse y ver que, junto a la puerta del mesón sito en el portal de su casa, un hombre tendido se agarraba con ambas manos el bajo vientre. «Me han muerto, me han muerto —repetía quejumbroso—, por Dios, acorredme, vecinos». 

Policarpo Velasco no podía dar crédito a sus ojos cuando, al hacer la obligatoria ronda vespertina por las celdas de prevención, se encontró con el caballero:

—Por vida mía, ¿qué hace aquí vuestra merced, don Miguel?

El aludido levantó la vista del libro que tenía entre las manos y la dejó caer pausadamente sobre la figura del alcaide de las prisiones de la Real Audiencia y Chancillería de Valladolid, hombre de porte sereno y habla enérgica. En un banco de madera, a la espera de ser llamado para ingresos, estaba don Miguel de Cervantes, escritor de fama y escasa fortuna,  leyendo su último libro aparecido hacía escasamente medio año: la genial historia del Hidalgo don Quijote de la Mancha, que todavía olía a tinta fresca.

—Ya ve, amigo Velasco, reveses de la fortuna, que dicen los clásicos.

—Desde luego, don Miguel. Sí, he tenido noticia del suceso que acaeció junto al Matadero de la Villa, el barrio donde vive vuestra merced, ¿pero cómo es que un hidalgo de su calidad puede andar mezclado entre los jayanes de la peor ralea de este reino? Hágame el favor, don Miguel, véngase conmigo que le buscaré mejor acomodo dentro de este purgatorio miserable.

—No se acongoje, don Policarpo, que no es la primera vez que me veo en semejante aprieto. En fin, si vuestra merced insiste...

            —Debe de tratarse de un error —le interrumpió el alcaide—, ¡por los clavos de Cristo, don Miguel preso como un vulgar ladrón!

Agradeció el gesto de la autoridad el caballero con una leve inclinación de cabeza; recogió el sombrero, su capa, el libro que estaba leyendo e, inmediatamente, preguntó por el resto de los detenidos que habían venido con él a la trena: su hija Isabel, su hermana Andrea, la familia  de los Garibay…, parientes y vecinos mandados a prisión en tropel por la venalidad del juez de casa y corte don Cristóbal de Villarroel que no se paró en barras e implicó a media vecindad en un asesinato pregonado hacía tiempo, a sabiendas de que eran inocentes; todo por amparar a su amigo y fiel servidor, el escribano don Melchor Galván que, ofuscado por los celos y puesta su fama en candelero, arremetió, estoque en mano, contra un calavera chulesco llamado don Gaspar de Ezpeleta. 

Este caballero era un belitre contumaz, soldado de fortuna y amigo de cuernos ajenos, que había servido al rey en Flandes, peleado en Ostende, pasado hambre en Corella y vapuleo en París, donde salvó el cuero de milagro gracias a los buenos oficios del Condestable de Castilla que le libró de la quema. Y viendo que la vida le maltrataba más de lo razonable, dedujo que era mucho más interesante vivir del sablazo en la corte que de la espada en los ejércitos de su majestad, de manera que se vino cuando el duque de Lerma trasladó a Felipe III y real familia a Valladolid, arrastrando con ella el mentidero en pleno de las gradas de San Felipe hasta las oreadas riberas del Pisuerga.

Casa de Cervantes en ValladolidEn este trasiego de personas, bienes muebles, animales y carros, uno de los recién llegados fue, precisamente, don Miguel de Cervantes a la husma de la nobleza, que por andar escaso de caudal se vio forzado a alquilar casa nueva en las afueras de la ciudad, en el llamado Rastro de los Carneros, junto a la Puerta de Argales, lugar y vecindario de no muy buena reputación, porque hasta no cobrar los mil quinientos reales de plata prometidos  por Francisco Robles a costa de la publicación de su novela, sus recursos contantes eran más bien escasos y las penurias económicas muchas.

Amigo íntimo del marqués de Falces, no había juego de cañas, partida de naipes o corrida de toros en que don Gaspar de Ezpeleta no participara, incluso haciendo el ridículo, como dejó constancia el excelente poeta y futuro capellán de su majestad don Luis de Góngora que le dedicó este piropo:

Cantemos a la jineta

y lloremos a la brida:

la vergonzosa caída

de don Gaspar de Ezpeleta…

Y como aquí se suele decir que ancha es Castilla, encontró terreno abonado para sus  picardías y lances amorosos que no reparaban en solteras o casadas, monjas o novicias, y fue a fijarse en Inés Hernández, esposa del escribano real don Melchor Galván, hombre consentidor aunque con malas pulgas, amigo del juez Villarroel, que tenía su oficio junto a la iglesia de San Salvador.

Era esta Inés mujer de largo historial putañero, que encontró alivio a sus ansias uterinas con el caballero Ezpeleta, llegando al extremo de perder el juicio por él, entregándole algunos dineros y hasta los anillos de boda que el pundonoroso de su marido, don Melchor, le regalara en prenda de su corazón. Las malas lenguas y el deshonor hicieron el resto, así que el desastre estaba servido. 

Fue la noche del 27 de junio del año del Señor de 1605. Don Gaspar había cenado en la grata compañía de su amigo don Diego de Croy, marqués de Falces, capitán de los arqueros reales, y le pidió a su criado —que aunque pobre gozaba de ciertos privilegios por ser caballero del hábito de Santiago, cruz que lucía en el pecho del jubón— que le prestara su capa para ir de ronda a lo pícaro y evitar ser reconocido, pero que le trajera su espadín de noche y un broquel, «que en las sombras nunca se sabe con quien te puedes topar habiendo tanto marido cornudo suelto…», decía entre risas a su amigo.

Al fin, se despidieron los dos caballeros y dio licencia a su criado Francisco de Camporredondo para que se recogiera él solo, ya que le apetecía ir de caza nocturna. Y tuvo suerte, porque a poco de andar embozado junto a la Puerta de Argales, vio llegar a una mujer que iba por agua a la fuente de las Arcas Reales, lugar de cita de las aguaderas del barrio y mozas de partido que gustaban hacer el pilón. Le faltó tiempo para abordarla y enumerar las delicias que su arte amorosa encontraría escondidas en el famoso monte de Venus

«Vete de ahí, pícaro asqueroso» fue la respuesta de Isabel de Islallana a los retóricos requiebros del caballero Ezpeleta según confesara al juez al día siguiente. Pero no por eso se desanimó el nocherniego; al contrario, comenzó a deambular por los alrededores del puente sobre el Esgueva que quedaba frente a casa de “las cervantas” —como eran llamadas las mujeres que vivían con don Miguel—, aprovechando la oscuridad de las calles por la ausencia de hornacinas con santos o vírgenes, que no se encontraba ninguna hasta los aledaños del Hospital de la Resurrección o la puerta de Santisteban.

De pronto se perfiló una sombra que venía por el Rastro Viejo dirección al puente. Era un hombre embozado, de pequeña estatura, vestido de negro, con valona blanca al cuello y capa terciada al hombro dejando visible la cazoleta de su espada, como dispuesto a reñir. La sombra avanzó decidida, pasó el Esgueva y se vino derecho hacia donde estaba Ezpeleta que se había retraído prudentemente en las sombras para evitar el ser visto; de nada le sirvió el gesto porque cuando estuvo a unos pasos de él le dijo con voz firme:

—¿Es vuacé don Gaspar de Ezpeleta?

Se vio muy sorprendido el hombre de que alguien le reconociera, envuelto como iba con la capa de su criado.

—¿Quién lo pregunta?

—Yo.

—¿Quién es “yo”, si no es molestia?

—Un marido deshonrado.

—Acabáramos: vuacé es un marido cornudo que busca que le acuchille...

—A fe mía que será lo último que haga en esta vida.

El deshonrado, sin vacilar un instante, desenvainó una herreruza de amplios gavilanes que arrancó destellos de acero en la noche de luna llena al tajar el aire con sendos mandobles. Por el gesto era inconfundible que se iban a acuchillar sin piedad. Ezpeleta se vio sorprendido por la resolución de su adversario, al que reconoció de inmediato, y no esperaba semejante fiereza en él.

—¡Don Melchor, téngase, por Dios! —le dijo casi en un ruego—, que no repararé.

—En guardia, don Gaspar; la honra es asunto de mérito que pide sea lavada con sangre, lo sabéis muy bien, y es tiempo de hacerlo.

—Dejaos de comedias a estas horas de la noche…

—No son comedias las que vengo a dar, vive Dios, sino estocadas.

El escribano no estaba para farsas, era evidente; avanzó con resolución obligando a Ezpeleta a retroceder unos pasos mientras trataba en vano de sacar su estoque que traía en un hermoso tahalí de cuero repujado;  la sorpresa, o la precipitación, hicieron que bajara la guardia y olvidara el broquel que llevaba en su mano izquierda facilitando que Melchor Galván, el hombre de negro, embistiera con furia enviándole un formidable tajo que le alcanzó en pleno vientre, dejando el tiempo justo para que exclamara: «¡Jesús!» al sentir un palmo de acero en las entrañas y llevarse instintivamente las manos a la herida, lo que permitió que le acuchillara de nuevo en el brazo empapándole la camisa y el jubón con sangre caliente.

—Me ha muerto… —se dijo con ojos extraviados, sorprendidos.

—Con esto estoy servido —añadió el otro mientras envainaba y desaparecía tragado por las sombras que proyectaba la torre del Hospital de la Resurrección, camino de la calle de los Manteros.

Fueron estas las últimas palabras que oyera don Gaspar de su adversario; estaba malherido y la sangre le salía a borbotones del brazo y bajo vientre. Se amostazó contra la pared de la casa, junto a la puerta del mesón que a estas horas estaba cerrado, y empezó a gritar con la esperanza de que algún trasnochador le acorriese en tan apurado trance.

Don Miguel de Cervantes, avisado por su hija, fue de los primeros en pedir un farol para bajar a la calle y enterarse de lo que ocurría; su vecino, don Luis de Garibay hizo lo propio y entrambos atendieron al hombre que pedía confesión tozudamente viendo que por la herida se le iba la vida.

—Llevémosle a mi casa —señaló don Luis que, por haber recibido las órdenes menores, se sentía en cierto modo obligado a ejercer la caridad con este pobre desconocido herido de muerte en plena calle.

Tendido en el suelo de una de las habitaciones de doña Luisa de Montoya, sobre un jergón de borra, yacía don Gaspar, que se limitaba a asentir con la cabeza en señal de agradecimiento y sudar copiosamente. Hubo gran alboroto en la escalera cuando se supo lo ocurrido; acudieron vecinos de  todos los rellanos —mujeres en su mayoría— que no paraban de lamentarse y reprocharse el escándalo que el suceso traería, así como la presencia de la justicia a no mucho tardar.

En efecto, enseguida vino un barbero cirujano de las guardas viejas de a caballo, don Sebastián Macías, avisado por el menor de los Garibay, que a la vista de las heridas del postrado torció el gesto con cara de preocupación; también acudió el clérigo don Pablo Bravo de Sotomayor, que le tomó confesión general para cumplir con uno de sus deseos y prepararlo a bien morir. Por último, al alba llegó el juez de casa y corte don Cristóbal de Villarroel acompañado por dos corchetes de la Audiencia. Después de reconocer al herido, empezó a tomarle declaración muy por menudo aunque, ya fuera por la mucha fiebre que tenía, o por su mala conciencia, no dijo más que despropósitos manteniéndose terne en ocultar el nombre de quien le había acuchillado, a pesar de ser público y notorio su amancebamiento con Isabel Hernández,  y que su marido había sido visto huir del lugar de los hechos por la calle de los Manteros, donde tenía posada Ezpeleta en casa de Juana Ruiz:

—Declare quién le acuchilló, don Gaspar —le insistía el juez—, y que sea hecho preso inmediatamente.

Pero tenía sellados los labios en nombre de un ridículo honor de caballero que había pisoteado miles de veces, y tan sólo le dijo:

—Señor, quien me acuchilló lo hizo en defensa de su honra, así que nada puedo decir.

El escribano Fernando de Velasco se limitó a ir dando fe a todo lo que acontecía en aquel antro del Rastro Nuevo, y visto que del moribundo poco se podía sacar, el juez mandó dar una tregua a las pesquisas en espera de nuevos acontecimientos.

El día veintinueve, de madrugada, entregó su alma a Dios, no sin antes recomendar miles de misas de réquiem en la iglesia de San Francisco y hacer donación de sus escasos bienes a las mujeres que le habían asistido en el trance final. Fue entonces cuando el juez determinó dar en prisión a todos los vecinos del inmueble sin consideración en rangos e hidalguías, desviando de esta forma la atención  del crimen que señalaba con toda claridad a su ayudante escribano, don Melchor Galván, en venganza de su honor ultrajado. El gran Lope de Vega ya lo había escenificado en varias comedias de capa y espada y era razón del gusto común.

Comenzó don Cristóbal, el juez, por interrogar a los ocupantes de la casa que eran muchos y prolijos, aunque lo único que pudo sacar en claro es que allí no había nada que hacer. No obstante, la habitante del desván, Isabel de Ayala, que ejercía de beata en la iglesia de San Francisco, acusó a “las cervantas” de ser promiscuas y recibir extraños amantes en su casa como eran el portugués Simón Méndez o el genovés Agustín Raggio. Otra vecina, María Pérez andaba amancebada con el caballero Diego de Miranda y ya había probado los cepos de la prisión..., de manera que haciendo tabla rasa —pensó Villarroel—, y prendiendo a todos los inquilinos del inmueble, la cosa quedaría definitivamente zanjada o, cuando menos, se distraerían los dimes y diretes que andaban corriendo por el vecindario sobre su amigo el escribano real. 

Y allí fue don Miguel, con su capa, su chapeo de halda ancha y su libro… Tres días con sus noches las pasó en el lugar, no del todo mal gracias a los buenos oficios del alcaide que le llevó a un rincón de la enfermería con derecho a jergón y jofaina, y allí pudo dedicarse a su oficio predilecto: fabular nuevas historias.

—¿Podría traerme recado de escribir? —le pidió humildemente a don Policarpo.

—¡Desde luego! ¿Qué nueva historia está componiendo, don Miguel?

—Amigo Velasco, si me guarda el secreto se lo diré.

—Guardado está. Palabra de castellano viejo.

—Pues pienso escribir una novela picaresca en que se hable de estos hechos recientes puesta en boca de dos perros, que ya se sabe son más leales y verdaderos que los humanos…

—A fe que no ha podido decir mayor verdad.

Cipión y Berganza se llamarán los canes, inquilinos del Hospital que hay junto a mi casa del Rastro de los Carneros, ¿qué os parece?

—De perlas.

 Cuando el primero de julio vino la orden firmada por los cuatro jueces de la corte de que eran puestos en libertad sin cargos todos los vecinos detenidos por don Cristóbal, el propio don Policarpo se acercó a notificárselo:

—Don Miguel, deberá posponer esa fábula de los perros para otro momento, porque hoy mismo es declarado libre y sin cargos: aquí le traigo el oficio firmado por los jueces de la Audiencia.

—Pues es una pena, amigo Velasco, porque ya empezaba a encontrar familiares estos muros que vieron mi padre y mi abuelo…

—¿Es cierto eso que decís?

—Desde luego. Mi abuelo Juan y mi padre Rodrigo pasaron por esta escuela de facinerosos tiempo atrás, inocentes de toda culpa como en mi caso porque, sepa vuestra merced, los Cervantes siempre hemos sido mucho más ricos en penas y bullanguerías que en doblones y honores.

—¡Por los clavos de Cristo que no puedo creerlo!

—Pues ya lo ve. Bien claro lo dice el refrán: «pleitos tengas…»

—«¡Y los ganes!» —replicó el otro.

Don Miguel sonrió al alcaide y, sin más demora, se caló el chapeo, requirió su capa,  tomó su libro, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada…

© Pedro Sanz Lallana 2005
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