relato
Viajar en la "exclusiva"
Celso Sanquirico, hombre de probado buen criterio, solía decir que eso de
viajar no iba con él porque «como en casa, en ninguna parte», y que prefería
estarse junto a la lumbre
cavilando sobre las cosas de la vida.
Nuestro amigo era natural de Peralejos de la Fuente, pueblo hoy deshabitado
de la estepa soriana, que gozó de cierto renombre cuando el marqués de la
Ensenada lo incluyó en su Catastro con comentarios tan elogiosos como que
era abundoso en cereales, amenos parajes regados por arroyo truchero y
productor de unas excelentes peras de invierno. Llegó a contar con 105
almas, coqueta iglesia barroca, rollo gótico en el centro de una plaza
porticada y fuente con cuatro caños de un agua finísima: elementos que en su
conjunto hacían del lugar un rincón gustoso para llevar una vida sin
sobresaltos y una vejez sosegada.
Claro que hablamos de otros tiempos; porque siendo Celso viejo las peras
habían desaparecido de las huertas, las truchas
habían sido sustituidas por congelados
y la población, presa del desaliento, se veía reducida a un puñado de
vecinos que afrontaban con resignación cristiana el abandono y la soledad,
quedando las estaciones del año y la vieja “exclusiva”
como
las únicas señales vivas que puntualmente
venían de
fuera.
Acomodado en una piedra sillar, que a fuerza de culera y pana iba tomando la
forma de su persona, Celso solía contemplar desde un altozano el
atardecer, deteniendo la vista en la sucesión interminable de lomas que se
pierden por los aledaños de
Villafría
y
en el camino blanco que serpea a sus pies, cordón umbilical que une a su
pueblo con el resto del planeta. En tales circunstancias, se sentía el
centro del universo y pensaba que, aunque propendiera al pesimismo, el mundo
estaba bien hecho, ¡qué caramba!
Y
de pronto, descubre un penacho de polvo que viene repechándose por entre las
colinas y un resoplar de animal herido: «Ahí está —le dice a Segismundo—:
nos vamos». El burro alza las orejas, agita el rabo y ambos se ponen en
camino dirección a la plaza, llegando casi a la par el autobús y ellos a la
base de la picota, que es donde tiene la parada.
A Celso y Segismundo les
gusta ir a recibir a los escasos viajeros que ocasionalmente vienen al
pueblo, y ser testigos de los ajuares que portan: cajas grandes de cartón
con pollitas ponedoras, malla de alambre para conejeras, alguna herramienta,
o lujos asiáticos como una televisión de cuernos o un anorak para el
invierno... Era un espectáculo gratuito que, a falta de otros, a Celso le
traía recuerdos de su último viaje a la capital, va para veinte años, cuando
volvió hecho un cristo, forrado de escayola, que fue cuando juró por lo más
sagrado que no se movería del pueblo para nada, a lo sumo cinco kilómetros a
la redonda: de Peralejos a Fuentecantos, y que el único medio de transporte
que iba a tolerar, Dios mediante, sería el burro: uno grande, zaino, de
mirada comprensiva y risa escandalosa que se acababa de comprar en Buitrago.
Y le faltó tiempo para presentarlo a sus amigos y bautizarlo como
“Segismundo”, detalle que celebró invitándoles a un trago.
—Que te he dicho miles de veces que no pongas nombres de santos a los
animales, Celso, por el amor de Dios —le reprendía don Tiberio, el cura, un
santo varón lleno de virtudes pero con un mal perder al tute que era de
escándalo— que eso no está bien.
—Mire usted, don Tiberio, en este pueblo los hay mucho más animales que mi
burro y todos llevan nombres cristianos..., así que no me venga con
sermones.
—Ya. La culpa no es del burro, sino de alguno que tiene menos conocimiento
que el animal pese a llevar boina...
—No me tire de la lengua, don Tiberio, que los bonetes hoy día no andan muy
sobrados de talento.
Siempre acababan mal, aunque la sangre jamás llegaba al río, entre otras
razones porque ambos eran buenos amigos e igual de cabezotas.
—¿Me acompañas mañana a Soria? —le preguntaba el cura buscando hacer las
paces.
—No.
La
primera ocasión en que Celso montó en la “exclusiva” todavía vestía
pantalón corto. Y fue por culpa de un maldito dolor de muelas. Su padre, al
ver la noche que les había dado, se lo llevó a Fuentecantos donde vivía un
sanador de fama reconocida que igual curaba las verrugas con saliva, como
rezaba unas letanías para evitar el pelo en las cabras paridas o regalaba
piedras loberas para la mordedura de perro. Fuentecantos era el pueblo de al
lado, cosa de un cuarto de hora de viaje, casi ni era necesario llevar
alforjas.
Nada más verle la cara aparatosamente protegida por un pañuelo, le dijo:
—Las muelas, ¿eh? Vamos a ver: abre la boca, majo.
El
Celso obedeció sin rechistar.
—¿Cuál es?
—Ga-guea-trás —dijo mientras le sujetaba la lengua.
—Ya la veo.
Dejó la palmatoria con que se alumbraba, tomó unas hebras de algodón y con
un palito confeccionó una especie de hisopo que impregnó en zotal y aplicó a
la caries.
—Abre bien, que esto quema —le dijo.
Al
notar el ácido, Celso dio un respingo de repugnancia, pero aguantó el tirón
estoicamente estrujando la mano de su padre. El dolor cesó de inmediato.
«Verlo para creerlo», dijo el padre cuando le preguntaron; pero ya le
advirtió el hombre:
—Será mejor que lo lleves al dentista: de aquí a una semana le volverá el
mal.
Y
regresaron al pueblo. Con el dolor apaciguado, al día siguiente se vistieron
de domingo, tomaron el autobús, un capazo para la comida y ¡hala!, a la
capital.
Era el mes de mayo y los ababoles pintaban el campo de rojo en remolinos
locos a medida que la exclusiva avanzaba por entre trigales verdes. Para el
niño Celso aquello era de una novedad mágica. Ver cómo los chopos se venían
ciegos hacia él y quedaban atrás perdiéndose en la lejanía: juró que de
mayor sería viajante, que nada le gustaría más que estar siempre de un lado
para otro viendo pueblos y gentes diferentes…
La
segunda ocasión de viajar le llegó justamente a los veinte años,
cuando entró en quintas. El día señalado le salieron a despedir algunos
mozos del pueblo que la noche anterior habían estado de farra con él y le
atosigaron a consejos: «A ver cómo te portas. Que tengas cuidado con las
mujeres, que son muy lagartonas, etc...» La única que no dijo nada fue la
Reme, una chica alta de ojos tristes y gesto lánguido que se quedó
observando detrás de una columna con un nudo en la garganta y una lágrima a
punto de rodar.
El
tener que viajar por fuerza hizo que se sintiera mal. Era la primera vez que
tomaba la exclusiva para irse de casa y no era como para ponerse a dar
saltos de alegría. Se amostazó contra el asiento y dejó que el pueblo se le
fuera quedando atrás, acecinado entre las lomas. Al rato le vino el recuerdo
de la Reme y pensó que a esas horas, la pobre, estaría llorando.
—¿Y a dónde te ha tocado ir, Celso, si puede saberse? —le preguntó el chófer
al verlo tan acobardado.
—Al África.
—¿Ceuta o Melilla?
—El Aaiun.
—¡La Virgen! Eso está muy lejos, ¿no?
A
pesar del susto que se llevó el Juanfrancisco, nuestro mozo volvió
del Sahara dos años y medio después, fuerte como un toro, moruno de tanto
sol y con un hermoso bigote. A los seis meses se casó con la Reme, que le
había aguardado fielmente durante todo ese tiempo, triste, ausente, y lo
recibió alborotada con un regalo de bienvenida: un recio jersey de lana con
cremallera larga que había tejido y destejido montones de veces; ella se
había encargado de mantenerle viva la llama del recuerdo con unas cartas de
trazo tosco y expresión tierna: «Espero que al recibo de la presente estés
bien. Yo quedo bien, G. a D. Aquí todo sigue igual... Que vuelvas pronto. Te
espera y quiere ésta que lo es: Remedios García».
Fue una boda por todo lo alto. Cayeron cabritos, hogazas, cántaras de vino,
dulces caseros, botellas de anís y puros habanos. Hubo rondalla venida de
Renieblas; se bailó y cantó hasta las tantas, pero a la mañana siguiente,
como mandan los cánones, tomaron el autobús, camino de la capital, para
disfrutar de la luna de miel.
Este tercer viaje, lógicamente, fue de placer: «El mejor de mi vida,
Segismundo», le decía al burro cuando le contaba sus andanzas, como si el
burro pudiera entenderle, que a veces lo hacía. En aquel viaje, y como tenía
a la Reme a su lado, todo le pareció bonito: los montes, los pueblos por
donde pasaba, el páramo, el Duero, la gente... Pero lo mejor de todo: la
“Pensión Soria”, un caserón destartalado y frío que fue donde se alojaron,
arriba, en una habitación que daba a una calle ancha, disputando el tejado a
las palomas que rompían a zurear cada mañana con el nuevo día. «¿Y para qué
diablos queríamos saber que era un día nuevo si estábamos tan ricamente en
la cama, Segismundo, los dos, comprendes?», le comentaba al burro.
Al
cabo de una semana se volvieron para el pueblo los tres, porque la Reme
quedó preñada. Hubo alegría en la familia cuando se supo la noticia.
«Entonces pensé ensanchar la casa de mis padres porque era algo pequeña y
necesitábamos espacio. Le daría más luz, más aire, para cuando viniera el
niño, ¿sabes?... Pero no fue necesario, Segismundo, porque conoces de sobra
que ese día nunca llegó: se me murieron los dos, en el parto. ¡Maldita sea!
Y me quedé más solo que la una, a pesar de tener a mi lado toda la familia,
y los amigos, y al pueblo entero. Se me fue lo que más quería. Todavía no sé
ni cómo pude aguantar, Segismundo; y para colmo, se me quedó esta pata
inútil».
Lo
de la “pata inútil” que decía Celso le ocurrió, justamente, a raíz de
comprarse el burro. El hombre ya se estaba metiendo en años y el cuerpo le
pedía un medio de transporte más cómodo, dócil y a su medida. Se fue andando
hasta la feria de Buitrago para volver a la caída de la tarde como un señor
en su jumento. Tenía el aspecto de ser un animal noble, bueno, y le llamó
“Segismundo” en honor a un famoso titiritero de grandes dientes amarillos
que solía pasar por el pueblo y tenía cara asnal; ya sabía que el cura se
opondría a ello, pero no era cuestión de arrugarse por tan poco; además, no
hay nada que no se pueda arreglar con un par de vasos de vino.
Buscando el mejor acomodo para el nuevo inquilino, decidió levantar una
valla que le sirviera de separación entre su propiedad y el campo abierto.
Allí dejaría al rucio pastar a sus anchas, sin trabas ni ramales. Marcó el
terreno, apañó unas estacas y empezó a clavarlas en tierra. Todo iba bien,
hasta que a la cuarta llegó la desgracia. Fue un golpe dado al desgaire,
distraído por una avispa, que descargó con toda furia sobre su rodilla
izquierda haciéndole perder la rótula y el sentido. Lo encontraron los
vecinos tirado por tierra: su cuerpo de un lado y la pierna por otro; al
pronto se alarmaron mucho, pero cuando recobró el conocimiento lo llevaron
al curandero de Fuentecantos —hijo y sucesor del que le arreglaba las muelas
de niño— para que hiciera con él lo que fuera menester.
—Vaya: nos hemos hecho cisco la rodilla —le dijo nada más verlo—. Será
mejor ir a Soria para que lo visite un médico.
—¡No! —bramó Celso acongojado—, me pongo en tus manos, Emeterio, por favor:
tú puedes curarme.
Emeterio movió la cabeza en señal de desaprobación; sabía algo de huesos por
lo que había visto hacer a su padre y los muchos que había apañado en cabras
y humanos; de hecho, la gente se amontonaba cada día en el portal de su casa
con el brazo en cabestrillo, tobillos como melones o piernas tronzadas para
que les curara. Hoy le tocaba al Celso. El oficio de curandero requería buen
tino y mucha práctica, y Emeterio se aplicaba a su ministerio con un
pundonor casi profesional.
—¡Vaya cacharrazo! —exclamó a medida que exploraba el daño.
Prisca, su mujer, era la encargada de tener listos los aditamentos
correspondientes para la cura: bizmas de algodón o lino, varillas de mimbre,
resina, huevos frescos...; la especialidad de la casa era una mezcla de
aceite de oliva con manteca de cerdo para obtener un ungüento mágico que,
recalentándolo convenientemente, era aplicado con extrema delicadeza en la
zona maltrecha trayendo a su lugar los huesos dislocados, relajando los
tendones rebeldes o reviniendo diviesos recalcitrantes.
El
ungüento puso las manos brillantes al Emeterio. Palpó con cuidado la parte
lastimada e insistió durante un buen rato sobándola con mimo. A Celso le
caían unos goterones parecidos a los que brotaron a Nuestro Señor
Jesucristo en el Huerto de los Olivos, pero no dijo ni “mu”.
—Mira, Celso, no quiero engañarte: tendrás que coger la “exclusiva” y
plantarte en Soria a que te lo mire un médico. Yo no puedo responder por tu
rodilla, te pongas como te pongas. Te voy a embizmar para que la cosa se
sujete un poco y haces lo que te he dicho.
Le
preparó unas tiras de lino que colocó cuidadosamente sobre la rodilla
reforzándolas con unas varillas para dar consistencia al apaño; luego las
untó con manteca y la clara de seis huevos, y al cabo de una hora salía el
enfermo con un bulto aparatoso en la pierna pero bastante más aliviado.
—Te pagaré cuando pueda... —le dijo al despedirse.
—¿Y quién te ha pedido nada? —le respondió el otro casi ofendido.
—Hombre, a tu padre le solía dar...
Pasados unos días notó que el dolor había remitido y se lo comentó a don
Tiberio cuando le vino a ver:
—Me encuentro mucho mejor. Yo creo que si el Emeterio quisiera...
—No digas tonterías —le atajó el cura—: mañana mismo te vas a Soria y que te
mire un médico, no ese curandero... —A Celso no le hizo gracia la sugerencia
del reverendo y torció el gesto—. Vete tranquilo, caramba, que yo me encargo
del burro —le dijo para remachar el clavo.
—De acuerdo, iré al médico.
Entre cuatro le llevaron al autobús en una especie de angarillas parecidas a
las que se empleaban para sacar a los santos en las procesiones, que tal vez
eran las mismas. Don Tiberio dirigía la maniobra y aconsejaba repartir el
peso por igual para que no dieran con el hombre en tierra y fuera peor el
remedio que la enfermedad. Lo acomodaron entre dos asientos de la
“exclusiva” y allá que se fue, camino de la ciudad. Jamás comentó a nadie
este viaje de ida, ni siquiera con Segismundo, porque la mala gana le cegaba
la vista y su recuerdo era más bien una pesadilla.
La
operación quirúrgica fue rutinaria, lo que no impidió que se tirara una
semana encamado en el hospital, atendido como un rey y mimado por las
enfermeras. Emeterio tenía razón: sin una mano experta que le recompusiera
los huesos, se hubiera quedado cojo sin remedio, y no sólo un poco rígido de
la izquierda como ahora mismo se le podía apreciar.
La
vuelta
fue más agradecida aunque tuviera que llevar muletas. Dio gracias al cielo
por haber tomado el autobús aquella bendita mañana pese a sus recelos, e
hizo propósito de la enmienda de olvidarse de todas las trabas que solía
poner a la hora de viajar, llegando a comprender que el burro estaba bien
para andar por el campo, pero no era lo mismo que ir en coche. Recordó
aquellos sueños de niño cuando quería ser viajante y se rió para sus
adentros.
Acomodado junto al chófer, le pareció ver los mismos ababoles en el campo
que viera en su primer viaje, los mismos trigos girando sin parar que se le
metían por los ojos. El chófer ya no era el Juanfrancisco, el pobre
murió de viejo, sino su nieto Gustavo.
Intuía Celso que éste sería su último viaje, escayolado como iba
desde la ingle hasta la uña del dedo gordo; y su sorpresa fue mayúscula al
llegar al pueblo y encontrar al vecindario en pleno que le estaba esperando
al pie de la picota, con don Tiberio y el burro a la cabeza:
—¡Hombre, pero si está Segismundo...! —dijo Celso alborozado asomando la
cabeza por la ventanilla.
—¡Bonito saludo para la gente que ha venido a recibirte!, —le recriminó el
cura—. Además, ¿no te he dicho miles de veces que no le llames...?
—Pero si es un ángel, don Tiberio: mírele la cara.
El
cura no miró la cara del animal, naturalmente, sino que se revolvió como un
basilisco:
—¿El burro, un ángel?, ¿adónde tiene las alas?, blasfemo. Se acabó, ahora
mismo te excomulgo.
Los vecinos celebraban con regocijo la eterna disputa de los amigos. Bajaron
los viajeros y Segismundo, al ver a su amo que le hablaba con palabras
cariñosas, se puso a reír como un niño, con esa cara de bobo que tenía. Y al
poco, la “exclusiva” arrancó.
© Pedro Sanz
Lallana 2006
Blog
de Pedro Sanz
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