relato
a cuatro manos
"La hora de la
mujer"
Decir que ha
llegado “la hora de la mujer” es poner una tremenda falacia en boca de quien
lo afirme, porque la verdadera hora de la mujer no ha llegado nunca, “es
siempre”. No hay más que asomarse a la historia para encontrar centenares de
ejemplos.
Al menos eso
nos ha parecido a mi amigo Jacky Dupont y a mí, que se nos ocurrió este
verano partir de un modelo intemporal —retrato de la mujer fuerte— para
crear dos protagonistas muy semejantes en lo circunstancial y en la
metodología de sus venganzas: hablo de
LOLA CULEBRAS
(soriana de 1800) y JEANNE
COULEUVRE
(Cévenole de
1700, Francia), ambas son reflejo fiel de lo que hay que hacer cuando las
cosas se tuercen.
Lola Culebras
(Pedro Sanz L.)
Dicen que en la soledad de su
alcoba, o en las tardes recoletas de lluvia, solía llevarse la mano a la
sien con la delicadeza de quien examinara una seda antigua o un libro de
horas para sentir su latido. Era un gesto instintivo que la transportaba a
un tiempo pasado en que para ella todo tenía un significado expectante y
carnal. Ella, que todavía gozaba de un cuerpo glorioso, ojos garzos, corazón
tierno y llamaban Lola Culebras.
Lo de “Culebras” le vino porque
nació con una mancha culebrina en la frente, a la altura del ojo izquierdo,
singular y palpitante, que tomaba vida propia cuando se entregaba a
fantasías lascivas o gozaba del amor.
Su madre atribuyó esta mancha de la
sien al hecho de haber tenido sueños procaces durante el embarazo. En
cambio, la abuela pensó que era consecuencia de haber andado por las riberas
del Duero y pisado algún escuerzo, cosa singular que haría de Lola una
elegida entre las mujeres y una diosa entre los hombres a los que habría de
domeñar. El padre, arriero de profesión, andaba ocupado con sus yuntas por
la raya de Portugal y nada supo de la preñez de su mujer hasta volver a casa
en el invierno siguiente.
Lola creció en las laderas de Urbión
con ese pasmo carnal que resudan las potras salvajes. El angioma de la
frente le viraba del cárdeno al garnacha según las estaciones y los
encuentros, de manera que podía saberse el resultado de una cita con sólo
observar el latir de su culebrilla. Tuvo sus primeros escarceos amorosos
apenas le despuntaron los pechos, resultando ser una maestra precoz en el
arte de la seducción, maestría que quedó patente cuando se enfrentó al
Rubio, un vecino de buena talla que soñaba con llevar el uniforme de
gastador de la guardia real, porque cuando se le entregó en la soledad de
aquel desván la culebrilla tomó un tinte bermellón que nunca jamás volvería
a tomar con hombre alguno. Pero fue a raíz de la muerte del muchacho en una
refriega con los dragones franceses del capitán Deschamps que vino a
incendiar Vinuesa cuando decidió olvidarse de su cuerpo y luchar por la
causa para vengar la memoria del joven guerrillero: «memoria que me
perseguirá hasta que la ahogue en sangre», se dijo.
Un indiano rico de Molinos se
encaprichó de su aire y le propuso matrimoniar. Y aunque había entre ellos
una importante diferencia de edad, la culebrilla le latió pausadamente,
cárdena, cuando le dijo que sí.
—Abramos una posada en Villaverde
—le pidió como regalo de bodas—, al pie de la carretera, para atender a los
arrieros que vayan de paso.
—Una posada y el cielo que me
pidieras te daría... —le respondió el marido a quien sobraban doblones para
comprar lo que quisiera y razones bastantes para complacerla.
—“Mesón del Ángel” se llamará.
—Lo que tú digas.
No era vana la esperanza de Lola de
vengar al Rubio en la piel de sus enemigos cuando los tuviera al alcance de
la mano; el mesón sería el cebo estratégicamente situado en el real camino
de Soria a Burgos, paso obligado para todo aquel que viniendo de Aragón o
Navarra quisiera adentrarse en el corazón de Castilla. Traería mozas de
partido que sirvieran las mesas e hicieran de la noche una hoguera en cada
jergón, y esperaría tranquilamente el paso de los soldados franceses siempre
sedientos de vino y rijo. Mientras tanto, ella sería la reina de aquella
corte, la maîtresse del mejor burdel de Soria.
A veces, cuando contemplaba en un
espejo la mancha tinta de su frente, le venía la figura del muchacho
enturbiada por la cara del capitán Deschamps, el carnicero del Batallón de
Numantinos en Almazán, el mismo que arrancó el corazón de su Ángel a las
puertas de Vinuesa, y ese recuerdo le hacía arder por dentro, segura como
estaba de que algún día habría de toparse con él y cobrarse la deuda. Cuando
su marido le sorprendía palpándose la sien le preguntaba:
—¿Te ocurre algo, Lola?
Ella respondía, a pesar del color y
los latidos de la culebrilla:
—Nada…, estaba pensando en ti.
Mentía.
Corrían tiempos de guerra, por lo
que el mesón de Lola era regularmente visitado por tropas de uno y otro
bando con resultado dispar: la guerrilla para abastecerse de lo necesario y
los franceses para descansar de la búsqueda inútil de emboscados en la
espesura del pinar.
Lola sabía contentar a unos y otros
con palabras y manjares, junto con el aliento carnal de sus cortesanas. Los
franceses pagaban bien, con monedas de plata: órdenes de Pepe Botella que
trataba de ganarse al pueblo con doblones para no crearse más enemigos de
los estrictamente necesarios.
A lo largo de la primavera de 1809
Lola se dedicó a tejer la fina tela de su venganza con la frialdad que
merecía el caso. Era cuestión de esperar el momento propicio sujetando el
corazón a la razón, el ansia a la astucia. Y la ocasión se presentó a
primeros de julio cuando un correo de la guerrilla le informó de que el
capitán Deschamps saldría de Soria con la intención de desbaratar una
importante reunión guerrillera de las partidas del cura Merino y el
Empecinado que tendría lugar en los montes de Hontoria. Lola pensó, y con
razón, que los franceses harían un alto en su mesón antes de adentrarse por
tierra de pinares.
La maîtresse y sus cortesanas se
aplicaron a ensayar los ardides más eficaces para dar el golpe definitivo al
enemigo. La víspera de la anunciada visita, Lola despachó a su marido con la
excusa de que faltaba vino para que se llegara hasta San Esteban y trajera
unas cubas de tempranillo. El indiano nada sospechó de las intenciones de su
mujer porque era ella quien llevaba la intendencia de la posada, aunque tuvo
la corazonada de que se aproximaba una catástrofe cuando supo que salían de
Soria tropas a tambor batiente dirección a Abejar.
Al atardecer del día 10 las
avanzadillas francesas dejaron ver sus penachos emplumados y sus gorros
peludos a la entrada del pueblo; hacía mucho calor; al verlos llegar, a Lola
se le encabritó la culebrilla de forma increíble porque la ocasión tan
largamente esperada estaba a punto de consumarse. Trescientos dragones del
emperador con el capitán Deschamps a la cabeza ocuparon el recinto con gran
aparato de sables, morriones y bayonetas. Unos arrieros que estaban de paso
en el mesón fueron expulsados sin contemplaciones. A medida que los soldados
ocupaban las estancias, un denso olor a cuervo fue impregnando el aire y
dicen que la sombra de la muerte se vio trepar por las tapias del recinto.
Lola lució aquella noche un hermoso
vestido de seda negra que solía ponerse en las grandes ocasiones; seda que
dejaba traslucir sus pechos rotundos y unas caderas insultantes. Ordenó a
las chicas que le imitaran:
—Poneos guapas, muchachas, el gasto
corre por cuenta de la casa.
Y el mesón entero resplandecía en
claridades de media noche con mujeres morenas de luna y ojos negros que
encendían deseos irresistibles en los hombres al primer requiebro.
Tras la pitanza de cordero asado y
pichón en escabeche, apareció una guitarra que alejó las sombras con
chaconas y fandanguillos; el vino de la ribera del Duero corría templando
penas de los soldados aunque Lola mantenía el corazón frío como un témpano
buscando el momento de consumar su venganza.
—Arriba tengo una cama para ti...
—dejó caer la frase y su cuerpo entre los brazos del capitán que, ciego por
gustar el fruto prohibido del paraíso serrano, no supo aventar el centenar
de guerrilleros que se venían a galope tendido desde Cabrejas buscando donde
apagar su sed.
En aquella alcoba de la parte alta
de la casa hubo una cabalgada salvaje, larga y fiera. Mientras hombre y
mujer se batían entre el amor y la muerte, en los dominios del mesón
guerrilleros armados de albaceteñas desjarretaban carne fresca de soldado
sorprendido en brazos de mujer o del vino. Fue grande la masacre, tanta que
la sangre corría espesa por los relejes del patio. Y cuando todo quedó en
silencio, apareció Lola, majestuosa, despeinada, en lo alto de la escalera,
la seda desgarrada y un corazón chorreando sangre caliente en la mano:
—Gracias por venir —le dijo al
Empecinado al tiempo que le mostraba su botín—.
Me he cobrado una antigua deuda...
—A fe mía que vale su peso en oro
—respondió el capitán guerrillero señalando el trofeo, y añadió—: sería
bueno meter fuego a todo esto para evitar el entierro...
Cuando volvió el indiano con las
cubas, tan sólo quedaban los restos humeantes de lo que fuera el “Mesón del
Ángel”, su casa. Lola le explicó a grandes rasgos el porqué de su ausencia.
El hombre lamentó la pérdida, pero aceptó el daño porque eran tiempos de
guerra.
Cuentan que huyeron a América en un
velero portugués dejando atrás una España desolada y triste; y que, a la
muerte de su marido en una balacera, Lola pasó a regentar un lupanar en la
ciudad de Jalisco propiedad de un rico ranchero, famoso en toda la comarca
por sus bellas hembras y sus mariachis, donde aseguran que respondía cuando
alguno le ofrecía rendido su corazón: «No te hagas ilusiones, chamaco, el
corazón de un hombre no es mayor que esto», y mostraba un puño cerrado.
Entonces, en la soledad de su
alcoba, o en las tardes de lluvia, dicen que se palpaba la sien y sentía el
fresco aleteo de un ángel que venía de lejos, de los montes de Vinuesa.
Jeanne Couleuvre
(Versión francesa por
Jacky Dupont*)
On dit que, vers la fin de
sa vie, dans la solitude de sa chambre, les soirs de pluie, elle avait pour
coutume de lever la main vers sa tempe droite, et, tout près du sourcil,
d’effleurer sa peau avec la délicatesse de quelqu’un qui tâterait un tissu
de vieille soie ou un missel parcheminé. Là, elle sentait battre sa
couleuvre. C’était un geste instinctif qui la transportait dans le passé où,
pour elle, qui jouissait encore d’un corps flatteur et d’un regard
provocant, tout avait une signification voluptueuse et charnelle.
Elle était née avec une
tache sur la tempe droite en forme de serpent, tout près de l’œil que
prenait vie quand elle s’abandonnait dans des attitudes lascives ou quand
elle faisait l’amour. Les Cévenols la surnommèrent : Jeanne Couleuvre.
Sa mère avait attribué cet
angiome au fait qu’elle avait eu de violents rêves érotiques pendant sa
grossesse. La grand-mère paternelle, en revanche, pensait que sa bru avait
dû écraser, avant la naissance, quelque salamandre, crapaud ou serpent, en
se promenant sur les bords du Gardon. Cette excentricité de la nature avait
fait d’elle une élue parmi les femmes et une déesse née pour ensorceler les
hommes.
Jeanne grandit sur les
versants sud des Cévennes, libre et insouciante comme pouliche sauvage.
Selon les saisons et les rencontres, son angiome passait du vermillon au
carmin de sorte qu’il était possible de se rendre compte de ses émotions par
la seule observation des battements et de la couleur de sa “couleuvrette”.
Quand la fillette connut
ses premières aventures amoureuses, ses seins pointaient à peine. Plus tard,
elle s’affirma comme une experte dans l’art de la séduction. Cette maestria
atteignit son apogée le jour où, sur la paille d’un grenier, elle livra sa
charnelle générosité à son jeune voisin, Àngel, un blondinet de haute taille
et de prolifique virilité. Ce soir là, la “couleuvrette” prit une teinte
cramoisie qu’elle n’avait jamais connue et qu’elle ne devait plus jamais
afficher avec aucun autre homme. Malheureusement pour notre jeune amazone,
le mâle de sa vie devait mourir quelques jours plus tard, abattu par les
dragons de Louis XIV venu incendier le hameau sur les ordres du capitaine
Villier.
― Ce meurtre sera lavé
dans le sang ! dit Jeanne.
Pour ce faire, elle décida
de freiner les pulsions de sa libido et de se consacrer à la lutte contre
les envahisseurs venus du Nord.
Un riche commerçant
alésien s’enticha de sa grâce et de ses formes généreuses et la demanda en
mariage. Bien qu’il y eut entre eux une forte différence d’âge, la jeune
fille accepta sans que la “couleuvrette” ne se mît à battre ou à changer de
couleur.
― Et si nous ouvrions une
auberge à Vézénobres, au bord de la route, pour servir les charretiers et
les muletiers, dit-elle à son mari.
Ce dernier ne savait rien
lui refuser :
― Une auberge et la lune,
si tu me le demandes.
― Nous l’appellerons :
“l’Ostau dal Àngel”, affirma-t-elle sans consulter son époux.
Dans l’esprit de Jeanne,
“la Maison de l’Ange” devait être la trappe dans laquelle tomberaient ses
ennemis. Stratégiquement bien située, sur la route de Nîmes à Alès, elle
devait être un passage obligé pour les dragons qui, en garnison dans la
vieille cité romaine, devaient se rendre dans les Cévennes pour persécuter
les Huguenots.
«On n’attrape pas les
mouches avec du vinaigre», se dit Jeanne. Pour que la soldatesque tombât
dans le traquenard qu’elle aspirait à leur tendre, il lui fallait des filles
afin que chaque lit de “la Maison de l’Ange” fût un bûcher de jouissances.
Le piège était tendu, il
suffisait d’attendre les dragons assoiffés de vin et de sexe. Entre temps,
Jeanne serait la reine de cette cour de plaisir.
― Nous allons vendre du
bonheur ! expliqua-t-elle à son époux qui s’offusquait quelque peu de la
tournure que prenaient les événements.
― Du bonheur tu entends ?
N’est-ce pas formidable ? renchérissait-elle.
Parfois, quand elle
examinait dans un miroir la tache de sa tempe, l’image du blondinet lui
apparaissait sur le fond étamé de la glace, beau visage que venait aussitôt
troubler le faciès disgracieux du capitaine Villier, celui-là même qui lui
avait arraché son Cœur. Alors, tout son angiome entrait en ébullition.
Surpris, son mari lui demandait :
― À qui pensais-tu ?
― Je pensais à toi,
mentait-elle.
En ces temps de guerre,
l’auberge était régulièrement fréquentée par les troupes des deux partis.
Les camisards de Jean Cavalier qui passaient prendre des informations et les
dragons du Comte de Broglie qui venaient se reposer de leurs trop souvent
infructueuses recherches dans les châtaigneraies cévenoles. Jeanne avait le
don de contenter les uns et les autres avec des mets et des mots
diplomatiques auxquels venaient s’ajouter les haleines charnelles de ses
courtisanes. Les dragons payaient bien avec des écus d’argent, suivant les
ordres du Comte de Broglie qui essayait ainsi de gagner le peuple à sa
cause.
Tout au long du printemps
1703, Jeanne se consacra à tisser la fine trame de sa vengeance avec un
flegme imperturbable et une courtoisie dans les propos qui lui permettaient
d’obtenir des renseignements sur les mouvements de troupes.
L’occasion se présenta au
début du mois de juillet quand un jeune lieutenant des dragons lui annonça
que le capitaine Villier quitterait Nîmes le mardi suivant avec la ferme
intention de faire escale dans “la Maison de l’Ange”, auberge sur laquelle
il avait obtenu de chaleureuses références.
Le lundi, veille de la
visite annoncée, Jeanne envoya son époux chercher du vin dans la vallée du
Rhône, prétextant qu’avec la beuverie du lendemain, les tonneaux allaient se
vider et qu’un bon commerce devait être toujours bien achalandé.
Le mardi, en fin
d’après-midi, le soleil encore haut fait briller les premiers casques
empanachés des troupes royales qui apparaissent au bout de la longue ligne
droite précédant le village. Les dragons arrivent volubiles et joyeux
enveloppés dans un arc de triomphe de poussière.
Il fait chaud. En les
apercevant au loin, la “couleuvrette” de Jeanne se cabre. Il y a tellement
longtemps qu’elle attend ce jour. Trois cents soldats du Roi se présentent
devant l’auberge, saluent la patronne et envahissent la cour. On parque les
chevaux et on les “arribe” de foin et d’avoine. Les anciens racontèrent plus
tard qu’à ce moment là, vers le couchant, un long nuage couleur d’ébène
passa devant le soleil et que l’ombre de la mort escalada les hautes
murailles de la cour et, malgré la chaleur de juillet, fit frissonner les
dragons.
― Faites-vous belles ! a
ordonné Jeanne à ses filles. Aujourd’hui est un grand jour de fête, ne
regardez pas à la dépense !
Elle porte une très belle
robe de soie noire qu’elle ne met que pour les grandes occasions. Le fin
tissu se tend sous la pression des seins puis ondoie et se moire en
cascadant vers les hanches.
Quand les soldats entrent
dans la salle principale de l’auberge, une foule de jeunes femmes descend le
large escalier. Leur regard de braise fait brûler de désir les yeux des
hommes du capitaine Villier.
― Ce soir, je veux que
tous mes tonneaux soient vides ! lance Jeanne.
Il s’ensuit un hourrah
général. L’auberge bourdonne. On passe à table : pigeons aux lentilles et
agneaux grillés.
Deux musiciens
apparaissent. Flûte et cabrette, bourrées et menuets effacent les dernières
retenues, les dernières ombres et délient les langues et les mains.
Le sourire chaud mais le
cœur froid, Jeanne contemple ce spectacle dont elle a elle-même créé la mise
en scène : introduction à la tragédie frisant la perfection, scénario bien
façonné, plus vraie que tout ce qu’elle avait pu imaginer dans ses calculs
les plus obsessionnels. Le sang va couler à flot, elle en est profondément
persuadée.
― En haut, j’ai un lit
pour toi, suggère-t-elle au capitaine Villier en même temps qu’elle se
laisse tomber dans ses bras.
Villier est aux anges. Ses
lèvres se posent goulûment sur le décolleté de la robe de soie noire. Ébloui
par les fruits défendus de l’éden cévenol, assourdi par le bourdonnement de
la soldatesque qui se vautre sur les filles, il ne peut entendre l’armée
huguenote qui arrive ventre à terre. Par dizaines, les camisards armés
jusqu’aux dents, poignards, faucilles et pistolets, font irruption dans la
salle, dans les chambres.
Surpris dans les bras des
femmes ou dans ceux du vin, les dragons abandonnent leur gorge aux lames
habiles. On tranche les carotides, le sang jaillit à flot et coule jusqu’aux
caniveaux de la cour. C’est un carnage, une tuerie sans précédent. Quelques
trois cents soldats du Roi éliminés en quelques minutes.
Maintenant, le silence est
revenu. Jeanne apparaît en haut de l’escalier, silhouette sombre sur mur
blanc. La robe de soie noire, déchirée, laisse voir un de ses seins. Elle
lève un de ses bras au bout duquel, dans une main sanguinolente les soldats
huguenots peuvent voir un cœur encore chaud.
― Merci d’être venu !
dit-elle à Cavalier tout en lui montrant son butin. Je viens d’encaisser une
vieille dette.
― Il vaut son pesant
d’or ! répond le chef camisard. Excusez-nous pour le désordre mais nous
devons partir… Nous ne prendrons que la moitié des chevaux.
― Prenez-les tous, vous le
méritez bien.
La même nuit des troupes
royales arrivèrent d’Alès et incendièrent l’auberge.
Quand, le lendemain vers
midi l’époux arriva avec ses tonneaux pleins, Jeanne courut à sa rencontre
pour lui éviter ce spectacle de désolation.
―Je savais qu’une bataille
se préparait, lui dit-elle en l’embrassant. J’ai voulu te mettre à l’abri,
chéri.
Il regarda sa femme avec
des yeux étonnés et, curieusement, c’était la première fois qu’il voyait
battre sa “couleuvrette”.
*Jacky Dupont,
escritor francés, autor entre otros libros: Chroniques et légéndes du
Vidourle.
© Pedro Sanz
Lallana et Jacky Dupont, 2005
Blog
de Pedro Sanz
|